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Las pesadillas nunca acaban

JhoanTJhoanT Anónimo s.XI
editado noviembre 2015 en Terror
John Clark fue un ciudadano de Londres, Inglaterra, durante el siglo XVIII. Era viudo, ya que su mujer fue asesinada durante un atentado en la capital, dejándolo a él con la responsabilidad de criar a su hija en la soledad de su hogar.

Durante los siguientes años de su vida, comenzó a padecer severas enfermedades mentales y trastornos psicológicos. Estos conllevaron a que dejara su estilo de vida, abandonando la capital por temor a la sociedad, para así vivir encerrado en una mansión abandonada, abarrotada por la penuria, con paredes húmedas y pintura caída, grietas, mugre, cuadros viejos… pero él solo se encontraba en uno de los aposentos más pequeños y apartados de la morada; uno el cual no había sido casi afectado por el paso de los años. En él, solo se encontraba una deslucida cama de hierro fundido con una colcha desgastada, que había perdido su color.

Un día, John despertó y, para su temor, encontró a su hija fallecida en su habitación, con un cuchillo de cocina lleno de óxido y herrumbre en su estómago. Lo que no esperaba era que, durante esa noche, viviría la peor experiencia en su vida.



Eran las 12 de la noche. John sin ningún motivo se había despertado. Por alguna razón, ya no padecía sus dolencias o conduermas. Tampoco se sentía alienado o poseído por el desvarío que le había propinado su viudez. Su cuerpo tampoco era el mismo, era más joven y vivo de lo que recordaba; ya no era aquel vejestorio de mal humor cuya vida se veía limitada a las 4 paredes de su habitación. Al lado de su cama había una pequeña mesa con una vela gastada a la mitad y unida a una pequeña bandeja de cobre, cuyo ligero fulgor era lo suficiente para iluminar la habitación.

John salió de su habitáculo, lugar donde, desde su arribo a la mansión, era el único sitio en el cual podría ser encontrado. Nunca salía a los pisos inferiores u otras habitaciones. Si se veía en necesidad de ir al baño, se levantaba y caminaba hasta la puerta que daba cara a su lecho. En su interior se encontraba un espacio pequeño, de unas cerámicas que en su momento fueron de color blanco, pero que con el paso del tiempo y abandono se han visto reducidas a pequeños trozos nacarados pegados a la pared.

Al salir se encontró en un largo pasillo, sombrío y desolado, donde solo pocas partes se encontraban iluminadas por la refulgente luz de la luna que llegaban a través de las ventanas polvorientas y astilladas de aquel corredor.

Poco a poco, comenzó a descubrir el horrendo lugar donde vivía: muebles destrozados, escombros por todo el suelo, paredes y techos llenos de herrumbre y rasgadas… Pero había algo que le incomodaba a la par que le perturbaba a medida que recorría los pasillos de su morada. Un cuadro. Pero no solo uno, sino varios que tapizaban las paredes de la estrafalaria arquitectura de la mansión. Estos causaron un interés dentro de él, a la par de un incipiente delirio por su contenido: una familia de tres, donde se podía contemplar a una niña, de cabello negro, pálida y con ojos bien abiertos, con grandes pupilas oscuras como un abismo sin caída.

Después de un largo rato divagando por los pasillos de la casona, haber entrado en distintas habitaciones y bibliotecas y explorada las diversas buhardas que daban cara a la lúgubre noche, se encontró con unas escaleras oscuras. Ya no había otro sitio al cual ir. Por un momento dudó en continuar, no había razón por la cual seguir. Lo único que deseaba era volver a su habitación y pensar que todo era un sueño, tal vez algún efecto secundario de sus medicinas. Pero había algo que despertaba su viveza, que se imponía a la indolencia y el temor: aquella joven de los cuadros.

Sin importar las consecuencias, decidió adentrarse en aquel pasaje oscuro. Cada pisada estaba llena de temor y recelo, donde no existía certeza del destino de aquella hueca y agrietada madera que conformaba una escalera. De a poco, una ligera luz amarilla comenzaba a distinguirse entre aquella lobreguez. Al llegar a aquel punto, descubrió algo que provoco un escalofrío por toda su espina.

Aquello era un sótano. Sus paredes, suelo y techo estaban cubierto de ladrillos llenos de moho. Tenía algunas tuberías oxidadas, dudaba de su funcionamiento. En el medio, se encontraba un socate guindado de un bombillo de luz tenue y amarilla, con una cuerdecilla que lo activaba. No había nada que pudiera guardarse en aquel sitio; apenas se encontraban unos barriles de roble astillados y manchados.

Aquel lugar no era más que un abreboca para lo que realmente presenciaría John. Lentamente, una sombra subrepticia se hacía crecer en la pared. De un paso suave y delicado, se vio salir bajo la ligera luz a aquella silueta. Una niña vestida con un vestido largo, de color blanco, que le llegaba a los pies. Era la niña de los cuadros. Sus ojos estaban ensangrentados, y su terso vestido levemente contenía una mancha de sangre. John tímida e instintivamente fue retrocediendo sobre sus pasos, hasta darse cuenta que había chocado contra la pared. La niña, cuya mirada reflejaba pena, se acercó a John con sus brazos extendidos y, al momento de tocarlo, se despertó.

Cuando John despertó, se percató que estaba en la misma habitación del comienzo. Al salir nuevamente con su vela, descubrió que los pasillos habían cambiado; ahora se encontraban manchados de un fluido rojo intenso, totalmente oscuros. Los cuadros distorsionados y, por alguna razón, una gran cantidad de muñecas de trapo sentadas mirándolo fijamente.

Mientras deambulaba por los pasillos, comenzó a fijarse que los cuadros habían cambiado: ahora mostraban a un sujeto en la lejanía de una casa, con una niña cargada en sus hombros. John comenzó a tener efímeras visiones, donde se veía a si mismo con esa niña, pero no lograba observar su cara.
Durante muchas ocasiones, John se encontraba con la niña de los cuadros y despertaba repentinamente en la misma habitación, repitiendo continuamente este proceso; solo con la diferencia de que ahora había logrado avanzar más en la mansión, encontrando puertas que antes no había examinado. Antes de que el infante llegara y su sueño culminara, se encontraba con una puerta final; una de madera de color blanco, donde no lograba entrar por mucho que la forzara.

John comenzó a perder el quicio. No podría encontrar una solución. Aquella niña ya no lo amilanaba; por lo contrario, se sentía más impávido que nunca. Por más que tratara, no podía escapar de aquella pesadilla que parecía no tener fin; tampoco lograba abrir la puerta por más que la golpeara o intentase romper. Sin embargo, en cada sueño, continuaba observando cuadros donde se veía al mismo hombre junto a la misma niña.

En un momento de desespero y angustia, lo único en que pensaba era en Araceli. Si, su hija de unos apenas 13 años con la que cargaba el peso de criar en la soledad de su viudez. No había encontrado una mujer que fuese su complemento. Sabía que nunca llenaría el vacío que Margaret dejo en él, por lo que su único designio era el del cuidado de su retoño.

Estos pensamientos lo aliviaron un poco y ayudaron a recordar el pasado. Fue entonces cuando, mientras observaba un cuadro, se dio cuenta de algo que había dejado pasar por todo este tiempo y que ahora podía ver claramente.

Aquella joven que veía junto a un hombre sobre sus hombros, era la misma que había dejado en el olvido todos aquellos años desde su llegada a la mansión. Aquella muchacha no era más que su hija, Araceli, montada sobre los hombros de su padre: John Clark.

Fue en ese momento en que, con una gran ansiedad, John comenzó a correr por los pasillos de aquel lúgubre lugar en busca de su hija. Durante todas sus pesadillas, la encontraba en diversos lugares de la mansión, pero esta vez ya no estaba. Al llegar al final de esta, donde yacía aquella puerta inaccesible, se encontró también con una llave en el suelo. Al recogerla, la introdujo en la cerradura, logrando adentrarse en su última esperanza.

Al entrar, encontró a su hija, sin vida, con un cuchillo de cocina en el estómago y tirada en el suelo de aquella habitación donde comenzaba sus pesadillas y había vivido durante tantos años desde su mudanza. Al lado de la cama, se encontraba él mismo, ahorcado en una soga y con manchas de sangre en las manos y ropa. La conmoción y furia que sintió en ese momento al ver a su hija y a él mismo fallecido lo llevo a comprender e hilvanar lo sucedido, pero para ese momento, su pesadilla finalmente había terminado.

John había asesinado a su hija con un cuchillo debido a sus problemas mentales, lo cual no pudo recordar el día en que la encontró en su habitación. Esto le ocasiono un gran remordimiento, llevándolo al suicidio para terminar con su sufrimiento, suscitando así una pesadilla que nunca acababa, siendo un alma sin descanso; un hombre atormentado quien ya no discierne entre realidad y surrealismo.

Comentarios

  • FilocratesFilocrates Fernando de Rojas s.XV
    editado noviembre 2015
    me gusto, muy bueno, al final todo tiene sentido y el final le da un buen cierre a la historia, de suspenso e intriga.
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