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Verdes

SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado agosto 2015 en Taller de Prosa
Verdes

Entré en la cocinita y ahí estaba mi mujer, con mi bombilla, usando de mi yerba, tomando de mi mate. Qué raro, ella jamás había tomado de esta infusión. Pero demás, la bombilla funcionaba: ella chupaba y líquido al parecer subía sin problemas. ¿O estaría haciéndome teatro para verme sufrir? Dudé un momento de mi escondite, de la salud de mis únicos ahorros.
Me la quedé mirando. Ella me sonrío desde la silla y me preguntó si quería algo. No, nada. Traté de mantener la calma y abrí la heladera. Ella siguió leyendo el diario, otra cosa que nunca hacía. Saqué un porrón para justificar mi entrada en la cocina, y salí a tomármelo al jardín. No podía hacer otra cosa más que esperar que ella terminara con el mate.
Ayer yo había escondido, enrollados, cinco billetes de cien dólares dentro de la bombilla. Hasta hacía una semana trabajaba en un pesquero holandés, cobraba en dólares, y esos verdes eran la indemnización de mi despido. A la bombilla la había comprado en una de esas tiendas de chucherías que se habían puesto de moda con el frenesí importador que había vuelto. Era china, desmontable, toda una novedad para los “materos”, podía separarse para mejor limpieza y destapación. Ayer, ni bien llegué del centro con la liquidación, desmonté el filtro del canuto y comprobé que los cinco franklins, bien enrolladitos, entraban a la perfección. Verdes con verdes, pensé, fácil de memorizar, y a ella nunca se le ocurriría buscar allí dentro. Varias veces ella me había dicho que la asqueaba ver una ronda de mate, varias personas chupando de la misma boquilla, “es anti higiénico”, me repetía, siempre con esa palabrita en la boca. Cuando yo mateaba con mis amigos ella saludaba a la pasada y abandonaba enseguida el living.
Terminé de tomar la cerveza, ahí parado, junto a la enredadera del fondo, y no supe qué más hacer. Me habrá estado espiando, pero cómo... y yo que creía que estaba solo en la casa. Ahora la muy bruja se me burlaba en la cara; anoche, en la cama, cuando me preguntó, yo dije que todavía no había cobrado nada. La ansiedad me venció, y volví a entrar en la cocina. La bruja seguía con la bombilla en la boca, el mate en la mano y los ojos en el diario. Ahora vi sobre la mesa una bolsa de papel con bizcochitos de grasa. Habrá salido hasta la panadería, porque yo no los compré. Otra novedad: con frío y todo, la holgazana, que siempre se había hecho atender, habrá caminado hasta la esquina, habrá entrado en un comercio, habrá pedido y pagado de su bolsillo. “Qué raro que ahora se te dé por el mate”, le dije con tono distraído, mientras me llevaba la pavita de arriba de la mesa, le cargaba más agua de la canilla y la ponía sobre la hornalla encendida. Ella levantó la vista para ver mis movimientos y me dijo “sí, se me ha dado por el verde ―silencio, para calcular mi reacción seguramente―. Pero por qué te me llevaste la pava, pensaba cebarme algunos más”. Le dije que yo también quería tomar “de los míos” (o sea, amargos) como para ver si largaba la bombilla de una vez. (Por los nervios acababa de tomarme una cerveza helada a las ocho de la mañana.) La bruja volvió a hojear el diario sin decirme nada. “¿Viste? ―le señalé con un índice―, bombilla nueva. Desmontable, importada”, y la miré fijo para saber su reacción. “Ajá” me respondió, y volvió a chupar, al parecer sin problemas.
Me quedé mirando por la ventana que da al patio. Cuando el agua estuvo a punto de hervir bajé la perilla de la hornalla hasta el mínimo. Noté que ella seguía en la misma página de economía. El titular hablaba de la escasez de dólares en el mercado informal, más la esperable escalada de su cotización. Volví a perderme mirando por la ventana, hasta que detrás de mí escuché su voz que decía “sed de verde”. Tuve ganas de pegarle un sopapo, pero me contuve (sabía que iba a correr hasta la comisaría, y después hasta lo de sus padres, como en otra ocasión) y preferí salir otra vez al patio. Quince minutos después (miré mi reloj pulsera: nueve menos diez) escuché el portazo de la puerta de calle.
Entonces volví a entrar en la cocina. Ahí estaba el mate, frío, con la yerba reseca... la sucia no se había molestado ni siquiera en lavar el mate. Desenterré la bombilla china de entre la yerba usada, la limpié un poco con la mano, desenrrosqué el extremo del filtro y me fijé dentro del canuto: había algo, fui hasta el baño y volví con una pincita de depilar de la bruja, la metí y saqué con cuidado los billetes. Eran de dos pesos, nuevitos, secos, como recién escondidos.

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