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La Paz Del Elegido (tuthmosis Iv)

Alejandra Correas VázquezAlejandra Correas Vázquez Gonzalo de Berceo s.XIII
editado noviembre 2009 en Histórica
LA PAZ DEL ELEGIDO

(TUTHMOSIS IV)
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Un radiante mediodía la planicie de Gizáh contemplaba la presencia de un grupo de príncipes menfitas que venían de caza. El sol caía con sus lenguas de fuego rebotando sobre la pulida superficie de las tres pirámides. La arena semejaba un gran mar amarillo centelleante, ante el resplandor del astro rey. Una placidez encantada sumía sus figuras extendiéndose por aquel escenario, donde el coro de voces juveniles cubrieron muy pronto la soledad de la atmósfera.

Ágiles como sus corceles, estos príncipes de Menfis recorrían la dimensión arenosa del desierto con la alegría rebosante de su juventud. El bronce rojizo de sus cuerpos contrastaba con la coloración clara de sus vestiduras. El esplendor de la vida emanaba de cada uno de ellos, como un canto a la naturaleza.

El conjunto era vigoroso. Animados por la caricia luminosa del día, expresaban con su plenitud el placer de la existencia. Los temperamentos particulares definían sus naturalezas íntimas. Uno de ellos (el más joven del grupo) tenía caracteres de notable sensibilidad : Muy delgado, refinadamente esbelto, de elegancia delicada, mostrando una frente alta y abultada que expresaba con soltura su temperamento intelectual. En contraste, su rostro estaba enmarcado por unas orejas pequeñas y adornadas de argollas. Su cabellera morena era muy abundante y la vellosidad le cubría la nuca.

Con sus manos finas de huesos pronunciados, dirigía con esbeltez al brioso caballo. Su gesto aristocrático y altivo, sujetaba el mentón sin perder la dulzura general. Nadie habría concebido al contemplarlo que aquel núbil príncipe (de delicadeza rayana en lo femenino) pudiese ser hijo del musculoso y cruel faraón Amenofis II, quien estremecía todos los extremos del Nuevo Imperio Egipcio, con su arrogante personalidad.

El príncipe Tuthmosis era un joven totalmente discrepante en estructura personal, con su padre. No tuvo aquella familia de nobles de la XVIII dinastía, en todo su conflictuoso devenir, ningún otro miembro tan exquisitamente dulce y afable.

La historia iba a ponerlo en la cabecera de un largo movimiento (como personaje iniciador de una aventura sociopolítica, a la vez triunfante y trágica) que habría de culminar en la fabulosa revolución de Amarna.

El era, sin embargo, una personalidad ajena a todos los conflictos domésticos y políticos del escenario en medio del cual tocóle nacer. Y habíase mantenido al margen de ellos. hasta el día de aquella "promenade" en Gizhá. El papel que habría de representar estuvo muy por encima de sus ambiciones y llegó hasta aquel sitial de los elegidos, por imposiciones ajenas a su voluntad y a sus decisiones.

El príncipe vivía por entonces, ajeno a las ambiciones faraónicas. Consciente de no ser el heredero oficial de la corona, evolucionaba su fresca existencia en las emociones contemplativas del espíritu, que habrían de acompañarlo toda la vida y en la lectura de libros jeroglíficos, en los cuales basó desde el comienzo su preparación intelectual. Pero Heliópolis decidió otro futuro para su destino.

En aquel luminoso mediodía en Gizáh, engalanado de juventud, este príncipe norteño (era de Menfis) hallábase sumido en pensamientos muy distantes a los devenires que le aguardaban. Las aventuras violentas de su padre el Faraón, estaban ausentes de su mundo interno. Lo único que el jovenzuelo pareciera haber heredado de Amenofis II, es el gusto por la vida al aire libre. Pero aún esta simpatía equivalente tenía matices opuestos. Incluso su propio padre había reparado muy poco en él, ya que era un descendiente educado en el norte. O sea en el Bajo Egipto, hacia donde bajan las aguas del Nilo. Mientras que el padre tenía su residencia en el Alto Egipto o sea el sur, Nilo arriba.

Tuthmosis era fresco en delicadeza y elegancia como la melodía de esas liras orientales. Aquel paseo de cacería debía tener para él, un interés mayor en la contemplación de la naturaleza o de los monumentos de Gizhá, que en la persecución de víctimas de caza. Todo su comportamiento posterior parecería demostrarlo.

El sol caía incandescente y la arena, ardiente como una llamarada, impuso a los príncipes menfitas un intervalo de descanso. Descendieron de sus carros de caza con fatiga y fueron en busca de la sombra, cuyo amparo ofrecían los monumentos. Tuthmosis eligió reposar junto al Dios Esfinge, a quien la arena cubríale todo el cuerpo dejándole sobresalir únicamente la cabeza, lo que alcanzaba una altura de más de quince metros.

Su cuerpo se distendió y la quietud llenó aún más de meditaciones aquel silencio pétreo de Gizhá. Mientras el país se conmovía en agitaciones sin cuenta, llevado de la mano de su fogoso faraón Amenofis II, el joven príncipe contemplaba la imperturbabilidad del desierto a la sombra de aquellos silenciosos monumentos que tenían ya entonces, más de mil años de existencia.

La serenidad del ambiente en aquella siesta sahariana, terminaría por hacerlo caer en un profundo sueño. Sus facciones adquirieron una mayor dulzura y su cuerpo bello y bronceado cobró una elegancia mayor, así dormido a los pies del Esfinge de Gizhá.

De improviso, como un relámpago caído en aquel ardiente mediodía, o como un trueno que invadiera la monotonía del escenario interrumpiendo el descanso, una voz sonora y penetrante quebró la placidez de Tuthmosis :

"¡Alza los ojos y mírame!

¡Oh hijo mío Tuthmosis!"

El príncipe se incorporó con la rápida agilidad de su cuerpo, extrañado y sorprendido. Alzó los ojos como le dijera la Voz y buscó con inquietud su procedencia... pero... ¡Nadie había allí! Ningún personaje real y humano como él, sólo la imperturbable forma pétrea de el Esfinge. Y la Voz continuó hablándole para confirmar al muy asombrado Tuthmosis, que efectivamente provenía de allí, de El :

"¡Yo soy tu padre! ¡El Dios Sol!

Y te doy mi reinado sobre esta tierra"

Enmudecido y sin dudar ya, permaneció sumiso y arrobado junto a la gigantesca figura del Dios Solar de Heliópolis que le hablaba. El Esfinge con su rostro pétreo continuó en el mismo tono emocionado, dispuesto a transformar toda la existencia de aquel príncipe y de la nación entera. Un príncipe olvidado. Alejado de la fastuosa corte tebana. Pero en aquel instante "elegido" por el dios sol del Egipto. Su mensaje continúa grabado en piedra desde entonces:

"Tu estarás a la cabeza de los vivientes adornado de la Corona Blanca y la Corona Roja y estarás sentado en el trono de Geb, el Dios Tierra. El país te pertenecerá a todo su largo y todo su ancho así también como todo aquello que ilumina el ojo del Señor-de-Todo... las riquezas de Bajo Egipto y el Alto Egipto así como los grandes tributos de todos los países serán tuyos. Todo es para tí por largos años. Mi apoyo y favores son para tí. Hace muchísimos años que posé en tí mi mirada y mi corazón."

"Tú de tu parte me protegerás porque tal como estoy hoy día me encuentro como enfermo y como ahogado por la arena del desierto donde resido ¡Atiéndeme y ejecuta mis deseos! Toma conciencia de que tú eres mi hijo y mi protector ¡Ven a mi pronto! Estoy contigo."

"¡Yo soy tu guía!"

El silencio volvió a invadir las soledades de Gizhá, mientras este joven, extasiado, tomaba conciencia despacio y con mucho esfuerzo, de la maravilla que le acontecía. No se había preparado nunca para tanta responsabilidad, ni superaba aún el asombro de los sucesos, pero iba a cumplir con empeño y entusiasmo, los deseos de su padre el dios solar.

Si los dos monarcas célebres que habrían de sucederle como herederos legítimos (Amenofis III y Akhenatón) serían baluartes de la paz suprimiendo las guerras, en él esta Paz se destaca sobremanera, porque recibió en sus manos un reinado totalmente agresivo, guerrero, devastador de rivales... (donde la batalla de Armagedón o Meggido ganada por Egipto ha quedado como un mito) y lo transformó en un reino pacífico.

Su persona como ser humano, es como un bello poema surgido entre los desencuentros de los hombres, que le antecedieron y los que habrían de sucederle. El abrió una ruta que hizo vivir a los habitantes del Nilo y sus vecinos, un centenar de años dichosos. Alabémosle aunque sea luego de treinta y cuatro siglos, por un mérito semejante.

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Alejandra Correas Vázquez
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