lo
perdonó. Ni lo olvidó. Odiaba a ‘la intrusa’ y aprovechaba todo
tipo de coyuntura, habida y por haber, para lanzar insinuaciones
malévolas y enrarecer el ambiente en torno a Lola.
Ya
he dicho que el alcalde me resultó antipático desde el primer
momento. Era uno de esos tipos suficientes, frente a los que uno
siente la necesidad de decir no,
cuando es sí
y aunque sea sí
y
le asistan todas las razones. Y desde aquella charla con Ruiz, mi
ojeriza creció tanto que no tardé en tener con aquel palurdo un
violento enfrentamiento, que fue el preludio de una infinidad de
adversidades, que a la postre me abrumarían hasta aplastarme.
Pero,
amén de las cábalas, de muy retorcidas intenciones, que el alcalde
y sus numerosos satélites hacían en torno al ‘pez gordo’,
apuntando siempre a lo más soez, sorprendía en Lola que nunca
hablase de su pasado, sus amistades, de su familia siquiera. Me
preguntaba por qué. La gente chismosa del pueblo vivía como
angustiada. Y los amigos, escamados ante aquella desconfianza y
aquella falta de franqueza, desconfiados. El propio Ruiz veía
intranquilizadora la situación, e incluso peligrosa hacia aquella
‘enigmática’ maestra.
Añadió
Ruiz que Lola destacaba en cultura, en cuidadas formas, en costoso
joyero, en vestuario y en otras cosas sospechosas en una ‘simple’
maestra nacional. Agregó diciendo que detrás de todo esto podía
ocultarse un misterio. Y a decir de los lugareños, un misterio
escandaloso. Y hasta el mismo forense pensaba que tales alusiones
podían ser ciertas.
Protesté,
chillé, me cabreé… pero sus explicaciones me llenaban de dudas; y
no por su hipotético pasado, que no me importaba, sino por el daño
que pudieran causarle quienes la acechaban.
Le
perjudicaba, y mucho además, según el forense, su simpatía y sobre
todo su belleza, que aquellos palurdos las calificaban de ‘agresivas
y absorbentes’.
No
había en el pueblo hombre o zagal que no suspirase por Lola. Las
mujeres ‘estaban encantadas, la adoraban’, pero se verían muy
aliviadas si se fuese, y contra más lejos, mejor. No se podía poner
reparos a su conducta, pues rechazaba de plano todas las
insinuaciones. Pero un instinto de conservación ponía en alerta a
las casadas. Corría en el pueblo que, sin Lola corresponderles,
comía el cerebro a todos los maridos. Y en cuanto a las solteras,
acabaría por resultarles odioso que acaparase las miradas y los
suspiros de todos los solteros.
Quizás
las propias interesadas lo ignoraban, pero Ruiz presentía que tras
los elogios pugnaba por salir la cara oscura del odio, de la
venganza. Mientras Lola, con un método antirrural, repartía, sin
distingos sus simpatías entre los dos bandos que había en el
pueblo, y esto llevaba a los nacidos en el pueblo a pensar que les
eran indiferentes. Lola había caído en el pueblo como de otro
planeta, totalmente ajena a sus costumbres, a sus inquietudes y a un
ambiente que no era el suyo y en el que al final acabaría por
asfixiarse. Como su pasado podría ser intachable, la veían como
alguien perfecto, muy superior a cuantos la rodeaban. Y su actitud,
con tendencia a subir, más que a bajar, los sacaba de quicio. Toda
la gente adulta del lugar, veía esto, en su ignorancia y mezquindad,
como un insulto. Y un insulto grave además.
____Te
juro que quisiera estar equivocado, Alejandro, pero si Lola sigue
entre nosotros, me da que puede pasar algo desagradable -concluyó.
En
principio
escuché lo que día con reservas. Pero, poco a poco, iban ganando mi
ánimo sus exposiciones, cuyas terminaron por dejar en mi espíritu
una penosa impresión.
Luego de
aquel 'saqueo' a Ruiz, no tardé en darme cuenta de que era perspicaz
y con experiencia en el manejo de personas. Tenía treinta y nueve
años, y era bien parecido, de estatura mediana, propenso a la
gordura, con cara angulosa y expresivos ojos. Todo él, su físico y
sus formas, sellaba buen conjunto. Pero, aunque le veía formal, la
gente del pueblo lo tildaba de mujeriego, no sabía si con razón o
sin ella, pues a pesar de la mucha confianza que llegamos a tener, no
me hacía confidencias de ello. Por norma y por respeto y también
por su carácter abierto y dicharachero, siempre actuaba con
solicitud, pero con discreción. No obstante todo eso, cuando a veces
le veía sonreír, charlar y contar chistes a algunas pueblerinas,
guapas y con buen cuerpo, derrochando donaire de buen chico, pensaba
en lo que decían de él y estaba por creer que los cizañeros tenían
razón.
Desde
aquel amplio y sabroso soliloquio de Ruiz, acerca de Lola, quedé a
la expectativa tratando de cerciorarme de lo que podía haber de
cierto en su relato. Y, desde luego, aunque intenté convencerme de
que sus vaticinios eran desproporcionados, sin fuente fidedigna que
los avalase, de ninguna de las maneras podía apaciguar la batahola
de inquietudes que me sobresaltaba
Tal
vez
el amor no sea para el mundo en general un sentimiento delicado. Para
mí sí. Me resultaba difícil llegar a la convicción de que los
libros mientan venturas amorosas, que las confidencias entre amigos
sean fraudulentas, y es por eso que debo admitir que existe ese gozo
de amar que jamás he conocido. He llevado mi amor atormentadamente,
como un cáustico cilicio de fuego y amargura. He amado con todo lo
que hay en mí de sórdido y de elevado, a ras de tierra y altamente,
pero también he odiado de la misma forma; un círculo de amor y de
odio cual soga de fuego pendiendo del cuello.
Por
aquel entonces
la ansiedad me ahogaba. Sentía la necesidad apremiante de decir a
Lola cosas muy concretas que me tenían trastornado. Pero cuando se
me presentaba una oportunidad, no sabía qué era lo que tenía que
decirle. Ni siquiera pensaba ya en hablarle de amor. Eso lo daba ya
por hecho, como si Lola tuviese que pertenecerme, como si ya me
perteneciese, era un algo tan evidente como mis propias convicciones.
En
los atardeceres, paseábamos en la carretera. Flotaba aún en el
ambiente el polvo de las trillas y el que habían provocado las patas
inconscientes de las ovejas. Soplaba un viento fresco, y la noche se
apoyaba en la rosa de los vientos, como una capa de cristal
agujereada de estrellas.
Al
inicio de mi llegada al pueblo, Lola me rehuía. Como era lista -de
listeza tenía barbaridad-, estaba atenta. Se había percatado de la
admiración que había despertado en mí desde el primer día, y se
ponía en guardia contra mi impulsivo apasionamiento. Mientras
paseábamos, adrede se situaba en medio del grupo de señoras, siendo
requerida de un lado y de otro, de forma que no podíamos cruzar
palabra alguna. Y ésta, su actitud continuada, me producía
angustiosa desazón.
Y
por si eso era poco, antes de iniciar a pasear, el omnipresente Ruiz
nos decía a los hombres que dejásemos solas a las señoras, ‘para
que pudiesen hablar de sus cosas’.
Iban
detrás de nosotros. A veces, sus hijos, que correteaban bajo las
custodias de las criadas, se aproximaban. El aire se llenaba entonces
de sonrisas, abrazos, besos, y todo ello rebotaba en el cristal de la
noche. Mientras tanto, Ruiz y los otros hablaban de fútbol, de
toros, de quisicosas locales. No les prestaba atención. Sólo me
ocupaba de oír a mis espaldas la voz de Lola; lejana, sí, pero
retrocedía para oírla mejor. Su voz se aleabacon los cantos agudos
de los grillos, y sus risas parecían una ola de un arroyo calmada
por el viento. Llevaba los oídos tan atentos que podía oír el
deslizamiento de los incestos en las ásperas pelambreras de los
rastrojos. Lejano ladraba de pronto un perro, una cigüeña
crotoraba; llenaban mi cabeza rumores imprecisos. Dominaba el ruido
de sus pasos, del movimiento de su traje... y yo saturado de puntos
luminosos, como una réplica exacta del firmamento. El firmamento
debe ser la cabeza de Dios, si es verdad que Dios existe. Pero Éste
es Punto y Aparte, por lo que ahora no hablo de Él para evitar
extrapolarme. Sólo puedo decir que he tenido mis propias creencias.
Una
de aquellas tardes, no obstante, resuelto y firme, respondí a esa
propuesta de Ruiz.
____¡De
eso nada! ¡Yo voy muy bien y muy a gusto junto con las
señoras!
Ésta
frase, pronunciada con dicharachería, sólo habría originado
asombro, pero mi tono enconado la convertía en un exabrupto. Levantó
una roncha de expectación, de censura, y de burla tal vez. Debo
añadir este eslabón a la cadena de mis despropósitos y a la
incapacidad para saber llevar un buen entendimiento con mis
semejantes.
Ruiz
sonrió. Lola aventuró unas palabras, para tratar de romper el
embarazoso silencio que habían fabricado mis labios. Carolina que
iba a mi lado, se ruborizó y miró a su esposo, entre perpleja y
gozosa, y su esposo me miró a mí, con curiosidad desdeñosa.
Pero
yo no me inmuté. Siempre que he querido algo, sólo me ha importado
la forma de
cómo lograrlo. Simple. De este modo, tal vez egoísta, uno puede
ejercer con inconsciente petulancia su voluntad.
Carolina
era una mujer atractiva, e incluso guapa. Tenía un cutis blanco y unos bellos
ojos, pero peligrosamente soñadores. Sus pómulos, que sobresalían
algo más de lo normal, daban a la cara un cierto hechizo. Vestía
con esmero, y el ‘toque’ disimulaba lo ajado de la ropa. Su
esposo, bruto y de baja estatura, llevaba siempre los trajes sucios
de manchas y cenizas, le apestaba el sudor y sus hombros raramente no
se hallaban nevados; había en él algo de repulsivo, pero a su
esposa, 'semejantes simplezas' no parecían preocuparla.
Luego
de aquel incidente, Carolina andaba en silencio, perpleja y
complacida a la vez. Pasado un momento, empezó a hablar de nuevo, y
su voz sonaba nerviosa. Al despedirnos, me miró a los ojos y retuvo
unos segundos mi mano. Me quedé desconcertado.
A
veces, Lola iba en un extremo de su grupo. Me apresuraba en ponerme a
su lado. Inútil. A cada instante nos interrumpían para que diésemos
nuestras opiniones acerca de esto o aquello. Los convencionalismos
sociales obligaban a que no nos apartasen de las conversaciones. Y
cuando no, la propia Lola rompía mi tono confidencial y entablaba
charla con alguna de las mujeres. Convencionalismo también.
Y
ahora, desahuciado ya y esperando que la muerte me recoja, puedo
decir libremente lo que he llegado a odiar a ese aparato social: 'las
pejigueras de las buenas formas’. Pero era probable que en Lola no
se tratase solamente de cortesía, también como defensa contra mi
deseo de entrar en su intimidad. Las escasas conversaciones que
manteníamos eran anodinas. Pero yo quería saber qué pensaba sobre
el problema del existir. Qué significaba para ella, verbigracia, el
amor, la vida, la felicidad, la amistad, la suerte, la soledad, la
sensibilidad y la muerte. Ocho conceptos llenos de zozobras y de
profunda intensidad.
Las
esposas de las personalidades de ese pueblo, eran, para mí, mujeres
sin relieve. Sus mundos, y con ellos sus inquietudes, se reducían al
precio de los comestibles, las diabluras y dolencias de sus hijos, el
clima, la ropa, y punto y final. Si lo había habido alguna vez,
estaba ya soterrado los recuerdos de los ardientes años de la
juventud, la quimera del amor… Eran mujeres tristes, resignadas,
abrumadas por el peso de la realidad prosaica, los achaques, los
cuidados caseros, el tejido adiposo… Y las solteras no eran muy
diferentes. Rita, y la hija de un ricachón del pueblo, Rosa,
frisaban en los veinte y tenían buenos palmitos: risueñas, guapas,
de palabra vivaz, pero insustancial, que iba del tópico manido a la
insinuación banal. Pero daba la sensación de que veían esto, sólo
útil para pescar novio, algo que olvidarían más tarde, luego de
convertirse en lo que sea que llegaran a ser. Y con el paso de los
años, su ansias espirituales se alimentaría con alguna adocenada
revista de modas, algún engendros literario ‘rosa’, o al
argumento de la última película de cine. Sorprendía que devorasen
libros de ínclitos escritores, pero las expectativas de sus autores
resbalaban sobre las cabezas mediocres de las lectoras, y sus
comentarios se limitaban a esos simples y casi despectivos, bonito,
feo, ameno, entretenido, soso…
Y
empero mi punto de vista, estaba equivocado. Tenían una vida
polifacética. Sobre todo las casadas. Una tarde, hablamos de ese
asunto Lola y yo, en que a fuerza de pasear por los aledaños de su
casa, me hice el encontradizo y la acompañé a la carretera, donde
aguardaba el grupo.
____Creo
que tú sólo ves lo exterior y que generalizas a partir de ello -me
dijo, sonriendo.
____Veo
sus vidas, escucho sus opiniones, sé qué libros leen…
____Superficial
–no me dejó acabar.- Es como observar el bobo ir y venir de las
abejas, ignorando las maravillas del interior de las colmenas. Soy
más exigente y cauta en sacar conclusiones que tú. Todos tenemos
problemas, pero cada cual debe resolvérselos en la medida que
quiera, sepa o pueda. Nadie debe meterse en la vida de otro. Máxime,
si el intruso tiene abandonada su propia parcela –añadió.
____¿También
tú tienes problemas? –le pregunté, mirándola.
____¿Y
quién no? –respondió, nerviosa pero decidida. Y añadió-:
mira,
por ejemplo, Antonia, ‘la registradora’, parece una mujer vul gar
y no lo es. Y aunque creas que el amor es ya algo remoto en esas
mujeres, Antonia ama a su esposo. Eso sí, a su forma, a la forma que
le van marcando sus circunstancias.
____Yo
no he dudado de su amor –repliqué.
____Es
que Antonia ama ahora más a Juan que el día en que se casaron –se
repuso del nerviosismo y prosiguió-: te habrás dado cuenta que Juan
es un botarate, pero Antonia ríe con indulgencia sus chistes de mal
gusto, perdona sus necedades. En fin, le trata como a un hijo, el más
díscolo de los seis que han tenido. Debes creerlo. Antonia es gran
mujer, tiene sensibilidad, conmueve.
Entonces
pensé en Antonia. Una mujer vulgar: ojos castaños, sin brillo y
tristes. A veces sonreía, pero miraba a su marido con una expresión
cohibida, como supeditada a él.
____¿Piensas
que no es dramática la vida de Antonia? –seguía y seguía-. Seis
hijos, que deben ser como seis razones de continua lucha, y un esposo
versátil, amadísimo, al que tiene que atraer con unos encantos,
casi marchitos, y con el recuerdo de un amor de la juventud, olvidado
ya, al menos por él.
____Es
cierto, no es halagüeño, y la pobre mujer debe sufrir por eso
-dije, alimentando sus razones.
____Un
sufrimiento que la ennoblece –y continuaba-, y que le da un aire
poético. Antonia sólo vive para su marido y sus hijos. Ella no
tiene tiempo para leer, cultivarse, despuntar. ¡Ni falta que le
hace! Tiene un mundo interior inmenso e intenso: ama, sufre y lucha.
Tres poderosas razones que justifican toda una existencia.
____Estoy
por creer que eres mejor psicóloga que yo. Y la verdad es que me
sorprende.
____Porque
se supone que yo debería tener gran experiencia. He hecho frente a
la vida desde niño. He rodado como pelota. He…
____Has
sufrido. Lo sé -me interrumpió de nuevo.
____¿Cómo
lo sabes?
____¿Soy
o no una buena psicóloga? –sonrió.
____Sí,
pero…
____No
hay pero que valga. Si no entiendes a los otros es porque has sufrido
en soledad –añadió, sin dejarme hacer objeción.
____Cierto
Eres buena psicóloga. Pasa que yo no hago eco de mi dolor, y es por
eso que no reparo en el ajeno.
____Para
obrar así, hay que ser o muy egoísta o muy fuerte, y no todos lo
son. Quien mejor entiende a los otros son los débiles.
____¿Lo
eres tú? –le pregunté, mirándola a los ojos.
____Sí,
por eso llego al que sufre; quererle, entenderle y aceptar de él la
parte de dolor que pueda llegarme.
____El
dolor es algo que no se debe compartir. Quien lo hace, no está en su
pleno juicio y tarde o temprano pagará su error.
____¿Por
qué no se debe compartir?
____Porque
es una impudicia. Debe permanecer oculto. Igual que la felicidad. En
personas potencialmente emocionales, esos dos estados pueden llegar a
ser igualmente desconcertantes.
____¿La
felicidad también? –preguntó, sorprendida, pero atenta a la
respuesta que iba a recibir.
____Sí,
porque la felicidad es como un sarcasmo.
____¿Crees
entonces que es necesario simular?
____Sí.
Y aunque puedan llamarle hipocresía, defiendo esta clase de
hipocresías. Una relación es imposible sin ella.
____Me
hace gracia que seas tú quien diga eso –me miró.
____Sé
que carezco de esa virtud, pero ello no es óbice para que comprenda
su utilidad. Al menos en algunos casos.
____Sea
como sea, insisto en que el dolor es un algo tan patente cual
mutilación y que, por compasión, debemos aliviar –en ese momento
la vi un poco desconcertada.
____Pues
yo he abrigado esperanza de filantropía, pero, aun así, la
compasión es una propina humillante.
____Pero
hay pobres de espíritu que viven de ella –me miró.
____A
los pobres de espíritu les ofreció Jesucristo el Reino de los
Cielos ¿Por qué pretender mejor ganga? –concluí.
____¡Eres
terrible! –me miró y sonrió.
Lola
echó
la cabeza hacia atrás, y su sonrisa parecía llenarse de vibraciones
luminosas, como cuando cae una piedra en un río. Y repuesta de su
aparente desconcierto, corrió a refugiarse en el grupo de señoras,
que se aproximaba.
Las
pocas charlas, sustanciales o banales, que habíamos podido mantener
me permitían ir conociendo su modo de ser y también me servían
para ir descubriendo la idiosincrasia de las personas que la
rodeaban.
De
pronto pensé otra vez en Antonia: mujer vulgar. De acuerdo. Pero
mujer extraordinaria. Y yo no debía seguir descalificándola y
pensar que era justo lo que hacía. Se había casado trece años
atrás: seis hijos y tres abortos. Nos decía un día, entre
sonrisas, ribeteadas de amargura, que algunas veces, aprovechando las
contadas ocasiones en que no estaba embarazada, Juan había querido
llevarla a Sevilla, para divertirse un poco. Se negaba a ir sin la
patulea de niños. Juan se enfadaba, pero después le decía:
‘¡arréglalos!’. Entonces se entregaba a la tarea y era
encomiable acicalar a tantos críos en tan poco tiempo. Y cuando al
fin salían hasta la carretera, el autobús había partido ya. ‘Otra
vez será’, decía, resignada. Pero Juan cogía unos cabreos
descomunales. Y siempre que se presentaba una oportunidad así, el
resultado era el mismo.
Mientras
pensaba en Antonia, recordaba las palabras que había dicho Lola. Y
en las mías. ‘Una mujer vulgar’. ¡Quién se atrevería a
decirle que debía cultivar su espíritu? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Y por
qué? La cotidianidad volcaba en ella un cumulo de inquietudes, capaz
de empalidecer a la cultura más cacareada. Yo era el ruin por
juzgarla. Ella tenía bastante ya. Cada hijo, una promesa, un nudo de
inquietud. Se desgarraba en nuevas vidas; gran madre, forjadora de
hombres y mujeres. Ella sí que podía decirme: ‘ahí los tienes;
los he parido con dolor, sufriendo, y gozando apenas; no sé de
historia, literatura, arte, esas veleidades para ustedes: los vacíos;
yo me estoy sembrando en el surco de la vida, paso a paso con ella;
sobre mis espaldas crece una legión de hombres, creadora de hijos, y
de los sueños deleznables para los necios’. Entonces, Antonia,
corta de luces, apenas anatomía humana, se agigantaba en mi mente
hasta ocupar un mundo. Y yo, que la acriminaba, me sentía un mísero
y un rebelde, al que ella, Madre y Tierra, podía sepultar en un
abismo de la nada. Tomé obligada nota y desde entonces, Antonia
enriqueció mi sensibilidad, cuya, noblemente, aceptó que saber
rectificar a tiempo, sobre todo de cara al interior, es cosa de
inteligentes.
Otra
de aquellas tardes hablamos acerca de Carolina.
____Pienso
que es un poco desconcertante -empecé.
____¿Eso
es todo lo que piensas?
____No. ____Ya,
ya veo que no has pensado bien de ella.
Me
miraba y sonreía, burlona y regocijada. Mi poca experiencia en
mujeres, se le antojaría divertida y poco peligrosa.
____Así
es –le dije recordando la retención de una de mis manos, las
miradas con que me fulminaba y las historias que había oído contar
sobre ella.
____Empero,
otra vez te has equivocado. Tienes que reconocerlo. Vives poco o nada
hacia fuera.
Pensé
que sus suposiciones eran gratuita. Pero ahora no pienso eso. Yo
construía mi mundo de una forma parcial, apoyándome en el primer
dato de la realidad que hería mis sentimientos.
____Pero
hay cosas tan evidentes que no necesitan meditación para llegar a
una conclusión -insistí, no obstante.
____¡Te
permites hablar de las personas como si fueran teorema; algo
matemático, y por eso de fácil demostración! –protestó.
____No
irás a decirme que Carolina es más que eso –repliqué.
____¡Es
un ser humano y tiene posibilidades! ¡¿Te parece poco?! –seguía
airada.
____Si
tú lo dices…
____Veo
que eres un hombre muy seguro de sí –me miró.
____Pues
sí –respondí y añadí-: el mundo exterior no es más que una
serie de impresiones vaciadas en la sensibilidad.
____Eso
que acabas de decir es injusto para los otros -se calmó.
____Yo
no me impongo a nadie. Que me juzguen como quieran. Me da igual. Pero
defenderé mis criterios contra el mundo.
____Pues
tendrás muchos problemas pensando así.
____Ya
he empezado a tenerlos. Y no me importa. En realidad, no necesito a
nadie. Me fabrico mi mundo y lo vivo. Nada pido a los otros y, según
qué y para qué, nada doy.
____Perdona
que te diga, pero lo que acabas de decir es absurdo -sonrió.
A
su sonrisa se unió el nerviosismo. La miré a los ojos. Desvió la
vista. No obstante, al poco, me devolvió la mirada y agregó:
____Sin
embargo, tus razonamientos tienen atractivo para mí.
____¡¿Sí?!
¿En serio? ¡Entonces…!
Me
interrumpió, precipitadamente.
____¡Sí,
sí, pero ahora estábamos hablando de Carolina!
No
insistí. Y supongo que hice mal.
____Es
una infeliz. La acusan de ‘ligera’. Un perfil fácil de cargar,
difícil de llevar y casi imposible de descargar.
____¿Y
no lo es?
____¡Por
supuesto que no! Veo sarcástica su ligereza. Desde que estoy en este
pueblo he oído decir, y luego lo he comprobado,
que
Juan es un vicioso. Se gasta el sueldo en bares, en juegos y en
prostitutas. Carolina debe estar pasándolo fatal.
____Quién
lo diría…
____Sorprende
porque siempre va peripuesta y viste con relativo lujo. Pero excuso
decir lo que esto significa en un pueblo en que se habla mal de todo
el mundo, incluso sin motivo.
____Tontería.
La maledicencia sin motivo es la más justificada.
____No
te comprendo… -me miró.
____Está
claro. Si no hay motivo hoy, puede haberlo mañana. La profecía es
una de las cosas que disfruta de más adeptos y para el ignorante
contar con ella puede brindarle pocas ocasiones tan placenteras como
la confirmación de un... ‘ya lo decía yo…’.
____Sí,
es probable que tengas razón. Pero, en todo caso, me da lástima
Carolina. Sospecho que lo único que quiere es dar celos a su marido,
despertar su dormida ternura, salvar unos billetes de la mesa de
juego, darle a entender que su braga es la mejor. Un pequeño drama,
pero produce angustia pensarlo. Carolina es una mujer intachable, y
aun su coquetería, apuesto que le es fiel a su esposo.
____Sin
embargo, en el pueblo corren historias…
____¿¡Y
qué incluso si son verdad?¡ ¡¿Te atreverías a decir lo que es
lícito y lo que no lo es?! –de nuevo, su voz sonaba airada.
____¿Yo?
Desde luego que no.
____Ni
nadie que no sea fariseo o perturbador. ¿Es crimen matar en la
guerra? ¿A
qué entonces tanto aspaviento? Carolina lo que trata es redimir a su
esposo; salvándose ella, sí, pero salvándole a él también.
____Pero…
¿y su marido?
____Juan
no tiene dignidad. Sólo le importa sus juergas, y que su esposa haga
lo que quiera. Los escándalos no le quitan el sueño. Pensé que te
habías dado cuenta ya.
____Pues
no. Como sabes, llevo poco en el pueblo y corto el trato con él
–contesté y añadí-: pero en cuanto al escándalo, tiene su
elección: prefiere hacer víctimas que reparar entuertos.
Me
miró a los ojos, como impresionada.
Aquellas
charlas me producían mortal desasosiego. Necesitaba hablar con Lola
horas, días, semanas, meses, años… quizás toda una vida no
bastase para formularle todas las preguntas que me abrasaban. Además,
todo yo: ojos, naríz, oídos… esperaba no sé qué taponadas
respuestas que se hallaban en sus vista, su nariz, sus orejas…
Insisto
en que
Lola me rehuía desde que llegué al pueblo. Pero yo merodeaba cerca
de su casa y la escuela. Me desmoronaba en el barrio obrero, al que
iba a menudo. A veces lograba hablar con ella, pero siempre estaba
acompañada. La necesitaba. Tenía sed de ella, mortal sed, y no iba
a morir en su oasis teniendo tanta fuerza para llegar. Me bañaría
en su agua, aunque tuviese que ahogarme.
Recuerdo
ahora las palabras de Ruiz; me decía que en la vida de Lola había
un misterio, que se podía ver en el sobresalto de sus ojos y en la
alteración de su voz. Pero si la pesadumbre era real, preciso era
que necesitase pasear a solas, sofocar su angustia, lejos de miradas
incisivas. Pero entonces no caía en la cuenta de que si esto era
así, forzosamente le debía resultar incómoda mi presencia.
Empero,
mis previsiones se cumplieron, a medias: salía poco de su casa y si
lo hacía iba acompañada de ‘alguna amiga oficiosa’, que pasaba
a recogerla. Por tanto, si inquietud atormentaba su espíritu, era en
su propia casa donde podía dejar volar su mente a plena libertad.
Pero,
mientras tanto, los números del calendario iban cayendo con una
lentitud desesperante. Me dolían los nervios de ansiedad, de
impaciencia. Permanentemente tenía la sensación de estar
perdiéndome algo irrecuperable: horas de felicidad. Una de aquellas
tardes estuve tentado en aparecer por su casa, sin razón aparente, y
obligarla a escuchar lo que tenía que decirle. ¿Y qué era lo que
tenía que decirle? Pero un resto de cordura apareció, no sé de
dónde, en mi estado, y me comunicó que esta medida heroica podría
resultar contraproducente
No
sé si debo achacar al estado de nervio en que estaba debido a mis
relaciones con Lola, el violento enfrentamiento que tuve con el
alcalde, al poco tiempo de mi llegada al pueblo.
Ya
he dicho varias veces que el alcalde se me indigestó desde un
principio. Y en general, detestaba a toda aquella gente que hacía de
Lola blanco de sus invectivas y que la llevaba y la traía sin cesar.
En
las tertulias vespertinas, en la casa de Ruiz, a las que acudía,
tenía la ocasión de escuchar a cada instante hacer un panegírico
de Lola; la alababan hasta la saciedad. Pero antes, después de
almorzar, iba al Café. Allí se jugaba a todo, incluso fuerte. Yo no
jugaba, sólo miraba. Me divertía ver los ardides de los jugadores.
Por supuesto, faltaría más, largar sobre Lola era casi obligado. A
cada momento salía a la palestra, entre risas maliciosas, guiños
alusivos y palabras hirientes. Tenía que hacer un esfuerzo por no
liarme a golpes contra aquellos palurdos. Y así se producía día
tras día, invariablemente.
Una
de aquellas tardes, antes de entrar al Café, en el umbral de la
puerta oí la voz de Ruiz. Nada especial había en lo que decía,
pero su tono no ocultaba irritación. Y el forense no era de esas
personas que se irritaban fácilmente.
____¡Qué
sí, hombre, que sí! ¡Ya me has dicho esto mismo otras veces! ¡Pero
las conclusiones que tú sacas son una barbaridad! -éstas eran las
palabra que se podían oír claramente que decía el forense.
Entré
y me aproximé a una gruesa columna del local, a escasa distancia de
la mesa de los voceríos, sin ser visto, y me oculté detrás de
ella. Ruiz jugaba a las cartas con el dueño del Café, el
registrador, el alcalde, y un tal Mario, que era un funcionario de
Ayuntamiento.
____¡¿Cómo
que don una barbaridad?! –respondía el alcalde, y añadía-: ¡lo
que te quiero decir es que me la han impuesto por huevo! ¡La
protege, 'y de qué modo!, un ‘pez gordo’, y cuando se es tan
guapa y se tiene un cuerpo como el de la maestra, ya se sabe cómo se
‘pagan’ ciertos favores!
____¡Lo
que usted acaba de decir no sólo es una barbaridad, sino una
infamia! ¡Y le hablo de usted porque usted no se merece mi tuteo!
–tercié con acritud, a la vez que salí de mi escondite, ante la
sorpresa general.
La
conversación cesó como por encanto. Todas las personas que estaban
en la barra del bar y las sentadas en las otras mesas, se volvieron
hacia nosotros. El alcalde palideció hasta el punto de ponerse
blanco, verde, rojo... Finalmente, se levantó de su silla, me miró
de arriba abajo, y me dijo, tartamudeando
Antes
que pudiera responder, un hermano del alcalde, de rostro feroz y en
actitud agresiva, incluso navaja en mano, corrió hasta la mesa de la
discordia.
____¡Le
repito que lo que usted ha dicho es una infamia! –y seguí
gritando-: ¡y exijo que retire sus palabras, o que las demuestre con
algo más que con suposiciones gratuitas!
El
alcalde ‘comprendió’ que había cometido un desliz, y estaba
dispuesto a rectificar, sin, por supuesto, abandonar su habitual
pedantería, aunque algo más calmado.
____Le
advierto que, primero, yo no hablaba con usted. Además, usted no
tiene por qué tutearme. ¿Entendido? Y segundo: lo que antes he
dicho ha sido una broma en una charla entre amigos, y usted no lo es
mío.
____¡Ni
quiero! ¡Pero eso no importa ahora! ¡Entre amigos o en público,
usted se ha comportado como lo que es, un rufián!
Ruiz
se levantó de un tirón y se puso entre el alcalde y yo. Pero no
pudo evitar que el hermano del alcalde se abalanzase contra mí.
Entonces, sin pensar, cogí una botella que había en la mesa y la
estampé contra su cabeza. Retrocedió tambaleante, tropezó y cayó
al suelo. El asombro general era tan grande que solté una risa. Poco
después me giré en redondo, mientras Ruiz forcejeaba con el
alcalde, que galleaba y vociferaba, y salí del local.
Dos
horas y media más tarde, Ruiz se presentó en mi casa. En ese justo
momento me cogió en mi despacho. Estaba poniendo en orden el fichero
de mis enfermos.
____¡Muchacho,
o eres un inconsciente o tienes una sangre fría que espanta! –éste
fue su saludo.
____¿Por
qué dices eso? –seguí con mi tarea.
____¡Y
lo preguntas! Acabas de descalabrar a uno que he debido darle cuatro
puntos, y tú te estás aquí tan tranquilo, como si no hubiese
ocurrido nada. ¡Increíble!
____¡Y
qué! –dejé la tarea y lo miré-. Si le he dado un botellazo a
ese
ha sido en defensa propia. Pena que no lo haya recibido su hermano,
que era quien lo merecía.
____No
te comprendo, doctor Ceballos. Creía que tenías interés en que te
asignasen la titularidad del puesto de médico en este pueblo- se
calmó un poco.
____¡Claro
que tengo interés; y ahora más que nunca!
____¡Entonces,
no sé de qué vas! ¡¿Es que chocar con el alcalde es la mejor
forma para conseguirlo?! -gritó, de nuevo.
____¡¿Y
qué esperabas que hiciese, doctor Ruiz?! ¡¿Cagarme?! ¡Permitir
que insultasen a Lola impunemente?! ¡¿No crees que ya va siendo
hora de que alguien le pare los pies a ese caciquillo de tres al
cuarto?! –respondí en igual tono que él.
Pasados
unos minutos de nuestros relampagueantes cruces, los ánimos se
calmaron. Ruiz me habló tranquilamente.
____Hubieras
podido hacerle rectificar sin llegar a esos extremos. Mira,
Alejandro, si tomas tan a pecho los chismorreos de tascas. tendrás
que andar a porrazos todo el tiempo -me cogió del brazo y siguió
hablando-: cuando se viene de la capital, como tú y yo, a un pueblo,
hay que saber lidiar ciertos toros que en las urbes ya lo han sido.
Además de ser un buen profesional en medicina, que lo eres, tienes
que usar psicología con esta clase de gente. Creo que no es tan
difícil de entender.
____¿Es que me lo censuras?
____¿Censurártelo? ¿Yo?
¡Ni hablar! Me ha encantado –retiró su brazo y se puso a
gesticular con las manos-: y si en vez de un chichón le hubieras
hecho un lote entero a cada hermano, mejor. Y no sería el único que
se iba a alegrar. En el pueblo, casi todos odian al alcalde y su
caterva, pero de ahí a que te aplaudan… Después de todo, tú
acabas de aterrizar en estos pagos y aún no sabes de qué va la cosa
pero yo llevo aquí años. Mira, Alejandro –su voz era
aconsejadora-, desde que llegué a este pueblo me impuse una máxima:
‘mejor alcaldillo conocido, que alcaldón por conocer’. A partir
de ahora, el alcalde y los suyos te acorralarán, y lo máximo que
puedes esperar de la gente que te apreciamos es que no unamos
nuestras voces a las de ellos.
____Ahora soy yo el que no te
entiende...
____Que no me entenderías lo
sabía desde la noche que te recibí y hablamos. Pero eso no viene a
cuento. Lo que importa ahora es que tienes que resolver un marrón. Y
si no estás dispuesto a tragar bilis, mejor será que hagas el
petate y te largues.
____¡No me iré! ¡El padre de
Ríos tiene influencias, y si logro la plaza, el cabrón del alcalde
tendrá que mamar!
____¡Alejandro, no te había
oído decir tacos! Te debo uno. Pero ahora relájate y pon tu memoria
a trabajar. ¿Recuerdas lo que te hicieron en tu pueblo, siendo un
niño, según me contaste? Y eso que era tu propia familia -hizo
breve pausa, me miró, y agregó-: hazme caso, Alejandro, no hagas
más tonterías. Para tu interior, puedes odiar al alcalde cuanto
quieras, pero reconcíliate con él. Te conviene.
Me quedé un momento
pensando. Finalmente, contesté:
____Tienes razón. De otro
modo sería dar demasiada importancia a esehijo de… Perdón. Ya se
me iba a escap...
____Estás nervioso, Alejandro
-me interrumpió-. Y espero por tu bien que la cosa no vaya a mayor,
en lo que respecta al alcalde. Pero ahora tenemos que oír lo que
dice Lola.
____¿Lola?
____Sí, Lola. Me figuro que no
le va a gustar que la hayas puesto
en evidencia. ¿Recuerdas que te
conté que a causa de Lola iba a pasar
algo desagradable? Bueno, pues ya lo estás viendo. Acaba de empezar…
____No
creo que ninguna mujer se sienta ofendida por algo así.
____¿Qué
no? Aquí son muy mal vistas las quijotadas; sólo sirven de
comidilla. Ni te imaginas las de historias que son capaces de
inventar los chismosos a costa de un suceso como el que acabas de
protagonizar. Sí, Alejandro, Lola no verá bien el que te hayas
entrometido en su vida. Y pienso que no tenías ningún derecho a
hacer eso.
A
punto estuve de insultarle, de… pero callé. Después de todo,
medió decisivamente para que las relaciones médicos políticas del
pueblo no fueran a peor. Seguía demostrándome que podía contar con
él, que era un amigo.
Salimos
juntos a la calle y nos despedimos cordialmente, como siempre, y
luego nos fuimos cada uno por su lado para realizar nuestras
respectivas rondas.
Me
sentía mal. No podía creer que hubiese obrado de una forma torpe,
ni mucho menos criticable. Y me preocupaba el hecho de lo difícil
que me iba a resultar, a partir de entonces, convivir con aquella
gentuza…
Como
aquella tarde sólo tenía que visitar a un enfermo, acabé pronto.
Aún no había anochecido y me dirigí hacia la plaza. Iba llegando
ya, cuando vi que Ruiz venía a mi encuentro, con un caminar rápido.
Parecía nervioso…
____¡Te
estaba buscando! -me dijo fatigado mirando a todos los lados, como
acezante.
____¿Pasar?
–preguntó, y añadió-: no, nada en especial. Sólo que Juan y
Antonia quieren que vayamos a su casa para tomar café. Eso es todo.
¡Pero vamos ya! ¡Qué están esperándonos!
____¡Pues
vamos ya! –respondí, sorprendido y percatándome
de su alteración
Y
en efecto. El matrimonio aguardaba a las puertas de su casa.
Entramos. Sobre la mesa del salón había una cafetera y cuatro
tazas. Tomamos café y un licor, y luego charlamos un poco hasta la
hora de irme. Pero barruntaba algo: ese nerviosismo de Ruiz, esa
súbita invitación de Juan y Antonia…
A
las diez menos diez de la noche me levanté de la silla, con la idea
de despedirme. Antonia se percató de mi maniobra y. por eso,
preguntó a Ruiz y a mí.
____¿Por
qué no os quedáis a cenar?
____Yo
no puedo –contesté.
____Esa
es una magnífica idea. ¿No te parece, Alejandro? –terció Ruiz,
mirándome.
____Pero
es que dije a Socorro que iba a estar en casa a las diez.
Ya tendrá preparada mi cena y…
____No
te preocupes por eso -me interrumpió Juan, que añadió-: voy a
enviar un recado a Socorro y otro a la mujer de Pepe.
Había
mucho nerviosismo en los seis ojos que me miraban, así que pensé
que mis sospechas iban tomando cuerpo. Ocultaban algo… Hasta que no
pude más y les dije:
____¿Queréis
decirme de una vez qué es lo que pasa?
____Pero…
-Juan miró a Ruiz, como preguntándole si me había dicho el por qué
de habernos reunido en su casa.
____¡No
soy un niño y no me gusta...! –empecé a enfadarme.
____Mira,
Alejandro –ahora era Ruiz quien me interrumpía-, los hermanos del
alcalde se han llevado toda la tarde buscándote. Van armados. Y te
advierto que son capaces de todo -y añadió, con cara muy seria-:
hace dos años, sin mediar palabra alguna, le dieron una brutal
paliza a un granjero, lindero de una de sus fincas, por el simple
hecho de que una de sus vacas bebía agua en la alberca de ellos.
Sonreí,
desdeñoso.
____¡Ah,
era eso! ¡Cuánto os gustan los melodramas!
____¡No
seas estúpido! –replicó Ruiz, enérgico-. ¡Los hermanos del
alcalde mataron a ese hombre!
____Es
cierto, Alejandro -terció Antonia-. Quedaron libres de toda culpa
porque eliminaron las pruebas, pero nadie duda que eran ellos. Son
peligrosos, malas personas. Debes andarte con mucho cuidado.
____Agradezco
vuestro interés por mí, pero es un absurdo tomar tantas
precauciones –les dije.
____¡Todo
lo absurdo que quieras, pero si no te quedas, nosotros te
acompañaremos a tu casa! –dijo, de nuevo, Ruiz.
____¡De
eso nada! ¡Sería el colmo de los colmos que tuviera que necesitar
'gorilas' en un pueblo sin circo! –sonreí de nuevo.
____¡Sí,
el circo lo pueden montar ellos cuando menos se espere! –insistió
Ruiz.
____¡Quieras
o no, te acompañaremos! –concluyó, Juan.
____¡Os
advierto que soy bastante mayorcito y responsable de mis actos, y no
estoy dispuesto a tolerar ninguna intromisión, ni por supuesto
intervención directa! -me sulfuré.
La
alteración de mis palabras los dejó quietos. Pero reaccioné a
tiempo y pensé que mi tono no había sido procedente. Entonces me
apresuré en pedir disculpas.
____Siento
la manera de expresarme. No tengo otra. Y repito que agradezco
vuestra ayuda. Pero quiero arreglar este asunto a mi forma. Después
de todo, es cosa mía.
____¡Por
Dios, Alejandro! –terció de nuevo Antonia, compungida-. ¿Es que
no te das cuenta que tu imprudencia te puede costar la vida? –añadió.
____¡Venga
ya mujer! Esa peste no se atreverá -contesté, entre divertido y
desdeñoso, a la vez que le hice una pequeña caricia en la mejilla.
____En
otras circunstancias, aplaudiría tu valor. Pero exponerte sin
necesidad a una cosa así, como mínimo, es ser un insensato
–concluyó
Ruiz
____Insensato
sería esconderme cual cobarde y que me faltase valor para hacer
frente a la chulería de unos paletos -y sin decir nada más, me fui
solo hacia la puerta de salida a la calle.
Salí
de la casa y empecé a caminar. Desemboqué en la plaza. La gente del
pueblo estaría cenando. No hallé a nadie en el camino hacia mi
calle. No había luna. El negro río de la noche arrastraba un caudal
deslumbrante de estrellas. De los soportales salían un halo de luz
mugrienta. La calleja que conducía a mi casa estaba oscura. A lo
lejos ardía su única bombilla. Seguía avanzando con pasos firmes.
Las calles que iba dejando atrás parecían enviar un efluvio de
inquietud. Pero, en realidad, tenía más curiosidad que miedo. A las
puertas de mi casa, dos tipos aguardaban. Los reconocí enseguida:
eran dos hermanos del alcalde. Uno de ellos llevaba un aparatoso
vendaje en la cabeza. Me armé de valor.
____Queremos
hablar con usted unas palabras, doctor justiciero –me dijo el de la
cabeza vendada, cuando me paré frente a ellos y los miré
desafiante.
____Pues
yo ninguna palabra –respondí, tranquilamente.
El
que había hablado se llevó la mano al bolsillo, pero el otro, de
más edad, la sujetó de un rápido movimiento. Le dijo:
____¡Quieto,
imbécil!
____Déjele
usted. Puede que consiga asustarme –añadí burlón.
Pero
antes
que pudiese darme cuenta, recibí un golpe en la cara. Retrocedí,
pero se me echaron encima. Un objeto puntiagudo se apoyó en mi
vientre…
Aunque
me percaté enseguida de que la cosa iba en serio y de que los
temores de los amigos que acababa de dejar eran más que
justificados, no me inmuté. Estaba claro que no me atraía la idea
de recibir un puñalón en el vientre, pero estaba dispuesto a
demostrar a aquellos asesinos que no les tenía miedo. Antes me
hubiera dejado matar con una despreciable sonrisa en los labios.
Suponía que mi aparente serenidad era lo que me salvó la vida.
Bueno, ‘también’ la oportuna aparición de don Maximino, el cura
del pueblo…
Aquel
párroco, anciano ya, tenía una extraña habilidad: aparecía y
desaparecía de todos sitios en los momentos más oportunos, y a
veces, como en mi caso, milagrosamente.
…que
entró en la calle, medio corriendo y dando voces.
Ahora,
en mi lecho, pienso que aquel providencial ‘guadiana’ se debía
al celo de Ruiz por mi persona, aunque el propio Ruiz me lo negó en
varias ocasiones.
Me
soltaron apenas oyeron al sacerdote.
____¿Por
qué no continúan? Estando ahora aquí con nosotros don Maximino
hasta puedo tener confesión y responso gratis -les dije con sorna y
provocación.
Me
sentía con deseo juguetón de burlarme de mis agresores. Tal vez la
muerte rondaba detrás de las caras de aquellos matones, pero podía
jugar al toro con ella, sin miedo.
Aquel incidente no tuvo consecuencia; la voz íntima fue de crítica o
elogio, pero la voz del pueblo, recriminadora para los tres. Lola
agradeció 'mi gesto caballeroso’ –como ella decía-, con
palabras pronunciadas con cierta ironía: ‘en adelante, no deben
afectarte tanto los chismes barriobajeros; estas cosas ocurren en
todas partes’.
Pero
el
desengaño de mi primera quijotada no me había servido de
escarmiento. No he sido hombre que sepa andarse con paños calientes.
Y ese revés fue el inicio de un montón que me acarreó no pocos
contratiempos. De nada sirvió que el forense apelara a mi cordura.
Sinceramente, sin hipocresías, ni sinuosidades y sin tolerancia,
abortaba todos los problemas que se presentaban en el pueblo y me
volvía iracundo contra la injusticia. Mi situación llegó a hacerse
insostenible; sólo la soportaba por estar cerca de Lola, pero a
costa de un derroche de energías.
Creo
que de no ocurrir los graves hechos que determinaron mi salida del
pueblo, hubieran terminado por echarme. Pensé en las palabras de
Ruiz sobre las mentiras e intrigas que podía urdir la caciquería
pueblerina para herir las sensibilidades ajenas. Pero, en modo alguno
voy a hacer aquí y ahora un relato latoso de las impertinencias de
aquellos lugareños, de las disputas que tuve con ellos, y de las
diferencias que nos separaban. Sólo diré que mi vida de relación
acabó por circunscribirse a los funcionarios, y de ellos, a los que
eran ‘aves de paso’, porque los nativos o los que habían
decidido quedarse de por vida, se unieron al partido de la mayoría.
Solamente el forense, con su sutil ductilidad, me brindó hasta el
último momento, aunque con sus prevenciones y reservas, su cariño y
compañía. Pero bajo esa actitud cautelosa corría la vena de un
cariño leal y sincero, cuyo no podía ejercer abiertamente, obligado
por las circunstancias; circunstancias no siempre achacables a mi
presencia en el pueblo.
Pero
estos reveses no influían en mí. Tenía otras cosas urgentes que
resolver. Estaba habituado al aislamiento y podía prescindir de las
gentes. Lo que no atinaba a comprender era cómo siendo yo blanco
fácil de la aversión popular, no descargaban en mí su odio, y en
cambio se ensañaban con Lola. No comprendía que mi postura honesta
en todas aquellas desavenencias locales llegara a producirles
admiración, ni que tuviesen miedo a mi desparpajo dialéctico o a mi
agresividad verbal.
Y
el lote de púas contra Lola, se sustentaba en su enemistad con el
alcalde, que arrastraba a buen rebaño de borregos, zurcidos a las
exigencias de los intereses creados. Pero esto no justificaba
tolerancia conmigo y animadversión contra Lola. Al fin, tenía que
debía comulgar con las conclusiones de Ruiz: 'veían a Lola como
alguien especial, diferente a ellos'.
¿Qué
hacías allí? ¿Qué buscabas? ¿Qué era lo que querías llevando a
los hogares palabras cálidas y corazón ausente?
Debía
estimular a la gentuza del pueblo el descubrir que, tras
la plétora de la mujer, tras su aparente equilibrio, se escondía la
codicia, y quizás que representaba una comedia. Habían tenido por
un dechado lo que no era sino impostura, algo muy fácil de derrocar,
y no reparaban en que cada uno de ellos podría ser reo de un delito
de hipocresía. Y aunque podía haber mentido, era atractivo sepultar
al ídolo y quedarnos todos iguales, todos bajo un mismo caldo de
ignominia. Y por eso que se cebaron contra Lola. Yo, en cambio, era
un hombre con infinitos defectos, capaz como ellos, de ser desleal y
un cómplice en iniquidades cuando atropellé a Lola, y esto les
gustó. Pero pronto me di cuenta de que desde entonces era más
vigilado. Nada había que no hiciese que no fuese mirado con lupa.
Pero lo que más les dolía era que yo no les prestaba ninguna
atención.
Mi
rectitud la tomaban como una farsa. Creían que todos éramos lobos
de una misma camada; y no se equivocaban: lo éramos. En cambio a
Lola, hasta aquellos episodios que daban lugar a nuestras relaciones,
la veían como alguien invulnerable. Pero uno de aquellos turbulentos
días, la piedra gruesa del escándalo golpeó su cuerpo, y sonó a
hueco; hueco y bronco, como un timbal de guerra, que anunciaba, por
fin, la hora del ataque
Había
llegado a aquel pueblo a finales de agosto, pero aún hubo días de
calor achicharrante. Parecía que sólo era posible abrirse brecha a
machetazos limpios, como en la selva, rajando la densa pared de luz.
A primeros de septiembre, no obstante, empezaba a soplar un viento
que levantaba el calor del suelo como a falda. La bruma llenaba los
lechos con una música jocunda, y la tierra gritaba extasiada con los
labios húmedos de agua, ebria de su propio perfume de tierra mojada.
Al
primer soplo otoñal, las escasas acacias que quedaban en el pueblo
se estremecían frioleras, y sus hojas dejaban en el suelo sus
últimos círculos de oro. Todos los cosechadores rezagados
precipitaban la recogida del trigo. Entonces, el pueblo trepidaba
recorrido de carros. El cielo llenaba su vasija de nubes, grises y
blancas, que desbordaban el redondo horizonte sobre la tierra, como
leche en ebullición. En los anocheceres quedaban quietas mientras
duraba el crepúsculo, cuyo se iba descomponiendo en una deslumbrante
orgía de colores. Nunca jamás me cansaba de contemplar aquella
maravilla.
Una
de aquellas tardes, antes de hacer mi ronda, me dirigí hacia las
ruinas del pueblo. Gozaba cruzando bajo sus arcos. Esparcía la
mirada sobre el paisaje, verde y seco a la vez, de los campos
sevillanos. Ese paisaje, junto con las ruinas, parecía una réplica
exacta de mi carácter.
A
esa hora, las calles se veían solitarias. Las gentes se hallaban
prensando la uva rubia y las negras uvas que traían esa pelusilla
cándida y sedosa de los bocoy madre. Baco latino rondaba ya turbio y
torvo por las bodegas.
De
pronto aparecía a las puertas de su casa un tipo con los pies
descalzos, pegajoso de mosto, sonoro de moscas. Machacaba una anciana
contra el suelo varias espigas. Corría en pos de una mula un zagal.
Las torres de las iglesias se pigmentaban de un color rosáceo y
todavía resplandecían los muros encalados como con luz propia. Un
rebaño de ovejas saciaba su sed en una ría próxima, desparramando
en el agua hebras de lana. Trotaba en un carril una yegua. Y allá, a
lo lejos, en el horizonte, un bosque de encinas parecía un
espejismo.
Pero
me detuve. Lola estaba allí, quieta, en uno de los caminos que
llevaba al pueblo. Miraba el horizonte. Me puse detrás, sin ser
visto. El crepúsculo estaba en su punto más culminante. La tierra
mordía el inmenso disco del sol, haciéndolo sangrar por sus venas.
El azul empezaba a palidecer y se volvía violáceo. La luna, apenas
bebé, trepaba poco a poco en el firmamento y se contrapesaba con el
sol.
Lola
se volvió en redondo, sobresaltada.
____¿Molesto?
–le pregunté, tímidamente.
____Por
supuesto que no. Es que me asusté. No te había visto.
____Es
una maravilla este crepúsculo -seguí hablando.
____Sí
que lo es. Pero sobrecoge.
Nuestros
ojos se cruzaron. Giré la cabeza hacia mis alrededores: una vaca
holandesa, paradójica en tierra de calores, se acercó a la ría,
inclinó la testa y empezó a beber. Se podían oír los cantos
agudos de los grillos, que rompían el silencio.
____No
llego a acostumbrarme a estas sensaciones del Sur. Son demasiado
intensas para mí. Admiran y duelen –añadió Lola, en un suspiro.
____Todo
lo que admira duele –argumenté.
____¿Por
qué? –me preguntó, volviéndose hacia mí mirándome.
____En
verdad, no sabría explicártelo. Pero en ti misma hay ese dolor de
admiración.
No
se dio por aludida, y guardó silencio. Al poco, dijo:
____Nunca
había visto antes un firmamento tan rico en matices como este. No
creo que haya en otro lado algo así.
Levantamos
la cabeza y miramos el cielo: parecía pintarrajeado de rojo, azul,
negro,, verde, gris. Chorreaban los colores como en paleta de un
pintor. Había algo en él que oprimía. El aire parecía a la vez
pesado y frágil cual lámina de acero. Olía cercano el olor de
Lola. El aroma del campo se
unía al suyo, ¡me embriagaban! Miraba de reojo su silueta. Su
cuerpo desnudo a mis ojos... ¡me ahogaba la emoción!
____Me
gustaría saber cosas de tu vida –dije de pronto, sintiendo que
empezaba a cambiar el color en mi cara.
____¿Qué
te gustaría saber cosas de mi vida? –preguntó con mis mismas
palabras, mirándome de arriba abajo y en una actitud, entre
sorprendida y retadora.
____Si
ves indiscreto lo que te acabo de decir, discúlpame –me apresuré
en añadir, sin poder recuperar el color en la cara.
____Es
más sorprendente que indiscreto –respondió.
____No
veo lo de sorprendente. Eres amiga. Como si uno quiere saber cosas de
otro que le tenga afecto. Eso es todo –empecé a recuperarme.
____De
mi vida, nada tengo que contar –dijo, evadiéndose.
Rehuía
esa charla, que yo llevaba a un terreno confidencial, de forma torpe
y sin razón aparente que lo justificase. Para mí, la justificación
era el amor que sentía por ella, la impaciencia, el deseo de
aprovechar aquel encuentro que la suerte me había brindado. A causa
de mi vida austera, propendía a fijarme sólo en mis propios
sentimientos, y por mis inexistentes relaciones femeninas, no era
adicto a palabras sinuosas. Además, con esa perfecta y deliberada
ingenuidad con que disfrazamos nuestros propios móviles, estaba
persuadido de que necesitaba saber de su vida, tener suficientes
elementos de juicio si los vaticinios de Ruiz se cumplían.
¡Mentira!
¡Mentira cochina! ¡Me interesaba tu vida porque estaba loco de amor
por ti, porque pensaba que el camino hacia tu corazón iba a seguir
los mismos derroteros que el de tu intimidad y porque el amor no era
sólo complacencia de sexo, sino entrega de arcano espiritual!
____Pienso
que tienes mucho que contarme -insistí, recuperando del todo el
color en la cara.
____¿Yo?
¿A ti? –contestó, mirándome de nuevo de arriba abajo, con ojos
desdeñosos.
____¿Y
a quién mejor?
____Tu
presunción es ridícula –respondió.- Repito que nada tengo que
contar de mi vida, pero ni a ti ni nadie.
Empezó
a caminar acelerada, con la intención de desaparecer.
____Espera
–me crucé y seguí hablando-: no es sólo curiosidad lo que dictan
mis palabras. Quiero saber de tu vida porque…
____Mejor
será que no sigas -me interrumpió.
____¿De
qué es de lo que tienes miedo?
____¿Miedo?
¿Yo? No tengo miedo de nada.
El
color en mi rostro, moreno al principio de la conversación, y blanco
después, iba cambiando a rojo indignación.
____¡Sí,
tú!
____¡Repito
que no tengo miedo de nada!
____¡No
te creo!
____¡Me
ofendes!
____¡Tú
sabrás!
____¡¿Sabré
qué?!
____¡Tu
actitud!
____¡¿Qué
actitud?!
____¡La
que estás mostrando!
____¡No
sé de qué me hablas!
____¡Lo
sabes muy bien!
____¡¿Qué
pretendes?!
____¡¿Pretender…?! ____¡Que
qué quieres de mí!
____¡Hummm…!
¡Nada!
____¡¿Lo
dejamos entonces?!
____¡Cómo
quieras!
Exclamaciones
e interrogaciones se iban encañonando en tono impulsivo y en forma
de zigzag, como fintas de espadachines. Pero, a los pocos instantes,
recuperamos la calma.
____Lo
siento -me disculpé, siendo el primero en rajar el silencio que se
había creado luego de nuestra lid verbal. Y añadí-: pero ya te
dije que la hipocresía era necesaria, y añadí que apoyaba su
necesidad porque era algo que no tenía. Pero ahora he caído en mi
propia trampa. No pensé nunca que iba a expresarme con rodeos. Y
también pensé que tú eras capaz de dar un verdadero sentido a una
sinceridad, aun cruda siendo.
El
aire fresco que ya empezaba a soplar, dejaba en los brazos de Lola el
sarpullido de un escalofrío.
____Vámonos.
Hace frío –ésta fue su respuesta.
Croaban
ranas y sapos en la ría. Pasamos junto a ella y dejamos allí muchos
enigmas sin descifrar. En el horizonte podía verse un resplandor
áureo, probablemente el que le quedó descarriado al sol mientras se
alejaba. En las torres de las iglesias, los nidos, que habían
abandonado las cigüeñas, se recortaban nostálgicos. Trepando en el
cielo iba la noche, dejando caer una capa oscura sobre la Tierra, que
más tarde reventaría de estrellas.
____Paso
de hablar de mi pasado, Alex. ¡Deseo odiarlo y olvidarlo con todas
mis fuerzas! –me dijo, de pronto, nombrándome por primera vez por
ése apelativo que ya le había dicho una vez que me era muy
entrañable porque lo parió mi madre: ‘la ternura por
antonomasia'
Entonces
la escuché sin pestañear. Inútil. Desde ese momento me convencí
de que nunca iba a saber nada de su pasado.
____Pues
todos esos pueblerinos quieren conocerlo –le dije, con una
insistencia casi molesta.
____Esos
pueblerinos no son más curiosos que otros. 'En todos lados cuecen
habas' –sonrió, por primera vez esa tarde.
Aproveché
su súbito y aparente humor para volver a la carga.
____¿Por
qué no te confías a mí? Soy tu amigo y quiero ayudarte. Ruiz y yo
pensamos que te amenaza algún peligro. Tú misma lo temes. Y me
asusta la unanimidad. Puedes dar por seguro que cualquier chisme me
trae sin cuidado. Sé cómo hacerle frente y estaré siempre a tu
lado por si alguien quisiera molestarte. Has dicho que deseas odiar y
olvidar tu pasado, incluso con énfasis. Y me pregunto por qué. No
acierto a entender qué amargura hay en él y qué relación puede
establecerse entre eso y tus temores.
____Tu
exquisita verborrea es casi una acusación. ¿Pero qué piensas tú
de lo que dicen de mí?
____¡Qué
es falso! Pero si algo te aflige, quiero saber para estar a tu lado.
Tu pasado no encierra más oscuridad que la que han labrado las
mentes podridas. Y es preciso que estés en guardia. Porque no sé si
lo sabes, pero tú eres pura obsesión para esa gentuza del pueblo. Y
en muchos sentidos. Y contra todo esto sé como luchar.
Quedó
pensativa unos momentos. Seguíamos la senda bañada por la luna,
cuya luz alumbraba nuestras caras. Y la cara de Lola tenía un mucho
de ingrávido y fantasmal.
____¿Y
si te equivocases? –me preguntó súbitamente al cabo de unos
segundos, mirándome a los ojos.
____Pienso
que no. Pero aun cuando tu pasado fuese borrascoso, me interesa por
ser tuyo. Y esto es algo que estoy dispuesto a demostrarte. ____Eso
último que acabas de decir es casi una declaración en toda la regla
–respondió, burlona.
____Puedes
quitar el ‘casi’.
Dejó
escapar una risa, cuya caía limpia y sonora en la penumbra y en la
soledad de la calle.
____No
le veo la gracia -agregué, confundido.
____Perdón
-se disculpó, ahora con cándida sonrisa en los labios. Y
añadió-: pero es que no hace tres meses que nos conocemos, y se te
ocurre de pronto…
____Estos
ochenta y nueve días… -la interrumpí y miré mi reloj calendario
unos segundos. Luego añadí-: …seis horas y treinta y dos minutos,
exactamente, son toda mi vida.
____...algo
así. Empiezas a hablarme en un tono serio -seguía sin escuchar-,
con aire protector y de repente... Estoy por creer que has tenido
pocas novias –aventuró, sonriendo de nuevo.
____Ninguna.
Y siento que mi actitud la veas ridícula y no pueda ofrecerte una
experiencia mayor -le respondí
____¡Ya
te he pedido perdón! –se enojó-. Pero si te vas a sentir mejor,
te lo vuelvo a pedir: ‘perdóname, Alex’…
Y
después de aquella extemporánea 'complacencia’ hacia mi persona,
comenzó a acelerar el paso. La alcancé y nos acompasamos. En
nuestro rápido caminar, iba quedando atrás un taconeo en la calle
solitaria. Mi interior ya había empezado a reírse de sí mismo y
diciéndome: ‘¡cuán iluso has sido, Alex, que habías llegado a
pensar, incluso a creer, que iba a confiarse a ti!’. Los
pasos de aquella enigmática maestra, firmes, enérgicos y rítmicos,
parecían sellar burlas irónicas, las cuales iban claveteando el
silencio: ¡tap... tap... tap… tap...!
Aun
la tirantez del principio de nuestra conversación de aquella tarde,
no me sentía defraudado. Qué me importaba su pasado, después de
todo, sólo tenía valor el presente. Que se guardase su secreto, si
es que lo había. Yo no pensaba ya en él. También olvidé los
temores de Ruiz. Nada desagradable podría ocurrirle porque yo
estaría con Lola. Esto era lo único que me importaba: estar con
ella. Ya ni siquiera la atosigaba con mi amor; la amaba y eso
bastaba. Como si fuese algo pasivo en que pudiese ejercer la fuerza
de la voluntad; Lola en la meta, Alex en el camino. Sólo tenía que
avanzar, igual que cuando acabé mi carrera. Mi deseo la clavó en el
tiempo, nadie podía impedir que la alcanzase. No, tampoco
era eso lo que sentía. En realidad, me pertenecía, sólo me faltaba
tomar posesión de ella. Como cuando dos novios se casan y esperan la
noche de boda para consumar el sacramento Sólo faltaba esa noche.
‘Noche que no tardaría en llegar…’.
Fueron
aquellas unas semanas inolvidables. Felices no, porque a veces me
consumía la impaciencia, y otras veces las dudas.
Los
siguientes días de después de nuestra última charla, seguía
nerviosa, pero no tardaba en serenarse y hablarme en un tono cordial
incluso cariñoso. Cuando en los atardeceres paseábamos en la
carretera se ponía en un extremo del grupo de señoras, iba yo su
lado a petición suya. Los días eran cortos ya, pero no hacía frío.
El otoño fue benigno aquel año, según Ruiz. El sol bajaba al
horizonte, limpio de rayos y acuñando al rojo vivo la moneda de cada
anochecer; se hundía en la hucha del Poniente, dejando un cielo
gris. Subía chisporroteante la noche hasta lo alto, y luego escapaba
cual silbido entre los agujeros blancos de las estrellas, y se hacía
menos transparente, hasta que, finalmente, quedaba latiendo echada
sobre la tierra, como un toro...
Lola
parecía
feliz: su risa, el metal de su voz... Movía las manos y el aire se
llenaba de luz. Rozaba su hombro el mío, y mi sangre se ponía en
pie. Su risa, su voz, su hombro... y todo yo surcado de ríos, de
sol,
cruzado de escalofríos. Miraba el cielo y daba las gracias por ese
gozo doloroso. Estaba junto a mí, su piel sobre mi piel, como un
sol. Y así de caliente. Y así de luminosa. Y así de lejana. Me
entraban ganas de estrecharla entre mis brazos y también de
golpearla hasta darle muerte si se iba de mi vida. Y, después,
llorar. Su risa tableteaba agridulce mi vientre. Se volvía hacia mí,
me hablaba así, me miraba así, me rozaba así... y yo quería
grita... ‘¡basta ya, basta ya, basta ya…!’.
Apenas
cerraba la noche regresábamos al pueblo. Nos recibía un vaho tibio
y dulce. Pasaban brutas las mulas, mugían alegres las vacas,
sacudían nerviosas las ovejas sus esquilas. Las calles, antes
rubias, ahora blancas. Entrábamos a la casa de Ruiz para jugar unas
partiditas. Y la noche nos acompañaba, cortés, hasta la puerta.
Pero, e pronto, se detenía, como cortada de tajo por la luz
eléctrica.
Tutes
y briscas hasta la hora de cenar. A Lola le gustaba jugar. Lo
disimulaba, pero no le gustaba perder, como si fuera infalible. Yo
nunca ganaba, no confiaba en la suerte. El conocer a Lola no era
suerte. Fue escrito. Soy lo opuesto a un futurista, pero que hallase
en mi camino a Lola, era mi destino. Inexorable. Como la muerte desde
que nacemos.
Ruiz
ofrecía a todos un vino. A veces, Lola y yo cenábamos en su casa, y
después de irse los demás, el anfitrión, la anfitriona y yo,
acompañábamos a Lola hasta su casa.
Domingos
y festivos mientras hacía mi ronda, apenas Lola me veía, se
despedía de con quien estuviese hablando y se venía a mi lado. Y
entonces, caminábamos a solas los dos. Y nadie más. Sólo las
calles para pisarlas, el cielo de cobijo y el deseo como antorcha.
Solos, como Adán y Eva en el Paraíso. Yo, feliz, y Lola...
necesitaba creer que también.
Naturalmente,
quería que esos encuentros menudearan. La veía venir hacia mí y me
pasmaba su sencillez, la majestuosidad con que llevaba los
ojos, la boca, las piernas… Como si no fuera sólo sangre y carne,
como si no arrastrase en pos de sí el paisaje, la tierra toda, como
si todo lo que ya existía nunca hubiese nacido y sólo en ella
estuviésemos…
Mientras
paseábamos, sus ojos bailaban viendo la impaciencia con que los míos
los buscaban. A partir de aquel entonces, todo comenzó a ir bien, e
incluso la gente del pueblo barajaba ya un pronóstico sobre la fecha
de la boda. ¡De mi boda con Lola! Ruiz me golpeaba en la espalda,
como diciéndome: ‘¡qué suerte la tuya!’. Y los otros amigos,
nos dejaban libre el camino para que Cupido hiciese su trabajo en
favor de la maestra y el médico del pueblo. Todo era celestial
confabulación.
Un
atardecer de un viernes, que no habíamos salido a pasear en la
carretera, la esposa de Ruiz me preguntó, con 'un estudiado’ aire
irónico.
____¿Quieres
acompañar solo a Lola a su casa? Es que vienen de
Sevilla
mis padres, para pasar el fin de semana con nosotros, y a Pepe y a mí
nos gustaría ir a la carretera a esperarlos.
____¡Sí!
-contesté tan impetuoso que Ruiz, su esposa e incluso la propia Lola
tuvieron que volver la cara para ocultar la risa.
Y
a partir de esa noche, solo todas las noches la acompañaba.
¿Por
qué no me dejaste gozar del gozo?
Felices
también, las noches nos acogían en los cuencos de sus oscuras
manos. Hablábamos, sonreíamos, reíamos. Yo pensaba: ‘¡está a
mi lado!’. Tenía que clavar las uñas en las palmas para
cerciorarme de que no era un sueño.
A
veces tropezaba en la calle, pavimentada con chinos, debido a los
tacones de los zapatos. La sujetaba por la cintura. Me daba las
gracias. Pero había timidez en sus labios. Y emoción también. Se
disparaba mi sangre, golpeaba mis sienes, pero una mano férrea
apresaba de un golpe todos mis nervios, hasta que los soltaba y
empezaban a vibrar, llenando mi cuerpo de ecos, de esos: ‘¡Lola te
quiero, desde la punta del pelo hasta la planta de los pies!’.
Pero
su emoción apenas duraba un segundo. Aun eso, volvía a sonreír. Me
esforzaba, sin éxito, en seguirle el compás. Quería pedirle que
guardase silencio. Decirle: ‘déjame que me llene de tu presencia,
mi carne te oye; déjame que te piense ahora que estás a mi lado’.
Me volvía hacia ella y la miraba. Me devolvía la mirada, risueña.
Íbamos por las aceras iluminadas, y su cara se bañaba en la luna:
blanca. Íbamos por las aceras en sombra, y se encendía mi pecho:
fosforescente. Sus manos de dedos ágiles tenían algo de azorado y
de caliente. Sus manos, sin quizá ella saberlo, conocían los
secretos de mi carne. Mientras se giraba hacia mí la miraba a los
ojos, pero los suyos parpadeaban, como con sueño…
____¿Por
qué me miras así? –me preguntaba.
____¡Porque
te quiero! ¿No te has dado cuenta ya?
____Pero
no hace falta que te pongas tan nervioso.
____No
lo puedo evitar. Me impresionan tus ojos.
Pensaba
entonces en las palmaditas cariñosas de Ruiz, en sus palabras de
parabién, en la actitud condescendiente y cariñosa de los otros
amigos. Y, también, en los chismes de los malsines del pueblo. Pero
nada de eso me importaba ya.
Me
pertenecías, sólo faltaba que fueses mía ¿Por
qué no nos ayudaríamos a ser felices?
En
las noches de luna y clavel, las estrellas espolvoreaban sobre el
pelo de Lola una difusa claridad blanca, como rocío. La cogía del
brazo mientras cruzábamos las calles. Me daba las gracias, pero
enseguida se zafaba. Me envolvía el timbre de su voz. Sus risas
olían a sol, en cuyo resplandor me desvanecía.
Nunca
dudé que Lola no llegase a ser mía. ¿Entonces? Sólo una cosa me
atormentaba, aparte de la agridulce intensidad de mi contenida
pasión...
¿Me
amabas tanto como yo? ¿Me amabas siquiera? O eras mía como una
esclava, como un botín de guerra, pasivamente, y sólo en mí el
deseo
Una
de esas noches, mientras nos despedíamos a las puertas de su casa,
retenía su mano, luego de estrecharla. No la retiraba, y seguía
hablando amable. No lo comprendía. Si hubiese sido una mujer
fácil.... Pero no, no lo era. ¿Cómo explicar eso entonces? Le
complacía mi asiduidad, se dejaba enamorar y le atraía esta
posibilidad. ¿Qué era entonces lo que faltaba?
Una
noche quise hablarme de su pasado. No me importaba, pero tal vez en
su pasado podría estar la clave de su actitud conmigo y de lo que
ocurrió más tarde. No entendía. Siempre torpe. No sabía si iba a
pensar que actuaría hostilmente contra ella, si su pasado fuese
realmente borrascoso. Debí de haberla escuchado y seguro que nuestra
relación sentimental hubiese cristalizado.
En
este justo momento, con mi cáncer y mi soledad a cuestas,
ingenuamente pienso que las cosas no tienen ya remedio, pero entonces
traté de arreglarlas.
____Sólo
me importa el presente. El pasado, muerto está. Y bien muerto que
está. No soy de esa clase de personas que le gusta rebuscar. Eso es
algo que no conduce a nada. Tú eres para mí la vida, tú eres para
mí la felicidad, y nadie quiere perder la vida y la felicidad. Y yo
no voy a perderlas.
Le
hablaba de esa manera, tranquilamente, como si no hubiese dejado de
hacerlo en todo el tiempo. Pero ella me escuchaba de la misma forma:
tranquilamente.
____Quiero
hablarte de mi pasado porque… dijo, de pronto.
____Hasta
ahora has callado con todos -la interrumpí, y seguí en mis trece-,
y pienso que tiene que ser triste no poder hablar de algo así. ¿Pero
por qué a mí? Soy al que menos puede importar. Al pueblo, sí.
Estás a mi lado, y todo lo que no sea esto, no me importa. Si tú
quieres hablar, habla; pero si no, no digas nada.
Me
giré hacia ella y la cogí de la cintura. Alzó la cara y me miró.
¿Esperando? ¿Deseosa? La miré, esperando, deseoso, y la atraje
hacia mí con suavidad, y con deseo también. Era el momento Se
ofrecía. Llevé mi boca a la suya; temblaba, temblábamos y todo el
firmamento temblaba, sofocado de estrellas. A los ojos la miré
largamente, y luego la besé en la boca, una, dos, tres veces. Mi
hipófisis estaba al límite del límite. Pero ahí quedó todo...
En
este momento no encuentro palabras para explicar lo que me ocurría.
No hay palabras inmediatas. Mi cara, mis manos… todo yo, apoyado en
el infinito.
Y
ya no volví a besarla hasta que no ocurrió lo que ocurrió. Y ella
tampoco se ofrecía. No le di mayor importancia. Ya tendría una
nueva oportunidad. Pero esperaba que las cosas iban a cambiar. No
cambiaron. Seguía hablándome en el mismo tono superficial de antes.
Trataba yo de auto convencerme de que sólo bastaba con eso, pero a
cada momento barría con fuerza mi pecho un aire de desazón.
¡Si
me amabas, ¿por qué permitías que una inquietud fulminase la única
posibilidad de felicidad que me brindaba la vida?!
Hasta
la úl¡tima milésima de segundo del día de mi muerte me amargará
la amargura de no haber gozado hasta la extenuación la ventura de
aquellas maravillosas semanas. Gozar por el sólo regalo de su
presencia, de las suaves caricias de sus manos abandonadas, de las
miradas de sus bellos ojos grises…
Pero
los acontecimientos que tuvieron lugar más tarde, vinieron a
confirmarme que no me había equivocado.
¡Tú
no me has querido nunca!
¿Por
qué no alcancé la felicidad entonces, entonces que creía tenerla a
tiro de piedra? ¿Por qué mi forma de ser y de actuar con quien más
iba a cebarse era conmigo mismo? ¿Por qué...?
Todo
lo que pasó desde la llegada al pueblo de Víctor López, no tengo
conciencia plena, y temo que lo escriba en adelante va a ser confuso
e inconexo. El estado de nervios en que me hallaba, dificulta
reconstruir los hechos racionalmente y ordenadamente. Pero recuerdo
perfectamente bien el día en que López llegó para cubrir la
vacante de notario.
El
otoño se había ido ya, sin pena ni gloria, y el invierno entró de
pronto, con frío y lluvia. Nos reuníamos como siempre en la casa de
Ruiz, en torno a la mesa-camilla, para jugar unas partiditas. A
veces, cuando no hacía mucho frío, paseábamos en la carretera. Las
hojas de los árboles estaban ribeteadas de un hilillo de hielo.
Llegaba a dudar si había hecho calor alguna vez.
Ahora
recuerdo con cariño aquel sol estival, casi hiriente, de las mañanas
domingueras. Oíamos misa de doce. No era de los más practicantes, y
creo que alguno más, como Ruiz, tampoco, pero íbamos al templo con
esa despreocupada docilidad rutinaria de las fuerzas vivas. Intenso
era el calor. Ardía el poco cemento de las aceras de las calles:
'sentencia de la pésima administración local'. Entrábamos a la
capillita al último toque de campana. Del calor del exterior, al
frescor del lugar de las monjas. Las siervas de Dios eran pobres. Y
la capillita también. Se alzaba al fondo un tímido altar. Las
monjas se instalaban en un pequeño anfiteatro de madera, en lo más
alto de la parte delantera, tras las espesas celosías de la
clausura. Cantaban con voz falsete, al acorde de un órgano cutre y
desafinado. Ignoro por qué extraña asociación de ideas la
capillita recordaba a las casas del pueblo que, como éstas, sus
citaras estaban pintadas con un rojo chillón, que los lugareños le
llamaban ‘chachipiruli’. Sobre sus endebles muros, se hallaban
cuadros en purpurina y algunas litografías de María. Aguardaban
afuera, en la plaza, los feligreses en amena espera conversadora la
última campanada. Esto era algo que lo imponía la tradición desde
tiempo inmemorial.
Pero
había empezado a hablar sobre López.
Le
vi por primera vez cuando se bajó del autobús, levantándose el
cuello de su abrigo y colocándose guantes negros de cuero.
Inmediatamente se ocupó de su equipaje, y luego saludó, entre
presuntuoso y amable, a todas las personas que habían ido a
recibirle. Daba la sensación de un hombre metódico y seguro de sí.
Era un poco más bajo que yo: rubio, delgado, y de facciones más
agradables que correctas: ojos azules, nariz fina y dientes
desiguales. Usaba gafas con montura de carey. Era inteligente y se
jactaba de su sólida cultura. Su juicio era a la vez ponderado y
ecuánime. En su trato con los pueblerinos, sabía ser enérgico o
blando, según circunstancias. No toleraba nada que fuese contra su
decoro y se encogía de hombros ante tiquismiquis locales. Su
actitud, hábil, le granjeó respeto y consideración entre la gente
del lugar. Era un conversador infatigable, raramente ameno, y sus
criterios se encontraban a igual distancia de lo común que de lo
original.
No
obstante sus buenas prendas, nunca llegué a estimarle, ni a
considerarle siquiera. Un pálpito me puso en guardia contra él
desde el primer momento. Presentía el rival. Había en él mucho de
escurridizo, de poco sincero, aun sus formas circunspectas. Oyéndole
hablar, nadie habría dudado de su sinceridad. Pero en mí, tan torpe
en juzgar a mis semejantes, quedaba un extraño pensar, como un tilín
abejorrero, como si callase algo, como si lo que callaba era más
trascendente que lo que decía. Otra cosa que chocaba del ‘impecable
dios de la fe’ era su presuntuosidad, cuya ejercía con aires de
ponderación desdeñosa. Pero no podía escapar a la mirada
penetrante de un espectador tan enconado y atento como éste médico,
el que suscribe.
López
era un hombre al que le complacía ser conocido, destacar en todo
ámbito y ambiente, incluso ruin; estar en la primera fila, presidir
los actos públicos, ir al frente de las procesiones, dirigir una
comisión que debía recibir a altas personalidades y dejar oír su
parla, elocuente en verdad, con cualesquiera de ésos motivos Su
familia era rica, pero de baja extracción. Había asistido a los
mejores colegios, e incluso del extranjero, y sabía usar y seguro
que abusar de las prerrogativas de ser el único heredero de una
fortuna. Acabó la carrera con brillantez, siendo el número uno en
su promoción, y pensaba encumbrarse pronto. Era millonario, y no
necesitaba trabajar, pero quería sumar al brillo de su dinero el
lustre de un cargo oficial que empavonase su ego hasta borrar su
imagen de sangre plebeya. Se avergonzaba de sus orígenes y hasta
traba vería en ellos para ser el día de mañana gobernador, o algo
así, en alguna ciudad provinciana, incluso en Madrid. Pero aun mis
reparos, sólo podía hacer elogio de él. Lo que le negaba era que
fuese de la talla suficiente como para enamorar a Lola.
No
me importaba que diese pie para que se dijese de mí que era un
petulante. Quizá ahora la vida de Lola transcurre feliz, junto a
López. Pero yo podía haberle dado más en un minuto que López en
toda la vida. Es posible que Lola sea ahora una autoridad en alguna
capital de provincia. Una triste y respetable señora. Sí, una
triste y respetable señora, noble y virtuosa, cargada de hijos
y
de amistades enojosas a la vez que crucificada, en sempiterna
admiración a su esposo con una gratitud, cuya conveniencia le habrá
recordado más de una vez. Porque en el supuesto de que López, en su
vanidad de un ser superior, le haya permitido a su esposa esconder su
pasado y no haya indagado sobre lo que le ocurrió conmigo, no es
sino una vil y repugnante generosidad de hombre comprensivo, con una
afectación falsamente cristiana y con la desdeñosa ejemplaridad de
una vida recta, con altibajos y concesiones. Es decir: un cabrón
consentido.
No,
no era López de esas personas que perdonan fácilmente. Se habría
casado con Lola porque la amaba. De acuerdo. Pero luego de los
compases de la pasión, amargaría la vida a su esposa con
injustificados recelos. López era uno de esos tipos que se erigen a
sí mismos como archivos de rectitud, modelos a seguir, uno de esos
implacables hombres buenos.
Lo
que nunca le perdonaré a López es que haya convertido la vida de
Lola en algo vulgar. ¡Dios, se puede mutilar El Giraldillo, en un
acto de locura, o incendiar La Catedral, en una ansia por figurar, o
arrojar La Torre del Oro al Guadalquivir, por esnob! ¡Pero no se
pueden convertir en una casa de vecinos!
Ignoro
qué vida reservaba yo a Lola. Sólo sé que sería distinta. Quizá
poco lujosa; menos razonable tal vez, ¡pero más hermosa, seguro! No
obstante, Lola hizo bien en elegirle. Aunque López no sabía ver el
oro espiritual y físico que había en Lola, hizo bien en elegirla.
¡Mentira,
mentira cochina! ¡No supiste elegir, ni había en ti oro espiritual!
¡Estatus, sí! ¡Dinero, sí! ¡Sólo estatus y dinero! ¡Eras
hielo! ¡Ni a López ni a mí nos has querido nunca! ¡De mí sólo
te importaba mi honestidad, cubrir la mierda de tu pasado con una
vida respetable, de la que yo iba a ser la tapadera! ¡Y de López,
sólo su estatus y su dinero! Sólo en eso pensabas. Oh amada mía,
esposa nunca mía, ¿qué cosa era lo que secaba la fuente de tu
ternura? ¿Qué pasado te atormentaba?
Mi
cáncer se ha agravado. El recuerdo de las veleidades de Lola me ha
trastornado, y esto es mortal de necesidad para mí. Mi médico me ha
ordenado que deje de escribir, pero no le hecho caso. Escribiendo, el
tiempo pasa más rápido y, en cierto modo, estoy aprovechando lo que
me queda de vida en algo que me satisface. Durante las noches me
siento fatigado, pero tranquilo también. En estas últimas semanas
he repasado mi vida anterior y ahora la escribo. En realidad, no es
tan intenso. Las palabras apenas si son un tartamudeo irrisorio, pero
la novedad resulta atrayente.
Sin
embargo, ya no sé si es por Lola que escribo. Y tampoco sé quién
era el culpable. Quizás los dos. Pero dejemos esto ahora. No quiero
tentar más a la suerte y se agrave todavía más mi cáncer. Lo que
realmente quiero es terminar pronto mis memorias. Quiero apagar de
una vez por todas todos los fuegos que queman mi garganta
Tengo
que
reconocer, noblemente, que el notario me brindó su amistad desde la
primera charla. Le gustaba hablar de filosofía, literatura, arte…
y, aunque me di cuenta pronto de que más que entusiasmo había en él
esa vanidad de hombre culto, recibía un esparcimiento de espíritu
con nuestras conversaciones.
Algunas
tardes nos reuníamos en el Café. Mientras Ruiz y otros ‘se
jugaban los cuartos’ al mus, López y yo nos enfrascábamos en el
ajedrez. Un juego que él me enseñó y que me era ameno. Excuso
decir que me ganaba casi siempre. Yo jugaba de forma espontánea, sin
pensar antes de mover una pieza. En cambio, él lo hacía de una
forma metódica, e incluso se hizo de un libro de nuevas jugadas
porque le fastidiaba que yo le ganase, aunque ello ocurriese pocas
veces. Le sorprendía con mi forma de jugar, incoherente,
revolucionaria. Pero lo que en verdad ocurría era que él se comía
mis piezas en un periquete, o yo me zampaba las suyas, sin dejarle
resollar.
Al
margen de esto, Lola había producido en López una profunda
impresión. Hablamos de ella una tarde, luego de nuestra partida de
ajedrez. En nuestra conversación estaba presente Ruiz, que lo
acababan de ‘desplumar’. Ruiz dejaba entrever, por la manera de
iniciarse en la conversación, que ya le había dicho a López lo que
me había contado a mí sobre Lola.
____Lo
que debe hacer es casarse –empezó a hablar, mirándome
significativamente, barruntando alguna reacción en López-. Y así
la dejarán en paz de una puñetera vez -agregó.
____Pero
no le va a ser fácil -contestó López, con aire de hombre
razonable, produciéndose el presentimiento de Ruiz.
____¿Cómo
que no le va a ser fácil? -tercié, sorprendido.
____Hombre,
no hay que ser muy inteligente para saber que no le deben faltar
pretendientes, pero de ahí al casamiento…
____¡¿Quééé?!
-insistí, sin comprender su reticencia.
____Hombre,
una mujer bella y con un buen cuerpo que hace un enigma de su vida,
según me contó Pepe… Y no es que yo dude de su honorabilidad, no,
no es eso, pero el misterio que rodea su pasado no es incentivo
halagüeño para el que se acerque a ella con las mejores
intenciones. El matrimonio es una cosa tan seria que no se debe basar
sólo en motivos de belleza y simpatía. Por grandes que éstas sean.
____Pues
yo creo que el solo hecho de casarse con Lola, es razón suficiente
como para compensar a uno de muchas otras cosas -dijo Ruiz y luego se
sonrió.
____¡Ni
que fuera un portento! -exclamó López.
____Es
que para tu modo de ver las cosas, Lola sólo es una mujer guapa y
simpática –tercié, de nuevo.
____Puedo
admitir incluso que es una mujer extraordinaria. Pero esto no cambia
el aspecto del problema –se pasó la mano por la barbilla, y luego
añadió-: cada mujer es extraordinaria para cada hombre enamorado de
ella.
Desde
mi lecho, con mis penúltimas fuerzas, me atrevo a opinar
que López se expresaba en un lenguaje sensato, pero, para mí, era
poco menos que ininteligible. No, por mucho que López haya querido
antes, o quiera ahora a Lola, jamás llegará a ver lo que era a
todas luces evidente: una mujer que llenaba el universo, que
desplazaba a las estrellas.
Sin
embargo la aparente indiferencia de López, hacia Lola, aún no había
pasado una semana de su llegada al pueblo, cuando le vi cortejándola.
Indudablemente, para un sujeto como él, seguro de sí, con esa
seguridad molesta de quien no ha tenido ningún obstáculo en la
vida, mi relación con Lola, que ya tenía todos los visos de
noviazgo, era una dificultad baladí. Al principio, no me preocupaba;
seguía afrontando el dilema de mi enamoramiento como si fuésemos
los dos únicos seres sobre la Tierra. Nunca me paré a pensar que
Lola pudiese amar a otro hombre. ¡De cuánta perspicacia hacía gala
aquel monigote con gafas que llegaba a llamarme hombre de cavernas!
En
una sociedad bárbara, le hubiese reventado la cabeza y me hubiese
llevado a la mujer como un trofeo, pero en una sociedad civilizada,
como la nuestra, todas las ventajas estaban de parte del notario.
Perdidas
todas mis esperanzas, incluso de vivir, me
cuesta creer que López pueda amar a Lola, el pertenecerle siquiera.
Me estoy derrumbando por segundo, mi sangre es un hervidero de
bichos, despido un olor nauseabundo, de cadáver, y voy a morirme
solo, desterrado, desamparado, atormentado, y sólo por Lola, lejos
de Lola, y no obstante, necesito creerme que su amor por López es
una pesadilla, de la que aún puedo despertar.
Mi
relación con Lola seguía por entonces como siempre. Notaba que mi
amor le hacía poca mella. Pero no tenía prisa. Y hasta mi
impaciencia llegó a calmarse, acechando una felicidad próxima. No
pensaba que podía cruzarse algún impedimento en el camino de una
felicidad que la sola presencia de Lola trascendía. Pero, paso a
paso, y con pies firmes, avanzaba el notario en la misma
dirección
que yo, y con los ojos puestos en la misma presa. Yo, el primero,
detrás; el polvo de las pisadas de aquel mequetrefe salpicaba mi
cara. A mí, el lobo, je.
Pero
llegó un día en que mi paciencia ya no podía más; se puso tirante
y saltó cual cristal. Ésa era una virtud que no tenía. Había
soportado estoicamente todos mis avatares en la vida, pero ni humilde
ni resignado. Siendo niño, mi rebeldía fluía por el cauce de los
estudios: callaba y sufría, pero jactancioso, erguido frente a todo.
Ahora,
con más tiempo para pensar, aun en mi estado, recuerdo que el
maestro del colegio, donde aprendí a leer y a escribir, me castigó
una de aquellas colegialas mañanas. Lo acepté, sin una sola queja,
altivo el mirar inclusive. Pero después me propinó un fuerte tirón
de oreja, a la vez que me gritó: ‘¡rebelde!’. Sentí un deseo
de llorar, pero aguanté, como aguanté cuando me herí en un pie
mientras salía de mi pueblo, como aguantaba cuando me pegaba mi tía.
No lo entendía entonces. Ahora sí. Y mi maestro tenía razón. Mi
salida del pueblo, mi actitud con don Teodoro, mi indiferencia por el
amor que Luz me brindó y que rechacé, mis trifulcas en el pueblo
donde fui a parar, para ejercer mi carrera. Todo rebeldía. Pero
rebeldía como palos de ciego: contra lo malo y contra lo bueno. No
sabía si hubiese llegado a enamorar a Lola actuando en forma
racional. Lo que ahora sí sé es que me había conducido
improcedentemente. Me rebelé contra un cúmulo de cosas, me cegué…
Eso era todo
Una
de aquellas tardes, luego de examinar a un enfermo en mi consulta me
quedé solo, y me pregunté por qué parecía haberse puesto todo de
pronto en mi contra. Los amigos, seducidos quizá por la fácil
verborrea de López o impresionados, que era lo más probable, por su
dinero, le bailaban el agua y celestineaban sus requiebros hacia la
maestra, creyéndole más merecedor que yo. Pero todo esto era
previsible que ocurriese, porque mi adultez, exacerbada por unos
contratiempos imprevistos e inesperados, iba enajenando las pocas
amistades que había podido reunir.
Hasta
con Ruiz reñí un tarde: estábamos en su casa, jugando a las
cartas, y me gritó porque había cometido un fallo. Respondí
bruscamente. Lola y López estaban sentados juntos, y esto me tenía
fuera de sí. Ruiz respondió con un sarcasmo, y entonces le insulté
y después abandoné la tertulia que tantas satisfacciones me había
proporcionado, antes de la llegada al pueblo de López. Al día
siguiente, busqué a Ruiz para pedirle perdón. Cuando lo hallé, con
una afectuosidad aparatosa pero sincera, me abrazó y me dijo que
olvidase eso, como él. Su mujer, en cambio, aunque educada y amable
seguía conmigo, no me perdonó. Perdía pues con ella la mejor
aliada que siempre había tenido para llevar a buen puerto mis
relaciones con Lola.
¡No
podía más! Veía a Lola y a López mirarse, reírse, hablarse… Me
hacían daño sus miradas, sus risas, sus palabras, y sentía un
deseo enloquecedor de cometer una locura.
Por
aquellos días tuve algunas disputas, sin sentido: me enfrenté a uno
para cobrar una iguala que ni siquiera me importaba, pero me exasperó
tanto que acabé por amenazarle y verme abocado al bochorno de un
juicio de faltas. El tesorero del Ayuntamiento, siguiendo órdenes
del alcalde, se negó a pagarme una dieta, por asistencia médica a
un enfermo de una aldea próxima a nuestro pueblo. Fui denunciado por
no haber pagado la tasa de mi radio, aunque todo el mundo estaba en
mis mismas circunstancias. En fin, me acosaban por todas partes.
Una
madrugada, a eso de la una y media, me avisaron para que fuese a
curar a uno, que vivía a tres calles de la mía. Era un tipo
pudiente. Su padre había muerto el mes anterior de pulmonía. Me
sentó mal tener que ir a horas tan intempestivas para curar un
simple forúnculo. Pero no puse trabas. ‘Tu trabajo antes que nada,
Alex’, me iba diciendo mientras caminaba hacia su casa. Y ya en
ella, me desinfecté las manos con alcohol, sajé el grano y vendé
la zona dañada. Cuando terminé, le pregunté por un sitio donde
lavarme las manos. Pero el tipo empezó a insultarme. Me acusó de
haber sido el culpable de la muerte de su padre. No le eché cuenta.
Sabía que tanto él como su hermano tenían fama de chiflados. Opté
por no lavarme las manos y lo que hice fue limpiar el bisturí con
algodón y alcohol. Nos hallábamos solos en la cocina, y de pronto
se envalentonó, pasando de los insultos a las amenazas, incluso me
zarandeó en los hombros. Me sulfuré y le grité, con voz
amenazadora:
____¡Si
vuelve usted a ponerme una mano encima, le hinco este bisturí en los
huevos! ¡Y va en serio! –alcé el instrumento.
No
bien dije eso, se oyó un ruido de pasos, proveniente de otro sitio
de la casa. Era el hermano, que entró en la cocina, armado de palo,
amenazante. No sentí miedo. Asco sí. El que debe sentir quien se
vea acosado sin razón. Estaba decidido a defenderme a bisturitazos
limpios antes de permitir que me paleara. La puerta de la cocina se
abría hacia el jardín, y sin pensarlo salí, pero me seguían y me
iban insultando; los mantenía a raya. El bisturí en mano debía
intimidar. Al fin, pude huir hasta la calle a través del portal
abierto. Habría dado lo que fuese por hallar a alguien allí;
alguien en quien fundamentarme para presentar una denuncia
contra
aquellos locos. Pero la calle estaba desierta. El único que se veía
venir próximo era 'el Filo', ‘el borracho del pueblo’, que a
duras penas podía caminar, y menos aún hablar.
Aquella
fue
una etapa para olvidar. Tenía ganas, necesidad casi, de andar a
golpes con quien fuese, de dar salida a mis furias. No sabía si
aquellos palurdos me lo notaban ya, pero me evitaban, escurridizos,
lanzando dardos desde el inevitable fondo de sus bellaquerías. Lucha
agotadora, lucha insoportable. Solamente la presencia de Lola era
importante para mí.
Al
principio, López ya en el pueblo, cuando a eso de las nueve se
deshacían las tertulias, acompañaba yo a Lola a su casa, como venía
siendo costumbre Pero una de aquellas noches, en que por excepción
nos reunimos en la casa de Juan, al poco de mi revés con Ruiz y sin
habernos despedido aún, Lola propuso que todos diésemos un paseo
antes de marcharnos a nuestras respectivas casas. Accedimos. Y luego,
todos también, la acompañamos a la suya. Igual proposición se
renovó la noche siguiente, aun siendo poco propicia para pasear,
como la anterior. Y desde entonces, se pasease o no, todos en grupo
íbamos hasta la casa de Lola.
Coincidía
esa actitud de Lola con su asiduidad con López. Lo que me llevaba a
conjeturar que en sus súbitos deseos no había más intención que
desplazarme de su intimidad. Consecuentemente, volvía otra vez a
repetirse ese juego exasperado en el que Lola había estado a punto
de romper mis nervios: si acudía al paseo, o a las tertulias antes
que López, ella ya estaba refugiada por la esposa de Ruiz, o la de
Juan, cuyas la protegían con una hiriente desfachatez, y si me
retrasaba, había emparejado ya con López, bajo sonrisas complacidas
de todos, compinchados.
Luego
de esas desesperantes situaciones, merodeaba yo por los alrededores
del colegio, de su casa, del barrio obrero, pero ya no se deshacía
de ningún interlocutor inoportuno,
Entonces,
a pesar mío, cometí una de las más grandes torpezas. De sobra
sabía que no podía luchar contra López. De antemano sabía que en
esa lid llevaría las de perder. He sido hombre que no he titubeado
en ningún duelo, pero las fintas de salón no iban conmigo. López
era un sujeto con careta, un virtuoso en batallas incruentas, y por
eso me vencería con su urbanidad y su donaire de torerillo de salón.
En cambio, en mí sólo la violencia encajaba en el marco de mi
idiosincrasia.
Un
día por la mañana les vi juntos y de la mano paseando en la
carretera. Quizá aquel encuentro no era premeditado, o quizá sí,
pero, en cualquier caso, olvidando sus ocupaciones respectivas. Me
hacía daño. Aunque también yo había paseado con Lola, en unos
días cercanos, zafándonos de nuestras correspondientes
obligaciones. Y habíamos estado solos los dos, teniendo yo a mi lado
su voz. Y la había besado. Y había dejado mi corazón en sus labios
una noche, lo sellaba con ellos.
Pero
ahora López… ¡¿Es que él la iba a besar?! ¡Él, él! Tenía
que respirar, abriendo la boca porque faltaba aire a mis pulmones.
Y
en este justo momento acabo de soltar un grito que abrasa mi garganta
al recordar aquel episodio. Entonces debí decirles que estaban
locos. ¡Locos los dos! ¡Lola por no comprender mi amor, y López
por retar a mi furia!
Esa
tarde fui al Café. Como a los diez minutos, entró López. Me
acerqué a él y le dije que era muy urgente que hablásemos. Sin
recibir respuesta, salimos juntos del local, y juntos también nos
encaminamos hacia las afueras del pueblo.
____Tú
dirás -me dijo, envarado.
____Es
poco lo que tengo que decirte: ¡deja en paz a Lola!
____¿Qué?
–preguntó, perplejo. Y añadió-: creo que esa exigencia no te
corresponde a ti, sino a la propia Lola –añadió.
____Es
que yo la acompañaba todos los días hasta su casa.
____Los
dos sois solteros y es natural que así sea. Pero no veo el por qué
yo no pueda gozar de iguales prerrogativas. Lola es libre de elegir a
sus amigos, y he tenido la suerte de que mi amistad le sea grata. A
mí, desde luego, la suya lo es. Y por más que me esfuerzo, no llego
a comprender en qué fundamentas tu inaudita petición. ____¡¿Tampoco
comprendes que estoy enamorado de ella?!
____Eso
sí, ¿ves? Ya lo había comprendido. Y puedes creerte que he tenido
tu misma ocurrencia; también yo me he enamorado de Lola.
____¡Me
tiene sin cuidado!
____¡Cómo
que te tiene sin cuidado! Abrigas la desproporcionada y absurda idea
de que deje el camino libre hacia ella, e iguales sentimientos te
parecen en mí desdeñables. No sé qué es lo que pasará por tu
cabeza, pero creo que debes tener una explicación para esto.
____¡La
tengo, pero da igual! ¡Lo que te repito es que la dejes en paz de
una vez!
____¡Y
yo insisto en que es ella, sólo ella, la que puede pedirme semejante
cosa!
Vibraban
tanto las aletas de su nariz, que las gafas bailaban de un modo
ridículo. Pero no podía controlarme. Sentía unas ganas
horribles
de cogerle del cogote y de apretarlo hasta hacerle jurar que en
adelante no iba a cruzar palabra con Lola.
____¡Además,
yo no voy a consentir, bajo ningún concepto, esta imposición! -se
apresuró en añadir.
____¡¿Qué
es lo que estás diciendo?! -dije, perdiendo totalmente las formas y
zarandeándole de los hombros-. ¡Lola es mi novia, y juro que ni tú
ni nadie me la va a quitar! –agregué.
Sorprendido,
se desprendió con fuerzas mis manos, se arregló el cuello de la
camisa, y la corbata, después me miró, incrédulo, y respondió:
____Siendo
así, es extraño que no me lo haya dicho. Pero hablaré con ella. No
te preocupes –respondió, sereno ya, a la vez que se dio media
vuelta y empezó a caminar.
Quedé
desarmado. Estuve a punto de salir tras él y decirle que lo último
que había dicho no era verdad, que me había dejado llevar, que
estaba ciego. Pensé en mil disculpas. Pero permanecí quieto. ‘¿Por
qué dar explicaciones a un cretino? Al fin y al cabo, Lola es mía.
Contra él, contra todo, incluso contra la propia Lola’ –pensé
de nuevo y seguidamente empecé a caminar, rumbo al pueblo.
No
estaba tan ciego, no obstante, para ver que lo había echado todo a
perder. Acababa de poner en bandeja a Lola un móvil con el que podía
cortar de cuajo los hilos que la unían a mí. No sabía ver que
había encendido un amor y que luego de cercenarlo iba a seguir
viviendo con más fuerza, creciendo hasta terminar por devorarla.
Tampoco yo lo veía. Todavía era un ser civilizado para obrar tan
torpemente. ¿Qué debía haber hablado antes con ella? ¿Hablar? ¿Y
qué debía decirle en estas circunstancias? Me sentía indefenso. Si
hubiésemos sido lobos y sólo se tratase de luchar, de ser el más
fuerte, incluso de morir. Pero no, había que hablar. ¡¿Hablar,
no?! ¡¿Morder sí?! ¡Destrozar a López sí! Ver en aquella
oscuridad, en aquella ceguera. No se podía decir a un ciego mira
esto. Y yo estaba ciego ante Lola, ante López, ante todos. No los
veía. Estaban cubiertos de hipocresías, de dobleces. Sí, el lobo
acorralado por perros domésticos. Cobardes perros domésticos. A
pesar de mi enfrentamiento con López, aquella tarde no falté a la
tertulia. En los ojos de Ruiz había pena. No la necesitaba, pero me
gustaba porque él no pertenecía a aquella jauría. Los demás,
nervioseaban, mirándome de reojo, como oliendo la presa. ‘Ya se
han enterado, ya han hablado entre ellos; tienen ese mirar bajo de
los perros domésticos y el gruñir sordo y lento de esos perros
traicioneros y mordedores’, pensé.
No
jugamos a las cartas aquel día. Todos estaban confabulados. Y mudos.
La mujer de Ruiz, en cambio, le hablaba a Lola, en voz baja. Haciendo
un esfuerzo pude oír lo que decía, además de ver el desprecio que
reinaba. Menos en Ruiz. ¿Por qué? ‘Irás con él a solas esta
noche hasta tu casa, y le hablarás; zanjarás, de una vez para
siempre, este embarazoso asunto; él no tiene ningún derecho a
seguir molestándote…’.
No
obstante ese consejo, fuimos todos juntos. El frío era intenso. El
suelo, escarchado, parecía cristal. El Sol había huido ya de la
Tierra hacia lo más alto. El cielo estaba pobre de estrellas. El
aire se quebraba en las esquinas como chasquidos de carámbanos;
silbaba, cortante, dejando la oscuridad llena de heridas blancas.
Recorridos unos metros, deliberadamente me quedé rezagado.
Lola
se me aproximó y me habló: árida, displicente, telegráfica: ‘no
pensé en ser tu novia, ni siquiera te amo; que me besaste como
amigo, de acuerdo; que me acompañabas hasta mi casa algunas noches,
de acuerdo: sólo amistad; no tienes derecho a más; tus pretensiones
no sólo me molestan, cuestionan mucho mi reputación’.
Cuando
acabó respondí, yéndome el alma en ello: rudo, brutal, y
telegráfico también. La amenacé. La ira y el amor en mis labios.
Le dije que la necesitaba, y que la perdía. Que no podía amar a
López ni a ningún otro hombre, que era mía, sólo mía. Que se lo
pensase. Que no iba a cejar en mi lucha…
Astuta,
me dijo suave: ‘no seas así, Alex, quiero que seamos amigos’.
Entonces no lo entendía. Ahora sí. Como la domadora que da terrones
de azúcar al tigre. Tenía miedo, y mentía: ojos secos, sin muestra
de sentimientos. Miedo e hipocresía. ‘No seas así, Alex, quiero
que seamos amigos’. Dejaba sus palabras de limosna para
apaciguarme. El látigo y el azúcar, como Veva. Igual que Veva. Pero
más lista, más pérfida. Y más amada también. Me apaciguó, no
obstante
Aun
aquel ácido episodio, seguían nuestras relaciones. Aún no estaba
furioso, sólo triste. Pero la furia aventaba a la tristeza y la la
esperanza, como el jugador que va perdiendo. El furor no me
desbordaba, pero ya no había paisajes en mí, ni ríos, ni
estrellas, ni soles. Solamente había un rumor de lava, enloquecedor.
Toros negros rugiendo rugiendo, buscando buscando una salida; toros
de sangre embistiendo en el coso del alma. Negros toros llenos de
maldiciones, de iras. ‘Quiero que seamos amigos'. Y la fuente de la
esperanza sobre la puerta de escape, débil, como yo, pero debajo…
el volcán.
Únicamente
venían a mis labios los ecos de mi fuego interior. Le hablaba a Lola
en el mismo tono, pero hostigándola con feroces frases, como
trallazos. La amaba y la odiaba. El amor y el odio. Y la ira. Todo
eso en mis labios. Ella me rehuía, temerosa, pálida.
Pasaba
todas las noches en vela, rumiando venturas imposibles, flagelándome.
Lola, la fuerte; yo, el débil. La casa se llenaba de rumores
incansables de pasos sobre la negra piel del insomnio, cual timbal de
suplicio, hasta hacerme enloquecer. Me asomaba a la ventana; el
pueblo, silencioso y sombrío, cuajado el ruido y la voz bajo el
hielo. En las bombillas titilaba su luz. Las estrellas parecían
heladas, y el suelo era un duro pedernal. Pensaba: ‘me la llevaré
en contra su voluntad, cual macho cuaternario, y la obligaré a
escucharme; será mi esclava y mi ama a la vez, y me portaré con
ella bravamente, y cobardemente también’. Tenía que contenerme
para no gritar mi angustia y el nombre de Lola a los cuatro vientos.
Y así, noche tras noche. Y siempre hasta que despuntaba el día, el
amanecer.
Día
tras día, me estaba destrozando yo solo, pues, sin dormir ni
descansar, me debía a mis obligaciones médicas.
Y
mi obediente y dócil pluma, cada vez más con menos tinta. Y los
negros toros de mi cáncer embistiendo…
Las
gentes malsinas se regocijaban. Veía la cara aviesa de mis enemigos,
que seguían, divertidos y entusiasmados, la pugna. Y Lola se
encontraba en medio de la mierda. En la sangre, aún no pensaban, ni
yo. Por el momento, sólo merodeaban en torno a los acontecimientos,
como perros rabiosos por hincar el diente en la reputación de la
maestra. Y en la del notario. Y en la del médico. ¡Gran festín!
Por todas partes se veían ojos malignos, mirando, aguardando, hasta
hallar un resquicio por donde lanzar la jauría, la pedrada, el grito
que condenó a Cristo y salvó a Barrabás. El que me salvó a mí.
Para... perderme.
El
pueblo bullía cual colmena: abejas libadoras de hiel. Mientras hacía
mi ronda se me acercaba algún avieso: ‘los devaneos de la hembra,
su coquetería...'. ¡Leña al fuego! Respondía, tosco. Pero se
restregaba las manos, amasando la masa negra del escarnio. Los
malsines y algún funcionario también, sonreían sarcásticos. Y
Ruiz me decía: ‘Alejandro, mira que...’. Y yo, sordo, ciego.
Sólo a Lola veía. Sólo Lola con luz. Apagados los demás.
‘lAlejandro, el escándalo...!'. ¿Qué? Sólo Lola. Y mi amor
acosándola, como piedra, y con la misma fuerza de gravedad
Aquellos
malditos malsines del pueblo aguardaban con ansias a que se levantase
el telón, necesariamente. Su experiencia sobre intrigas lo intuían.
Y el manto de la expectación, como una nube con pedriscos.
Hasta
yo llegué a preocuparme y temer lo que podía pasar. Pero un día,
no sabía cómo, la nube se hacía luminosa, como cargada de alta
electricidad, y un dios, inflexible e iracundo, hablaba en un
lenguaje que guiaba a una luz de violencia y de esperanza a la vez.
Yo
ya me encontraba como el jugador sin suerte, perdiendo una baza tras
otra. Aun así aún tenía la baraja en mis manos, y podía hacer
algo, una trampa..., algo que me salvase. Pensaba en el pasado de
Lola. ¡Su pasado!. El pueblo, acechante, esperaba, y yo le iba a
entregar la presa: su
pasado. ¡Eso, su pasado! La iba a cubrir de ignominia, que alejaría
a López y a todos; huirían de ella como de una leprosa. ¡No
importaba que no la perdonasen! El secreto que divisaban, y yo
también, y que tanto temía Lola, expandirlo a los cuatro vientos.
¿Su reacción? ¿Su odio? ¡Qué más daba! El escándalo la
convertiría en mi prisionera, y ella se iba a ver aislada. Y,
mientras tanto, la piedad agolpaba lágrimas en los ojos del
porvenir. Sólo yo estaría con la pecadora. Yo, que la había
difamado, yo sería su amo y su verdugo, aunque no me amase. Eso daba
ya igual. Nadie iba a quitármela ahora. ¡Nadie! ¡Nunca! ¡Jamás!
Por
aquellos entonces apareció en el pueblo una epidemia, con carácter
endémico, de infección intestinal. Hizo serios estragos, mayormente
en la chiquillería, y tuve la ocasión de presenciar el suceso más
luctuoso y más macabro que jamás vi en mi vida. Ni siquiera todavía
consigo sacarlo de mi cabeza. Y lo refiero aquí para explicar lo
importante que es el amor en las personas. Y no
es
que trate de justificar mi actitud, pero he amado con todo mi ser y
esto atenúa en parte mis excesos.
No
sabía si la mujer, a la que voy a referirme, estaba ya loca. En la
naturaleza humana existe, en potencia, un aire de locura que puede
soplar en cualquier momento. ‘El siroco humano’, así lo
denominan en la jerga de calle. Y el amor se aprovecha de este juego
robando la personalidad de la persona a través una ilusión
engañosa, como de prestidigitación, para sacar frente a miradas
atónitas, un santo, un héroe, un asesino, un loco… ‘¡Señoras
y señores, voilá!’.
Ella
era una mujer alta, con cara chupada y con ojos grandes y negros.
Representaba 40 años. Me horroricé cuando me enteré que sólo
tenía 28. Se recogía su poco pelo en un moño sobre la nuca. Viuda
de un obrero, muerto de accidente, lustro atrás. Le quedó un hijo
de tres años, póstumo, a la sazón. Se ganaba la vida asistiendo en
domicilios y saliendo al campo de jornalera.
Su
hijo fue de los primeros en caer. Era un niño espigado, pero
encanijado, con el vientre deforme de anemia y de raquitismo. Debido
a la enfermedad, hundidos en las cuencas estaban sus ojos, y sus
huesos se marcaban bajo una piel macilenta. Inmóvil en su lecho,
parecía ya, antes de morir, un cadáver.
Una
de aquellas tardes fui a hacerle mi diaria visita. Vi entonces que su
madre, horrorizada, salía a mi encuentro. Había en sus ojos salvaje
desesperación. Aquel hogar miserable, aquel cuarto oscuro, aquel
cachorro herido de muerte, y aquella mujer, con cara y modos de loba
y mirar fiero, imponía el dolor.
____¡Tiene
usted que salvármelo, doctor Alejandro! ¡Tiene usted que
salvármelo…! –exclamaba, repetidamente, mirándome a los ojos,
fijamente.
Entré
a la casa y pasé al cuarto. Una cortina, confeccionada con sacos
viejos, tamizaba la luz exterior. Me aproximé a la cama. Y bastó
una simple mirada...
Cual
pajarito, el crío abría y cerraba la boca con leve respiración
anhelosa. Le quedaba ya poco de vida.
____¡Qué
se me muere! ¡Qué se me muere!–gritaba, de pronto, la madre, con
voz desgarrada.
Perforada
de dolor, se echó sobre su hijo y empezó a abrazarlo y a besarlo
con tanta ansia que parecía que lo iba a devorar.
Luego,
se alzó y se puso ante mí, erguida, clavando sus ojos en los míos.
Bajé la mirada, patidifuso, y seguí en el mismo lugar, sin hablar.
Se inclinó de nuevo sobre la cama, y aquella escena, además de
patética, era sobrecogedora.
____¡No
te me mueras, mi Juanito! ¡Eres mi vida! ¡¿Cómo voy a seguir
viviendo sin ti?! –decía, con brutal desesperación.
Pero,
de pronto, se levantó de nuevo y de un enérgico empellón me echó
del cuarto y se cerró por dentro. Me quedé un instante sin saber
qué hacer, hasta que reaccioné y golpeé la puerta con los puños
cerrados. Sonaba como si golpease un ataúd. Pero no abría. Busqué
ayuda en un vecino, y entre los dos forzamos la puerta y entramos. La
escena era dantesca; la pobre mujer se hallaba echada sobre el suelo
con el cadáver en los brazos. Se resistía, pero se lo arrancamos
como pudimos, al mismo tiempo que abrí el
tarro de la sensibilidad para evitar más dolor. ¿Es que existe más
dolor que algo así? Después, todavía ella en el suelo, empezó a
balbucir palabras ininteligibles: loca.
Con
frecuencia
recuerdo a aquella mujer. Juana era su nombre. Si vive, arrastrará
su locura pacífica, caminará con pasos torpes, tanteará con mano
insegura, se sentará a la puerta de su mísera choza, y las gentes
que pasen por la calle la verán llorar o reír, sin saber distinguir
el sentimiento, con un gorgoteo de palabras incomprensibles: loca;
loca de amor.
Ahora,
desde mi lecho de muerte, en estos desesperados momentos de
nostalgia, angustia, agonía y dolor, pienso en Juana, la otra Juana
‘la loca’. Ella y yo, guardando las diferencias, pero todas ellas
juntas en favor de aquella mujer madre, más sufrida y más dolorida
que yo, estamos desterrados de por vida de la vida. Prestidigitada
predestinación en el sombrero de copa del amor
Lola
empleó sus vacaciones de la Semana Santa en solucionar unos asuntos
personales en Sevilla, y en ir a Madrid para pasar unos días con una
amiga suya, según había contado a la esposa de Ruiz.
En
un
principio, soporté su ausencia. Mis nervios, doloridos por la
tensión de los últimos días, pedían a voces un descanso. Pero el
descanso no fue duradero. Angustiado, necesitaba verla, sufrir su
presencia. Todas las tardes iba a la carretera para acechar el
autobús que debía traerla al pueblo.
Era
muy desoladora la opresión del paisaje. Más desoladora que nunca al
lado del esplendor del trigo, en el que ya podía verse el peso
fecundo de las espigas. Los campos se poblarían pronto de flores,
que se ceñirían al cinturón de la carretera con la gracia de un
polisón: verde, como un milagro; verde, como el alma del Betis, club
de fútbol señero de la ciudad de Sevilla; y de tierra fecunda. Y
fecundidad era amor. Se cruzaban conmigo parejas de enamorados, se
acariciaban bajo el sol, leve ya; suspendían sus arrullos mientras
nos cruzábamos. Pero después podía oírse a mis espaldas una risa
queda. Me Dolía. ‘Felicidad presentida, jamás saboreada’.
Todo
el despertar de la Naturaleza me dolía. El cielo bajaba de su alta
frialdad invernal y se echaba, esponjoso de nube y rilado de lluvia,
sobre el vientre de la Tierra, y la Tierra suspiraba, con su piel
sudorosa, empapada, quejándose, como uns parturienta. Los pájaros
se perseguían con un ruido caliente de alas.
Regresaban
ya al pueblo todos los inquilinos de las caballerizas: blancos
caballos, de ancas y piel relucientes; negros caballos, de resollante
nariz y mirar fiero, burros pesados; mulas grandonas, que iban de un
lado a otro nerviosas, ligeras de muslos, a medio levantar sus rabos.
Y ya en todo el rato no dejaba de oírse una música de relinchos, de
quejidos: gritos de pasión. Los blancos caballos, los negros
caballos, los burros aguardaban. ‘Insaciables equilibristas de
patas traseras’.
Pasaban
rebaños de cabras. Algunas de ellas habían parido ya, y los
pastores traían siempre bebés sobre sus hombros, sucios de sangre
aún. Otras, con las panzas hinchadas, se unían a la lista de espera
de tan feliz acontecimiento. Flotaba un olor a agrio, a leche, a
placenta. Los cabrones, excitados, dejaban en el aire el perfume de
su febril pasión.
Había
muchos árboles en aquel pueblo y dentro de ellos podía oírse ese
estribillo primaveral de la savia, por culpa de la sabia. Como cuando
se arrima una oreja a un poste del teléfono. Y sus brotes se
hallaban cargados de fuerza, como puños de hombre, y cargados de
ternura, como puños de mujer.
La
ría, próxima al pueblo, se nutría del agua de la lluvia, que se
encabritaba contra el dique del puente; sucia de tierra, fértil de
tierra, rebosante de espuma. Manoseaba en la orilla, y la tierra caía
en su seno, esparciendo un olor a fecundaciones.
Un
día de aquellos recibí una carta de Pedro Ríos. Decía que me
fuese a Madrid a pasar un fin de semana con él. Contesté que sí, e
incluso llegué a preparar un zurrón con una pistola de caza y una
caja de balas, que había olvidado en su casa de entonces en el
pueblo, que después era la mía, y que prometí llevárselos lo
antes posible. Me atraía la idea de ir a Madrid y así aprovecharía
para indagar cosas sobre Lola.
Pero
no fui a Madrid. Me arrepentí en el último momento. Y fue por Lola.
Quería permanecer en el pueblo a esperarla. Como si todo iría a
cambiar entre nosotros, como si ya hubiese cambiado como si aún
albergase esperanza. Me consumía la impaciencia. Incluso dudé de si
fuese a volver. Y eso representaba un nuevo martirio en los días en
que había estado ausente.
Regresó,
empero, Incluso un día antes de lo anunciado a través de un
telegrama a la mujer de Ruiz. Y sólo yo, como cada tarde, la
esperaba. Cuando llegó y la miré, la vi cansada, pensativa...
____¿Te
lo has pasado bien? -le pregunté, después de saludarla.
____Muy
bien, Alex. Gracias -mentía.
No
había vuelto a llamarme así desde el día que discutimos tan
agriamente. ¿Por qué ahora? ¿Otra vez un señuelo? ¿El terrón de
azúcar al tigre?
Su
voz era cálida, sin embargo. En su expresión podía verse un deseo
de decir infinidad de cosas, a la vez dulces y amargas. Me conmovió.
Gran actriz. Gran domadora.
____Los
otros te esperaban mañana –añadí, de pronto.
____Ya,
pero fue por el billete. Aproveché una oportunidad para hoy. Si no,
tenía que esperar dos días más –me respondió y me preguntó,
mirándome:- ¿pero por qué los otros? ¿Y tú?
____Yo
te he esperado todos los días –respondí.
____Como
amigo, claro.
____Como
un hombre a su mujer.
____Pero… ____¿Cuánto
va a durar esto? –la interrumpí.
____No
te comprendo.
____Lo
sé. Pero estoy sufriendo y ya no puedo más. El día menos pensado
reflexionarás y entonces te percatarás de lo que dicta tu corazón.
Espero que no sea demasiado tarde.
____Es
que no puedo amar a la fuerza. ¿Por qué siempre vienes amenazando?
¿Qué has querido decir con eso de que puede ser demasiado tarde?
¿Para quién? –preguntó, nerviosa.
____Para
ti. Y también para mí.
____Por
favor, Alex, no hablemos más de eso. Te atormentas tú, y yo me
aflijo. Quedó zanjado el pasado invierno, ¿recuerdas?
____¿Zanjado?
-comencé a irritarme-. ¡¿Es que no ves que lo que tú crees
zanjado ha crecido en mí hasta hacerme enloquecer?! ¡¿Qué puede
ofrecerte el imbécil de López?! ¡Contesta! ¡¿Es que me vas a
decir que a él, a él, le amas?!
____Cálmate,
por favor. Nada se resuelve gritando, insultando... -su voz se hizo
dulce como el aliento de la noche-. Mira, Alex. Me amas, y lo sé
desde el primer día. También yo quería amarte. ¿Te das cuenta?
Más que a nadie. Hubiese sido maravilloso amarte como tú me amas.
Pero no pudo ser. Dejé que me besases para sopesar mis sentimientos.
¿Tengo yo la culpa de no amarte? No pudo ser. Alex, te lo suplico,
déjame que busque la felicidad a mi modo. ¿No puedes ser más
generoso con la mujer que amas? Yo lo sería. Por favor Alex. Podría
hacerme mucho daño. Y sé que lo piensas. ¿Recuerdas la noche que
discutimos? Amenazaste con matarme. Y puedes hacerlo. Soy una mujer.
Y débil. ¿Pero vas a hacer daño tú a tu Lola? ¿Tú? ¿Tú?
Sus
palabras, bien aprendidas y ensayadas, la hacían emocionar.
También
yo me emocioné. Gran actriz.
____Lola
–respondí, calmado-, existen cosas contra las que no se puede
lCombatir. Avasallan y llegan siempre, como la hora de la muerte. Y
también yo quiero hacerte una súplica, la misma de antes: que mires
en tu corazón. Tengo miedo. Lo mismo que tú. Miedo de que pueda
incendiarnos la llama que has encendido en mi corazón.
Al
cabo de algunos minutos, llegamos al portal de su casa. Lola lo abrió
y, con voz serena pero firme, respondió:
____No
nos incendiará si piensas que la mujer que amas tiene, como mínimo,
el mismo derecho que tú a la felicidad.
Y
sin añadir ninguna palabra más, entró en su casa. Y la noche
primaveral entró tras ella. Entonces, me giré en redondo y empecé
a caminar, sin rumbo fijo, pero con un decidido propósito de
renuncia. No iba a durar. Ni iba a ser el último. Tampoco durarían
No
dejaba de pensar en algo que dijo Lola, luego de volver de su viaje:
‘¿vas a hacer daño a tu Lola?’. Tenía derecho a la felicidad.
Bien. ¿Pero con López? ¿Es que lo amaba? No quería engañarme,
con otro hubiese sido lo mismo. Pero López. ‘Así le entrase una
perlesía y pillase un torzón y se lo llevase Manuel’
No
quería pensar en López, sólo en Lola, su felicidad. Y yo, nada. En
este aspecto, no era generoso con ella, pero la amaba.
Lola,
amar es un deseo de morir en otro. Porque dejar la vida, es otra
cosa: un accidente, un no despertar, un infarto… Pero vivir… con
esta mi muerte
Y
mientras tanto, los días transcurrían sin darme cuenta. Roía el
hueso de mis perplejidades. Pero Lola sabía cómo domar la fiera.
¡Muy
noble fiera yo, amada Lola, capaz de devorarte y de lamerte a la vez!
Y
los números del calendario no dejaban de caer. El sol cruzaba de
Oriente a Occidente, como una pelota de tenis. Yo era aún un volcán
apagado, pero con el corazón encendido. Me preguntaba cosas sin
respuestas. Pensaba: ‘renuncio, que seas feliz’. Y todo yo
sombrío.
Aquellos
perros falderos: la mujer de Ruiz, Antonia, López, y Lola
observando, naturalmente, me hacían carantoñas, derrochaban
amabilidades. Ruiz fruncía los ojos; lástima y dolor en su mirada.
Los otros ya iban cogiendo confianza. Yo ya estaba domado. No había
ningún peligro.
Pero
nadie lo sospechaba. Ni siquiera yo. Ruiz, sí; extraordinaria
perspicacia la suya, que veía en aquella oscuridad. Pero en mí
brujuleaba la imagen del infierno, y en ella Satán: la maldad, la
ferocidad, la astucia…
Una
de aquellas noches, López acompañó a Lola hasta su casa. A solas
los dos. Como antes conmigo. Pensaba: ‘que seas feliz’. Pero
seguía royendo mi hueso. Y esta vez hasta lo mordía. Como si
tirasen de una presa y a la vez le dejasen libres los dientes.
Chorreando otra vez la baba espesa de la locura. Ruiz lo notaba:
cejas fruncidas, mirada fija… Nadie más que Ruiz.
Y
el notario se llevó a la maestra la noche siguiente. Y la otra. Y la
otra... Estaría el cielo sobre ellos, como para insectos en celo,
enjoyado de estrellas, de azahares. ¿Nupcial? ¡No! ¡Ni pensarlo
quería!
Junio
estaba próximo. Reanudamos los paseos. Todavía llegaba el aire
lleno de polen. Lola se apartaba del grupo de señoras –no lo había
hecho nunca conmigo-, y se quedaba con López detrás. Rezagados.
Pero no había peligro; yo ya estaba domado. Apenas llegaba la noche,
se pegaba resollando a la tierra. Se perseguían entre el polvo
oscuros insectos. Se afanaban los grillos en cantos lujuriosos. Se
cerraban exhaustas las corolas. Y la luna, redonda, estaba ya en lo
más alto, provocando, como un pecho.
Después
volvíamos al pueblo. Menos la maestra y el notario, que seguían
paseando en la carretera. Lola y Víctor, tal para cual, a solas los
dos, pero con el tesoro de las estrellas, con los cantos agudos de
los insectos, con el perfume enervante de las flores y con la
tercería de la luna, procaz, como el ombligo del macho de la noche.
López
iba todas las tardes con Lola, todas las noches con Lola. Y siempre
solos. Y yo paseando con mi ansiedad a cuesta. ¿Amaba López a Lola?
¡No! ¡No! Los amorosos latidos del notario, apenas si eran gorgoteo
ante los amorosos latidos catarata del médico: el arroyo y el
Niágara. Y Lola tenía que verlo. ¡Yo se lo haría ver!
No
quería pensarlo. ¿Pero la besaba? ¡No! ¡Ya no había sombra en
mí, sólo incendio! Como la estela que debe perseguir a Satán
mientras cruza el espacio.
Comenzó
de nuevo a hervir mi sangre, y cada vez golpeaba con más fuerza
contra mi resistencia. Hasta que llegó un momento en que todos lo
veían. Ruiz llevaba a mi hombro su mano cálida: ‘Alejandro…’.
Le apartaba la mano, huraño: ¡basta ya de frenos!
¡La besa! ¿Sabes? No decía éstas palabras, pero estaban en mí
como un alarido, como un rejón de angustia; de muerte, aún no. No:
para mí y para los otros ¿Pero y para Ruiz? Sí, sólo para él. Y
su voz, apaciguadora, profética: ‘Alejandro…'
Los
perros domésticos suspendían las carantoñas. Lola miraba, pero
como le sobraba astucia, disimulaba. López quería pedirme
explicaciones; se veía en sus ojos. Lola se lo prohibía para evitar
males mayores. Siempre hábil. Y tenía miedo. Había empezado otra
vez a hostigarla con palabras duras, pero topaban contra su
indiferencia.
Yo buscaba calor en los otros, pero hundían el rabo y huían cuales
perros cobardes. Pero como les había fallado la farsa, los sentidos
de Lola, iniciaban a tomar medidas drásticas: me recibían
fríamente, haciéndome el vacío. No les hacía caso y seguía
acudiendo a las tertulias y los paseos, aun Lola protegida por sus
incondicionales. Pero le enviaba mi furia por encima del grupo, como
piedra.
Y
así, día tras día. Hasta que llegó el28
de junio.Me
hallaba
deshecho, maltrecho pero en acecho, esperando la
oportunidad. Algo que pudiese salvarme: un milagro, un escándalo…
algo…
El
28 de junio era la víspera de la fiesta de aquel pueblo. El juez nos
había invitado a su casa. Se llamaba Pedro, como mi padre, y
adelantaba la celebración de su onomástica, porque al otro día
había una capea y nadie quería perderse el jolgorio.
A
la casa del juez acudimos
como medio centenar de personas: el alcalde, los funcionarios, el
farmacéutico, el cuerpo médico, pueblerinos ricos, sus hijos, y
algunas autoridades de Sevilla, y todos ellos acompañados de esposas
o novias. Y en fin, cuanta gente de relieve había en el pueblo
colindante. Ah, y el cura del pueblo, don Maximino. ¡Faltaría más!
Vivía
su Señoría en un caserón antiguo, de amplias habitaciones
inhóspitas. El Juzgado estaba en la planta baja y sus ventanas se
abrían hacia la plaza. Tanto el despacho del juez como la oficina,
olían a papel viejo y colilla. Tres mesas, mugrientas de tinta, seis
sillas, con asiento de enea, y seis estantes llenos de mamotretos
atados con cintas con los colores de la enseña nacional, era todo el
mobiliario.
La
vivienda estaba en la planta alta. Se subía a ella a través de una
angosta y peligrosa escalera de madera noble con peldaños
desiguales, pintados en negro, y de temblorosa barandilla. Los
muebles eran someros, pero con cierto empaque presuntuoso y burgués.
El
juez y su mujer no amigaban con nosotros, paseaban a solas. Era un
dúo peculiar. Ella le llevaba la friolera de diez años a él. Pero
no lo parecía. Ni se le notaban. Lía, que así se llamaba ‘la
jueza’, con sus cuarenta y ocho, bien cumplidos, se conservaba
lozana. Mientras que Pedro, serio, apergaminado y solemne, iba
perdiendo pelo, acometido de una calvicie prematura
Lía
era una mujer muy atractiva: ojos grandes y bellos, cabellera morena
y cuerpo siluetado. Procedía de familia humilde. Había estudiado en
un colegio de monjas, donde le enseñaron algunas habilidades
caseras. Acervo que enriquecía infatigable copiando recetas de
cocina, preparando comidas, e inventando puntos de tejido, además de
ese santo y seña de todo método para hacer desaparecer las manchas
en la ropa. Su trato era amable y sus charlas amenas. Había conocido
a Pedro mientras éste cursaba Derecho. Era huésped en su casa.
Pienso que al principio trataría al joven con benevolencia
despectiva. Pero las cosas cambiarían pronto, de una forma
halagüeña, para la soltera madura. En fin, ‘Pedro acabó
portándose como un caballero’.
El
matrimonio tenía tres hijos, guapos, respetuosos, educados y
cariñosos, que su madre vestía con esmero.
Un
día hablamos Lola y yo de Lía y Pedro. Decía que Lía amaba a
Pedro con uno de esos amores angustiosos de la existencia. Él le
correspondía, pero en los ojos de ella se agolpaba una inquietud: la
vejez rondaba en torno suya, salpicándole de canas el cabello,
arándole el rostro, desmadejándole sus formas, entumeciéndole las
articulaciones, y la inevitable menopausia le helaba la sangre
dramáticamente.
Pedro,
aun su calvicie y a lo desvaído de color, gozaba de buena salud y
estaba en plena forma: ojos con brillo, cuerpo musculoso Lo lógico y
normal a los treinta y ocho años de edad.
Comentarios
lo perdonó. Ni lo olvidó. Odiaba a ‘la intrusa’ y aprovechaba todo tipo de coyuntura, habida y por haber, para lanzar insinuaciones malévolas y enrarecer el ambiente en torno a Lola.
Ya he dicho que el alcalde me resultó antipático desde el primer momento. Era uno de esos tipos suficientes, frente a los que uno siente la necesidad de decir no, cuando es sí y aunque sea sí y le asistan todas las razones. Y desde aquella charla con Ruiz, mi ojeriza creció tanto que no tardé en tener con aquel palurdo un violento enfrentamiento, que fue el preludio de una infinidad de adversidades, que a la postre me abrumarían hasta aplastarme.
Pero, amén de las cábalas, de muy retorcidas intenciones, que el alcalde y sus numerosos satélites hacían en torno al ‘pez gordo’, apuntando siempre a lo más soez, sorprendía en Lola que nunca hablase de su pasado, sus amistades, de su familia siquiera. Me preguntaba por qué. La gente chismosa del pueblo vivía como angustiada. Y los amigos, escamados ante aquella desconfianza y aquella falta de franqueza, desconfiados. El propio Ruiz veía intranquilizadora la situación, e incluso peligrosa hacia aquella ‘enigmática’ maestra.
Añadió Ruiz que Lola destacaba en cultura, en cuidadas formas, en costoso joyero, en vestuario y en otras cosas sospechosas en una ‘simple’ maestra nacional. Agregó diciendo que detrás de todo esto podía ocultarse un misterio. Y a decir de los lugareños, un misterio escandaloso. Y hasta el mismo forense pensaba que tales alusiones podían ser ciertas.
Protesté, chillé, me cabreé… pero sus explicaciones me llenaban de dudas; y no por su hipotético pasado, que no me importaba, sino por el daño que pudieran causarle quienes la acechaban.
Le perjudicaba, y mucho además, según el forense, su simpatía y sobre todo su belleza, que aquellos palurdos las calificaban de ‘agresivas y absorbentes’.
No había en el pueblo hombre o zagal que no suspirase por Lola. Las mujeres ‘estaban encantadas, la adoraban’, pero se verían muy aliviadas si se fuese, y contra más lejos, mejor. No se podía poner reparos a su conducta, pues rechazaba de plano todas las insinuaciones. Pero un instinto de conservación ponía en alerta a las casadas. Corría en el pueblo que, sin Lola corresponderles, comía el cerebro a todos los maridos. Y en cuanto a las solteras, acabaría por resultarles odioso que acaparase las miradas y los suspiros de todos los solteros.
Quizás las propias interesadas lo ignoraban, pero Ruiz presentía que tras los elogios pugnaba por salir la cara oscura del odio, de la venganza. Mientras Lola, con un método antirrural, repartía, sin distingos sus simpatías entre los dos bandos que había en el pueblo, y esto llevaba a los nacidos en el pueblo a pensar que les eran indiferentes. Lola había caído en el pueblo como de otro planeta, totalmente ajena a sus costumbres, a sus inquietudes y a un ambiente que no era el suyo y en el que al final acabaría por asfixiarse. Como su pasado podría ser intachable, la veían como alguien perfecto, muy superior a cuantos la rodeaban. Y su actitud, con tendencia a subir, más que a bajar, los sacaba de quicio. Toda la gente adulta del lugar, veía esto, en su ignorancia y mezquindad, como un insulto. Y un insulto grave además.
____Te juro que quisiera estar equivocado, Alejandro, pero si Lola sigue entre nosotros, me da que puede pasar algo desagradable -concluyó.
En principio escuché lo que día con reservas. Pero, poco a poco, iban ganando mi ánimo sus exposiciones, cuyas terminaron por dejar en mi espíritu una penosa impresión.
Luego de aquel 'saqueo' a Ruiz, no tardé en darme cuenta de que era perspicaz y con experiencia en el manejo de personas. Tenía treinta y nueve años, y era bien parecido, de estatura mediana, propenso a la gordura, con cara angulosa y expresivos ojos. Todo él, su físico y sus formas, sellaba buen conjunto. Pero, aunque le veía formal, la gente del pueblo lo tildaba de mujeriego, no sabía si con razón o sin ella, pues a pesar de la mucha confianza que llegamos a tener, no me hacía confidencias de ello. Por norma y por respeto y también por su carácter abierto y dicharachero, siempre actuaba con solicitud, pero con discreción. No obstante todo eso, cuando a veces le veía sonreír, charlar y contar chistes a algunas pueblerinas, guapas y con buen cuerpo, derrochando donaire de buen chico, pensaba en lo que decían de él y estaba por creer que los cizañeros tenían razón.
Desde aquel amplio y sabroso soliloquio de Ruiz, acerca de Lola, quedé a la expectativa tratando de cerciorarme de lo que podía haber de cierto en su relato. Y, desde luego, aunque intenté convencerme de que sus vaticinios eran desproporcionados, sin fuente fidedigna que los avalase, de ninguna de las maneras podía apaciguar la batahola de inquietudes que me sobresaltaba
(FIN CAPÍTULO 9)
10
Tal vez el amor no sea para el mundo en general un sentimiento delicado. Para mí sí. Me resultaba difícil llegar a la convicción de que los libros mientan venturas amorosas, que las confidencias entre amigos sean fraudulentas, y es por eso que debo admitir que existe ese gozo de amar que jamás he conocido. He llevado mi amor atormentadamente, como un cáustico cilicio de fuego y amargura. He amado con todo lo que hay en mí de sórdido y de elevado, a ras de tierra y altamente, pero también he odiado de la misma forma; un círculo de amor y de odio cual soga de fuego pendiendo del cuello.
Por aquel entonces la ansiedad me ahogaba. Sentía la necesidad apremiante de decir a Lola cosas muy concretas que me tenían trastornado. Pero cuando se me presentaba una oportunidad, no sabía qué era lo que tenía que decirle. Ni siquiera pensaba ya en hablarle de amor. Eso lo daba ya por hecho, como si Lola tuviese que pertenecerme, como si ya me perteneciese, era un algo tan evidente como mis propias convicciones.
En los atardeceres, paseábamos en la carretera. Flotaba aún en el ambiente el polvo de las trillas y el que habían provocado las patas inconscientes de las ovejas. Soplaba un viento fresco, y la noche se apoyaba en la rosa de los vientos, como una capa de cristal agujereada de estrellas.
Al inicio de mi llegada al pueblo, Lola me rehuía. Como era lista -de listeza tenía barbaridad-, estaba atenta. Se había percatado de la admiración que había despertado en mí desde el primer día, y se ponía en guardia contra mi impulsivo apasionamiento. Mientras paseábamos, adrede se situaba en medio del grupo de señoras, siendo requerida de un lado y de otro, de forma que no podíamos cruzar palabra alguna. Y ésta, su actitud continuada, me producía angustiosa desazón.
Y por si eso era poco, antes de iniciar a pasear, el omnipresente Ruiz nos decía a los hombres que dejásemos solas a las señoras, ‘para que pudiesen hablar de sus cosas’.
Iban detrás de nosotros. A veces, sus hijos, que correteaban bajo las custodias de las criadas, se aproximaban. El aire se llenaba entonces de sonrisas, abrazos, besos, y todo ello rebotaba en el cristal de la noche. Mientras tanto, Ruiz y los otros hablaban de fútbol, de toros, de quisicosas locales. No les prestaba atención. Sólo me ocupaba de oír a mis espaldas la voz de Lola; lejana, sí, pero retrocedía para oírla mejor. Su voz se aleabacon los cantos agudos de los grillos, y sus risas parecían una ola de un arroyo calmada por el viento. Llevaba los oídos tan atentos que podía oír el deslizamiento de los incestos en las ásperas pelambreras de los rastrojos. Lejano ladraba de pronto un perro, una cigüeña crotoraba; llenaban mi cabeza rumores imprecisos. Dominaba el ruido de sus pasos, del movimiento de su traje... y yo saturado de puntos luminosos, como una réplica exacta del firmamento. El firmamento debe ser la cabeza de Dios, si es verdad que Dios existe. Pero Éste es Punto y Aparte, por lo que ahora no hablo de Él para evitar extrapolarme. Sólo puedo decir que he tenido mis propias creencias.
Una de aquellas tardes, no obstante, resuelto y firme, respondí a esa propuesta de Ruiz.
____¡De eso nada! ¡Yo voy muy bien y muy a gusto junto con las señoras!
Ésta frase, pronunciada con dicharachería, sólo habría originado asombro, pero mi tono enconado la convertía en un exabrupto. Levantó una roncha de expectación, de censura, y de burla tal vez. Debo añadir este eslabón a la cadena de mis despropósitos y a la incapacidad para saber llevar un buen entendimiento con mis semejantes.
Ruiz sonrió. Lola aventuró unas palabras, para tratar de romper el embarazoso silencio que habían fabricado mis labios. Carolina que iba a mi lado, se ruborizó y miró a su esposo, entre perpleja y gozosa, y su esposo me miró a mí, con curiosidad desdeñosa.
Pero yo no me inmuté. Siempre que he querido algo, sólo me ha importado la forma de cómo lograrlo. Simple. De este modo, tal vez egoísta, uno puede ejercer con inconsciente petulancia su voluntad.
Carolina era una mujer atractiva, e incluso guapa. Tenía un cutis blanco y unos bellos ojos, pero peligrosamente soñadores. Sus pómulos, que sobresalían algo más de lo normal, daban a la cara un cierto hechizo. Vestía con esmero, y el ‘toque’ disimulaba lo ajado de la ropa. Su esposo, bruto y de baja estatura, llevaba siempre los trajes sucios de manchas y cenizas, le apestaba el sudor y sus hombros raramente no se hallaban nevados; había en él algo de repulsivo, pero a su esposa, 'semejantes simplezas' no parecían preocuparla.
Luego de aquel incidente, Carolina andaba en silencio, perpleja y complacida a la vez. Pasado un momento, empezó a hablar de nuevo, y su voz sonaba nerviosa. Al despedirnos, me miró a los ojos y retuvo unos segundos mi mano. Me quedé desconcertado.
A veces, Lola iba en un extremo de su grupo. Me apresuraba en ponerme a su lado. Inútil. A cada instante nos interrumpían para que diésemos nuestras opiniones acerca de esto o aquello. Los convencionalismos sociales obligaban a que no nos apartasen de las conversaciones. Y cuando no, la propia Lola rompía mi tono confidencial y entablaba charla con alguna de las mujeres. Convencionalismo también.
Y ahora, desahuciado ya y esperando que la muerte me recoja, puedo decir libremente lo que he llegado a odiar a ese aparato social: 'las pejigueras de las buenas formas’. Pero era probable que en Lola no se tratase solamente de cortesía, también como defensa contra mi deseo de entrar en su intimidad. Las escasas conversaciones que manteníamos eran anodinas. Pero yo quería saber qué pensaba sobre el problema del existir. Qué significaba para ella, verbigracia, el amor, la vida, la felicidad, la amistad, la suerte, la soledad, la sensibilidad y la muerte. Ocho conceptos llenos de zozobras y de profunda intensidad.
Las esposas de las personalidades de ese pueblo, eran, para mí, mujeres sin relieve. Sus mundos, y con ellos sus inquietudes, se reducían al precio de los comestibles, las diabluras y dolencias de sus hijos, el clima, la ropa, y punto y final. Si lo había habido alguna vez, estaba ya soterrado los recuerdos de los ardientes años de la juventud, la quimera del amor… Eran mujeres tristes, resignadas, abrumadas por el peso de la realidad prosaica, los achaques, los cuidados caseros, el tejido adiposo… Y las solteras no eran muy diferentes. Rita, y la hija de un ricachón del pueblo, Rosa, frisaban en los veinte y tenían buenos palmitos: risueñas, guapas, de palabra vivaz, pero insustancial, que iba del tópico manido a la insinuación banal. Pero daba la sensación de que veían esto, sólo útil para pescar novio, algo que olvidarían más tarde, luego de convertirse en lo que sea que llegaran a ser. Y con el paso de los años, su ansias espirituales se alimentaría con alguna adocenada revista de modas, algún engendros literario ‘rosa’, o al argumento de la última película de cine. Sorprendía que devorasen libros de ínclitos escritores, pero las expectativas de sus autores resbalaban sobre las cabezas mediocres de las lectoras, y sus comentarios se limitaban a esos simples y casi despectivos, bonito, feo, ameno, entretenido, soso…
Y empero mi punto de vista, estaba equivocado. Tenían una vida polifacética. Sobre todo las casadas. Una tarde, hablamos de ese asunto Lola y yo, en que a fuerza de pasear por los aledaños de su casa, me hice el encontradizo y la acompañé a la carretera, donde aguardaba el grupo.
____Creo que tú sólo ves lo exterior y que generalizas a partir de ello -me dijo, sonriendo.
____Veo sus vidas, escucho sus opiniones, sé qué libros leen…
____Superficial –no me dejó acabar.- Es como observar el bobo ir y venir de las abejas, ignorando las maravillas del interior de las colmenas. Soy más exigente y cauta en sacar conclusiones que tú. Todos tenemos problemas, pero cada cual debe resolvérselos en la medida que quiera, sepa o pueda. Nadie debe meterse en la vida de otro. Máxime, si el intruso tiene abandonada su propia parcela –añadió.
____¿También tú tienes problemas? –le pregunté, mirándola.
____¿Y quién no? –respondió, nerviosa pero decidida. Y añadió-:
mira, por ejemplo, Antonia, ‘la registradora’, parece una mujer vul gar y no lo es. Y aunque creas que el amor es ya algo remoto en esas mujeres, Antonia ama a su esposo. Eso sí, a su forma, a la forma que le van marcando sus circunstancias.
____Yo no he dudado de su amor –repliqué.
____Es que Antonia ama ahora más a Juan que el día en que se casaron –se repuso del nerviosismo y prosiguió-: te habrás dado cuenta que Juan es un botarate, pero Antonia ríe con indulgencia sus chistes de mal gusto, perdona sus necedades. En fin, le trata como a un hijo, el más díscolo de los seis que han tenido. Debes creerlo. Antonia es gran mujer, tiene sensibilidad, conmueve.
Entonces pensé en Antonia. Una mujer vulgar: ojos castaños, sin brillo y tristes. A veces sonreía, pero miraba a su marido con una expresión cohibida, como supeditada a él.
____¿Piensas que no es dramática la vida de Antonia? –seguía y seguía-. Seis hijos, que deben ser como seis razones de continua lucha, y un esposo versátil, amadísimo, al que tiene que atraer con unos encantos, casi marchitos, y con el recuerdo de un amor de la juventud, olvidado ya, al menos por él.
____Es cierto, no es halagüeño, y la pobre mujer debe sufrir por eso -dije, alimentando sus razones.
____Un sufrimiento que la ennoblece –y continuaba-, y que le da un aire poético. Antonia sólo vive para su marido y sus hijos. Ella no tiene tiempo para leer, cultivarse, despuntar. ¡Ni falta que le hace! Tiene un mundo interior inmenso e intenso: ama, sufre y lucha. Tres poderosas razones que justifican toda una existencia.
____Estoy por creer que eres mejor psicóloga que yo. Y la verdad es que me sorprende.
____¿Qué te sorprende? ¿Por qué?
____Porque se supone que yo debería tener gran experiencia. He hecho frente a la vida desde niño. He rodado como pelota. He…
____Has sufrido. Lo sé -me interrumpió de nuevo.
____¿Cómo lo sabes?
____¿Soy o no una buena psicóloga? –sonrió.
____Sí, pero…
____No hay pero que valga. Si no entiendes a los otros es porque has sufrido en soledad –añadió, sin dejarme hacer objeción.
____Cierto Eres buena psicóloga. Pasa que yo no hago eco de mi dolor, y es por eso que no reparo en el ajeno.
____Para obrar así, hay que ser o muy egoísta o muy fuerte, y no todos lo son. Quien mejor entiende a los otros son los débiles.
____¿Lo eres tú? –le pregunté, mirándola a los ojos.
____Sí, por eso llego al que sufre; quererle, entenderle y aceptar de él la parte de dolor que pueda llegarme.
____El dolor es algo que no se debe compartir. Quien lo hace, no está en su pleno juicio y tarde o temprano pagará su error.
____¿Por qué no se debe compartir?
____Porque es una impudicia. Debe permanecer oculto. Igual que la felicidad. En personas potencialmente emocionales, esos dos estados pueden llegar a ser igualmente desconcertantes.
____¿La felicidad también? –preguntó, sorprendida, pero atenta a la respuesta que iba a recibir.
____Sí, porque la felicidad es como un sarcasmo.
____¿Crees entonces que es necesario simular?
____Sí. Y aunque puedan llamarle hipocresía, defiendo esta clase de hipocresías. Una relación es imposible sin ella.
____Me hace gracia que seas tú quien diga eso –me miró.
____Sé que carezco de esa virtud, pero ello no es óbice para que comprenda su utilidad. Al menos en algunos casos.
____Sea como sea, insisto en que el dolor es un algo tan patente cual mutilación y que, por compasión, debemos aliviar –en ese momento la vi un poco desconcertada.
____Pues yo he abrigado esperanza de filantropía, pero, aun así, la compasión es una propina humillante.
____Pero hay pobres de espíritu que viven de ella –me miró.
____A los pobres de espíritu les ofreció Jesucristo el Reino de los Cielos ¿Por qué pretender mejor ganga? –concluí.
____¡Eres terrible! –me miró y sonrió.
Lola echó la cabeza hacia atrás, y su sonrisa parecía llenarse de vibraciones luminosas, como cuando cae una piedra en un río. Y repuesta de su aparente desconcierto, corrió a refugiarse en el grupo de señoras, que se aproximaba.
Las pocas charlas, sustanciales o banales, que habíamos podido mantener me permitían ir conociendo su modo de ser y también me servían para ir descubriendo la idiosincrasia de las personas que la rodeaban.
De pronto pensé otra vez en Antonia: mujer vulgar. De acuerdo. Pero mujer extraordinaria. Y yo no debía seguir descalificándola y pensar que era justo lo que hacía. Se había casado trece años atrás: seis hijos y tres abortos. Nos decía un día, entre sonrisas, ribeteadas de amargura, que algunas veces, aprovechando las contadas ocasiones en que no estaba embarazada, Juan había querido llevarla a Sevilla, para divertirse un poco. Se negaba a ir sin la patulea de niños. Juan se enfadaba, pero después le decía: ‘¡arréglalos!’. Entonces se entregaba a la tarea y era encomiable acicalar a tantos críos en tan poco tiempo. Y cuando al fin salían hasta la carretera, el autobús había partido ya. ‘Otra vez será’, decía, resignada. Pero Juan cogía unos cabreos descomunales. Y siempre que se presentaba una oportunidad así, el resultado era el mismo.
Mientras pensaba en Antonia, recordaba las palabras que había dicho Lola. Y en las mías. ‘Una mujer vulgar’. ¡Quién se atrevería a decirle que debía cultivar su espíritu? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Y por qué? La cotidianidad volcaba en ella un cumulo de inquietudes, capaz de empalidecer a la cultura más cacareada. Yo era el ruin por juzgarla. Ella tenía bastante ya. Cada hijo, una promesa, un nudo de inquietud. Se desgarraba en nuevas vidas; gran madre, forjadora de hombres y mujeres. Ella sí que podía decirme: ‘ahí los tienes; los he parido con dolor, sufriendo, y gozando apenas; no sé de historia, literatura, arte, esas veleidades para ustedes: los vacíos; yo me estoy sembrando en el surco de la vida, paso a paso con ella; sobre mis espaldas crece una legión de hombres, creadora de hijos, y de los sueños deleznables para los necios’. Entonces, Antonia, corta de luces, apenas anatomía humana, se agigantaba en mi mente hasta ocupar un mundo. Y yo, que la acriminaba, me sentía un mísero y un rebelde, al que ella, Madre y Tierra, podía sepultar en un abismo de la nada. Tomé obligada nota y desde entonces, Antonia enriqueció mi sensibilidad, cuya, noblemente, aceptó que saber rectificar a tiempo, sobre todo de cara al interior, es cosa de inteligentes.
Otra de aquellas tardes hablamos acerca de Carolina.
____Pienso que es un poco desconcertante -empecé.
____¿Eso es todo lo que piensas?
____No.
____Ya, ya veo que no has pensado bien de ella.
Me miraba y sonreía, burlona y regocijada. Mi poca experiencia en mujeres, se le antojaría divertida y poco peligrosa.
____Así es –le dije recordando la retención de una de mis manos, las miradas con que me fulminaba y las historias que había oído contar sobre ella.
____Empero, otra vez te has equivocado. Tienes que reconocerlo. Vives poco o nada hacia fuera.
Pensé que sus suposiciones eran gratuita. Pero ahora no pienso eso. Yo construía mi mundo de una forma parcial, apoyándome en el primer dato de la realidad que hería mis sentimientos.
____Pero hay cosas tan evidentes que no necesitan meditación para llegar a una conclusión -insistí, no obstante.
____¡Te permites hablar de las personas como si fueran teorema; algo matemático, y por eso de fácil demostración! –protestó.
____No irás a decirme que Carolina es más que eso –repliqué.
____¡Es un ser humano y tiene posibilidades! ¡¿Te parece poco?! –seguía airada.
____Si tú lo dices…
____Veo que eres un hombre muy seguro de sí –me miró.
____Pues sí –respondí y añadí-: el mundo exterior no es más que una serie de impresiones vaciadas en la sensibilidad.
____Eso que acabas de decir es injusto para los otros -se calmó.
____Yo no me impongo a nadie. Que me juzguen como quieran. Me da igual. Pero defenderé mis criterios contra el mundo.
____Pues tendrás muchos problemas pensando así.
____Ya he empezado a tenerlos. Y no me importa. En realidad, no necesito a nadie. Me fabrico mi mundo y lo vivo. Nada pido a los otros y, según qué y para qué, nada doy.
____Perdona que te diga, pero lo que acabas de decir es absurdo -sonrió.
A su sonrisa se unió el nerviosismo. La miré a los ojos. Desvió la vista. No obstante, al poco, me devolvió la mirada y agregó:
____Sin embargo, tus razonamientos tienen atractivo para mí.
____¡¿Sí?! ¿En serio? ¡Entonces…!
Me interrumpió, precipitadamente.
____¡Sí, sí, pero ahora estábamos hablando de Carolina!
No insistí. Y supongo que hice mal.
____Es una infeliz. La acusan de ‘ligera’. Un perfil fácil de cargar, difícil de llevar y casi imposible de descargar.
____¿Y no lo es?
____¡Por supuesto que no! Veo sarcástica su ligereza. Desde que estoy en este pueblo he oído decir, y luego lo he comprobado,
que Juan es un vicioso. Se gasta el sueldo en bares, en juegos y en prostitutas. Carolina debe estar pasándolo fatal.
____Quién lo diría…
____Sorprende porque siempre va peripuesta y viste con relativo lujo. Pero excuso decir lo que esto significa en un pueblo en que se habla mal de todo el mundo, incluso sin motivo.
____Tontería. La maledicencia sin motivo es la más justificada.
____No te comprendo… -me miró.
____Está claro. Si no hay motivo hoy, puede haberlo mañana. La profecía es una de las cosas que disfruta de más adeptos y para el ignorante contar con ella puede brindarle pocas ocasiones tan placenteras como la confirmación de un... ‘ya lo decía yo…’.
____Sí, es probable que tengas razón. Pero, en todo caso, me da lástima Carolina. Sospecho que lo único que quiere es dar celos a su marido, despertar su dormida ternura, salvar unos billetes de la mesa de juego, darle a entender que su braga es la mejor. Un pequeño drama, pero produce angustia pensarlo. Carolina es una mujer intachable, y aun su coquetería, apuesto que le es fiel a su esposo.
____Sin embargo, en el pueblo corren historias…
____¿¡Y qué incluso si son verdad?¡ ¡¿Te atreverías a decir lo que es lícito y lo que no lo es?! –de nuevo, su voz sonaba airada.
____¿Yo? Desde luego que no.
____Ni nadie que no sea fariseo o perturbador. ¿Es crimen matar en la guerra? ¿A qué entonces tanto aspaviento? Carolina lo que trata es redimir a su esposo; salvándose ella, sí, pero salvándole a él también.
____Pero… ¿y su marido?
____Juan no tiene dignidad. Sólo le importa sus juergas, y que su esposa haga lo que quiera. Los escándalos no le quitan el sueño. Pensé que te habías dado cuenta ya.
____Pues no. Como sabes, llevo poco en el pueblo y corto el trato con él –contesté y añadí-: pero en cuanto al escándalo, tiene su elección: prefiere hacer víctimas que reparar entuertos.
Me miró a los ojos, como impresionada.
Aquellas charlas me producían mortal desasosiego. Necesitaba hablar con Lola horas, días, semanas, meses, años… quizás toda una vida no bastase para formularle todas las preguntas que me abrasaban. Además, todo yo: ojos, naríz, oídos… esperaba no sé qué taponadas respuestas que se hallaban en sus vista, su nariz, sus orejas…
Insisto en que Lola me rehuía desde que llegué al pueblo. Pero yo merodeaba cerca de su casa y la escuela. Me desmoronaba en el barrio obrero, al que iba a menudo. A veces lograba hablar con ella, pero siempre estaba acompañada. La necesitaba. Tenía sed de ella, mortal sed, y no iba a morir en su oasis teniendo tanta fuerza para llegar. Me bañaría en su agua, aunque tuviese que ahogarme.
Recuerdo ahora las palabras de Ruiz; me decía que en la vida de Lola había un misterio, que se podía ver en el sobresalto de sus ojos y en la alteración de su voz. Pero si la pesadumbre era real, preciso era que necesitase pasear a solas, sofocar su angustia, lejos de miradas incisivas. Pero entonces no caía en la cuenta de que si esto era así, forzosamente le debía resultar incómoda mi presencia.
Empero, mis previsiones se cumplieron, a medias: salía poco de su casa y si lo hacía iba acompañada de ‘alguna amiga oficiosa’, que pasaba a recogerla. Por tanto, si inquietud atormentaba su espíritu, era en su propia casa donde podía dejar volar su mente a plena libertad.
Pero, mientras tanto, los números del calendario iban cayendo con una lentitud desesperante. Me dolían los nervios de ansiedad, de impaciencia. Permanentemente tenía la sensación de estar perdiéndome algo irrecuperable: horas de felicidad. Una de aquellas tardes estuve tentado en aparecer por su casa, sin razón aparente, y obligarla a escuchar lo que tenía que decirle. ¿Y qué era lo que tenía que decirle? Pero un resto de cordura apareció, no sé de dónde, en mi estado, y me comunicó que esta medida heroica podría resultar contraproducente
(FIN CAPÍTULO 10)
11
No sé si debo achacar al estado de nervio en que estaba debido a mis relaciones con Lola, el violento enfrentamiento que tuve con el alcalde, al poco tiempo de mi llegada al pueblo.
Ya he dicho varias veces que el alcalde se me indigestó desde un principio. Y en general, detestaba a toda aquella gente que hacía de Lola blanco de sus invectivas y que la llevaba y la traía sin cesar.
En las tertulias vespertinas, en la casa de Ruiz, a las que acudía, tenía la ocasión de escuchar a cada instante hacer un panegírico de Lola; la alababan hasta la saciedad. Pero antes, después de almorzar, iba al Café. Allí se jugaba a todo, incluso fuerte. Yo no jugaba, sólo miraba. Me divertía ver los ardides de los jugadores. Por supuesto, faltaría más, largar sobre Lola era casi obligado. A cada momento salía a la palestra, entre risas maliciosas, guiños alusivos y palabras hirientes. Tenía que hacer un esfuerzo por no liarme a golpes contra aquellos palurdos. Y así se producía día tras día, invariablemente.
Una de aquellas tardes, antes de entrar al Café, en el umbral de la puerta oí la voz de Ruiz. Nada especial había en lo que decía, pero su tono no ocultaba irritación. Y el forense no era de esas personas que se irritaban fácilmente.
____¡Qué sí, hombre, que sí! ¡Ya me has dicho esto mismo otras veces! ¡Pero las conclusiones que tú sacas son una barbaridad! -éstas eran las palabra que se podían oír claramente que decía el forense.
Entré y me aproximé a una gruesa columna del local, a escasa distancia de la mesa de los voceríos, sin ser visto, y me oculté detrás de ella. Ruiz jugaba a las cartas con el dueño del Café, el registrador, el alcalde, y un tal Mario, que era un funcionario de Ayuntamiento.
____¡¿Cómo que don una barbaridad?! –respondía el alcalde, y añadía-: ¡lo que te quiero decir es que me la han impuesto por huevo! ¡La protege, 'y de qué modo!, un ‘pez gordo’, y cuando se es tan guapa y se tiene un cuerpo como el de la maestra, ya se sabe cómo se ‘pagan’ ciertos favores!
____¡Lo que usted acaba de decir no sólo es una barbaridad, sino una infamia! ¡Y le hablo de usted porque usted no se merece mi tuteo! –tercié con acritud, a la vez que salí de mi escondite, ante la sorpresa general.
La conversación cesó como por encanto. Todas las personas que estaban en la barra del bar y las sentadas en las otras mesas, se volvieron hacia nosotros. El alcalde palideció hasta el punto de ponerse blanco, verde, rojo... Finalmente, se levantó de su silla, me miró de arriba abajo, y me dijo, tartamudeando
____¡¿Qué… es… lo… que… di…ces tú…, di...ce us…ted…?!
Antes que pudiera responder, un hermano del alcalde, de rostro feroz y en actitud agresiva, incluso navaja en mano, corrió hasta la mesa de la discordia.
____¡Le repito que lo que usted ha dicho es una infamia! –y seguí gritando-: ¡y exijo que retire sus palabras, o que las demuestre con algo más que con suposiciones gratuitas!
El alcalde ‘comprendió’ que había cometido un desliz, y estaba dispuesto a rectificar, sin, por supuesto, abandonar su habitual pedantería, aunque algo más calmado.
____Le advierto que, primero, yo no hablaba con usted. Además, usted no tiene por qué tutearme. ¿Entendido? Y segundo: lo que antes he dicho ha sido una broma en una charla entre amigos, y usted no lo es mío.
____¡Ni quiero! ¡Pero eso no importa ahora! ¡Entre amigos o en público, usted se ha comportado como lo que es, un rufián!
Ruiz se levantó de un tirón y se puso entre el alcalde y yo. Pero no pudo evitar que el hermano del alcalde se abalanzase contra mí. Entonces, sin pensar, cogí una botella que había en la mesa y la estampé contra su cabeza. Retrocedió tambaleante, tropezó y cayó al suelo. El asombro general era tan grande que solté una risa. Poco después me giré en redondo, mientras Ruiz forcejeaba con el alcalde, que galleaba y vociferaba, y salí del local.
Dos horas y media más tarde, Ruiz se presentó en mi casa. En ese justo momento me cogió en mi despacho. Estaba poniendo en orden el fichero de mis enfermos.
____¡Muchacho, o eres un inconsciente o tienes una sangre fría que espanta! –éste fue su saludo.
____¿Por qué dices eso? –seguí con mi tarea.
____¡Y lo preguntas! Acabas de descalabrar a uno que he debido darle cuatro puntos, y tú te estás aquí tan tranquilo, como si no hubiese ocurrido nada. ¡Increíble!
____¡Y qué! –dejé la tarea y lo miré-. Si le he dado un botellazo a
ese ha sido en defensa propia. Pena que no lo haya recibido su hermano, que era quien lo merecía.
____No te comprendo, doctor Ceballos. Creía que tenías interés en que te asignasen la titularidad del puesto de médico en este pueblo- se calmó un poco.
____¡Claro que tengo interés; y ahora más que nunca!
____¡Entonces, no sé de qué vas! ¡¿Es que chocar con el alcalde es la mejor forma para conseguirlo?! -gritó, de nuevo.
____¡¿Y qué esperabas que hiciese, doctor Ruiz?! ¡¿Cagarme?! ¡Permitir que insultasen a Lola impunemente?! ¡¿No crees que ya va siendo hora de que alguien le pare los pies a ese caciquillo de tres al cuarto?! –respondí en igual tono que él.
Pasados unos minutos de nuestros relampagueantes cruces, los ánimos se calmaron. Ruiz me habló tranquilamente.
____Hubieras podido hacerle rectificar sin llegar a esos extremos. Mira, Alejandro, si tomas tan a pecho los chismorreos de tascas. tendrás que andar a porrazos todo el tiempo -me cogió del brazo y siguió hablando-: cuando se viene de la capital, como tú y yo, a un pueblo, hay que saber lidiar ciertos toros que en las urbes ya lo han sido. Además de ser un buen profesional en medicina, que lo eres, tienes que usar psicología con esta clase de gente. Creo que no es tan difícil de entender.
____¿Es que me lo censuras?
____¿Censurártelo? ¿Yo? ¡Ni hablar! Me ha encantado –retiró su brazo y se puso a gesticular con las manos-: y si en vez de un chichón le hubieras hecho un lote entero a cada hermano, mejor. Y no sería el único que se iba a alegrar. En el pueblo, casi todos odian al alcalde y su caterva, pero de ahí a que te aplaudan… Después de todo, tú acabas de aterrizar en estos pagos y aún no sabes de qué va la cosa pero yo llevo aquí años. Mira, Alejandro –su voz era aconsejadora-, desde que llegué a este pueblo me impuse una máxima: ‘mejor alcaldillo conocido, que alcaldón por conocer’. A partir de ahora, el alcalde y los suyos te acorralarán, y lo máximo que puedes esperar de la gente que te apreciamos es que no unamos nuestras voces a las de ellos.
____Ahora soy yo el que no te entiende...
____Que no me entenderías lo sabía desde la noche que te recibí y hablamos. Pero eso no viene a cuento. Lo que importa ahora es que tienes que resolver un marrón. Y si no estás dispuesto a tragar bilis, mejor será que hagas el petate y te largues.
____¡No me iré! ¡El padre de Ríos tiene influencias, y si logro la plaza, el cabrón del alcalde tendrá que mamar!
____¡Alejandro, no te había oído decir tacos! Te debo uno. Pero ahora relájate y pon tu memoria a trabajar. ¿Recuerdas lo que te hicieron en tu pueblo, siendo un niño, según me contaste? Y eso que era tu propia familia -hizo breve pausa, me miró, y agregó-: hazme caso, Alejandro, no hagas más tonterías. Para tu interior, puedes odiar al alcalde cuanto quieras, pero reconcíliate con él. Te conviene.
Me quedé un momento pensando. Finalmente, contesté:
____Tienes razón. De otro modo sería dar demasiada importancia a ese hijo de… Perdón. Ya se me iba a escap...
____Estás nervioso, Alejandro -me interrumpió-. Y espero por tu bien que la cosa no vaya a mayor, en lo que respecta al alcalde. Pero ahora tenemos que oír lo que dice Lola.
____¿Lola?
____Sí, Lola. Me figuro que no le va a gustar que la hayas puesto
en evidencia. ¿Recuerdas que te conté que a causa de Lola iba a pasar algo desagradable? Bueno, pues ya lo estás viendo. Acaba de empezar…
____No creo que ninguna mujer se sienta ofendida por algo así.
____¿Qué no? Aquí son muy mal vistas las quijotadas; sólo sirven de comidilla. Ni te imaginas las de historias que son capaces de inventar los chismosos a costa de un suceso como el que acabas de protagonizar. Sí, Alejandro, Lola no verá bien el que te hayas entrometido en su vida. Y pienso que no tenías ningún derecho a hacer eso.
A punto estuve de insultarle, de… pero callé. Después de todo, medió decisivamente para que las relaciones médicos políticas del pueblo no fueran a peor. Seguía demostrándome que podía contar con él, que era un amigo.
Salimos juntos a la calle y nos despedimos cordialmente, como siempre, y luego nos fuimos cada uno por su lado para realizar nuestras respectivas rondas.
Me sentía mal. No podía creer que hubiese obrado de una forma torpe, ni mucho menos criticable. Y me preocupaba el hecho de lo difícil que me iba a resultar, a partir de entonces, convivir con aquella gentuza…
Como aquella tarde sólo tenía que visitar a un enfermo, acabé pronto. Aún no había anochecido y me dirigí hacia la plaza. Iba llegando ya, cuando vi que Ruiz venía a mi encuentro, con un caminar rápido. Parecía nervioso…
____¡Te estaba buscando! -me dijo fatigado mirando a todos los lados, como acezante.
____Pues aquí estoy. ¿Qué pasa?
____¿Pasar? –preguntó, y añadió-: no, nada en especial. Sólo que Juan y Antonia quieren que vayamos a su casa para tomar café. Eso es todo. ¡Pero vamos ya! ¡Qué están esperándonos!
____¡Pues vamos ya! –respondí, sorprendido y percatándome de su alteración
Y en efecto. El matrimonio aguardaba a las puertas de su casa. Entramos. Sobre la mesa del salón había una cafetera y cuatro tazas. Tomamos café y un licor, y luego charlamos un poco hasta la hora de irme. Pero barruntaba algo: ese nerviosismo de Ruiz, esa súbita invitación de Juan y Antonia…
A las diez menos diez de la noche me levanté de la silla, con la idea de despedirme. Antonia se percató de mi maniobra y. por eso, preguntó a Ruiz y a mí.
____¿Por qué no os quedáis a cenar?
____Yo no puedo –contesté.
____Esa es una magnífica idea. ¿No te parece, Alejandro? –terció Ruiz, mirándome.
____Pero es que dije a Socorro que iba a estar en casa a las diez. Ya tendrá preparada mi cena y…
____No te preocupes por eso -me interrumpió Juan, que añadió-: voy a enviar un recado a Socorro y otro a la mujer de Pepe.
Había mucho nerviosismo en los seis ojos que me miraban, así que pensé que mis sospechas iban tomando cuerpo. Ocultaban algo… Hasta que no pude más y les dije:
____¿Queréis decirme de una vez qué es lo que pasa?
____Pero… -Juan miró a Ruiz, como preguntándole si me había dicho el por qué de habernos reunido en su casa.
____¡No soy un niño y no me gusta...! –empecé a enfadarme.
____Mira, Alejandro –ahora era Ruiz quien me interrumpía-, los hermanos del alcalde se han llevado toda la tarde buscándote. Van armados. Y te advierto que son capaces de todo -y añadió, con cara muy seria-: hace dos años, sin mediar palabra alguna, le dieron una brutal paliza a un granjero, lindero de una de sus fincas, por el simple hecho de que una de sus vacas bebía agua en la alberca de ellos.
Sonreí, desdeñoso.
____¡Ah, era eso! ¡Cuánto os gustan los melodramas!
____¡No seas estúpido! –replicó Ruiz, enérgico-. ¡Los hermanos del alcalde mataron a ese hombre!
____Es cierto, Alejandro -terció Antonia-. Quedaron libres de toda culpa porque eliminaron las pruebas, pero nadie duda que eran ellos. Son peligrosos, malas personas. Debes andarte con mucho cuidado.
____Agradezco vuestro interés por mí, pero es un absurdo tomar tantas precauciones –les dije.
____¡Todo lo absurdo que quieras, pero si no te quedas, nosotros te acompañaremos a tu casa! –dijo, de nuevo, Ruiz.
____¡De eso nada! ¡Sería el colmo de los colmos que tuviera que necesitar 'gorilas' en un pueblo sin circo! –sonreí de nuevo.
____¡Sí, el circo lo pueden montar ellos cuando menos se espere! –insistió Ruiz.
____¡Quieras o no, te acompañaremos! –concluyó, Juan.
____¡Os advierto que soy bastante mayorcito y responsable de mis actos, y no estoy dispuesto a tolerar ninguna intromisión, ni por supuesto intervención directa! -me sulfuré.
La alteración de mis palabras los dejó quietos. Pero reaccioné a tiempo y pensé que mi tono no había sido procedente. Entonces me apresuré en pedir disculpas.
____Siento la manera de expresarme. No tengo otra. Y repito que agradezco vuestra ayuda. Pero quiero arreglar este asunto a mi forma. Después de todo, es cosa mía.
____¡Por Dios, Alejandro! –terció de nuevo Antonia, compungida-. ¿Es que no te das cuenta que tu imprudencia te puede costar la vida? –añadió.
____¡Venga ya mujer! Esa peste no se atreverá -contesté, entre divertido y desdeñoso, a la vez que le hice una pequeña caricia en la mejilla.
____En otras circunstancias, aplaudiría tu valor. Pero exponerte sin necesidad a una cosa así, como mínimo, es ser un insensato
–concluyó Ruiz
____Insensato sería esconderme cual cobarde y que me faltase valor para hacer frente a la chulería de unos paletos -y sin decir nada más, me fui solo hacia la puerta de salida a la calle.
Salí de la casa y empecé a caminar. Desemboqué en la plaza. La gente del pueblo estaría cenando. No hallé a nadie en el camino hacia mi calle. No había luna. El negro río de la noche arrastraba un caudal deslumbrante de estrellas. De los soportales salían un halo de luz mugrienta. La calleja que conducía a mi casa estaba oscura. A lo lejos ardía su única bombilla. Seguía avanzando con pasos firmes. Las calles que iba dejando atrás parecían enviar un efluvio de inquietud. Pero, en realidad, tenía más curiosidad que miedo. A las puertas de mi casa, dos tipos aguardaban. Los reconocí enseguida: eran dos hermanos del alcalde. Uno de ellos llevaba un aparatoso vendaje en la cabeza. Me armé de valor.
____Queremos hablar con usted unas palabras, doctor justiciero –me dijo el de la cabeza vendada, cuando me paré frente a ellos y los miré desafiante.
____Pues yo ninguna palabra –respondí, tranquilamente.
El que había hablado se llevó la mano al bolsillo, pero el otro, de más edad, la sujetó de un rápido movimiento. Le dijo:
____¡Quieto, imbécil!
____Déjele usted. Puede que consiga asustarme –añadí burlón.
Pero antes que pudiese darme cuenta, recibí un golpe en la cara. Retrocedí, pero se me echaron encima. Un objeto puntiagudo se apoyó en mi vientre…
Aunque me percaté enseguida de que la cosa iba en serio y de que los temores de los amigos que acababa de dejar eran más que justificados, no me inmuté. Estaba claro que no me atraía la idea de recibir un puñalón en el vientre, pero estaba dispuesto a demostrar a aquellos asesinos que no les tenía miedo. Antes me hubiera dejado matar con una despreciable sonrisa en los labios. Suponía que mi aparente serenidad era lo que me salvó la vida. Bueno, ‘también’ la oportuna aparición de don Maximino, el cura del pueblo…
Aquel párroco, anciano ya, tenía una extraña habilidad: aparecía y desaparecía de todos sitios en los momentos más oportunos, y a veces, como en mi caso, milagrosamente.
…que entró en la calle, medio corriendo y dando voces.
Ahora, en mi lecho, pienso que aquel providencial ‘guadiana’ se debía al celo de Ruiz por mi persona, aunque el propio Ruiz me lo negó en varias ocasiones.
Me soltaron apenas oyeron al sacerdote.
____¿Por qué no continúan? Estando ahora aquí con nosotros don Maximino hasta puedo tener confesión y responso gratis -les dije con sorna y provocación.
Me sentía con deseo juguetón de burlarme de mis agresores. Tal vez la muerte rondaba detrás de las caras de aquellos matones, pero podía jugar al toro con ella, sin miedo.
Aquel incidente no tuvo consecuencia; la voz íntima fue de crítica o elogio, pero la voz del pueblo, recriminadora para los tres. Lola agradeció 'mi gesto caballeroso’ –como ella decía-, con palabras pronunciadas con cierta ironía: ‘en adelante, no deben afectarte tanto los chismes barriobajeros; estas cosas ocurren en todas partes’.
Pero el desengaño de mi primera quijotada no me había servido de escarmiento. No he sido hombre que sepa andarse con paños calientes. Y ese revés fue el inicio de un montón que me acarreó no pocos contratiempos. De nada sirvió que el forense apelara a mi cordura. Sinceramente, sin hipocresías, ni sinuosidades y sin tolerancia, abortaba todos los problemas que se presentaban en el pueblo y me volvía iracundo contra la injusticia. Mi situación llegó a hacerse insostenible; sólo la soportaba por estar cerca de Lola, pero a costa de un derroche de energías.
Creo que de no ocurrir los graves hechos que determinaron mi salida del pueblo, hubieran terminado por echarme. Pensé en las palabras de Ruiz sobre las mentiras e intrigas que podía urdir la caciquería pueblerina para herir las sensibilidades ajenas. Pero, en modo alguno voy a hacer aquí y ahora un relato latoso de las impertinencias de aquellos lugareños, de las disputas que tuve con ellos, y de las diferencias que nos separaban. Sólo diré que mi vida de relación acabó por circunscribirse a los funcionarios, y de ellos, a los que eran ‘aves de paso’, porque los nativos o los que habían decidido quedarse de por vida, se unieron al partido de la mayoría. Solamente el forense, con su sutil ductilidad, me brindó hasta el último momento, aunque con sus prevenciones y reservas, su cariño y compañía. Pero bajo esa actitud cautelosa corría la vena de un cariño leal y sincero, cuyo no podía ejercer abiertamente, obligado por las circunstancias; circunstancias no siempre achacables a mi presencia en el pueblo.
Pero estos reveses no influían en mí. Tenía otras cosas urgentes que resolver. Estaba habituado al aislamiento y podía prescindir de las gentes. Lo que no atinaba a comprender era cómo siendo yo blanco fácil de la aversión popular, no descargaban en mí su odio, y en cambio se ensañaban con Lola. No comprendía que mi postura honesta en todas aquellas desavenencias locales llegara a producirles admiración, ni que tuviesen miedo a mi desparpajo dialéctico o a mi agresividad verbal.
Y el lote de púas contra Lola, se sustentaba en su enemistad con el alcalde, que arrastraba a buen rebaño de borregos, zurcidos a las exigencias de los intereses creados. Pero esto no justificaba tolerancia conmigo y animadversión contra Lola. Al fin, tenía que debía comulgar con las conclusiones de Ruiz: 'veían a Lola como alguien especial, diferente a ellos'.
¿Qué hacías allí? ¿Qué buscabas? ¿Qué era lo que querías llevando a los hogares palabras cálidas y corazón ausente?
Debía estimular a la gentuza del pueblo el descubrir que, tras la plétora de la mujer, tras su aparente equilibrio, se escondía la codicia, y quizás que representaba una comedia. Habían tenido por un dechado lo que no era sino impostura, algo muy fácil de derrocar, y no reparaban en que cada uno de ellos podría ser reo de un delito de hipocresía. Y aunque podía haber mentido, era atractivo sepultar al ídolo y quedarnos todos iguales, todos bajo un mismo caldo de ignominia. Y por eso que se cebaron contra Lola. Yo, en cambio, era un hombre con infinitos defectos, capaz como ellos, de ser desleal y un cómplice en iniquidades cuando atropellé a Lola, y esto les gustó. Pero pronto me di cuenta de que desde entonces era más vigilado. Nada había que no hiciese que no fuese mirado con lupa. Pero lo que más les dolía era que yo no les prestaba ninguna atención.
Mi rectitud la tomaban como una farsa. Creían que todos éramos lobos de una misma camada; y no se equivocaban: lo éramos. En cambio a Lola, hasta aquellos episodios que daban lugar a nuestras relaciones, la veían como alguien invulnerable. Pero uno de aquellos turbulentos días, la piedra gruesa del escándalo golpeó su cuerpo, y sonó a hueco; hueco y bronco, como un timbal de guerra, que anunciaba, por fin, la hora del ataque
(FIN CAPÍTULO 11)
12
Había llegado a aquel pueblo a finales de agosto, pero aún hubo días de calor achicharrante. Parecía que sólo era posible abrirse brecha a machetazos limpios, como en la selva, rajando la densa pared de luz. A primeros de septiembre, no obstante, empezaba a soplar un viento que levantaba el calor del suelo como a falda. La bruma llenaba los lechos con una música jocunda, y la tierra gritaba extasiada con los labios húmedos de agua, ebria de su propio perfume de tierra mojada.
Al primer soplo otoñal, las escasas acacias que quedaban en el pueblo se estremecían frioleras, y sus hojas dejaban en el suelo sus últimos círculos de oro. Todos los cosechadores rezagados precipitaban la recogida del trigo. Entonces, el pueblo trepidaba recorrido de carros. El cielo llenaba su vasija de nubes, grises y blancas, que desbordaban el redondo horizonte sobre la tierra, como leche en ebullición. En los anocheceres quedaban quietas mientras duraba el crepúsculo, cuyo se iba descomponiendo en una deslumbrante orgía de colores. Nunca jamás me cansaba de contemplar aquella maravilla.
Una de aquellas tardes, antes de hacer mi ronda, me dirigí hacia las ruinas del pueblo. Gozaba cruzando bajo sus arcos. Esparcía la mirada sobre el paisaje, verde y seco a la vez, de los campos sevillanos. Ese paisaje, junto con las ruinas, parecía una réplica exacta de mi carácter.
A esa hora, las calles se veían solitarias. Las gentes se hallaban prensando la uva rubia y las negras uvas que traían esa pelusilla cándida y sedosa de los bocoy madre. Baco latino rondaba ya turbio y torvo por las bodegas.
De pronto aparecía a las puertas de su casa un tipo con los pies descalzos, pegajoso de mosto, sonoro de moscas. Machacaba una anciana contra el suelo varias espigas. Corría en pos de una mula un zagal. Las torres de las iglesias se pigmentaban de un color rosáceo y todavía resplandecían los muros encalados como con luz propia. Un rebaño de ovejas saciaba su sed en una ría próxima, desparramando en el agua hebras de lana. Trotaba en un carril una yegua. Y allá, a lo lejos, en el horizonte, un bosque de encinas parecía un espejismo.
Pero me detuve. Lola estaba allí, quieta, en uno de los caminos que llevaba al pueblo. Miraba el horizonte. Me puse detrás, sin ser visto. El crepúsculo estaba en su punto más culminante. La tierra mordía el inmenso disco del sol, haciéndolo sangrar por sus venas. El azul empezaba a palidecer y se volvía violáceo. La luna, apenas bebé, trepaba poco a poco en el firmamento y se contrapesaba con el sol.
Lola se volvió en redondo, sobresaltada.
____¿Molesto? –le pregunté, tímidamente.
____Por supuesto que no. Es que me asusté. No te había visto.
____Es una maravilla este crepúsculo -seguí hablando.
____Sí que lo es. Pero sobrecoge.
Nuestros ojos se cruzaron. Giré la cabeza hacia mis alrededores: una vaca holandesa, paradójica en tierra de calores, se acercó a la ría, inclinó la testa y empezó a beber. Se podían oír los cantos agudos de los grillos, que rompían el silencio.
____No llego a acostumbrarme a estas sensaciones del Sur. Son demasiado intensas para mí. Admiran y duelen –añadió Lola, en un suspiro.
____Todo lo que admira duele –argumenté.
____¿Por qué? –me preguntó, volviéndose hacia mí mirándome.
____En verdad, no sabría explicártelo. Pero en ti misma hay ese dolor de admiración.
No se dio por aludida, y guardó silencio. Al poco, dijo:
____Nunca había visto antes un firmamento tan rico en matices como este. No creo que haya en otro lado algo así.
Levantamos la cabeza y miramos el cielo: parecía pintarrajeado de rojo, azul, negro,, verde, gris. Chorreaban los colores como en paleta de un pintor. Había algo en él que oprimía. El aire parecía a la vez pesado y frágil cual lámina de acero. Olía cercano el olor de Lola. El aroma del campo se unía al suyo, ¡me embriagaban! Miraba de reojo su silueta. Su cuerpo desnudo a mis ojos... ¡me ahogaba la emoción!
____Me gustaría saber cosas de tu vida –dije de pronto, sintiendo que empezaba a cambiar el color en mi cara.
____¿Qué te gustaría saber cosas de mi vida? –preguntó con mis mismas palabras, mirándome de arriba abajo y en una actitud, entre sorprendida y retadora.
____Si ves indiscreto lo que te acabo de decir, discúlpame –me apresuré en añadir, sin poder recuperar el color en la cara.
____Es más sorprendente que indiscreto –respondió.
____No veo lo de sorprendente. Eres amiga. Como si uno quiere saber cosas de otro que le tenga afecto. Eso es todo –empecé a recuperarme.
____De mi vida, nada tengo que contar –dijo, evadiéndose.
Rehuía esa charla, que yo llevaba a un terreno confidencial, de forma torpe y sin razón aparente que lo justificase. Para mí, la justificación era el amor que sentía por ella, la impaciencia, el deseo de aprovechar aquel encuentro que la suerte me había brindado. A causa de mi vida austera, propendía a fijarme sólo en mis propios sentimientos, y por mis inexistentes relaciones femeninas, no era adicto a palabras sinuosas. Además, con esa perfecta y deliberada ingenuidad con que disfrazamos nuestros propios móviles, estaba persuadido de que necesitaba saber de su vida, tener suficientes elementos de juicio si los vaticinios de Ruiz se cumplían.
¡Mentira! ¡Mentira cochina! ¡Me interesaba tu vida porque estaba loco de amor por ti, porque pensaba que el camino hacia tu corazón iba a seguir los mismos derroteros que el de tu intimidad y porque el amor no era sólo complacencia de sexo, sino entrega de arcano espiritual!
____Pienso que tienes mucho que contarme -insistí, recuperando del todo el color en la cara.
____¿Yo? ¿A ti? –contestó, mirándome de nuevo de arriba abajo, con ojos desdeñosos.
____¿Y a quién mejor?
____Tu presunción es ridícula –respondió.- Repito que nada tengo que contar de mi vida, pero ni a ti ni nadie.
Empezó a caminar acelerada, con la intención de desaparecer.
____Espera –me crucé y seguí hablando-: no es sólo curiosidad lo que dictan mis palabras. Quiero saber de tu vida porque…
____Mejor será que no sigas -me interrumpió.
____¿De qué es de lo que tienes miedo?
____¿Miedo? ¿Yo? No tengo miedo de nada.
El color en mi rostro, moreno al principio de la conversación, y blanco después, iba cambiando a rojo indignación.
____¡Sí, tú!
____¡Repito que no tengo miedo de nada!
____¡No te creo!
____¡Me ofendes!
____¡Tú sabrás!
____¡¿Sabré qué?!
____¡Tu actitud!
____¡¿Qué actitud?!
____¡La que estás mostrando!
____¡No sé de qué me hablas!
____¡Lo sabes muy bien!
____¡¿Qué pretendes?!
____¡¿Pretender…?!
____¡Que qué quieres de mí!
____¡Hummm…! ¡Nada!
____¡¿Lo dejamos entonces?!
____¡Cómo quieras!
Exclamaciones e interrogaciones se iban encañonando en tono impulsivo y en forma de zigzag, como fintas de espadachines. Pero, a los pocos instantes, recuperamos la calma.
____Lo siento -me disculpé, siendo el primero en rajar el silencio que se había creado luego de nuestra lid verbal. Y añadí-: pero ya te dije que la hipocresía era necesaria, y añadí que apoyaba su necesidad porque era algo que no tenía. Pero ahora he caído en mi propia trampa. No pensé nunca que iba a expresarme con rodeos. Y también pensé que tú eras capaz de dar un verdadero sentido a una sinceridad, aun cruda siendo.
El aire fresco que ya empezaba a soplar, dejaba en los brazos de Lola el sarpullido de un escalofrío.
____Vámonos. Hace frío –ésta fue su respuesta.
Croaban ranas y sapos en la ría. Pasamos junto a ella y dejamos allí muchos enigmas sin descifrar. En el horizonte podía verse un resplandor áureo, probablemente el que le quedó descarriado al sol mientras se alejaba. En las torres de las iglesias, los nidos, que habían abandonado las cigüeñas, se recortaban nostálgicos. Trepando en el cielo iba la noche, dejando caer una capa oscura sobre la Tierra, que más tarde reventaría de estrellas.
____Paso de hablar de mi pasado, Alex. ¡Deseo odiarlo y olvidarlo con todas mis fuerzas! –me dijo, de pronto, nombrándome por primera vez por ése apelativo que ya le había dicho una vez que me era muy entrañable porque lo parió mi madre: ‘la ternura por antonomasia'
Entonces la escuché sin pestañear. Inútil. Desde ese momento me convencí de que nunca iba a saber nada de su pasado.
____Pues todos esos pueblerinos quieren conocerlo –le dije, con una insistencia casi molesta.
____Esos pueblerinos no son más curiosos que otros. 'En todos lados cuecen habas' –sonrió, por primera vez esa tarde.
Aproveché su súbito y aparente humor para volver a la carga.
____¿Por qué no te confías a mí? Soy tu amigo y quiero ayudarte. Ruiz y yo pensamos que te amenaza algún peligro. Tú misma lo temes. Y me asusta la unanimidad. Puedes dar por seguro que cualquier chisme me trae sin cuidado. Sé cómo hacerle frente y estaré siempre a tu lado por si alguien quisiera molestarte. Has dicho que deseas odiar y olvidar tu pasado, incluso con énfasis. Y me pregunto por qué. No acierto a entender qué amargura hay en él y qué relación puede establecerse entre eso y tus temores.
____Tu exquisita verborrea es casi una acusación. ¿Pero qué piensas tú de lo que dicen de mí?
____¡Qué es falso! Pero si algo te aflige, quiero saber para estar a tu lado. Tu pasado no encierra más oscuridad que la que han labrado las mentes podridas. Y es preciso que estés en guardia. Porque no sé si lo sabes, pero tú eres pura obsesión para esa gentuza del pueblo. Y en muchos sentidos. Y contra todo esto sé como luchar.
Quedó pensativa unos momentos. Seguíamos la senda bañada por la luna, cuya luz alumbraba nuestras caras. Y la cara de Lola tenía un mucho de ingrávido y fantasmal.
____¿Y si te equivocases? –me preguntó súbitamente al cabo de unos segundos, mirándome a los ojos.
____Pienso que no. Pero aun cuando tu pasado fuese borrascoso, me interesa por ser tuyo. Y esto es algo que estoy dispuesto a demostrarte.
____Eso último que acabas de decir es casi una declaración en toda la regla –respondió, burlona.
____Puedes quitar el ‘casi’.
Dejó escapar una risa, cuya caía limpia y sonora en la penumbra y en la soledad de la calle.
____No le veo la gracia -agregué, confundido.
____Perdón -se disculpó, ahora con cándida sonrisa en los labios. Y añadió-: pero es que no hace tres meses que nos conocemos, y se te ocurre de pronto…
____Estos ochenta y nueve días… -la interrumpí y miré mi reloj calendario unos segundos. Luego añadí-: …seis horas y treinta y dos minutos, exactamente, son toda mi vida.
____...algo así. Empiezas a hablarme en un tono serio -seguía sin escuchar-, con aire protector y de repente... Estoy por creer que has tenido pocas novias –aventuró, sonriendo de nuevo.
____Ninguna. Y siento que mi actitud la veas ridícula y no pueda ofrecerte una experiencia mayor -le respondí
____¡Ya te he pedido perdón! –se enojó-. Pero si te vas a sentir mejor, te lo vuelvo a pedir: ‘perdóname, Alex’…
Y después de aquella extemporánea 'complacencia’ hacia mi persona, comenzó a acelerar el paso. La alcancé y nos acompasamos. En nuestro rápido caminar, iba quedando atrás un taconeo en la calle solitaria. Mi interior ya había empezado a reírse de sí mismo y diciéndome: ‘¡cuán iluso has sido, Alex, que habías llegado a pensar, incluso a creer, que iba a confiarse a ti!’. Los pasos de aquella enigmática maestra, firmes, enérgicos y rítmicos, parecían sellar burlas irónicas, las cuales iban claveteando el silencio: ¡tap... tap... tap… tap...!
(FIN CAPÍTULO 12)
13
Aun la tirantez del principio de nuestra conversación de aquella tarde, no me sentía defraudado. Qué me importaba su pasado, después de todo, sólo tenía valor el presente. Que se guardase su secreto, si es que lo había. Yo no pensaba ya en él. También olvidé los temores de Ruiz. Nada desagradable podría ocurrirle porque yo estaría con Lola. Esto era lo único que me importaba: estar con ella. Ya ni siquiera la atosigaba con mi amor; la amaba y eso bastaba. Como si fuese algo pasivo en que pudiese ejercer la fuerza de la voluntad; Lola en la meta, Alex en el camino. Sólo tenía que avanzar, igual que cuando acabé mi carrera. Mi deseo la clavó en el tiempo, nadie podía impedir que la alcanzase. No, tampoco era eso lo que sentía. En realidad, me pertenecía, sólo me faltaba tomar posesión de ella. Como cuando dos novios se casan y esperan la noche de boda para consumar el sacramento Sólo faltaba esa noche. ‘Noche que no tardaría en llegar…’.
Fueron aquellas unas semanas inolvidables. Felices no, porque a veces me consumía la impaciencia, y otras veces las dudas.
Los siguientes días de después de nuestra última charla, seguía nerviosa, pero no tardaba en serenarse y hablarme en un tono cordial incluso cariñoso. Cuando en los atardeceres paseábamos en la carretera se ponía en un extremo del grupo de señoras, iba yo su lado a petición suya. Los días eran cortos ya, pero no hacía frío. El otoño fue benigno aquel año, según Ruiz. El sol bajaba al horizonte, limpio de rayos y acuñando al rojo vivo la moneda de cada anochecer; se hundía en la hucha del Poniente, dejando un cielo gris. Subía chisporroteante la noche hasta lo alto, y luego escapaba cual silbido entre los agujeros blancos de las estrellas, y se hacía menos transparente, hasta que, finalmente, quedaba latiendo echada sobre la tierra, como un toro...
Lola parecía feliz: su risa, el metal de su voz... Movía las manos y el aire se llenaba de luz. Rozaba su hombro el mío, y mi sangre se ponía en pie. Su risa, su voz, su hombro... y todo yo surcado de ríos, de sol, cruzado de escalofríos. Miraba el cielo y daba las gracias por ese gozo doloroso. Estaba junto a mí, su piel sobre mi piel, como un sol. Y así de caliente. Y así de luminosa. Y así de lejana. Me entraban ganas de estrecharla entre mis brazos y también de golpearla hasta darle muerte si se iba de mi vida. Y, después, llorar. Su risa tableteaba agridulce mi vientre. Se volvía hacia mí, me hablaba así, me miraba así, me rozaba así... y yo quería grita... ‘¡basta ya, basta ya, basta ya…!’.
Apenas cerraba la noche regresábamos al pueblo. Nos recibía un vaho tibio y dulce. Pasaban brutas las mulas, mugían alegres las vacas, sacudían nerviosas las ovejas sus esquilas. Las calles, antes rubias, ahora blancas. Entrábamos a la casa de Ruiz para jugar unas partiditas. Y la noche nos acompañaba, cortés, hasta la puerta. Pero, e pronto, se detenía, como cortada de tajo por la luz eléctrica.
Tutes y briscas hasta la hora de cenar. A Lola le gustaba jugar. Lo disimulaba, pero no le gustaba perder, como si fuera infalible. Yo nunca ganaba, no confiaba en la suerte. El conocer a Lola no era suerte. Fue escrito. Soy lo opuesto a un futurista, pero que hallase en mi camino a Lola, era mi destino. Inexorable. Como la muerte desde que nacemos.
Ruiz ofrecía a todos un vino. A veces, Lola y yo cenábamos en su casa, y después de irse los demás, el anfitrión, la anfitriona y yo, acompañábamos a Lola hasta su casa.
Domingos y festivos mientras hacía mi ronda, apenas Lola me veía, se despedía de con quien estuviese hablando y se venía a mi lado. Y entonces, caminábamos a solas los dos. Y nadie más. Sólo las calles para pisarlas, el cielo de cobijo y el deseo como antorcha. Solos, como Adán y Eva en el Paraíso. Yo, feliz, y Lola... necesitaba creer que también.
Naturalmente, quería que esos encuentros menudearan. La veía venir hacia mí y me pasmaba su sencillez, la majestuosidad con que llevaba los ojos, la boca, las piernas… Como si no fuera sólo sangre y carne, como si no arrastrase en pos de sí el paisaje, la tierra toda, como si todo lo que ya existía nunca hubiese nacido y sólo en ella estuviésemos…
Mientras paseábamos, sus ojos bailaban viendo la impaciencia con que los míos los buscaban. A partir de aquel entonces, todo comenzó a ir bien, e incluso la gente del pueblo barajaba ya un pronóstico sobre la fecha de la boda. ¡De mi boda con Lola! Ruiz me golpeaba en la espalda, como diciéndome: ‘¡qué suerte la tuya!’. Y los otros amigos, nos dejaban libre el camino para que Cupido hiciese su trabajo en favor de la maestra y el médico del pueblo. Todo era celestial confabulación.
Un atardecer de un viernes, que no habíamos salido a pasear en la carretera, la esposa de Ruiz me preguntó, con 'un estudiado’ aire irónico.
____¿Quieres acompañar solo a Lola a su casa? Es que vienen de
Sevilla mis padres, para pasar el fin de semana con nosotros, y a Pepe y a mí nos gustaría ir a la carretera a esperarlos.
____¡Sí! -contesté tan impetuoso que Ruiz, su esposa e incluso la propia Lola tuvieron que volver la cara para ocultar la risa.
Y a partir de esa noche, solo todas las noches la acompañaba.
¿Por qué no me dejaste gozar del gozo?
Felices también, las noches nos acogían en los cuencos de sus oscuras manos. Hablábamos, sonreíamos, reíamos. Yo pensaba: ‘¡está a mi lado!’. Tenía que clavar las uñas en las palmas para cerciorarme de que no era un sueño.
A veces tropezaba en la calle, pavimentada con chinos, debido a los tacones de los zapatos. La sujetaba por la cintura. Me daba las gracias. Pero había timidez en sus labios. Y emoción también. Se disparaba mi sangre, golpeaba mis sienes, pero una mano férrea apresaba de un golpe todos mis nervios, hasta que los soltaba y empezaban a vibrar, llenando mi cuerpo de ecos, de esos: ‘¡Lola te quiero, desde la punta del pelo hasta la planta de los pies!’.
Pero su emoción apenas duraba un segundo. Aun eso, volvía a sonreír. Me esforzaba, sin éxito, en seguirle el compás. Quería pedirle que guardase silencio. Decirle: ‘déjame que me llene de tu presencia, mi carne te oye; déjame que te piense ahora que estás a mi lado’. Me volvía hacia ella y la miraba. Me devolvía la mirada, risueña. Íbamos por las aceras iluminadas, y su cara se bañaba en la luna: blanca. Íbamos por las aceras en sombra, y se encendía mi pecho: fosforescente. Sus manos de dedos ágiles tenían algo de azorado y de caliente. Sus manos, sin quizá ella saberlo, conocían los secretos de mi carne. Mientras se giraba hacia mí la miraba a los ojos, pero los suyos parpadeaban, como con sueño…
____¿Por qué me miras así? –me preguntaba.
____¡Porque te quiero! ¿No te has dado cuenta ya?
____Pero no hace falta que te pongas tan nervioso.
____No lo puedo evitar. Me impresionan tus ojos.
Pensaba entonces en las palmaditas cariñosas de Ruiz, en sus palabras de parabién, en la actitud condescendiente y cariñosa de los otros amigos. Y, también, en los chismes de los malsines del pueblo. Pero nada de eso me importaba ya.
Me pertenecías, sólo faltaba que fueses mía
¿Por qué no nos ayudaríamos a ser felices?
En las noches de luna y clavel, las estrellas espolvoreaban sobre el pelo de Lola una difusa claridad blanca, como rocío. La cogía del brazo mientras cruzábamos las calles. Me daba las gracias, pero enseguida se zafaba. Me envolvía el timbre de su voz. Sus risas olían a sol, en cuyo resplandor me desvanecía.
Nunca dudé que Lola no llegase a ser mía. ¿Entonces? Sólo una cosa me atormentaba, aparte de la agridulce intensidad de mi contenida pasión...
¿Me amabas tanto como yo? ¿Me amabas siquiera? O eras mía como una esclava, como un botín de guerra, pasivamente, y sólo en mí el deseo
Una de esas noches, mientras nos despedíamos a las puertas de su casa, retenía su mano, luego de estrecharla. No la retiraba, y seguía hablando amable. No lo comprendía. Si hubiese sido una mujer fácil.... Pero no, no lo era. ¿Cómo explicar eso entonces? Le complacía mi asiduidad, se dejaba enamorar y le atraía esta posibilidad. ¿Qué era entonces lo que faltaba?
Una noche quise hablarme de su pasado. No me importaba, pero tal vez en su pasado podría estar la clave de su actitud conmigo y de lo que ocurrió más tarde. No entendía. Siempre torpe. No sabía si iba a pensar que actuaría hostilmente contra ella, si su pasado fuese realmente borrascoso. Debí de haberla escuchado y seguro que nuestra relación sentimental hubiese cristalizado.
En este justo momento, con mi cáncer y mi soledad a cuestas, ingenuamente pienso que las cosas no tienen ya remedio, pero entonces traté de arreglarlas.
____Sólo me importa el presente. El pasado, muerto está. Y bien muerto que está. No soy de esa clase de personas que le gusta rebuscar. Eso es algo que no conduce a nada. Tú eres para mí la vida, tú eres para mí la felicidad, y nadie quiere perder la vida y la felicidad. Y yo no voy a perderlas.
Le hablaba de esa manera, tranquilamente, como si no hubiese dejado de hacerlo en todo el tiempo. Pero ella me escuchaba de la misma forma: tranquilamente.
____Quiero hablarte de mi pasado porque… dijo, de pronto.
____Hasta ahora has callado con todos -la interrumpí, y seguí en mis trece-, y pienso que tiene que ser triste no poder hablar de algo así. ¿Pero por qué a mí? Soy al que menos puede importar. Al pueblo, sí. Estás a mi lado, y todo lo que no sea esto, no me importa. Si tú quieres hablar, habla; pero si no, no digas nada.
Me giré hacia ella y la cogí de la cintura. Alzó la cara y me miró. ¿Esperando? ¿Deseosa? La miré, esperando, deseoso, y la atraje hacia mí con suavidad, y con deseo también. Era el momento Se ofrecía. Llevé mi boca a la suya; temblaba, temblábamos y todo el firmamento temblaba, sofocado de estrellas. A los ojos la miré largamente, y luego la besé en la boca, una, dos, tres veces. Mi hipófisis estaba al límite del límite. Pero ahí quedó todo...
En este momento no encuentro palabras para explicar lo que me ocurría. No hay palabras inmediatas. Mi cara, mis manos… todo yo, apoyado en el infinito.
Y ya no volví a besarla hasta que no ocurrió lo que ocurrió. Y ella tampoco se ofrecía. No le di mayor importancia. Ya tendría una nueva oportunidad. Pero esperaba que las cosas iban a cambiar. No cambiaron. Seguía hablándome en el mismo tono superficial de antes. Trataba yo de auto convencerme de que sólo bastaba con eso, pero a cada momento barría con fuerza mi pecho un aire de desazón.
¡Si me amabas, ¿por qué permitías que una inquietud fulminase la única posibilidad de felicidad que me brindaba la vida?!
Hasta la úl¡tima milésima de segundo del día de mi muerte me amargará la amargura de no haber gozado hasta la extenuación la ventura de aquellas maravillosas semanas. Gozar por el sólo regalo de su presencia, de las suaves caricias de sus manos abandonadas, de las miradas de sus bellos ojos grises…
Pero los acontecimientos que tuvieron lugar más tarde, vinieron a confirmarme que no me había equivocado.
¡Tú no me has querido nunca!
¿Por qué no alcancé la felicidad entonces, entonces que creía tenerla a tiro de piedra? ¿Por qué mi forma de ser y de actuar con quien más iba a cebarse era conmigo mismo? ¿Por qué...?
(FIN CAPÍTULO 13)
14
Todo lo que pasó desde la llegada al pueblo de Víctor López, no tengo conciencia plena, y temo que lo escriba en adelante va a ser confuso e inconexo. El estado de nervios en que me hallaba, dificulta reconstruir los hechos racionalmente y ordenadamente. Pero recuerdo perfectamente bien el día en que López llegó para cubrir la vacante de notario.
El otoño se había ido ya, sin pena ni gloria, y el invierno entró de pronto, con frío y lluvia. Nos reuníamos como siempre en la casa de Ruiz, en torno a la mesa-camilla, para jugar unas partiditas. A veces, cuando no hacía mucho frío, paseábamos en la carretera. Las hojas de los árboles estaban ribeteadas de un hilillo de hielo. Llegaba a dudar si había hecho calor alguna vez.
Ahora recuerdo con cariño aquel sol estival, casi hiriente, de las mañanas domingueras. Oíamos misa de doce. No era de los más practicantes, y creo que alguno más, como Ruiz, tampoco, pero íbamos al templo con esa despreocupada docilidad rutinaria de las fuerzas vivas. Intenso era el calor. Ardía el poco cemento de las aceras de las calles: 'sentencia de la pésima administración local'. Entrábamos a la capillita al último toque de campana. Del calor del exterior, al frescor del lugar de las monjas. Las siervas de Dios eran pobres. Y la capillita también. Se alzaba al fondo un tímido altar. Las monjas se instalaban en un pequeño anfiteatro de madera, en lo más alto de la parte delantera, tras las espesas celosías de la clausura. Cantaban con voz falsete, al acorde de un órgano cutre y desafinado. Ignoro por qué extraña asociación de ideas la capillita recordaba a las casas del pueblo que, como éstas, sus citaras estaban pintadas con un rojo chillón, que los lugareños le llamaban ‘chachipiruli’. Sobre sus endebles muros, se hallaban cuadros en purpurina y algunas litografías de María. Aguardaban afuera, en la plaza, los feligreses en amena espera conversadora la última campanada. Esto era algo que lo imponía la tradición desde tiempo inmemorial.
Pero había empezado a hablar sobre López.
Le vi por primera vez cuando se bajó del autobús, levantándose el cuello de su abrigo y colocándose guantes negros de cuero. Inmediatamente se ocupó de su equipaje, y luego saludó, entre presuntuoso y amable, a todas las personas que habían ido a recibirle. Daba la sensación de un hombre metódico y seguro de sí. Era un poco más bajo que yo: rubio, delgado, y de facciones más agradables que correctas: ojos azules, nariz fina y dientes desiguales. Usaba gafas con montura de carey. Era inteligente y se jactaba de su sólida cultura. Su juicio era a la vez ponderado y ecuánime. En su trato con los pueblerinos, sabía ser enérgico o blando, según circunstancias. No toleraba nada que fuese contra su decoro y se encogía de hombros ante tiquismiquis locales. Su actitud, hábil, le granjeó respeto y consideración entre la gente del lugar. Era un conversador infatigable, raramente ameno, y sus criterios se encontraban a igual distancia de lo común que de lo original.
No obstante sus buenas prendas, nunca llegué a estimarle, ni a considerarle siquiera. Un pálpito me puso en guardia contra él desde el primer momento. Presentía el rival. Había en él mucho de escurridizo, de poco sincero, aun sus formas circunspectas. Oyéndole hablar, nadie habría dudado de su sinceridad. Pero en mí, tan torpe en juzgar a mis semejantes, quedaba un extraño pensar, como un tilín abejorrero, como si callase algo, como si lo que callaba era más trascendente que lo que decía. Otra cosa que chocaba del ‘impecable dios de la fe’ era su presuntuosidad, cuya ejercía con aires de ponderación desdeñosa. Pero no podía escapar a la mirada penetrante de un espectador tan enconado y atento como éste médico, el que suscribe.
López era un hombre al que le complacía ser conocido, destacar en todo ámbito y ambiente, incluso ruin; estar en la primera fila, presidir los actos públicos, ir al frente de las procesiones, dirigir una comisión que debía recibir a altas personalidades y dejar oír su parla, elocuente en verdad, con cualesquiera de ésos motivos Su familia era rica, pero de baja extracción. Había asistido a los mejores colegios, e incluso del extranjero, y sabía usar y seguro que abusar de las prerrogativas de ser el único heredero de una fortuna. Acabó la carrera con brillantez, siendo el número uno en su promoción, y pensaba encumbrarse pronto. Era millonario, y no necesitaba trabajar, pero quería sumar al brillo de su dinero el lustre de un cargo oficial que empavonase su ego hasta borrar su imagen de sangre plebeya. Se avergonzaba de sus orígenes y hasta traba vería en ellos para ser el día de mañana gobernador, o algo así, en alguna ciudad provinciana, incluso en Madrid. Pero aun mis reparos, sólo podía hacer elogio de él. Lo que le negaba era que fuese de la talla suficiente como para enamorar a Lola.
No me importaba que diese pie para que se dijese de mí que era un petulante. Quizá ahora la vida de Lola transcurre feliz, junto a López. Pero yo podía haberle dado más en un minuto que López en toda la vida. Es posible que Lola sea ahora una autoridad en alguna capital de provincia. Una triste y respetable señora. Sí, una triste y respetable señora, noble y virtuosa, cargada de hijos
y de amistades enojosas a la vez que crucificada, en sempiterna admiración a su esposo con una gratitud, cuya conveniencia le habrá recordado más de una vez. Porque en el supuesto de que López, en su vanidad de un ser superior, le haya permitido a su esposa esconder su pasado y no haya indagado sobre lo que le ocurrió conmigo, no es sino una vil y repugnante generosidad de hombre comprensivo, con una afectación falsamente cristiana y con la desdeñosa ejemplaridad de una vida recta, con altibajos y concesiones. Es decir: un cabrón consentido.
No, no era López de esas personas que perdonan fácilmente. Se habría casado con Lola porque la amaba. De acuerdo. Pero luego de los compases de la pasión, amargaría la vida a su esposa con injustificados recelos. López era uno de esos tipos que se erigen a sí mismos como archivos de rectitud, modelos a seguir, uno de esos implacables hombres buenos.
Lo que nunca le perdonaré a López es que haya convertido la vida de Lola en algo vulgar. ¡Dios, se puede mutilar El Giraldillo, en un acto de locura, o incendiar La Catedral, en una ansia por figurar, o arrojar La Torre del Oro al Guadalquivir, por esnob! ¡Pero no se pueden convertir en una casa de vecinos!
Ignoro qué vida reservaba yo a Lola. Sólo sé que sería distinta. Quizá poco lujosa; menos razonable tal vez, ¡pero más hermosa, seguro! No obstante, Lola hizo bien en elegirle. Aunque López no sabía ver el oro espiritual y físico que había en Lola, hizo bien en elegirla.
¡Mentira, mentira cochina! ¡No supiste elegir, ni había en ti oro espiritual! ¡Estatus, sí! ¡Dinero, sí! ¡Sólo estatus y dinero! ¡Eras hielo! ¡Ni a López ni a mí nos has querido nunca! ¡De mí sólo te importaba mi honestidad, cubrir la mierda de tu pasado con una vida respetable, de la que yo iba a ser la tapadera! ¡Y de López, sólo su estatus y su dinero! Sólo en eso pensabas. Oh amada mía, esposa nunca mía, ¿qué cosa era lo que secaba la fuente de tu ternura? ¿Qué pasado te atormentaba?
Mi cáncer se ha agravado. El recuerdo de las veleidades de Lola me ha trastornado, y esto es mortal de necesidad para mí. Mi médico me ha ordenado que deje de escribir, pero no le hecho caso. Escribiendo, el tiempo pasa más rápido y, en cierto modo, estoy aprovechando lo que me queda de vida en algo que me satisface. Durante las noches me siento fatigado, pero tranquilo también. En estas últimas semanas he repasado mi vida anterior y ahora la escribo. En realidad, no es tan intenso. Las palabras apenas si son un tartamudeo irrisorio, pero la novedad resulta atrayente.
Sin embargo, ya no sé si es por Lola que escribo. Y tampoco sé quién era el culpable. Quizás los dos. Pero dejemos esto ahora. No quiero tentar más a la suerte y se agrave todavía más mi cáncer. Lo que realmente quiero es terminar pronto mis memorias. Quiero apagar de una vez por todas todos los fuegos que queman mi garganta
(FIN CAPÍTULO 14)
15
Tengo que reconocer, noblemente, que el notario me brindó su amistad desde la primera charla. Le gustaba hablar de filosofía, literatura, arte… y, aunque me di cuenta pronto de que más que entusiasmo había en él esa vanidad de hombre culto, recibía un esparcimiento de espíritu con nuestras conversaciones.
Algunas tardes nos reuníamos en el Café. Mientras Ruiz y otros ‘se jugaban los cuartos’ al mus, López y yo nos enfrascábamos en el ajedrez. Un juego que él me enseñó y que me era ameno. Excuso decir que me ganaba casi siempre. Yo jugaba de forma espontánea, sin pensar antes de mover una pieza. En cambio, él lo hacía de una forma metódica, e incluso se hizo de un libro de nuevas jugadas porque le fastidiaba que yo le ganase, aunque ello ocurriese pocas veces. Le sorprendía con mi forma de jugar, incoherente, revolucionaria. Pero lo que en verdad ocurría era que él se comía mis piezas en un periquete, o yo me zampaba las suyas, sin dejarle resollar.
Al margen de esto, Lola había producido en López una profunda impresión. Hablamos de ella una tarde, luego de nuestra partida de ajedrez. En nuestra conversación estaba presente Ruiz, que lo acababan de ‘desplumar’. Ruiz dejaba entrever, por la manera de iniciarse en la conversación, que ya le había dicho a López lo que me había contado a mí sobre Lola.
____Lo que debe hacer es casarse –empezó a hablar, mirándome significativamente, barruntando alguna reacción en López-. Y así la dejarán en paz de una puñetera vez -agregó.
____Pero no le va a ser fácil -contestó López, con aire de hombre razonable, produciéndose el presentimiento de Ruiz.
____¿Cómo que no le va a ser fácil? -tercié, sorprendido.
____Hombre, no hay que ser muy inteligente para saber que no le deben faltar pretendientes, pero de ahí al casamiento…
____¡¿Quééé?! -insistí, sin comprender su reticencia.
____Hombre, una mujer bella y con un buen cuerpo que hace un enigma de su vida, según me contó Pepe… Y no es que yo dude de su honorabilidad, no, no es eso, pero el misterio que rodea su pasado no es incentivo halagüeño para el que se acerque a ella con las mejores intenciones. El matrimonio es una cosa tan seria que no se debe basar sólo en motivos de belleza y simpatía. Por grandes que éstas sean.
____Pues yo creo que el solo hecho de casarse con Lola, es razón suficiente como para compensar a uno de muchas otras cosas -dijo Ruiz y luego se sonrió.
____¡Ni que fuera un portento! -exclamó López.
____Es que para tu modo de ver las cosas, Lola sólo es una mujer guapa y simpática –tercié, de nuevo.
____Puedo admitir incluso que es una mujer extraordinaria. Pero esto no cambia el aspecto del problema –se pasó la mano por la barbilla, y luego añadió-: cada mujer es extraordinaria para cada hombre enamorado de ella.
Desde mi lecho, con mis penúltimas fuerzas, me atrevo a opinar que López se expresaba en un lenguaje sensato, pero, para mí, era poco menos que ininteligible. No, por mucho que López haya querido antes, o quiera ahora a Lola, jamás llegará a ver lo que era a todas luces evidente: una mujer que llenaba el universo, que desplazaba a las estrellas.
Sin embargo la aparente indiferencia de López, hacia Lola, aún no había pasado una semana de su llegada al pueblo, cuando le vi cortejándola. Indudablemente, para un sujeto como él, seguro de sí, con esa seguridad molesta de quien no ha tenido ningún obstáculo en la vida, mi relación con Lola, que ya tenía todos los visos de noviazgo, era una dificultad baladí. Al principio, no me preocupaba; seguía afrontando el dilema de mi enamoramiento como si fuésemos los dos únicos seres sobre la Tierra. Nunca me paré a pensar que Lola pudiese amar a otro hombre. ¡De cuánta perspicacia hacía gala aquel monigote con gafas que llegaba a llamarme hombre de cavernas!
En una sociedad bárbara, le hubiese reventado la cabeza y me hubiese llevado a la mujer como un trofeo, pero en una sociedad civilizada, como la nuestra, todas las ventajas estaban de parte del notario.
Perdidas todas mis esperanzas, incluso de vivir, me cuesta creer que López pueda amar a Lola, el pertenecerle siquiera. Me estoy derrumbando por segundo, mi sangre es un hervidero de bichos, despido un olor nauseabundo, de cadáver, y voy a morirme solo, desterrado, desamparado, atormentado, y sólo por Lola, lejos de Lola, y no obstante, necesito creerme que su amor por López es una pesadilla, de la que aún puedo despertar.
Mi relación con Lola seguía por entonces como siempre. Notaba que mi amor le hacía poca mella. Pero no tenía prisa. Y hasta mi impaciencia llegó a calmarse, acechando una felicidad próxima. No pensaba que podía cruzarse algún impedimento en el camino de una felicidad que la sola presencia de Lola trascendía. Pero, paso a paso, y con pies firmes, avanzaba el notario en la misma
dirección que yo, y con los ojos puestos en la misma presa. Yo, el primero, detrás; el polvo de las pisadas de aquel mequetrefe salpicaba mi cara. A mí, el lobo, je.
Pero llegó un día en que mi paciencia ya no podía más; se puso tirante y saltó cual cristal. Ésa era una virtud que no tenía. Había soportado estoicamente todos mis avatares en la vida, pero ni humilde ni resignado. Siendo niño, mi rebeldía fluía por el cauce de los estudios: callaba y sufría, pero jactancioso, erguido frente a todo.
Ahora, con más tiempo para pensar, aun en mi estado, recuerdo que el maestro del colegio, donde aprendí a leer y a escribir, me castigó una de aquellas colegialas mañanas. Lo acepté, sin una sola queja, altivo el mirar inclusive. Pero después me propinó un fuerte tirón de oreja, a la vez que me gritó: ‘¡rebelde!’. Sentí un deseo de llorar, pero aguanté, como aguanté cuando me herí en un pie mientras salía de mi pueblo, como aguantaba cuando me pegaba mi tía. No lo entendía entonces. Ahora sí. Y mi maestro tenía razón. Mi salida del pueblo, mi actitud con don Teodoro, mi indiferencia por el amor que Luz me brindó y que rechacé, mis trifulcas en el pueblo donde fui a parar, para ejercer mi carrera. Todo rebeldía. Pero rebeldía como palos de ciego: contra lo malo y contra lo bueno. No sabía si hubiese llegado a enamorar a Lola actuando en forma racional. Lo que ahora sí sé es que me había conducido improcedentemente. Me rebelé contra un cúmulo de cosas, me cegué… Eso era todo
Una de aquellas tardes, luego de examinar a un enfermo en mi consulta me quedé solo, y me pregunté por qué parecía haberse puesto todo de pronto en mi contra. Los amigos, seducidos quizá por la fácil verborrea de López o impresionados, que era lo más probable, por su dinero, le bailaban el agua y celestineaban sus requiebros hacia la maestra, creyéndole más merecedor que yo. Pero todo esto era previsible que ocurriese, porque mi adultez, exacerbada por unos contratiempos imprevistos e inesperados, iba enajenando las pocas amistades que había podido reunir.
Hasta con Ruiz reñí un tarde: estábamos en su casa, jugando a las cartas, y me gritó porque había cometido un fallo. Respondí bruscamente. Lola y López estaban sentados juntos, y esto me tenía fuera de sí. Ruiz respondió con un sarcasmo, y entonces le insulté y después abandoné la tertulia que tantas satisfacciones me había proporcionado, antes de la llegada al pueblo de López. Al día siguiente, busqué a Ruiz para pedirle perdón. Cuando lo hallé, con una afectuosidad aparatosa pero sincera, me abrazó y me dijo que olvidase eso, como él. Su mujer, en cambio, aunque educada y amable seguía conmigo, no me perdonó. Perdía pues con ella la mejor aliada que siempre había tenido para llevar a buen puerto mis relaciones con Lola.
¡No podía más! Veía a Lola y a López mirarse, reírse, hablarse… Me hacían daño sus miradas, sus risas, sus palabras, y sentía un deseo enloquecedor de cometer una locura.
Por aquellos días tuve algunas disputas, sin sentido: me enfrenté a uno para cobrar una iguala que ni siquiera me importaba, pero me exasperó tanto que acabé por amenazarle y verme abocado al bochorno de un juicio de faltas. El tesorero del Ayuntamiento, siguiendo órdenes del alcalde, se negó a pagarme una dieta, por asistencia médica a un enfermo de una aldea próxima a nuestro pueblo. Fui denunciado por no haber pagado la tasa de mi radio, aunque todo el mundo estaba en mis mismas circunstancias. En fin, me acosaban por todas partes.
Una madrugada, a eso de la una y media, me avisaron para que fuese a curar a uno, que vivía a tres calles de la mía. Era un tipo pudiente. Su padre había muerto el mes anterior de pulmonía. Me sentó mal tener que ir a horas tan intempestivas para curar un simple forúnculo. Pero no puse trabas. ‘Tu trabajo antes que nada, Alex’, me iba diciendo mientras caminaba hacia su casa. Y ya en ella, me desinfecté las manos con alcohol, sajé el grano y vendé la zona dañada. Cuando terminé, le pregunté por un sitio donde lavarme las manos. Pero el tipo empezó a insultarme. Me acusó de haber sido el culpable de la muerte de su padre. No le eché cuenta. Sabía que tanto él como su hermano tenían fama de chiflados. Opté por no lavarme las manos y lo que hice fue limpiar el bisturí con algodón y alcohol. Nos hallábamos solos en la cocina, y de pronto se envalentonó, pasando de los insultos a las amenazas, incluso me zarandeó en los hombros. Me sulfuré y le grité, con voz amenazadora:
____¡Si vuelve usted a ponerme una mano encima, le hinco este bisturí en los huevos! ¡Y va en serio! –alcé el instrumento.
No bien dije eso, se oyó un ruido de pasos, proveniente de otro sitio de la casa. Era el hermano, que entró en la cocina, armado de palo, amenazante. No sentí miedo. Asco sí. El que debe sentir quien se vea acosado sin razón. Estaba decidido a defenderme a bisturitazos limpios antes de permitir que me paleara. La puerta de la cocina se abría hacia el jardín, y sin pensarlo salí, pero me seguían y me iban insultando; los mantenía a raya. El bisturí en mano debía intimidar. Al fin, pude huir hasta la calle a través del portal abierto. Habría dado lo que fuese por hallar a alguien allí; alguien en quien fundamentarme para presentar una denuncia
contra aquellos locos. Pero la calle estaba desierta. El único que se veía venir próximo era 'el Filo', ‘el borracho del pueblo’, que a duras penas podía caminar, y menos aún hablar.
Aquella fue una etapa para olvidar. Tenía ganas, necesidad casi, de andar a golpes con quien fuese, de dar salida a mis furias. No sabía si aquellos palurdos me lo notaban ya, pero me evitaban, escurridizos, lanzando dardos desde el inevitable fondo de sus bellaquerías. Lucha agotadora, lucha insoportable. Solamente la presencia de Lola era importante para mí.
Al principio, López ya en el pueblo, cuando a eso de las nueve se deshacían las tertulias, acompañaba yo a Lola a su casa, como venía siendo costumbre Pero una de aquellas noches, en que por excepción nos reunimos en la casa de Juan, al poco de mi revés con Ruiz y sin habernos despedido aún, Lola propuso que todos diésemos un paseo antes de marcharnos a nuestras respectivas casas. Accedimos. Y luego, todos también, la acompañamos a la suya. Igual proposición se renovó la noche siguiente, aun siendo poco propicia para pasear, como la anterior. Y desde entonces, se pasease o no, todos en grupo íbamos hasta la casa de Lola.
Coincidía esa actitud de Lola con su asiduidad con López. Lo que me llevaba a conjeturar que en sus súbitos deseos no había más intención que desplazarme de su intimidad. Consecuentemente, volvía otra vez a repetirse ese juego exasperado en el que Lola había estado a punto de romper mis nervios: si acudía al paseo, o a las tertulias antes que López, ella ya estaba refugiada por la esposa de Ruiz, o la de Juan, cuyas la protegían con una hiriente desfachatez, y si me retrasaba, había emparejado ya con López, bajo sonrisas complacidas de todos, compinchados.
Luego de esas desesperantes situaciones, merodeaba yo por los alrededores del colegio, de su casa, del barrio obrero, pero ya no se deshacía de ningún interlocutor inoportuno,
Entonces, a pesar mío, cometí una de las más grandes torpezas. De sobra sabía que no podía luchar contra López. De antemano sabía que en esa lid llevaría las de perder. He sido hombre que no he titubeado en ningún duelo, pero las fintas de salón no iban conmigo. López era un sujeto con careta, un virtuoso en batallas incruentas, y por eso me vencería con su urbanidad y su donaire de torerillo de salón. En cambio, en mí sólo la violencia encajaba en el marco de mi idiosincrasia.
Un día por la mañana les vi juntos y de la mano paseando en la carretera. Quizá aquel encuentro no era premeditado, o quizá sí, pero, en cualquier caso, olvidando sus ocupaciones respectivas. Me hacía daño. Aunque también yo había paseado con Lola, en unos días cercanos, zafándonos de nuestras correspondientes obligaciones. Y habíamos estado solos los dos, teniendo yo a mi lado su voz. Y la había besado. Y había dejado mi corazón en sus labios una noche, lo sellaba con ellos.
Pero ahora López… ¡¿Es que él la iba a besar?! ¡Él, él! Tenía que respirar, abriendo la boca porque faltaba aire a mis pulmones.
Y en este justo momento acabo de soltar un grito que abrasa mi garganta al recordar aquel episodio. Entonces debí decirles que estaban locos. ¡Locos los dos! ¡Lola por no comprender mi amor, y López por retar a mi furia!
Esa tarde fui al Café. Como a los diez minutos, entró López. Me acerqué a él y le dije que era muy urgente que hablásemos. Sin recibir respuesta, salimos juntos del local, y juntos también nos encaminamos hacia las afueras del pueblo.
____Tú dirás -me dijo, envarado.
____Es poco lo que tengo que decirte: ¡deja en paz a Lola!
____¿Qué? –preguntó, perplejo. Y añadió-: creo que esa exigencia no te corresponde a ti, sino a la propia Lola –añadió.
____Es que yo la acompañaba todos los días hasta su casa.
____Los dos sois solteros y es natural que así sea. Pero no veo el por qué yo no pueda gozar de iguales prerrogativas. Lola es libre de elegir a sus amigos, y he tenido la suerte de que mi amistad le sea grata. A mí, desde luego, la suya lo es. Y por más que me esfuerzo, no llego a comprender en qué fundamentas tu inaudita petición.
____¡¿Tampoco comprendes que estoy enamorado de ella?!
____Eso sí, ¿ves? Ya lo había comprendido. Y puedes creerte que he tenido tu misma ocurrencia; también yo me he enamorado de Lola.
____¡Me tiene sin cuidado!
____¡Cómo que te tiene sin cuidado! Abrigas la desproporcionada y absurda idea de que deje el camino libre hacia ella, e iguales sentimientos te parecen en mí desdeñables. No sé qué es lo que pasará por tu cabeza, pero creo que debes tener una explicación para esto.
____¡La tengo, pero da igual! ¡Lo que te repito es que la dejes en paz de una vez!
____¡Y yo insisto en que es ella, sólo ella, la que puede pedirme semejante cosa!
Vibraban tanto las aletas de su nariz, que las gafas bailaban de un modo ridículo. Pero no podía controlarme. Sentía unas ganas
horribles de cogerle del cogote y de apretarlo hasta hacerle jurar que en adelante no iba a cruzar palabra con Lola.
____¡Además, yo no voy a consentir, bajo ningún concepto, esta imposición! -se apresuró en añadir.
____¡¿Qué es lo que estás diciendo?! -dije, perdiendo totalmente las formas y zarandeándole de los hombros-. ¡Lola es mi novia, y juro que ni tú ni nadie me la va a quitar! –agregué.
Sorprendido, se desprendió con fuerzas mis manos, se arregló el cuello de la camisa, y la corbata, después me miró, incrédulo, y respondió:
____Siendo así, es extraño que no me lo haya dicho. Pero hablaré con ella. No te preocupes –respondió, sereno ya, a la vez que se dio media vuelta y empezó a caminar.
Quedé desarmado. Estuve a punto de salir tras él y decirle que lo último que había dicho no era verdad, que me había dejado llevar, que estaba ciego. Pensé en mil disculpas. Pero permanecí quieto. ‘¿Por qué dar explicaciones a un cretino? Al fin y al cabo, Lola es mía. Contra él, contra todo, incluso contra la propia Lola’ –pensé de nuevo y seguidamente empecé a caminar, rumbo al pueblo.
No estaba tan ciego, no obstante, para ver que lo había echado todo a perder. Acababa de poner en bandeja a Lola un móvil con el que podía cortar de cuajo los hilos que la unían a mí. No sabía ver que había encendido un amor y que luego de cercenarlo iba a seguir viviendo con más fuerza, creciendo hasta terminar por devorarla. Tampoco yo lo veía. Todavía era un ser civilizado para obrar tan torpemente. ¿Qué debía haber hablado antes con ella? ¿Hablar? ¿Y qué debía decirle en estas circunstancias? Me sentía indefenso. Si hubiésemos sido lobos y sólo se tratase de luchar, de ser el más fuerte, incluso de morir. Pero no, había que hablar. ¡¿Hablar, no?! ¡¿Morder sí?! ¡Destrozar a López sí! Ver en aquella oscuridad, en aquella ceguera. No se podía decir a un ciego mira esto. Y yo estaba ciego ante Lola, ante López, ante todos. No los veía. Estaban cubiertos de hipocresías, de dobleces. Sí, el lobo acorralado por perros domésticos. Cobardes perros domésticos.
A pesar de mi enfrentamiento con López, aquella tarde no falté a la tertulia. En los ojos de Ruiz había pena. No la necesitaba, pero me gustaba porque él no pertenecía a aquella jauría. Los demás, nervioseaban, mirándome de reojo, como oliendo la presa. ‘Ya se han enterado, ya han hablado entre ellos; tienen ese mirar bajo de los perros domésticos y el gruñir sordo y lento de esos perros traicioneros y mordedores’, pensé.
No jugamos a las cartas aquel día. Todos estaban confabulados. Y mudos. La mujer de Ruiz, en cambio, le hablaba a Lola, en voz baja. Haciendo un esfuerzo pude oír lo que decía, además de ver el desprecio que reinaba. Menos en Ruiz. ¿Por qué? ‘Irás con él a solas esta noche hasta tu casa, y le hablarás; zanjarás, de una vez para siempre, este embarazoso asunto; él no tiene ningún derecho a seguir molestándote…’.
No obstante ese consejo, fuimos todos juntos. El frío era intenso. El suelo, escarchado, parecía cristal. El Sol había huido ya de la Tierra hacia lo más alto. El cielo estaba pobre de estrellas. El aire se quebraba en las esquinas como chasquidos de carámbanos; silbaba, cortante, dejando la oscuridad llena de heridas blancas. Recorridos unos metros, deliberadamente me quedé rezagado.
Lola se me aproximó y me habló: árida, displicente, telegráfica: ‘no pensé en ser tu novia, ni siquiera te amo; que me besaste como amigo, de acuerdo; que me acompañabas hasta mi casa algunas noches, de acuerdo: sólo amistad; no tienes derecho a más; tus pretensiones no sólo me molestan, cuestionan mucho mi reputación’.
Cuando acabó respondí, yéndome el alma en ello: rudo, brutal, y telegráfico también. La amenacé. La ira y el amor en mis labios. Le dije que la necesitaba, y que la perdía. Que no podía amar a López ni a ningún otro hombre, que era mía, sólo mía. Que se lo pensase. Que no iba a cejar en mi lucha…
Astuta, me dijo suave: ‘no seas así, Alex, quiero que seamos amigos’. Entonces no lo entendía. Ahora sí. Como la domadora que da terrones de azúcar al tigre. Tenía miedo, y mentía: ojos secos, sin muestra de sentimientos. Miedo e hipocresía. ‘No seas así, Alex, quiero que seamos amigos’. Dejaba sus palabras de limosna para apaciguarme. El látigo y el azúcar, como Veva. Igual que Veva. Pero más lista, más pérfida. Y más amada también. Me apaciguó, no obstante
(FIN CAPÍTULO 15)
16
Aun aquel ácido episodio, seguían nuestras relaciones. Aún no estaba furioso, sólo triste. Pero la furia aventaba a la tristeza y la la esperanza, como el jugador que va perdiendo. El furor no me desbordaba, pero ya no había paisajes en mí, ni ríos, ni estrellas, ni soles. Solamente había un rumor de lava, enloquecedor. Toros negros rugiendo rugiendo, buscando buscando una salida; toros de sangre embistiendo en el coso del alma. Negros toros llenos de maldiciones, de iras. ‘Quiero que seamos amigos'. Y la fuente de la esperanza sobre la puerta de escape, débil, como yo, pero debajo… el volcán.
Únicamente venían a mis labios los ecos de mi fuego interior. Le hablaba a Lola en el mismo tono, pero hostigándola con feroces frases, como trallazos. La amaba y la odiaba. El amor y el odio. Y la ira. Todo eso en mis labios. Ella me rehuía, temerosa, pálida.
Pasaba todas las noches en vela, rumiando venturas imposibles, flagelándome. Lola, la fuerte; yo, el débil. La casa se llenaba de rumores incansables de pasos sobre la negra piel del insomnio, cual timbal de suplicio, hasta hacerme enloquecer. Me asomaba a la ventana; el pueblo, silencioso y sombrío, cuajado el ruido y la voz bajo el hielo. En las bombillas titilaba su luz. Las estrellas parecían heladas, y el suelo era un duro pedernal. Pensaba: ‘me la llevaré en contra su voluntad, cual macho cuaternario, y la obligaré a escucharme; será mi esclava y mi ama a la vez, y me portaré con ella bravamente, y cobardemente también’. Tenía que contenerme para no gritar mi angustia y el nombre de Lola a los cuatro vientos. Y así, noche tras noche. Y siempre hasta que despuntaba el día, el amanecer.
Día tras día, me estaba destrozando yo solo, pues, sin dormir ni descansar, me debía a mis obligaciones médicas.
Y mi obediente y dócil pluma, cada vez más con menos tinta. Y los negros toros de mi cáncer embistiendo…
Las gentes malsinas se regocijaban. Veía la cara aviesa de mis enemigos, que seguían, divertidos y entusiasmados, la pugna. Y Lola se encontraba en medio de la mierda. En la sangre, aún no pensaban, ni yo. Por el momento, sólo merodeaban en torno a los acontecimientos, como perros rabiosos por hincar el diente en la reputación de la maestra. Y en la del notario. Y en la del médico. ¡Gran festín! Por todas partes se veían ojos malignos, mirando, aguardando, hasta hallar un resquicio por donde lanzar la jauría, la pedrada, el grito que condenó a Cristo y salvó a Barrabás. El que me salvó a mí. Para... perderme.
El pueblo bullía cual colmena: abejas libadoras de hiel. Mientras hacía mi ronda se me acercaba algún avieso: ‘los devaneos de la hembra, su coquetería...'. ¡Leña al fuego! Respondía, tosco. Pero se restregaba las manos, amasando la masa negra del escarnio. Los malsines y algún funcionario también, sonreían sarcásticos. Y Ruiz me decía: ‘Alejandro, mira que...’. Y yo, sordo, ciego. Sólo a Lola veía. Sólo Lola con luz. Apagados los demás. ‘lAlejandro, el escándalo...!'. ¿Qué? Sólo Lola. Y mi amor acosándola, como piedra, y con la misma fuerza de gravedad
Aquellos malditos malsines del pueblo aguardaban con ansias a que se levantase el telón, necesariamente. Su experiencia sobre intrigas lo intuían. Y el manto de la expectación, como una nube con pedriscos.
Hasta yo llegué a preocuparme y temer lo que podía pasar. Pero un día, no sabía cómo, la nube se hacía luminosa, como cargada de alta electricidad, y un dios, inflexible e iracundo, hablaba en un lenguaje que guiaba a una luz de violencia y de esperanza a la vez.
Yo ya me encontraba como el jugador sin suerte, perdiendo una baza tras otra. Aun así aún tenía la baraja en mis manos, y podía hacer algo, una trampa..., algo que me salvase. Pensaba en el pasado de Lola. ¡Su pasado!. El pueblo, acechante, esperaba, y yo le iba a entregar la presa: su pasado. ¡Eso, su pasado! La iba a cubrir de ignominia, que alejaría a López y a todos; huirían de ella como de una leprosa. ¡No importaba que no la perdonasen! El secreto que divisaban, y yo también, y que tanto temía Lola, expandirlo a los cuatro vientos. ¿Su reacción? ¿Su odio? ¡Qué más daba! El escándalo la convertiría en mi prisionera, y ella se iba a ver aislada. Y, mientras tanto, la piedad agolpaba lágrimas en los ojos del porvenir. Sólo yo estaría con la pecadora. Yo, que la había difamado, yo sería su amo y su verdugo, aunque no me amase. Eso daba ya igual. Nadie iba a quitármela ahora. ¡Nadie! ¡Nunca! ¡Jamás!
Por aquellos entonces apareció en el pueblo una epidemia, con carácter endémico, de infección intestinal. Hizo serios estragos, mayormente en la chiquillería, y tuve la ocasión de presenciar el suceso más luctuoso y más macabro que jamás vi en mi vida. Ni siquiera todavía consigo sacarlo de mi cabeza. Y lo refiero aquí para explicar lo importante que es el amor en las personas. Y no
es que trate de justificar mi actitud, pero he amado con todo mi ser y esto atenúa en parte mis excesos.
No sabía si la mujer, a la que voy a referirme, estaba ya loca. En la naturaleza humana existe, en potencia, un aire de locura que puede soplar en cualquier momento. ‘El siroco humano’, así lo denominan en la jerga de calle. Y el amor se aprovecha de este juego robando la personalidad de la persona a través una ilusión engañosa, como de prestidigitación, para sacar frente a miradas atónitas, un santo, un héroe, un asesino, un loco… ‘¡Señoras y señores, voilá!’.
Ella era una mujer alta, con cara chupada y con ojos grandes y negros. Representaba 40 años. Me horroricé cuando me enteré que sólo tenía 28. Se recogía su poco pelo en un moño sobre la nuca. Viuda de un obrero, muerto de accidente, lustro atrás. Le quedó un hijo de tres años, póstumo, a la sazón. Se ganaba la vida asistiendo en domicilios y saliendo al campo de jornalera.
Su hijo fue de los primeros en caer. Era un niño espigado, pero encanijado, con el vientre deforme de anemia y de raquitismo. Debido a la enfermedad, hundidos en las cuencas estaban sus ojos, y sus huesos se marcaban bajo una piel macilenta. Inmóvil en su lecho, parecía ya, antes de morir, un cadáver.
Una de aquellas tardes fui a hacerle mi diaria visita. Vi entonces que su madre, horrorizada, salía a mi encuentro. Había en sus ojos salvaje desesperación. Aquel hogar miserable, aquel cuarto oscuro, aquel cachorro herido de muerte, y aquella mujer, con cara y modos de loba y mirar fiero, imponía el dolor.
____¡Tiene usted que salvármelo, doctor Alejandro! ¡Tiene usted que salvármelo…! –exclamaba, repetidamente, mirándome a los ojos, fijamente.
Entré a la casa y pasé al cuarto. Una cortina, confeccionada con sacos viejos, tamizaba la luz exterior. Me aproximé a la cama. Y bastó una simple mirada...
____Ten valor, buena mujer –le dije, impresionado.
Cual pajarito, el crío abría y cerraba la boca con leve respiración anhelosa. Le quedaba ya poco de vida.
____¡Qué se me muere! ¡Qué se me muere!–gritaba, de pronto, la madre, con voz desgarrada.
Perforada de dolor, se echó sobre su hijo y empezó a abrazarlo y a besarlo con tanta ansia que parecía que lo iba a devorar.
Luego, se alzó y se puso ante mí, erguida, clavando sus ojos en los míos. Bajé la mirada, patidifuso, y seguí en el mismo lugar, sin hablar. Se inclinó de nuevo sobre la cama, y aquella escena, además de patética, era sobrecogedora.
____¡No te me mueras, mi Juanito! ¡Eres mi vida! ¡¿Cómo voy a seguir viviendo sin ti?! –decía, con brutal desesperación.
Pero, de pronto, se levantó de nuevo y de un enérgico empellón me echó del cuarto y se cerró por dentro. Me quedé un instante sin saber qué hacer, hasta que reaccioné y golpeé la puerta con los puños cerrados. Sonaba como si golpease un ataúd. Pero no abría. Busqué ayuda en un vecino, y entre los dos forzamos la puerta y entramos. La escena era dantesca; la pobre mujer se hallaba echada sobre el suelo con el cadáver en los brazos. Se resistía, pero se lo arrancamos como pudimos, al mismo tiempo que abrí el tarro de la sensibilidad para evitar más dolor. ¿Es que existe más dolor que algo así? Después, todavía ella en el suelo, empezó a balbucir palabras ininteligibles: loca.
Con frecuencia recuerdo a aquella mujer. Juana era su nombre. Si vive, arrastrará su locura pacífica, caminará con pasos torpes, tanteará con mano insegura, se sentará a la puerta de su mísera choza, y las gentes que pasen por la calle la verán llorar o reír, sin saber distinguir el sentimiento, con un gorgoteo de palabras incomprensibles: loca; loca de amor.
Ahora, desde mi lecho de muerte, en estos desesperados momentos de nostalgia, angustia, agonía y dolor, pienso en Juana, la otra Juana ‘la loca’. Ella y yo, guardando las diferencias, pero todas ellas juntas en favor de aquella mujer madre, más sufrida y más dolorida que yo, estamos desterrados de por vida de la vida. Prestidigitada predestinación en el sombrero de copa del amor
(FIN CAPÍTULO 16)
17
Lola empleó sus vacaciones de la Semana Santa en solucionar unos asuntos personales en Sevilla, y en ir a Madrid para pasar unos días con una amiga suya, según había contado a la esposa de Ruiz.
En un principio, soporté su ausencia. Mis nervios, doloridos por la tensión de los últimos días, pedían a voces un descanso. Pero el descanso no fue duradero. Angustiado, necesitaba verla, sufrir su presencia. Todas las tardes iba a la carretera para acechar el autobús que debía traerla al pueblo.
Era muy desoladora la opresión del paisaje. Más desoladora que nunca al lado del esplendor del trigo, en el que ya podía verse el peso fecundo de las espigas. Los campos se poblarían pronto de flores, que se ceñirían al cinturón de la carretera con la gracia de un polisón: verde, como un milagro; verde, como el alma del Betis, club de fútbol señero de la ciudad de Sevilla; y de tierra fecunda. Y fecundidad era amor. Se cruzaban conmigo parejas de enamorados, se acariciaban bajo el sol, leve ya; suspendían sus arrullos mientras nos cruzábamos. Pero después podía oírse a mis espaldas una risa queda. Me Dolía. ‘Felicidad presentida, jamás saboreada’.
Todo el despertar de la Naturaleza me dolía. El cielo bajaba de su alta frialdad invernal y se echaba, esponjoso de nube y rilado de lluvia, sobre el vientre de la Tierra, y la Tierra suspiraba, con su piel sudorosa, empapada, quejándose, como uns parturienta. Los pájaros se perseguían con un ruido caliente de alas.
Regresaban ya al pueblo todos los inquilinos de las caballerizas: blancos caballos, de ancas y piel relucientes; negros caballos, de resollante nariz y mirar fiero, burros pesados; mulas grandonas, que iban de un lado a otro nerviosas, ligeras de muslos, a medio levantar sus rabos. Y ya en todo el rato no dejaba de oírse una música de relinchos, de quejidos: gritos de pasión. Los blancos caballos, los negros caballos, los burros aguardaban. ‘Insaciables equilibristas de patas traseras’.
Pasaban rebaños de cabras. Algunas de ellas habían parido ya, y los pastores traían siempre bebés sobre sus hombros, sucios de sangre aún. Otras, con las panzas hinchadas, se unían a la lista de espera de tan feliz acontecimiento. Flotaba un olor a agrio, a leche, a placenta. Los cabrones, excitados, dejaban en el aire el perfume de su febril pasión.
Había muchos árboles en aquel pueblo y dentro de ellos podía oírse ese estribillo primaveral de la savia, por culpa de la sabia. Como cuando se arrima una oreja a un poste del teléfono. Y sus brotes se hallaban cargados de fuerza, como puños de hombre, y cargados de ternura, como puños de mujer.
La ría, próxima al pueblo, se nutría del agua de la lluvia, que se encabritaba contra el dique del puente; sucia de tierra, fértil de tierra, rebosante de espuma. Manoseaba en la orilla, y la tierra caía en su seno, esparciendo un olor a fecundaciones.
Un día de aquellos recibí una carta de Pedro Ríos. Decía que me fuese a Madrid a pasar un fin de semana con él. Contesté que sí, e incluso llegué a preparar un zurrón con una pistola de caza y una caja de balas, que había olvidado en su casa de entonces en el pueblo, que después era la mía, y que prometí llevárselos lo antes posible. Me atraía la idea de ir a Madrid y así aprovecharía para indagar cosas sobre Lola.
Pero no fui a Madrid. Me arrepentí en el último momento. Y fue por Lola. Quería permanecer en el pueblo a esperarla. Como si todo iría a cambiar entre nosotros, como si ya hubiese cambiado como si aún albergase esperanza. Me consumía la impaciencia. Incluso dudé de si fuese a volver. Y eso representaba un nuevo martirio en los días en que había estado ausente.
Regresó, empero, Incluso un día antes de lo anunciado a través de un telegrama a la mujer de Ruiz. Y sólo yo, como cada tarde, la esperaba. Cuando llegó y la miré, la vi cansada, pensativa...
____¿Te lo has pasado bien? -le pregunté, después de saludarla.
____Muy bien, Alex. Gracias -mentía.
No había vuelto a llamarme así desde el día que discutimos tan agriamente. ¿Por qué ahora? ¿Otra vez un señuelo? ¿El terrón de azúcar al tigre?
Su voz era cálida, sin embargo. En su expresión podía verse un deseo de decir infinidad de cosas, a la vez dulces y amargas. Me conmovió. Gran actriz. Gran domadora.
____Los otros te esperaban mañana –añadí, de pronto.
____Ya, pero fue por el billete. Aproveché una oportunidad para hoy. Si no, tenía que esperar dos días más –me respondió y me preguntó, mirándome:- ¿pero por qué los otros? ¿Y tú?
____Yo te he esperado todos los días –respondí.
____Como amigo, claro.
____Como un hombre a su mujer.
____Pero…
____¿Cuánto va a durar esto? –la interrumpí.
____No te comprendo.
____Lo sé. Pero estoy sufriendo y ya no puedo más. El día menos pensado reflexionarás y entonces te percatarás de lo que dicta tu corazón. Espero que no sea demasiado tarde.
____Es que no puedo amar a la fuerza. ¿Por qué siempre vienes amenazando? ¿Qué has querido decir con eso de que puede ser demasiado tarde? ¿Para quién? –preguntó, nerviosa.
____Para ti. Y también para mí.
____Por favor, Alex, no hablemos más de eso. Te atormentas tú, y yo me aflijo. Quedó zanjado el pasado invierno, ¿recuerdas?
____¿Zanjado? -comencé a irritarme-. ¡¿Es que no ves que lo que tú crees zanjado ha crecido en mí hasta hacerme enloquecer?! ¡¿Qué puede ofrecerte el imbécil de López?! ¡Contesta! ¡¿Es que me vas a decir que a él, a él, le amas?!
____Cálmate, por favor. Nada se resuelve gritando, insultando... -su voz se hizo dulce como el aliento de la noche-. Mira, Alex. Me amas, y lo sé desde el primer día. También yo quería amarte. ¿Te das cuenta? Más que a nadie. Hubiese sido maravilloso amarte como tú me amas. Pero no pudo ser. Dejé que me besases para sopesar mis sentimientos. ¿Tengo yo la culpa de no amarte? No pudo ser. Alex, te lo suplico, déjame que busque la felicidad a mi modo. ¿No puedes ser más generoso con la mujer que amas? Yo lo sería. Por favor Alex. Podría hacerme mucho daño. Y sé que lo piensas. ¿Recuerdas la noche que discutimos? Amenazaste con matarme. Y puedes hacerlo. Soy una mujer. Y débil. ¿Pero vas a hacer daño tú a tu Lola? ¿Tú? ¿Tú?
Sus palabras, bien aprendidas y ensayadas, la hacían emocionar.
También yo me emocioné. Gran actriz.
____Lola –respondí, calmado-, existen cosas contra las que no se puede lCombatir. Avasallan y llegan siempre, como la hora de la muerte. Y también yo quiero hacerte una súplica, la misma de antes: que mires en tu corazón. Tengo miedo. Lo mismo que tú. Miedo de que pueda incendiarnos la llama que has encendido en mi corazón.
Al cabo de algunos minutos, llegamos al portal de su casa. Lola lo abrió y, con voz serena pero firme, respondió:
____No nos incendiará si piensas que la mujer que amas tiene, como mínimo, el mismo derecho que tú a la felicidad.
Y sin añadir ninguna palabra más, entró en su casa. Y la noche primaveral entró tras ella. Entonces, me giré en redondo y empecé a caminar, sin rumbo fijo, pero con un decidido propósito de renuncia. No iba a durar. Ni iba a ser el último. Tampoco durarían
(FIN CAPÍTULO 17)
18
No dejaba de pensar en algo que dijo Lola, luego de volver de su viaje: ‘¿vas a hacer daño a tu Lola?’. Tenía derecho a la felicidad. Bien. ¿Pero con López? ¿Es que lo amaba? No quería engañarme, con otro hubiese sido lo mismo. Pero López. ‘Así le entrase una perlesía y pillase un torzón y se lo llevase Manuel’
No quería pensar en López, sólo en Lola, su felicidad. Y yo, nada. En este aspecto, no era generoso con ella, pero la amaba.
Lola, amar es un deseo de morir en otro. Porque dejar la vida, es otra cosa: un accidente, un no despertar, un infarto… Pero vivir… con esta mi muerte
Y mientras tanto, los días transcurrían sin darme cuenta. Roía el hueso de mis perplejidades. Pero Lola sabía cómo domar la fiera.
¡Muy noble fiera yo, amada Lola, capaz de devorarte y de lamerte a la vez!
Y los números del calendario no dejaban de caer. El sol cruzaba de Oriente a Occidente, como una pelota de tenis. Yo era aún un volcán apagado, pero con el corazón encendido. Me preguntaba cosas sin respuestas. Pensaba: ‘renuncio, que seas feliz’. Y todo yo sombrío.
Aquellos perros falderos: la mujer de Ruiz, Antonia, López, y Lola observando, naturalmente, me hacían carantoñas, derrochaban amabilidades. Ruiz fruncía los ojos; lástima y dolor en su mirada. Los otros ya iban cogiendo confianza. Yo ya estaba domado. No había ningún peligro.
Pero nadie lo sospechaba. Ni siquiera yo. Ruiz, sí; extraordinaria perspicacia la suya, que veía en aquella oscuridad. Pero en mí brujuleaba la imagen del infierno, y en ella Satán: la maldad, la ferocidad, la astucia…
Una de aquellas noches, López acompañó a Lola hasta su casa. A solas los dos. Como antes conmigo. Pensaba: ‘que seas feliz’. Pero seguía royendo mi hueso. Y esta vez hasta lo mordía. Como si tirasen de una presa y a la vez le dejasen libres los dientes. Chorreando otra vez la baba espesa de la locura. Ruiz lo notaba: cejas fruncidas, mirada fija… Nadie más que Ruiz.
Y el notario se llevó a la maestra la noche siguiente. Y la otra. Y la otra... Estaría el cielo sobre ellos, como para insectos en celo, enjoyado de estrellas, de azahares. ¿Nupcial? ¡No! ¡Ni pensarlo quería!
Junio estaba próximo. Reanudamos los paseos. Todavía llegaba el aire lleno de polen. Lola se apartaba del grupo de señoras –no lo había hecho nunca conmigo-, y se quedaba con López detrás. Rezagados. Pero no había peligro; yo ya estaba domado. Apenas llegaba la noche, se pegaba resollando a la tierra. Se perseguían entre el polvo oscuros insectos. Se afanaban los grillos en cantos lujuriosos. Se cerraban exhaustas las corolas. Y la luna, redonda, estaba ya en lo más alto, provocando, como un pecho.
Después volvíamos al pueblo. Menos la maestra y el notario, que seguían paseando en la carretera. Lola y Víctor, tal para cual, a solas los dos, pero con el tesoro de las estrellas, con los cantos agudos de los insectos, con el perfume enervante de las flores y con la tercería de la luna, procaz, como el ombligo del macho de la noche.
López iba todas las tardes con Lola, todas las noches con Lola. Y siempre solos. Y yo paseando con mi ansiedad a cuesta. ¿Amaba López a Lola? ¡No! ¡No! Los amorosos latidos del notario, apenas si eran gorgoteo ante los amorosos latidos catarata del médico: el arroyo y el Niágara. Y Lola tenía que verlo. ¡Yo se lo haría ver!
No quería pensarlo. ¿Pero la besaba? ¡No! ¡Ya no había sombra en mí, sólo incendio! Como la estela que debe perseguir a Satán mientras cruza el espacio.
Comenzó de nuevo a hervir mi sangre, y cada vez golpeaba con más fuerza contra mi resistencia. Hasta que llegó un momento en que todos lo veían. Ruiz llevaba a mi hombro su mano cálida: ‘Alejandro…’. Le apartaba la mano, huraño: ¡basta ya de frenos! ¡La besa! ¿Sabes? No decía éstas palabras, pero estaban en mí como un alarido, como un rejón de angustia; de muerte, aún no. No: para mí y para los otros ¿Pero y para Ruiz? Sí, sólo para él. Y su voz, apaciguadora, profética: ‘Alejandro…'
Los perros domésticos suspendían las carantoñas. Lola miraba, pero como le sobraba astucia, disimulaba. López quería pedirme explicaciones; se veía en sus ojos. Lola se lo prohibía para evitar males mayores. Siempre hábil. Y tenía miedo. Había empezado otra vez a hostigarla con palabras duras, pero topaban contra su
indiferencia. Yo buscaba calor en los otros, pero hundían el rabo y huían cuales perros cobardes. Pero como les había fallado la farsa, los sentidos de Lola, iniciaban a tomar medidas drásticas: me recibían fríamente, haciéndome el vacío. No les hacía caso y seguía acudiendo a las tertulias y los paseos, aun Lola protegida por sus incondicionales. Pero le enviaba mi furia por encima del grupo, como piedra.
Y así, día tras día. Hasta que llegó el 28 de junio. Me hallaba deshecho, maltrecho pero en acecho, esperando la oportunidad. Algo que pudiese salvarme: un milagro, un escándalo… algo…
El 28 de junio era la víspera de la fiesta de aquel pueblo. El juez nos había invitado a su casa. Se llamaba Pedro, como mi padre, y adelantaba la celebración de su onomástica, porque al otro día había una capea y nadie quería perderse el jolgorio.
A la casa del juez acudimos como medio centenar de personas: el alcalde, los funcionarios, el farmacéutico, el cuerpo médico, pueblerinos ricos, sus hijos, y algunas autoridades de Sevilla, y todos ellos acompañados de esposas o novias. Y en fin, cuanta gente de relieve había en el pueblo colindante. Ah, y el cura del pueblo, don Maximino. ¡Faltaría más!
Vivía su Señoría en un caserón antiguo, de amplias habitaciones inhóspitas. El Juzgado estaba en la planta baja y sus ventanas se abrían hacia la plaza. Tanto el despacho del juez como la oficina, olían a papel viejo y colilla. Tres mesas, mugrientas de tinta, seis sillas, con asiento de enea, y seis estantes llenos de mamotretos atados con cintas con los colores de la enseña nacional, era todo el mobiliario.
La vivienda estaba en la planta alta. Se subía a ella a través de una angosta y peligrosa escalera de madera noble con peldaños desiguales, pintados en negro, y de temblorosa barandilla. Los muebles eran someros, pero con cierto empaque presuntuoso y burgués.
El juez y su mujer no amigaban con nosotros, paseaban a solas. Era un dúo peculiar. Ella le llevaba la friolera de diez años a él. Pero no lo parecía. Ni se le notaban. Lía, que así se llamaba ‘la jueza’, con sus cuarenta y ocho, bien cumplidos, se conservaba lozana. Mientras que Pedro, serio, apergaminado y solemne, iba perdiendo pelo, acometido de una calvicie prematura
Lía era una mujer muy atractiva: ojos grandes y bellos, cabellera morena y cuerpo siluetado. Procedía de familia humilde. Había estudiado en un colegio de monjas, donde le enseñaron algunas habilidades caseras. Acervo que enriquecía infatigable copiando recetas de cocina, preparando comidas, e inventando puntos de tejido, además de ese santo y seña de todo método para hacer desaparecer las manchas en la ropa. Su trato era amable y sus charlas amenas. Había conocido a Pedro mientras éste cursaba Derecho. Era huésped en su casa. Pienso que al principio trataría al joven con benevolencia despectiva. Pero las cosas cambiarían pronto, de una forma halagüeña, para la soltera madura. En fin, ‘Pedro acabó portándose como un caballero’.
El matrimonio tenía tres hijos, guapos, respetuosos, educados y cariñosos, que su madre vestía con esmero.
Un día hablamos Lola y yo de Lía y Pedro. Decía que Lía amaba a Pedro con uno de esos amores angustiosos de la existencia. Él le correspondía, pero en los ojos de ella se agolpaba una inquietud: la vejez rondaba en torno suya, salpicándole de canas el cabello, arándole el rostro, desmadejándole sus formas, entumeciéndole las articulaciones, y la inevitable menopausia le helaba la sangre dramáticamente.
Pedro, aun su calvicie y a lo desvaído de color, gozaba de buena salud y estaba en plena forma: ojos con brillo, cuerpo musculoso Lo lógico y normal a los treinta y ocho años de edad.