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Inventario del naufragio (textos salvados de la inundación)

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Comentarios

  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Peregrinajes en el planeta rojo

    He contado hace poco que debí hacer una última incursión a una sucursal de provincias al cuadrado (el margen de Sudacaland, que ya es el margen) de un banco de los capitales transnacionales. Aunque el nombre remite a una pacífica ciudad ibérica, yo habité la nada tranquilizadora puntita final de uno de los tentáculos de uno de los grandes pulpos fagocitantes del capitalismo financiero.
    Bueno, quisiera volver a esa convivencia pasajera de casi veinte años, porque ese ámbito, como el de cualquier otro banco, es muy seductor para el antropólogo en pantuflas que está atento a las maneras sutiles con que las instituciones moldean la sociabilidad de las personas. Haré memoria.
    Al primero que recuerdo es al empleado de la seguridad privado. Flaco, morochón, espigado en su uniforme marrón, con cara de “milico”, fundamental para ese sutil oficio de vigilar sin ser percibido, de amedrentar con la sola presencia pero sin incomodar a los (en definitiva) clientes de la casa. Recuerdo que en épocas difíciles, durante la crisis de 2001, donde los bancos amenazaban con quebrar o irse del país, el gobierno retenía los depósitos de los ahorristas y un infausto ministro de economía se esforzaba por bancarizar el país en un fin de semana, este trabajador se mostraba más gentil que nunca en medio el caos: organizaba las filas con una sonrisa, daba clases prácticas de uso de los cajeros automáticos, hasta tranquilizaba a los más exaltados no con amenazas sino dándole charla (lo sé porque lo practicó conmigo)... Luego volvió la normalidad (una normalidad del subdesarrollo, claro, de esas que nunca se sabe) y la cara del can Cerbero del planeta rojo volvió a ser la antes, la de la materialización de la lógica de la coerción.
    La gente que espera allí adentro parece tener un aire retraído y atento, como la del turista que visita una iglesia. Hay apaciguamiento hasta en los chicos, que no se descontrolan corriendo como en un supermercado. Todos parecen más cuidadosos, como si las cámaras, el vigilante y la cercanía de los fajos de billetes, apilados en la bóveda insondable para los simples mortales, crearan una atmósfera de respetuoso cuidado.
    En el puesto más difícil del banco, detrás del mostrador de la mesa de entrada (una trinchera vanguardista del frente) donde se forma la primera cola de espera, he visto pasar a muchos empleados, probablemente ocupar esa silla sea el pago de “derecho de piso” de los nuevos: estar a la ofensiva en la “línea de tiro” de los clientes. Recuerdo a una joven de ojos grises, cara larga de caballo y mirada lánguida, como si nada le importara, que se tomaba todo con calma aunque viera que la línea de interesados saliera por la puerta de calle y siguiera afuera, al rayo del sol, en la vereda. Alguna vez me la crucé en un ómnibus, de tarde, y tenía la misma cara de nada: como dicen en el teatro, el personaje se la había comido. En general el staff de empleados bancarios trasunta la misma parsimonia, como si estuvieran vacunados contra el estado general de tensión y caos del ambiente. De los de “ellos” nadie corre, nadie grita ni hace aspavientos, a nadie pareciera importarles las “molestias ocasionadas” a sus propios clientes con las diarias colas que se ven en cualquier momento del mes.
    Y a propósito de colas, de esperas, de malos tratos y abusos al cliente, es esa misma experiencia en el planeta rojo de la banca mundial que al resignado (pero atento) peregrino de esta tierra le permitiría “vivienciar” este mundo en profundidad. Se trata de un lento avance, que en días de vencimiento y pagos de sueldos (del 5 al 15 de cada mes, más o menos) puede demorar más de una hora, dos en el peor de los casos. La línea de tres cajas, al fondo y arriba, en el primer piso, son la gran meca de este creyente de los servicios bancarios: día tras día, el cansino peregrinar (pasito a paso) se repite. Hay que cruzar la geografía del planeta rojo de punta a punta, desde que se traspasa la puerta principal hasta la pared medianera de sus antípodas: los últimos metros de la espera, ante las cajas ocultas detrás de los biombos, dan a una ventana ciega cubierta por un parasol, que a su vez da a un patio interior de la planta alta (como yo vivo a la vuelta, desde la manzana de enfrente puedo ver los fondos del banco, el lado ciego de esa ventana ciega).
    En esta larga espera, en este avanzar en fila hacia arriba y atrás, uno arranca con el mismos sol de la calle, luego de atravesar la puerta se cruza con la cola de los cajeros automáticos y la de la mesa de entrada (a cuyo centinela se ignora porque uno ya sabe a lo que va: a hacer un depósito, a cobrar un cheque, a comprar dólares, etc.), superadas estas otras dos filas de humanos y ya dentro del banco en sí mismo, uno puede apreciar de cerca los cubículos de la “atención personalizada” al costado izquierdo y del derecho la fila de butacas de los que esperan que algún empleado se asome por sobre la mampara de los cubículos y diga su apellido. Avanzamos, y al fin empezamos a ascender la escalera que nos llevará hasta las ansiadas cajas. Aquí la fila de creyentes se divide en dos: la de los usuarios “vip”, con su cajero exclusivo, y la cola de los clientes rasos como yo que sólo pagan por el servicio mínimo. Con cada paso que nos elevamos, empezamos a tener un panorama aéreo de este mundo, ahora (si queremos) podemos percibir el pulular de sus habitantes: Varones jóvenes con su uniforme de trabajo y el nombre de la empresa para la que trabajan estampadas en sus espaldas, mujeres con sus chicos, completa ausencia de viejos (pues aquí no se pagan jubilaciones); también podemos atisbar a los empleados por encima de los cubículos abiertos; podemos seguir el ir y venir del vigilante, que sube, baja, mira y conmina a que apaguen sus celulares; y están, claro, más cercanos, los ojos eléctricos que zumban sin tener que anunciar, con ridícula cortesía, “sonría que lo estamos...”. Casi todo se ve desde esta altura de la dinerósfera mundial, claro que uno no es ingenuo, sabe que se pierde lo más jugoso: lo que pasa dentro del despacho privado del gerente, dentro de la bóveda o de otros reductos inimaginables de la trastienda de esta fortaleza de las finanzas.
    Al fin estamos a dos o tres clientes de la caja, y nos acordamos de repente a qué habíamos venido. Repasamos la documentación que descansaba en la mano sudada, volvemos a contar el dinero para asegurarnos de pagar con cambio o el papelito donde traemos anotado el número de cuenta. Si entablamos alguna conversación con el de adelante o de atrás de uno para hacer la espera menos tediosa, al ver que el laberinto de durlock que han puesto por seguridad (luego de que en una “salidera” balearan a una mujer embarazada) y que nos conducirá como hamsters hasta la ventanilla, cerramos la conversación con rapidez, sin mucha cortesía, urgidos por poner toda nuestra atención en el trámite. Estamos parados adelante de todo. Esperamos ansiosos escuchar el “tuuruuu” del indicador digital que arriba llama a un nuevo turno. El número digital cambia, indicándonos a cuál caja deberemos acudir. Avanzamos por el pasadizo (derecha, izquierda), y se materializa una cara adusta, por lo general masculina, que está ocupado terminando de procesar la transacción anterior.
    A lo que vine. Inicio mi trámite, escucho su voz metálica que sale por el altavoz, del otro lado del vidrio de seguridad, pidiéndome la documentación que me acredita; ésta va y viene por la ranura exigua, lo mismo que los billetes y los comprobantes, unos segundos después. Observo con atención a los tan ansiados cajeros evolucionar del otro lado de la ventanilla, abriendo fajos de billete, contándolos en esos aparatos que no se pueden seguir con la mente porque son muy veloces. Algunos sellos caen sobre los papeles y llegan a mi mano. Un saludo formal, de rutina, cierra la transacción y bajo la escalera hacia la calle, viendo a los que aún se empecinan en alcanzar la tierra prometida de las cajas. En la antepuerta corrediza, que separa a los cajeros automáticos de la mesa de entrada, está apoyado el San Pedro de este mundo rojo con la llave en la mano, ha cerrado la puerta porque son más de las tres, y a cada cliente que se va, se toma el trabajo de abrirle. Uno por uno, hasta que no quede ningún visitante, hasta mañana. Regresaba, al fin, de una incursión más a la gran máquina del dinero-que-hace-más-dinero, tierra de las finanzas puras. Pero eso era hasta hace unos meses, porque hoy no soy cliente de ningún banco (pero ¿hasta cuándo?).
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Ensayos en torno a una palabra

    Hay un género literario al que se lo identifica con un término de seductora polisemia. Y es llamativo cómo esa modulación de la llamada “prosa de no ficción” pudo cambiar tanto sus verdaderas intenciones hasta significar lo opuesto. Tanto mutó, que hoy esa palabrita (“ensayo”), con todo lo que tiene de estimulante, despierta en la mente de muchos lectores desprevenidos promesas de un acartonado aburrimiento.
    No conozco ningún otro registro del que se pueda establecer su origen con tanta precisión: un autor y un libro (de hecho, el único libro de ese autor). Michel de Montaigne se retira a un castillo a sus 38 años para comenzar la redacción de sus Essais. Lo hace bajo esta tácita declaración de intenciones: “Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro.” Allí está lo revolucionario de sus escritos. El Miguelito de la Montaña inventa un género y una palabra: va a ensayar sobre un tema, va a escribir mientras piensa (o a pensar escribiendo), dirá lo poco o mucho que sabe sin tener argumento para todo, sin haber establecido con claridad sus objetivos. No importa. Lo valioso de sus abordajes es la manera en que lo dirá, su particular punto de vista, su caprichosa mirada sobre lo que lo rodea. En las antípodas del erudito, él probará, ensayará, y no le importará el no arribar a conclusiones contundentes, porque lo interesante estaba en los escollos del camino, en los vaivenes del discurrir de la escritura. Lo dice sin vueltas (ése es otro de sus méritos): Él es el objeto de su libro. La exacerbación caprichosa de una subjetividad, la forma (el cómo) puesta con la prepotencia del artista sobre el asunto (el qué). En ningún otro género de ideas esta voluntad de un yo que quiere decir se puede ver con mayor potencia expresiva. Desde la montaña, Miguel respira profundo y dice, opina, sugiere y juzga sobre los más variados temas que van desde la muerte hasta el tamaño de su miembro viril. No importa, ahí está su stilus, Montaigne es un campeón de la libertad de pensamiento, del decir con sencillez y sin vueltas, eso que los griegos llamaban parresía.
    ¿Y entonces por qué, me pregunto, la palabra ha sido tan desvirtuada que ni los mismos escritores hoy la quieren usar? Artículos, notas de prensa, columnas de opinión... ¿Todos estos géneros practicados en el periodismo gráfico no son acaso formas del ensayo entendido así, como acabo de hacerlo, “a la Montaigne”? Hubo, creo, en el último siglo y medio, una apropiación de esta palabra por parte de la academia en combinación con el pensamiento positivista-cientificista. De allí, por un tobogán de “objetividad”, fuentes documentadas y un “se” abstracto que quiere denotar imparcialidad, llegamos a esos mamotretos jergosos llamados “papers”. ¿Hay algo más aburrido e insustancial que una tesis doctoral, un texto pensado para una revista especializada o una conferencia? La capilla literaria materializada en todo su esplendor, el paper académico como el conducto por el cual el autismo de “hablarnos entre nos” se vuelve realidad. Y a eso, el común de los mortales llama “ensayo”. Claro, lo hacen desde lejos, porque si esos reportes forenses de los círculos académicos representan al ensayo, nadie querrá acercárseles. Que para dormir ya está la industria farmacéutica de los ansiolíticos...
    Hay un diario nacional que tiene una sección semanal especial llamada “columna de escritores”. Es el único medio de prensa que ha convocado, desde 2055, a escritores a participar de sus páginas. Es sencillamente fantástica, y salva de ese periódico (como de cualquiera) la chatura gris de la noticia intrascendente, la columna del periodista especializado que no sabe hacer otra cosa que despanzurrar la última noticia, la minucia efímera a la que se le presta atención porque hay que llenar muchas páginas todos los días, que de eso viven. Allí están escribiendo, en mi opinión, el mejor narrador argentino de hoy (Martín Kohan) y el mejor poeta (Fabián Casas), con la ventaja inmensa de que el diario publica esos textos en la versión digital el mismo día de su impresión en papel. En estas columnas semanales se cruzan todo, todos y de todo: la vida cotidiana, la experiencia personal, las noticias de actualidad, algunas cuestiones de fondo (como la literatura y la intelectualidad, que a la mayoría de los lectores de diarios le resbala), pero siempre desde su óptica personalísima, desde su registro de voz que los aleja de los periodistas de profesión, de los “analistas políticos” atentos a las mínimas miserias de los figurines articulados.
    Y sin embargo... Veo un video de una charla que dieron tres de estos escritores columnistas en la última Feria del libro. Y nada. La palabra “ensayo” brilla por su ausencia. Hablan de artículo, de columna, de nota de prensa, de colaboración, pero el significante que mejor definiría sus textos (¿o acaso están haciendo otra cosa que la de “ensayar”?) jamás es dicho. De hecho, ni siquiera se quieren hacer cargo de la palabra escritor, aunque hayan aceptado formar parte de una doble página cuya volanta reza “Columna de escritor”. No soy un purista de las etiquetas, al fin y al cabo los textos son magníficos y están ahí cada semana, en el kiosco de la esquina o a un clic de distancia, pero me lamento que ellos, los mejores ensayistas literarios que participan de la prensa, no quieran reivindicar al padre por detrás de cualquier padre, inventor de un género literario y de una manera de llamarlo. Llamado que hacía desde el aire puro de la montaña a la que se subía para decir lo suyo sin acartonamientos ni falsas erudiciones, porque era, al fin de cuentas, un hombre común al que le gustaba el desafío de probarse a sí mismo.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Vidas

    Para quienes nos las pasamos encerrados, desconcertando al frío de junio con nuestra ausencia, la tevé puede ser una fuente (indirecta, pero bue...) de experiencias. Veo que un programa de esos yanquis, de compra y venta de objetos usados, pero en amanerada versión british, alguien se aparece con un diario íntimo escrito en el siglo 17. Su portador cuenta a cámara que perteneció a su familia durante muchas generaciones, y como él anda falto de chash se ha venido hasta esa sucursal europea de los afamados agiotistas de Las Vegas para venderlo. Como estamos en Londres, el tipo se desprende de la reliquia manuscrita por unos pocos cientos de libras.
    Al verlo tuve un rapto de fascinación, porque mis antepasados ―incluso mi abuelo paterno, al que no conocí en vida y que llegó de España a este rincón vacío de Sudacaland (y de cuyo nombre me empecino por no acordarme) en 1904―, son un completo misterio para mí. Hago cuentas: 4 abuelos, 8 bisabuelos, ¡16 tatarabuelos! Y no me separan de sus vidas extintas más de 200 años, pero la realidad es que apenas sé los nombres de mis abuelos, y ni eso de mis bisabuelos, que andarían muy ocupados con sus existencias, por Italia y España, durante el siglo 19. Pero no necesito remontarme a esos ocho corredores enmascarados de mi semilla, porque de mi abuelo paterno, de quien porto el apellido, sólo sé estos pocos datos que me han contado mi padre y uno de mis tíos: llegó al país en 1904 en la bodega de un barco, como polizón. Tenía 18 años y le escapaba al servicio militar obligatorio o comoquiera que se llamase en España por entonces a esa obligación cívica. (Por qué no narró esa experiencia capital para cualquiera, ni qué decir para un joven, como lo es la de dejar atrás todo lo conocido e internarse solo en un país del que quizás hasta su nombre desconocía. Lo que daría por conocer aunque sea una hora de ese viaje en la doble noche del Atlántico y de la bodega de un barco...) Llegó, se instaló en este pueblo que apenas tenía 30 años de formal existencia jurídica, formó familia y acá se quedó para siempre. (En esa misma casa que compró de un pueblito de la llanura, yo paso mis días.) El otro dato escandaloso (para mi madre y mi abuela, que lo comentaban cada tanto, no para sus protagonistas ni para la época) que sé es que contrajo matrimonio con mi abuela (con el visto bueno legal de sus padres) de apenas 15 años de edad.
    Siempre me he preguntado por qué a ninguno se le ocurrió llevar unas memorias, un registro de los hechos más importantes en sus vidas, sus hábitos, sus quehaceres, aunque más no sea para que su descendencia supiese de dónde venían, cómo sobrellevaban el día a día de aquellos tiempos sin dudas más difíciles que los nuestros. Quizás eran analfabetos, o tal vez la vorágine del cotidiano subsistir no les dejaría margen para pensar en lujos como el narrar una memoria personal y familiar. Me han dicho que, si pago, hay gente que se dedica a revolver archivos oficiales y rastrear parientes lejanos, pero yo sólo añoro el manuscrito, lo que huele a experiencia. Hoy todo esto no tendría sentido, mil y una crónica escrita y audiovisual dejará testimonio de sobra para la reconstrucción de las costumbres actuales en un hipotético futuro (¿200 años es mucho pedir, habrá mundo aún?). Pero en aquel entonces, qué fantástico habría sido el relatar la propia vida en primera persona.
    Internet hace maravillas, tantas como idioteces promociona. Conozco el nombre de la ciudad de donde mi abuelo paterno vino, y alguna vez he buscado por mi apellido. Han aparecido coincidencias: la base de datos de una popular máquina de frivolidades ha volcado algunos nombre propios, pero no me animé a contactarlos. La verdad es que ni siquiera en el nombre de esta ciudad mi padre está seguro. Parece increíble, ¿no?, tanta desidia, que alguien no esté seguro ni del nombre de la ciudad de donde su progenitor era oriundo. Pero bue... les presento a mi familia.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado julio 2015
    Invitados

    En mis años de sociabilidad estaban los asados de los viernes a la noche. En verano, en un patio al aire libre, nos juntábamos unos diez comensales, varones todos, con la excusa para planear o comentar el desempeño del equipo de fútbol 5. La carne de vaca asada a fuego lento, ese primitivo ritual ontológico del ser nacional... Cuánto nacionalista le habrá cantado loas a la tira de asado... Por todo el mundo, los restaurantes argentos invaden con sus humaredas tercermundistas la tranquila civilización... En fin, lo que quería contar es que cada tanto, llegaban a esas comidas al aire libre amigos de amigos, o conocidos que habían sido invitados por el dueño de casa. Estos comensales extra-ordinarios a veces nos contaban cosas extraordinarias, pues vivían de oficios muy particulares, tan propicios para entretener reuniones.
    Yo recuerdo a dos de ellos: Lucas, un oficial de la policía provincial, un flaco de metro ochenta con cara de niño travieso que alguna vez estuvo arriba de un patrullero, en la calle, y que hacía poco había logrado que lo confinaran a una oficina administrativa. Es que en el oficio de “yuta”, es mucho mejor estar encerrado entre biblioratos húmedos, como un chupatintas uniformado de azul, a pasársela en la calle (de a pie, sobre una moto o un patrullero) en plena acción contra la delincuencia (o a favor de, que tampoco eran unos santos y todos allí lo sabíamos). Pero aquella noche Lucas sólo nos contó algunas peripecias policíacas de las contables en público (y nadie preguntó por las otras, como que todos habíamos visto las pelis de Coppola).
    También pasó por esa mesa un joven ginecólogo que trabajaba en un hospital público. Claro que fue el centro de atención de la mesa de masculinos solamente, que de haber terciado alguna novia o esposa nos habríamos perdido las anécdotas más sabrosas. Como el policial, el hospitalario está repleto de idiotas que, en este caso, quieren que los médicos les atiendan a sus mujeres, pero sin tocarlas mucho, sin mirarlas tampoco. Los imbéciles postularían algo así como una ginecología telepática (no podrías expresarlo así, claro) al estilo de la que practicaba el señor Spock. Tan cansado los tenían a los del servicio de ginecoloía, nos contó, que trabajaban con el policía de guardia en la misma puerta del consultorio, cosa de frenar a los exaltados apenas aparecían. De aquellas anécdotas, y dejando pasar los casos más sórdidos, recuerdo la que nos contó acerca de una chica “rollinga” (como se les llama a estos adeptos a la cultura “stone”) que sacó turnó y fue, pero a la hora de los bifes se negó a dejarse revisar, sin tampoco darle explicaciones al médico del porqué. El invitado (de quien he olvidado su nombre) nos contaba que no sabía qué hacer, ni se iba ni se dejaba revisar, tampoco hablaba. Cuando finalmente accedió y se recostó en la camilla, el joven ginecólogo, ante la total falta de colaboración de la paciente, inició un tanteo exploratorio yendo, digamos, pasillo adelante. A cierto camino del conducto, tocó algo sólido: un cuerpo extraño. La consultó y por toda respuesta la rollinga se cruzó un brazo por delante de los ojos.Entonces el facultativo tiró y tiró, hasta que sacó a la luz blanca de los tubos fluorescentes un huevo Kinder, de esos con un muñequito dentro, listo para armar. El cuerpo extraño era ahora bien conocido, y estaba completamente “fibrilado” (creo que usó esa palabra) por los meses que llevaba guardado dentro de ese cofrecito candente.
    Tuvieron su magia especial esas veladas cárnicas (¿váquicas?) con anécdotas de comensales invitados. Yo pensé (pero no lo dije, porque me tenían por “inteletual” aburrido) que, junto con la brisa de la madrugada de verano, los huesos pelados de las costillas y el calor remanente del fuego de la parrilla, lo que una vez más nos atraía (y había salvado la reunión) era lo bajo transformado en relato, las pulsiones violentas de la policía o las hormonales de un hospital pasadas por el tamiz del lenguaje. Era lo instintivo que en nombre de lo civilizado nos esforzábamos por reprimir y que sin embargo, bajo las estrellas, un grupo de jóvenes varones deleitaba tanto como las entrañas cocidas de un vacuno.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado julio 2015
    En días lluviosos
    En una mañana lluviosa como la de hoy, sábado, es cuando me pregunto por qué. Hay que escribir, pero no hay nada que decir. Y entonces por qué, o lo mismo no daría pasar la mañana viendo llover. Nada viene a la mente, ninguna idea, ninguna asociación ni tema. Me digo que ojalá yo tuviera la saludable presión de los escritores que han colaborado como columnistas en la prensa y que sí o sí debían entregar una columna semanal. Como contaba Mairal, convivió durante años con la angustiosa sospecha del “¿y qué pasa si esta vez, de verdad, no se me ocurre nada de nada?”, y la cosa fue que, al final, y siempre, los 1900 caracteres para entregarle al editor salían.
    Si uno tiene la necesidad, diría fisiológica, por escribir, y no tiene nada (aparente) para decir, ¿cómo se las arregla? Un pintor puede, supongo, para pasar el rato, enchastrar un lienzo con algunas manchas y figuras azarosas, un músico puede improvisar unos acordes para sacarse las ganas de estar cerca de su instrumento... Pero el escritor, ¿cómo habita la forma si no le pone algo de sentido adentro? Cómo escribir sin decir, cuando se tiene la urgencia por escribir y nada que decir. Estás páginas del diario de J. J. Saer son reveladoras para mí:
    Por el gusto de escribir algo: después de muchos días de silencio escritural me ha asaltado en el baño, mientras me lavaba las manos, antes de irme a acostar, el deseo de estar, a la luz de la lámpara, escribiendo. Deseo de escribir; no de decir algo. Pero deseo, también, de escribir en tanto que escritor: sin que ninguna razón, como no sea el deseo de estar a la luz de la lámpara, escribiendo, haya motivado mi acto.
    Pero lo que yo pensaba, en mañanas así, tan propicias para estas preguntas del superyó confesor, cuando lo único que se oye es el rumor del agua cayendo en el jardín, es por qué hay que escribir. Por qué no podría dejar que esta mañana se escape mirando televisión, o acodado frente a la ventana, viendo el ir y venir de los transehúntes más allá del balcón, con sus paraguas y sus capotes, las empleadas de las tiendas de ropa que, enfrente, se aburren detrás de sus mostradores. Y la respuesta, my friend, está soplando en el viento: porque debo justificar el día. Condiciones ideales, hoy tengo todo lo que necesito y soy dueño absoluto de mis horas: la notebook, los libros, la casa silente, nadie vendrá a tocar el timbre ni me telefoneará. Pienso que esto no durará mucho, que este día, todo para mí, es un regalo huidizo. No puedo dejarlo pasar así como así. Hay que justificarlo. Hay que escribirlo. ¿Y si no se tiene nada que decir? Bueno, me digo, aquí hay un tema: memento mori.
    (Unas pocas líneas, y él ya se siente redimido.) Vale.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado julio 2015
    Excellent!

    Hay un empleado de los ferrocarriles que se parece demasiado a Mr. Burns, el personaje de Los Simpsons. Varias veces por semana, cuando lo veo aparecer en el vagón del tren, reclamándonos los boletos o invitándonos a pagárselo, este boletero que, creo, se llama Ernesto (o al menos así me pareció escuchar que una vez lo llamaban) me recuerda inevitablemente al malvado antagonista de la conocida serie televisiva: los incisivos superiores asomados, la calva, la nariz ganchuda, lo espigado y flaco de su cuerpo, ¡si hasta tiene los ojos saltones!... El boletero se me acerca y ya me prepara un boleto de los de un peso con setenta, porque a los habitués como yo ya sabe hasta dónde van. Yo, en el trámite que dura unos segundos, debo esforzarme por reprimir una sonrisa, mientras desde la altura de mi asiento le alcanzo unas monedas.
    Porque este empleado ferroviario (el único que ha quedado de esa camada que yo conocía cuando empecé a usar el servicio, hará unos quince años) es la contracara de la avaricia y la maldad consanguínea del amarillento personaje de Groenning; este doble de carne y hueso del submundo desarrollado, por el contrario, es más bueno que, como se decía, Lazy atada. De hecho, pienso que su cara bonachona, su voz de abuelito sapiente y sus gestos cansinos y controlados no son los más recomendables para enfrentar a los especímenes cada vez más peligrosos que se suben al tren en las estaciones de zonas peligrosas que atraviesa el recorrido.
    Y la idea que me llevó a escribir estas líneas tiene que ver porque ayer, viernes, a la ida hacia la Capital, yo ya esperaba al guarda/boletero con el cambio justo para el boleto; de hecho, quería sacarme el mucho cambio que tenía encima (y que por la inflación imparable cada vez tiene menos usos) y antes de salir de casa aparté diecisiete monedas de diez centavos y las guardé en el bolsillo trasero del jean, a mano para sacarlas sin problemas. Cuando llegó hasta mi asiento el empobrecido modelo sudaca de de la cadena Fox, le alcancé el piloncito de monedas, mientras él cortaba el pedazo de papel de su tabla de boletos. Está justo, le dije, al ver que se sorprendía por tantas monedas. Y el doble de Monty me dijo, agradeciendo el cambio, “regio”, expresión propia de su sesentoso cronolecto. Tal vez puse cara de desilusión, porque el empleado se me quedó mirando un segundo, mientras avanzaba vagón adelante. ¿Qué esperaba? ¿Que se tocara las yemas de sus dedos con ambas manos y dijera “excelente” con voz de doblaje mejicano? Dicen que confundir fantasía con realidad es un síntoma de esquizofrenia... Pero si no me evado un rato de mi mundo gris con estas ilusiones amarillas, entonces sí estaría para el manicomio. Eso sí: el día anterior al encierro saludaría a este empleado de los ferrocarriles con un “Hey, Monty!”.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado julio 2015
    Composición tema: la vaca

    Este país, como cualquier otro eminentemente agropecuario, huele a bosta. A vísceras, a sangre, a humo de parrilladas domingueras, a podredumbre de carnicerías que no pasan el control sanitario municipal pero sí abonan sus coimas. Lo mucho ganado gracias al ganado. Las muchas fortunas hechas al ritmo de la masticación cárnica. La vaca está por todos lados, como en la India, pero más que nada en la digestión de ese personaje emblemático de la pequeña burguesía nacional al que le decían “el gordito argentino”. Veamos.
    En la escuela, por ejemplo, y durante muchas décadas, a los niñitos y niñitas se los entrenaba en las técnicas de redacción con esta tarea: debían escribir una “composición”. El tema se caía de maduro. El protagonista a describir (¿o retratar?) era ese ser rumiante con mirada de ascética despreocupación que los mismos chicos veían pastar, más allá del alambrado, en las bucólicas extensiones de la llanura pampeana. A la desidia didáctica, había que sumarle el velado patrotismo sarmientino de esas abnegadas maestras; o sea, que de innovar ni qué hablar. Ensalzamiento (perdón por la involuntaria metáfora gastronómica) del animal que había hecho grande a la nación. Y ahí estaban, los pobres angelitos, en sus pupitres de madera amurados al suelo, exprimiéndose la imaginación para estirar el texto lo máximo posible con ese modelo en blanco y negro (la famosa “holando-argentina”) de la fauna nacional (aunque no autóctona), el más apático ser del reino animal, después de la medusa, claro.
    También estaba el popular juego del Estanciero, otra forma de incentivar esas precoces imaginaciones para que con los años se volvieran unos prometedores empresarios de la industria ganadera. Jugaban de mentirita, con un tablero hexagonal y muchas tarjetas; pero mañana, si la diosa Fortuna los acompañaba, jugarían con campos y muchas, muchas vaquitas y toritos que solos saben arreglárselas lo más bien para reproducirse y multiplicar las ganancias. Añoranzas del imaginario de una clase media que se desvivía por tener los beneficios de la oligarquía, por ser el rastacuero aquél que se iba con su familia a París a malgastar sus riquezas. Era la Meca de todo ricachón sudamericano: el señor, detrás de las prostitutas más finas y caras; la señora, a arrasar las tiendas de ropa de las galerías Lafayette. Cuentan que hasta la vaca subían al barco estos aristócratas del buen vivir, además de toda su servidumbre, para tener leche fresca durante la travesía transatlántica. Una fortuna, dicho otra vez, que olía a feliz humus. Riqueza hecha sola gracias a la bendición de poseer tierras sobre una de las tres llanuras más fértiles del mundo. Pero ni con todos sus dineros (como lo cuenta de pasada Celine en su Viaje...) dejaban de ser para los europeos unos vulgares rastaquouères...
    Ahora que recuerdo, el actual Ministerio de Economía se llamaba antaño Ministerio de Hacienda: los políticos de entonces lo sabían tan bien como los de ahora: para ser un caudillo político hacía falta antes tener mucho dinero, y sus riquezas (otra vez) estaban hechas de vaquitas. El contrabando de cueros en la época del monopolio colonial o luego la exportación de carne congelada a partir de la invención del buque-frigorífico, cuando el país ya se había incorporado al concierto de la economía mundial como sumisos aportadores de materia prima: cereales y carne. Así se edificó el “granero del mundo”, que enriqueció obscenamente a unas 300 familias, las dueñas de la pampa húmeda, las dueñas del país. El estanciero-caudillo, el líder que, porque supo gobernar su hacienda, también sabrá gobernar un país.
    Y toda este divagar alrededor de tal simpático cuadrúpedo que “nos da la leche y la carne” (no chicos, se las sacan) vino a cuento porque otra vez el gremio de la carne llamó a una huelga. Los mataderos son un desierto, los frigoríficos no entregan mercadería, las carnicerías sufren el desabastecimiento, y el “gordito argentino” de clase media no sabe qué hacer con su infaltable ración cárnica en su dieta. Pero ojo: cada vez son menos los que pueden saborear un churrasco o una tira de asado, pues los empresarios del rubro prefieren exportar su mercancías (y cobrar en dólares) que abastecer el mercado interno, con la obvia disparada de los precios. No es de extrañarse: en un lugar del mundo que siempre fue tan injusto, que en “el país de la vacas” comer carne sea un lujo para cada vez menos habitantes no debería sorprender a nadie.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado julio 2015
    Cal y arena

    Ayer, en viaje libresco por, como diría un ensayista, “La cabeza de Goliat”, conocí un poco más (sin querer) algunas fachadas del ambiente literario. Fue así. Hice mi recorrido habitual por tres librerías de usados, como ya he dicho alguna vez, ejercitando mis tres actividades con el ambiente: canjeando, comprando y (si la situación lo amerita) hurtando ejemplares. Pero claro, en ese tipo de librerías uno encuentra lo que el azar de ese mercado tan peculiar ofrece. Y yo estaba ansioso como un chico por conseguir libros de dos autores puntuales. Dentro de mi infantilismo incurable, creía (y aún creo) que leerlos iba a estimular (¡y hasta mejorar!) mi escritura de manera instantánea, como quien se toma una aspirina. Esa creencia ingenua en la espinaca encuadernada me lleva pensar que es ahora o nunca, que debo conseguir esas prosas sin pérdida de tiempo (otra ingenuidad: como si el mundo sin mis textos se perdiera de algo).
    En fin, por eso, cuando terminé con el canje y no hallé libros de estos dos autores, en vez de no gastar más plata y volverme temprano a casa, evitando la hora pico del tren y el frío de la noche, me subí a un colectivo local para seguir la búsqueda, ya en librerías de libros nuevos. Primero fui a la de la Biblioteca Nacional, que funciona en la planta baja del propio edificio, institución que edita buenos títulos y a un precio un poco más accesible. Allí, después de la compra, subí hasta el auditorio del tercer piso para ver si había alguna actividad; y sí, me encontré con una conferencia a punto de comenzar. Trataba sobre hermenéutica del postcolonialismo. Esas dos palabras me interesaron. El público lo componíamos seis personas, creo que incluyendo a los tres panelistas de la mesa que venía a continuación. Un jueves laborable a las dos de la tarde, allí, en la cápsula de la intelectualidad, me sentí un aristócrata ocioso, un privilegiado, escuchando hablar sobre Said y compañía mientras la gente afuera tenía que trabajar para, como decían los viejos, parar la olla. Grabé las ponencias, charlé con una de las expositoras, después chusmeé un rato una muestra que había allí sobre Marechal y me fui. Salí de ese edificio construido bajo la estética brutalista (mucho cemento y caño impúdicamente exhibido) que tanto me recuerda a la nave nodriza de la serie “V invasión extraterrestre”, y consideré que este primer desvío había valido la pena.
    De allí, nuevamente en colectivo para costearme hasta otro barrio, a buscar el otro de los talismanes yendo hasta la librería de la editorial que lo puso en el mercado. Entré y descubrí que allí, sentado en un sillón, charlando con el editor/librero y su empleado, estaba el autor, a quien llamaré S, del libro que había ido a buscar. El empleado (N) me preguntó qué andaba buscando y yo, sin mentir, algo incómodo por la sorpresa, le dije “el último libro del señor” señalándolo con una mano. Ellos se interrumpieron y me miraron, divertidos. El empleado me dijo “mirá qué suerte, te lo llevás autografiado”, cosa que hice a pesar de que estos gestos de divismo/cholulismo no me interesan en lo más mínimo. Me sumé de a ratos a la charla, con cuidado, no por él, sino por el editor (a quién llamaré F), un gordito fanfarrón e histriónico que publica sus poemas en su propia editorial. Editor y autor, ya lo sabía, son amigos, por eso S (que también dirige y guiona films) alterna sus publicaciones en una editorial de las grandes y en ésta, la de su amistad. Este escritor es un tipo sencillo y amable, como lo he visto en las entrevistas de tevé, y , ya en confianza, aproveché para comentarle algo de sus dos novelas que había leído hasta ese momento. Pero me incomodaba el revoloteo cercano de F, con sus aires herraldianos. Finalmente S se fue y me quedé solo con el editor y el empleado de la librería. Seguí revisando algunos de los libros supuestamente “usados”, y cada tanto consultaba el precio de algunos. Eran carísimos, con valores típicos para coleccionistas. Ahora entendía la humorada del nombre que le habían puesto a la librería (llamémosla IA), de un aparente compromiso ideológico que en el fondo era pura ironía. Pretensiones de libros “proletas” con precios de anticuario... Muy gracioso. Me dejaban solo en el saloncito de venta, y cada tanto me llegaban desde la trastienda partes de lo que hablaban F y N. Claro: acabado el show, busines are busines... Finalmente pagué y salí de allí con el otro libro que creía fundamental para alimentar la máquina de mi escritura. En el viaje de regreso me sentí bastante embroncado conmigo mismo, estos tipos son unos fallutos, pensé; pero por qué la sorpresa: el literario, al fin y al cabo, y como cualquier otro ambiente comercial, está lleno de revolucionarios que sobre el podio se dicen progres, pero que en bambalinas cuentan billetes y hacen balances. Editores y libreros no escapan a las generales de la ley del hombre de negocios: por la plata y nada más, y el resto es pose.
    En fin, una de cal y una de arena.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2016
    Desayuno con dios

    Esta mañana, en un MacDonals capitalino, con un desayuno baratito, mataba el tiempo bajo techo mirando el cielo cargado de agua sobre la avenida Cabildo desde un primer piso. Pero más interesante era lo que pasaba en la mesa contigua: dos evangelistas preparaban sus ¿misas?, perdón por mi ignorancia de ateo (y “arreligio”), supongo que sería la parte del rito que los católicos llaman sermón u homilía.
    Uno parecía mayor (¿elder?), y guiaba al otro en el armado de los speeches. Con sendas biblias junto a los vasos plásticos de café, iban revisitando las cartas paulinas. Planificaban como burócratas, pero con una pátina de escatología ultraterrena encima que me los volvía enternecedores por convencidos. Se decían cosas como “y después de esto, convendría meterle este pasaje de Corintios, que tiene fuerza”, o “fijate el comienzo de Éfesos, que levanta la atención”.
    En algún momento se olvidaron de sus textos sacralizados y se pusieron a criticar a un colega que al parecer no arreaba lo suficiente a sus ovejas. El más experimentado (sesentón, chicato, morocho, con el final de un tatuaje que bajaba por un brazo y se le escapaba por la manga corta de la camisa) que se sentaba frente a mí, le decía al otro: “Hay que tenerle paciencia a los hermanos, porque vienen para que los escuchen, para que los contengan, ¿si no para qué?”. Y el que no era más que una nuca para mí le confirmó: “Y claro. ¿El que está bien para qué va a venir?”.
    Se demoraban, hacían tiempo como cualquier otro oficinista, como yo, sin ir más lejos. Pensé que debía de ser muy tranquilizador vivir creyendo en algo. Sí, el nihilismo a veces cansa. Hay veces en que me gustaría poder apoyarme en ficciones como la de la vida eterna. Por lo menos me reconfortaría saber que todo este esfuerzo inútil que es el llevar una vida al final va a servir para algo.
    Miré el reloj y aproveché para pasar por el baño. Faltaba más de media hora para que el banco abriera al público, pero yo quería estar primero en la cola de la vereda, cosa de asegurarme de comprar unos pocos dólares lo más baratito posible, como el desayuno, al precio de apertura.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2016
    Civilización 1 – Barbarie 0

    Llegué a la estación cabecera del ferrocarril del oeste, el Once que la llaman por contigüidad con la plaza vecina, crucé los molinetes, me acerqué a un andén y casi que enloquecí con lo que vi: ¡la gente esperaba el tren haciendo una cola! Increíble pero cierto. Frente a las hipotéticas puertas, unas cien personas se distribuían pacíficamente en grupos pequeños para subir a los vagones que estaban por llegar.
    Antes, lo que yo veía, a unos respetuosos dos metros de distancia, como un antropólogo llegado a la isla de los hooligans, era una multitud desesperada que se agolpaba a los codazos para, ni bien la doble puerta automática se abriera, lanzarse adentro del vagón como dementes, y así ganarse uno de los asientos. Ese espectáculo siempre me había parecido un escena ideal para describir el fracaso de la sociedad en la que vivo. ¿Alguien quiere conocer a un pequeñoburgués argentino en pleno acto mezquino? Acérquese en hora pico, entre las seis y las siete de la tarde, hasta la estación cabecera de alguno de los ramales ferroviarios, y a cierta distancia contemple cómo un puñado de hombres y mujeres se empujan y pisotean con tal de viajar sentados. Siempre seguí tal zoológico desde lejos, dejando que se mataran entre ellos, incluso pasándole literalmente por encima a los pocos pasajeros que habían llegado y querían bajarse del tren. Después que pasaba el malón subía y me paraba en el medio del pasillo, previendo el amontonamiento que se produciría en Liniers, la última estación multitudinaria antes de que la compactadora de cuerpos despegase hacia la provincia homónima.
    Bueno, ayer ese espectáculo de estampida cuadrúpeda le había dejado paso a una cola sosegada, tranquilizadora para todos, pues sabíamos que por una cuenta simple (pasajeros esperando y asientos disponibles) podríamos viajar sentados, y nadie nos iría a primerear el asiento. Al fin y al cabo, habíamos elegido esperar en un andén cuya formación tardaría unos quince minutos en llegar, justamente porque preferíamos demorar la partida un rato más y viajar sentados. No soy de charlar, pero la circunstancia me superaba: si había un rincón de esta ciudad demencial donde mejor se reflejaba el fracaso del humanismo racionalista, era sobre esos andenes ferroviarios. (A unos pocos metros de donde estaba, hace unos años, casi cien personas murieron en un “accidente” producido por la corrupción política y la desidia empresarial.) Le pregunté a una mujer que se paraba detrás de mí qué había pasado. “¿Hace mucho que no viaja?”, fue lo primero que me dijo. Asentí. Me contó que desde hacía cuatro meses, coincidiendo con un cambio de gobierno, varios policías se apostaban en la puerta de cada vagón y obligaban a los revoltosos a hacer una cola. Y al que se adelantaba, como en un juego de niños, la autoridad uniformada lo mandaba al final. “Costó, ¿eh? Semanas enteras. Pero al final aprendieron”, reflexionó la mujer mirando a su alrededor. Y ahora, yo podía verificarlo, la gente ya se organizaba sola formando una cola frente a la línea amarilla que señalaba dónde debería detenerse una de las puertas del convoy. Instalado el hábito, ya no hacía falta la presencia coercitiva. Bajé las comisuras y cabeceé varias veces, señalándole a la señora mi sorpresa y asombro. En fin, que llegó el tren, subimos caminando, nos sentamos ordenadamente, y yo, por primera vez según recuerdo, hice todo el recorrido del Sarmiento sentado.
    Civilización 1 – Barbarie 0. Si don Domingo Faustino nos viera... estuve por comentarle a la mujer, que se sentó a mi lado, y recién ahí caí en la cuenta de que ese ramal llevaba su nombre.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado abril 2016
    Puerta equivocada

    Tuve la ocurrencia de ir a tocarle el timbre a Marcelo Cohen. Escritor fascinante, dueño de una obra única, por creatividad y originalidad, y poseedor de una prosa identificable por personal, algo que pocos artistas consiguen. Vi en youtube un programa muy interesante llamado “Obra en construcción” donde, entre otras cosas, los escritores son invitados a que cuenten aspectos de su oficio de escritura, la “cocina” del escribir, digamos, cosa que a mí me despierta gran curiosidad. Para mayor intimidad, el programa se filma en la casa del escritor, cerca de la biblioteca de donde elegirán diez libros y explicarán por qué de la elección. En la emisión dedicada a Cohen, ustedes podrán verificarlo, él confiesa que una de sus muchas neurosis se le volvió obsesión: sólo puede trabajar sus traducciones con un tipo particular de lápiz, y consideró que si la marca dejaba de fabricarse, no podría seguir traduciendo. Entonces empezó a acopiar los Stadler amarillos y negros para que nunca le faltara a la hora de traducir, robándoselos a amigos y familiares.
    Al principio del programa, como acostumbran a hacer, un paneo informal muestra la zona de Buenos Aires donde ocurre la acción. Aquí se puede ver un primer plano de la chapa con el nombre de la calle donde Cohen vivía (la emisión es del año 2002) y supuse que seguiría viviendo. Muy bien: memoricé la dirección y el frente de la casa, guardé en el bolso mi propio Stadler y me desvié de mi recorrido capitalino hacia esa esquina del barrio de Belgrano R (la erre supongo que por “residencial”). Yo viví durante cinco años a escasas 20 cuadras de allí, de hecho, a Cohen lo vi dos veces en una librería de usados de la zona. Pero aunque ya lo leía y lo admiraba, no me animé a abordarlo, tan entretenido lo vi revolviendo la estantería de “Literatura extranjera”. Hoy me arrepiento de no haberlo molestado.
    La cosa fue que me decidí a darme una vuelta por Martínez y Sucre, esquina en la que se mostraban las chapas azules con letras blancas, adheridas a un muro, identificatorias de la ubicación relativa donde se hallaba la casa del escritor. ¿Qué pensaba hacer si al tocar el timbre Cohen estaba y venía a recibirme? Antes que nada aclararle por el portero eléctrico que yo era un simple lector de su obra, que no le traía ningún inédito para que me comentara (aunque faltar no me faltan, entiendo lo cansados que estarán los buenos narradores de este tipo de “homenajes”), y que solamente quería regalarle algo, sin decirle qué. Si don Marcelo salía a la puerta, le obsequiaría mi lápiz, aclarándole que mi gesto no era una cargada sino una gentileza de neurótico a neurótico, digamos. Luego le pediría que me autografiara el libro de su autoría que más me gusta (Los acuáticos), que la noche anterior no olvidé de guardar en mi mochila, junto con los sándwiches para el almuerzo y los otros libros que llevaba para canjear en la librería que antes mencioné. ¿Y después qué más? Nada. Saludarlo, felicitarlo y comentarle sobre uno de sus títulos publicados en España y que acá, por el tipo de cambio y los impuestos aduaneros, cuestan un potosí. Tal vez a él le sobrara, allí mismo, en su bella casa de altos, algún ejemplar...
    No me gusta molestar a la gente, menos pasar por cholulo. Pero fui. Caminé desde Cabildo, di varias vueltas hasta que hallé la esquina que se paneaba en el programa de tevé. Esa zona, por cara, está llena de embajadas y colegios privados. Traducido: garitas de vigilancia por todas partes, ojos ocultos detrás de vidrios blindados y polarizados que seguramente verían con desconfianza (es su metié) pasar caminando a un tipo petiso, con la cabeza rapada, ropa informal y una mochila colgada de un hombro. Finalmente llegué a la esquina en cuestión. Y no pude reconocer la casa de Cohen. Ese frente con porche y garaje pintado de verde de mi memoria no coincidía con ninguna de las edificaciones residenciales de por allí. Me quedé parado en la esquina, sin animarme a llamar en ninguna. A pocos metros, la cámara de vigilancia de la embajada de Algeria ya me estaría haciendo un primer plano receloso, ni qué decir del vigilante que seguramente me observaría desde el interior de la garita de un exclusivo colegio secundario apostado en la vereda de enfrente. Por hacer algo, me di una vuelta a la manzana, trayecto por el que tal vez haya quedado registrado en las cámaras de las embajadas de Libia y Túnez. Regresé a la esquina en cuestión y, ya sin margen para más dubitaciones, me decidí y toqué timbre en una casa sobre la calle Martínez que me resultó la más parecida a la que traía en la memoria. Detrás del garaje un perro ladró un rato, pero nadie acudió al llamado. Me quedé parado unos buenos minutos detrás de la puerta reja, en la (aparente) quietud de las tres de la tarde de un día laborable en un barrio residencial.
    Finalmente renuncié a conocer en persona al escritor y seguí viaje, con el lápiz sin regalar, el libro sin autografiar y los comentarios que pensaba hacerle a Cohen sobre sus textos sin articular.
    De regreso en casa, tarde, lo primero que hice fue repasar el video. Me di cuenta de que el domicilio en cuestión estaba sobre la calle Sucre, no sobre Martínez, casi a mitad de cuadra. En el video se veía pasar a un colectivo de la línea 113, el mismo que casualmente pasa, unas veinte cuadras antes, por el frente del edificio donde yo vivía. Si hubiera prestado más atención... qué estúpido me dije, pasé caminando por la vereda de enfrente dos veces, sin darme cuenta. Pero por otro lado, mi visita fallida a Cohen evitó ponerme en el lugar incómodo del fan que cargosea a su admirado. Al fin y al cabo, pensé de regreso del viaje, en el anochecer de un día agitado, mejor fue no haberlo importunado. Tal vez en ese momento, en el ático de su casa de altos, Cohen estuviera escribiendo su mejor página, o durmiendo la siesta. Lo mismo da. ¿Qué derecho tengo de andar molestando a la gente, al fin de cuentas?
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
                                                Nueve millones por la puerta

    Hace unos meses descubrieron a un ex funcionario nacional de alto rango tratando de esconder nueve millones de dólares de la corrupción. A las cuatro de la madrugada, el caudillo peronista fue sorprendido por un vecino arrojando bolsos repletos de dinero por sobre el muro de un "convento", y ayudado por unas "monjas". Todo ocurrió en las afueras de una localidad del Gran Buenos Aires. Las comillas son porque luego se supo que el lugar no era un convento y sus cómplices (que ahora están procesadas) no eran religiosas.
    En el país de la simulación, de la estafa y de la devastación de lo público, nada mejor que este ejemplo para describir al gobierno más corrupto de la Argentina que durante 12 años se llenó la boca hablando del progresismo y la defensa de los pobres.
    Tiempo después, en un programa periodístico mostraron las imágenes que tomaron las cámaras de seguridad de la ciudad. El ex secretario corrupto dio vueltas durante horas con su coche cargado de dólares, esperando que sus cómplices religiosas la recibieran. Y viendo las tomas de esas cámaras que hoy son nuestro Gran Hermano de la vida pública, pude verificar que el automóvil pasaba frente a la puerta de mi casa. Es que yo vivo en esa localidad donde apresaron al tercer funcionario K que hoy está en gayola y que pronto recibirá a más amiguitos en la penitenciaría, incluyendo (quizás) a la ex presidente, aunque nunca se sabe si habrá justicia en un país podrido hasta la médula como éste.
    No importa, a lo que iba era a esto: mientras a pocos metros de esa calle yo dormía el sueño de los honrados, un ex secretario nacional de obras públicas pasaba con 9 millones de dólares, una ametralladora, varios Rolex... Y yo ahí, tan cerca, durmiendo, tal vez soñando, tan apacible se me vería.


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