¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

La Antigua Vamurta

ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
editado febrero 2013 en Fantástica
Bueno, ahí voy. Espero que disfrutéis y no aburrir a nadie.
Iré dejando aquí trozos y más trozos, ordenados, eso sí...



Capítulo Primero
"LAS PUERTAS DE LA CIUDAD"

Desde donde se hallaba, se podían escuchar susurros que se perdían. Llegaban luces oscilantes, las blancas luces del sol. Hacía calor y sudaba. El dolor seguía creciendo, extendido en poco tiempo por todo su cuerpo cansado hasta mandar sobre su voluntad. Cuando consiguió entreabrir los párpados, le pareció que unas sombras cruzaban los haces de luz que se proyectaban sobre su cama. Intuyó que no estaba solo, que algunos estaban cerca. Desde el exterior llegaba el rumor de una ciudad, una ciudad que jadeaba asustada. Logró razonar unos instantes. “Los dioses que tanto me han dado, hoy parecen negármelo todo”.
Casi no recordaba nada de esos últimos días, tan sólo conseguía vislumbrar una confusa sensación de pérdida. Creyó intuir unas palabras cruzadas a su alrededor. La fiebre volvía a galopar en sus arterias, temblaba. Alguien aplicó una húmeda y fría tela sobre su ancha frente. Creyó que su piel, áspera y gris, era refrescada por una leve corriente de aire.

La realidad se fundía de nuevo, esas voces se alejaban, los claros en la habitación desparecían. Cerró los ojos. Necesitaba ordenar, necesitaba saber dónde se encontraba. De golpe, se incorporó de la cama. Gritaba, preguntaba por su madre con desespero, hasta que sus fuerzas flaquearon y se desplomó sobre las sábanas para volver a un dormir nervioso.
El incienso que quemaba en la estancia aligeraba el peso de sus propios olores, el hedor de un enfermo mezclado con las secreciones de su herida. Volvió a un estado de semiinconsciencia, sumergido en un baño de emociones. En el aquel rincón de reposo, el mundo era un lugar sin tiempo.

Debía ser muy pronto. Cerró y abrió sus puños, se palpó la cara con prudencia, como si concibiera la posibilidad de descubrir a otro. Haber perdido el paso de los días y de las noches le producía una vaga sensación de vértigo. La fiebre había remitido. Ahora era capaz de observar su entorno y volver a situarse.

El techo de la cámara era un gran lienzo, escenas de combates de los padres de su pueblo. Se habían aplicado pocos colores. Dominaba una textura color tierra punteada de azules y tonos más oscuros. En el centro de la escena, un grupo de hombres grises traspasaban con largas lanzas los esbeltos cuerpos de los murrianos, agrupados en un extremo del mural, dibujados con una idéntica expresión de terror, alineados como si se tratara de un rebaño que espera su sacrificio. Algunos intentaban escapar y eran dibujados huyendo a la carrera hacia el otro extremo del mural, allí donde se vislumbraba el horizonte, donde se distinguían las grandes montañas del oeste. A la derecha, era representada Vamurta, con su gran anillo amurallado, de donde salían filas y más filas de soldados, los cascos azulados, bajos los estandartes negros y blancos del condado. Su mirada abandonó los movimientos del fresco, desplazándose hasta la pared que tenía justo enfrente. Encontró una amplia estantería de duro roble que llegaba hasta el techo. Allí se guardaban gruesos lomos de cuero viejo. Libros de doctrina religiosa, de ciencia y arte, las Leyes Dantorum, tomos de caza y algún tratado naval. Era su habitación. Veía el armario de armas abierto a la derecha de la balconada, por donde, tamizada por delgadas cortinas blancas, se filtraba la luz fría y limpia del amanecer.

El dolor volvía a despertarse, a quemarlo. La pierna. Un dolor negro y silencioso que conseguía romperlo. ¿Qué había pasado? Se retorcía sobre las sábanas, cerraba sus puños con fuerza. Dejó escapar un alarido. ¿Cuándo, por qué todo se despedazaba? Sus seguridades, sus recuerdos tiemblan. ¿Qué hacía allí, en su cama, herido? Nadie los había visto llegar. Cerró los párpados, se acarició su barba negra, de pelo liso, aún, después su rostro de piel gris cuarteada por los años. Estiró su pie izquierdo hasta notar cómo los huesos crujían. Los hechos se habían sucedido con gran violencia, uno tras otro sin que nadie los pudiera frenar. Los hombres grises no estaban preparados, nadie conocía, nadie había previsto los preparativos del pueblo murriano. Le pareció recordar cómo se había despertado en algún punto cerca de la capital, tras la batalla. Estaba allí, aturdido. Se había medio incorporado sin entender qué es lo que tenía enfrente, dónde se encontraba. Sombras, manchas de luz mortecina. El cielo, una gran franja azulosa apagándose, se extendía por encima de la línea del montículo que se elevaba frente a sus ojos. El silencio del crepúsculo, el momento en que los latidos del día se retiran.
Desde su cama recordó cómo en aquel momento un intenso mareo lo mantuvo de rodillas, sin fuerzas, atormentado por una terrible sed. No sentía la lengua ni los labios. Sabía que necesitaba agua para abrir esa masa de arena que era su boca. Le llegó un rugir lejano, lamentos diluidos por la distancia. Volver a caer. No podía incorporase. Muy confundido aún, sus manos aterrizaron sobre algo frío y viscoso. Apoyado sobre un solo brazo se miró la palma de su mano. Roja, aquello que se adhería a su piel gris era sangre. El espanto. El miedo le devolvió los sentidos. Se encontraba rodeado de cuerpos sin vida, se había incorporado de entre los muertos. Veía bultos, hombres y mujeres cubiertos de un barro seco, manchados, algunos agarrados al asta de las lanzas, ahí una mano ligada al pomo de una espada. Una gran extensión sembrada por los restos de la batalla, un campo reventado, como un naufragio. Cuerpos amontonados siguiendo las ondulaciones del terreno, acariciados por la luz azul y morada de la noche. Volúmenes inmóviles de los que sobresalían cabezas, banderas arañadas y brazos. Sobre el manto de los muertos, trazaban amplios círculos los buitres hasta aterrizar con gran parsimonia para desgarrar y tomar su tajada. Oía a su alrededor su aleteo incesante, los grandes pájaros levantando el vuelo, allí había uno dando pequeños brincos entre los muertos. Intentó entender.
Solo, al pie de una loma de piedras, abrasado por la sed, sucumbió al impulso de remover los cuerpos, frenético, sin percibir el gran hedor que como una niebla flotaba a ras de suelo. Levantaba piernas, giraba barrigas, levantaba corazas, hasta que encontró una piel de agua. No había mucho, dos tragos cortos. Exhaló aire. Inmediatamente después de beber su olfato percibió todos los matices de la podredumbre. Notó un golpe en el estómago, hasta tres veces sintió la subida del vómito... Consiguió dar dos pasos. Había que subir hasta esa loma. Había que salir...
«13

Comentarios

  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado diciembre 2008
    (He instalado un lector de pantalla en la web por si alguien quiere avanzar en la novela. Buen fin de semana a todos).


    ******************************************

    Eran tres doctores. Enseguida reconoció al joven Ermengol, amigo y médico de Palacio. Explicaba a los otros dos colegas el estado del paciente levantando los pulgares de sus manos entrelazadas.
    - Debilitado, sí. La punta de lanza le ha arrancado musculatura, no mucha, pero no ha roto ningún hueso ni las vías de sangre - decía, mientras se paseaba arriba y abajo, haciendo oscilar la túnica verde oscuro de doctor de la corte. - La herida ha sido desinfectada con raíces de osspirrus, lavada y cicatrizada con hierro candente. Hay que esperar. Ver si la carne se pudre o no. El golpe en la cabeza no es nada. Este hombre ha sufrido un cuadro de fiebre alta, de agotamiento físico total... Saben los dioses dónde habrá estado estos últimos días...
    El diagnóstico había sido más benigno de lo que podría parecer por su aspecto. Los tres médicos guardaron silencio mientras observaban a su enfermo que se revolvía entre las sábanas, inquieto, sudando y abriendo mucho los ojos. Los miró un momento con la mirada del ido. Se incorporó con violencia.
    - ¡La ciudad arderá! - les gritó-. ¡Arderá con todos dentro!
    - ¡Ya habla! - exclamó, sorprendido, uno de los doctores.
    - No habéis de hablar ni moveros, señor - sentenció Ermengol mientras empujaba suavemente al enfermo contra la cama.
    - La ciudad está perdida. ¡Escapad! - vociferó con desgarro.
    - ¡Rápido! Hierbas de Alou - ordenó Ermengol.
    Los vapores de las hierbas lo devolvieron a un sueño profundo.

    De aquel sueño nació una nube borrosa de donde surgía su ciudad. Cuando la ciudad ya se había alzado sobre un mar de nubes grises, empezó a temblar, a resquebrajarse hasta que, de repente, se hundió en muy poco tiempo, como si algo la hubiera aspirado abajo, abajo, mientras él presenciaba el hundimiento, impotente, desde una torre lejana donde se sentía encadenado por un encantamiento que inmovilizaba sus piernas, sus manos, su corazón. Después caía un gran torrente de agua y de entre esas aguas emergía su madre. Parecía muy joven y le hablaba. No podía comprender sus palabras, sólo recordaba que le hablaba. Su madre continuaba hablando y hablando y sus labios mojados describían una sonrisa permanente. Lo tomó por la mano y lo condujo a algún sitio. Era el Palacio de Verano y ya no llovía. Miraban las grandes encinas, de hoja lenta, desde el balcón alto. Su madre le miró sonriente y golpeó su pierna con furia. Dejó escapar un grito de dolor y despertó. Apretó las mandíbulas, sus dientes mordieron el aire. En la habitación reinaba la noche. Dos velas quemaban en la mesa, a su lado un viejo sacerdote dormitaba sobre una silla con las manos entrelazadas sobre su estómago. La herida era aún punzante pero su cuerpo cansado parecía haber recobrado un cierto vigor. Pero, ¿cuánto tiempo llevaba durmiendo? ¿El sol estaba a punto de asomar por su balcón o era media noche? El dolor en la pierna ya no mandaba, era intenso pero podía pensar. Pensar.
    Se hallaba tumbado en la cima de aquella loma. Había llegado hasta arriba y desde allí había divisado el amplio valle que se extendía alrededor de las viejas murallas de la capital. Vamurta. Más allá, sobre las finas líneas de las playas, siguiendo la hendidura del golfo de Vamurta sobre el mar, se destacaban multitud de puntos blancos sobre el azul cobrizo de las aguas. La flota del condado, la última vía de escape.
    El mar era aún territorio del hombre gris pero no había dudas sobre el descalabro. Decenas de centurias de murrianos formaban alrededor de la capital. Detrás de la infantería enemiga, grandes rinocerontes de tiro, resoplando con fuerza, cargaban sobre sus lomos las largas serpientes de fuego que habían derruido los muros de las ciudades del oeste. A la derecha del ejército murriano, y siguiendo el camino de poniente, veía avanzar ocho torres de asedio, que eran arrastradas por el esfuerzo de grandes bueyes que, a cada tirón, hacía tambalear los altos castillos de madera. El cerco estaba casi completado. No podía apartar los ojos de aquel espectáculo ejecutado con absoluta precisión. El enemigo era un enorme hormiguero desplazándose en perfecto movimiento, deslumbrante, el metal de las armaduras arrancando destellos a las últimas luces del día, un hormiguero que cruzaba los grandes rectángulos de los campos de trigo, derruyendo una a una las grandes masías de los barones erigidas sin orden por el amplio valle verde y dorado de los hombres grises, rasgando los colores de su condado con las lenguas fulgentes de sus armas, las banderas ocres, el rojo de los incendios provocados en su avance y el negro de las muchas columnas de humo que se levantaban para diluirse en el vasto cielo encarnado de la tarde.
    Lejos, al pie de las puertas de la ciudad, podía distinguir algunas formaciones dispersas de los hombres, aguardando, esperando a que la masa que se acercaba se desencadenara sobre ellos. Casi parecían niños. Sobre los muros y sobre la Torre de Oriente se amontonaba la guarnición de la ciudad, expectante. Cuando aún se sentía incapaz de apartar los ojos de aquel despliegue de fuerzas, se rompió el monótono avance del enemigo. Torció la boca seca, esbozando una sonrisa de esperanza. Un pequeño grupo de guerreros grises, quizás unos doscientos, corrían hacia su ciudad trazando una diagonal por entre dos grandes grupos de murrianos. Avanzaban a media carrera soportando el peso de sus pesadas armaduras pectorales y sus escudos de rodela. Era un cuadro erizado de lanzas, una mancha plateada vista desde lejos, que rompía los tonos ocres oscuros de los estrechos bancales que formaba el enemigo. Las tropas que defendían Vamurta reaccionaron intentando una salida, pero las dos falanges grises tuvieron que retroceder ante la intensidad de la lluvia de proyectiles con que los murrianos respondieron.
    Aquellos desesperados seguían corriendo. Podía intuir el esfuerzo, el estirón del armamento a cada paso, el sudor, el cansancio... A unas señales de bandera, dos brigadas de arcabuceros murrianos giraron ordenadamente hacia la derecha, encarándose a los que corrían. A su vez, dos grandes grupos que no supo distinguir, iniciaron un rápido movimiento para cortar el paso a aquellos hombres. Los murrianos, propulsados por aquellas desproporcionadas piernas, recortaban las distancias con una facilidad pasmosa. También vio grupos de piqueros enemigos moviéndose hacia las murallas de Vamurta para formar una segunda línea de contención.
    "Corred, corred", murmuró, aunque ya era evidente que los hombres grises nunca llegarían a su ciudad. A contraluz, observó como cada uno de los grupos levantaba grandes nubes de polvo que se movían sobre los campos y entre los frutales. Ya no distinguía nada. Poco después aquellas grandes estelas de polvo coincidieron y se entremezclaron. Se escucharon las detonaciones de los arcabuces, a intervalos regulares y, amortiguado por la distancia, el entrechocar de las armas. Pronto, los ruidos cesaron y el polvo volvió lentamente a la tierra. Lleno de impotencia, impaciente, empezaba a vislumbrar los resultados del choque. Observó que los bultos que se amontonaba eran los cuerpos tendidos de sus hombres. Se maldijo, tiró de su barba hasta hacerse daño. Quiso gritar. Todo aquello era evitable. ¡Todo! Tantos muertos… La ciudad cercada, la vana esperanza de una ayuda que no iba a llegar...



  • KundryKundry Garcilaso de la Vega XVI
    editado diciembre 2008
    El techo de la cámara era un gran lienzo, escenas de combates de los padres de su pueblo. Se habían aplicado pocos colores. Dominaba una textura color tierra punteada de azules y tonos más oscuros. En el centro de la escena, un grupo de hombres grises traspasaban con largas lanzas los esbeltos cuerpos de los murrianos, agrupados en un extremo del mural, dibujados con una idéntica expresión de terror, alineados como si se tratara de un rebaño que espera su sacrificio. Algunos intentaban escapar y eran dibujados huyendo a la carrera hacia el otro extremo del mural, allí donde se vislumbraba el horizonte, donde se distinguían las grandes montañas del oeste. A la derecha, era representada Vamurta, con su gran anillo amurallado, de donde salían filas y más filas de soldados, los cascos azulados, bajos los estandartes negros y blancos del condado. Su mirada abandonó los movimientos del fresco, desplazándose hasta la pared que tenía justo enfrente. Encontró una amplia estantería de duro roble que llegaba hasta el techo. Allí se guardaban gruesos lomos de cuero viejo. Libros de doctrina religiosa, de ciencia y arte, las Leyes Dantorum, tomos de caza y algún tratado naval. Era su habitación. Veía el armario de armas abierto a la derecha de la balconada, por donde, tamizada por delgadas cortinas blancas, se filtraba la luz fría y limpia del amanecer.

    El trozo que entresaco me ha impactado visualmente, metafóricamente hablando, olfativamente e incluso gustativamente... me encanta y el trozo en negrita es que literalmente me trasporta...
    besos,
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado diciembre 2008


    Aquella escaramuza despertó en él grandes dudas. Cansado, abotargado, veía como un suicidio atravesar los anillos del asedio. Los tres tradios que lo separaban de los muros eran recorridos constantemente por fuertes patrullas enemigas. A campo abierto era del todo imposible no ser cazado. Se mordisqueó los labios. Sabía que los murrianos eran capaces de recorrer las extensas llanuras de Ibam y podían sobrepasar con facilidad a cualquier hombre. Era necesario esperar la llegada de las sombras. Quizá sería más fácil para un solo hombre. Cruzar las líneas murrianas en silencio...
    Hacía falta esperar. Retrocedió, bajando hasta media loma, arrastrándose sobre las piedras. Consiguió parapetarse entre unos matorrales. Quedó panza arriba. Cerró los ojos, dejando que la brisa del crepúsculo le secara el sudor.

    El Consejo de los Once había subestimado aquella nueva guerra. Se había considerado todo aquello como otra fase en la larga lucha entre hombres grises y murrianos. Nadie creyó que habría tres grandes batallas perdidas y aún menos que se pudiera llegar al sitio de Vamurta. Nadie había previsto tal reorganización de los ejércitos murrianos. No habían llegado noticias de sus nuevas armas de fuego, capaces de romper madera, hierro y carne. “Nos abaten como a conejos”, pensó. Él, orgulloso de su mundo, de su linaje. Era el fin de su civilización, tan segura de su paso sobre la tierra. Y sí, habían estado sesteando, pendientes de los asuntos de las colonias, la vista puesta también en los territorios que se extendían al sur, siguiendo la costa del Mar de los Anónimos, una tierra habitada por clanes. Qué había más allá, se había preguntado muchas veces. Otro mundo aguardaba...

    Esas bestias habían llegado desde el oeste profundo, huyendo de algo. Su padre ya había combatido a los murrianos hacía más de treinta años. En aquella época nada podía frenar las cargas de las falanges. Aquellos guerreros grises acorazados de la cabeza a los pies. Sus mejores hombres, su infantería pesada. La guardia pretoriana, la Falange Roja... Eran los tiempos de la superioridad, cuando su padre capitaneaba las huestes y su madre el Palacio. Recordaba a su madre, las duras exigencias de su madre, maestra de la corte, valedora de mercaderes y grandes artesanos y a la vez, si los vientos giraban y sus protegidos caían en desgracia, una daga en las entrañas. Su juventud lejos de las mujeres. ¿Quién se atrevería a acercarse al hijo de la condesa? Aquel desastre. Era evidente que los informadores al servicio de Vamurta se habían limitado a cobrar para dar parte de sandeces... O incluso habían sido corrompidos. Malditos todos. Maldito cada uno.

    Caía la noche sobre el valle. Ya no se oía el aletear de los buitres. Pronto aparecerían las alimañas para cobrar su recompensa. Ya no podía hacerse nada por los muertos. Todo había sucedido tan rápido. Recordaba las últimas batallas como una sola. Las tropas grises formadas en líneas, los intentos de cargas, los rápidos repliegues del enemigo a la vez que se somete a las falanges a una lluvia de fuego, dardos y lanzas desde los flancos hasta convertirlas en masas esponjosas sobre las que caen los jinetes de Alak, lanzados desde atrás, montados en sus temibles ciervos de combate. Aquellos odiosos murrianos de montaña, sus largas lanzas como agujas. Luego llegaba el resto, aguijoneándolos, rompiéndolos...

    La garganta volvía a quemarle. Era incapaz de tragar un poco de saliva. No podía concentrarse en nada, la sequedad lo absorbía todo. Decidió arrastrarse hasta la llanura donde había sido herido. Rebuscó entre los cadáveres, ya con signos de rigidez, tembloroso, hasta que encontró otra piel. La sacudió y escuchó el sonido del líquido. Abrió la bolsa con mucho cuidado, bebió poco a poco, gota a gota, sentado en medio de ese campo de muerte. Pudo mover la lengua, la arrastró por el paladar, después entre los dientes. Se sintió un poco vivo, vivo. Debió de perder el conocimiento, quizá por un golpe en la cabeza. El casco seguramente le salvó la vida. No conseguía recordar, había negro en la memoria. Miró a su alrededor. Cerró los ojos respirando muy profundamente. Cuatro lágrimas colgaban de sus párpados. No quiso frenarlas como era el deber de un hombre, de un noble. Se hacía tarde. Agarró una lanza corta del suelo. Haciéndola servir de bastón se desplazó hasta otro pequeño promontorio que se erguía más al este. Las últimas luces desaparecían por las altas montañas de la boca del valle, la brisa fresca fregaba su barba y su rostro encostrado de barro, sudor y sangre seca. Una vez arriba se ocultó de los ojos del mundo tras los gruesos troncos de unos algarrobos.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado diciembre 2008
    (Sigo con esta novela épica, en fascículos...)


    La noche, como una gran bóveda destellante, era rasgada por el fuego murriano. Las gigantescas bombardas escupían su carga sobre los viejos muros de Vamurta causando enormes estragos. Descargadas de los rinocerontes, habían sido montadas sobre gruesas bases de maderas. Atadas con cuerdas del ancho de un olmo joven, el retroceso de las armas era frenado aunque la cadencia de fuego era baja. Contó, por los fogonazos, hasta diecisiete serpientes de bronce que abrían brecha en los muros y en los corazones de los hombres grises. El retronar, las largas lenguas de fuego de esas armas, causaban tanto daño como sus proyectiles. Las puertas de la Torre de Oriente, a pesar de su aplacado de hierro, ya ardían.

    Desde su improvisada atalaya seguía una vez y otra los trazados y las frecuencias de las patrullas de murrianos que controlaban los accesos a su ciudad. Entendió que la única alternativa para alcanzar los muros de Vamurta era infiltrarse hasta llegar al paraje del Molino Toscado, arrastrarse entre las altas espigas de cebada, dejar pasar una de las patrullas y cuando ésta desapareciera lanzarse a la carrera hasta el pie de los muros. Era un plan sencillo. Todo dependía de la rapidez y del sigilo. Se deshizo de la coraza pectoral, de las anchas grebas, dejó caer el pesado cinturón de cuero, se despojó de la cota de malla. Cubierto con un jubón sencillo y medias negras descendió del montículo. A medida que avanzaba hacia las posiciones de los enemigos, una incómoda sensación de pánico lo atenazaba más y más. Cualquier ruido lo asustaba, el leve aletear de las aves entre las zarzas lo asustaba, se agachaba girando su cabeza de lado a lado. Bien sabía que si era capturado su fin era seguro. Ya no pensaba en la suerte de los suyos. Sólo pensaba en salvarse. Esclavo, sería un esclavo para el resto de sus días. Llegó a los olivos que precedían las primeras espigas de los campos del Molino. A largos intervalos el rugir de las bombardas le proporcionaba la suficiente cobertura para avanzar más rápido en la oscuridad. Corrió hasta el olivo más cercano, se paró jadeante. Estaba demasiado asustado, tenía que dominarse. Respiraba muy deprisa. Corrió hasta cubrirse tras otro árbol. Un poco más adelante empezaba el sembrado de cereales, abandonado precipitadamente, sin segar aún, donde podría moverse sin ser visto. Era mejor no pensar, recorrer aquella distancia, jugársela, y una vez allí, descansar. Así lo hizo, a paso rápido, corriendo a intervalos, sin vigilar, concentrando su mirada en las manchas puntiagudas de las espigas que se mecían con suavidad, levantando un leve rumor que se apagaba cuando la brisa dejaba de soplar. El último tramo lo cubrió en una carrera descompuesta, los brazos torcidos pegados a su cuerpo. Se dejó caer en el campo como un muñeco, se adentró un poco entre la cebada y cerró los ojos. Sólo le faltaba cubrir la distancia hasta los muros. Oyó retumbar el suelo, eran pasos, muchos. Una columna de murrianos se acercaba como un torbellino.

    Arrapado al suelo los vio pasar y alejarse. Las antorchas de los enemigos brillaban sobre las láminas de sus delgadas armaduras, sobre sus rostros, haciéndolos más feroces. No gruñían, no hablaban. Era el retronar de sus cozes y el repicar de sus armas lo que le hacía apretarse contra el suelo. Entre las espigas entrevió sus enormes muslos, sus piernas esculpidas en acero. Lo que sería la tibia de los hombres era una extremidad muy estrecha, que descendía hasta una especie de pie negro y duro, parecido a una coz. Sobre esa potencia descansaban unos tórax estrechos y largos cubiertos por pectorales de cuero y metal, desde donde salían unos brazos largos y nudosos, de pelo escaso.

    Cuando la columna se alejaba pudo escuchar los silbidos de largas sílabas que emitían los murrianos. Sólo comunicaban alguna orden, aún y así se estremeció. Ya estaba tan cerca... Podría dormir y comer. Los ruidos se alejaron. Giró el cuerpo, quedando panza arriba. Respiró todo el aire de la noche de una sola bocanada. Ahora contemplaba el infinito vidrio oscuro del cielo, las estrellas aparecían y se escondían tras las grandes y alargadas nubes, que como poderosas galeras cruzaban el firmamento absorbiendo la luz de una luna titubeante. “Este es un buen lugar donde vivir”, se dijo, “es mi corazón, mi tierra”. Aquella idea lo reconfortó, otorgándole suficiente fuerza para incorporarse de nuevo. Atravesó a gatas, con apenas luz, unos huertos desbastados, cerrados por paredes discontinuas hechas con pequeñas piedras, hasta llegar a un espacio donde crecían aquí y allí matorrales bajos y dispersos. Más allá se percibía la masa negra de la muralla de poniente, de la altura de diez o doce hombres, hecha de enormes piedras grises encajadas por el arte de los antiguos picapedreros de Vamurta. Se distinguían las pequeñas siluetas de los hombres de guardia recortadas contra un cielo grisáceo, repartidos regularmente entre las almenas. Eran pocos porqué la mayoría debían encontrarse detrás de las ruinas de la Torre de Oriente, listos para hacer sangrante la toma de la ciudad.



  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado diciembre 2008
    En ese estado, entre el agotamiento y el retorno a una lucidez intermitente, el Heredero de Vamurta veía pasar ante sí imágenes y recuerdos cada vez más ordenados. Se preguntó por qué, tras tantos años de guerras, casi no sabían nada de aquella raza. Sabía que en las colonias, especialmente desde su independencia, hombres de todas las clases y murrianos compartían el territorio y, cada vez con mayor frecuencia, compartían negocios, creaban líneas de comercio en ciudades y aldeas en las que las mezclas dejaban de ser un hecho aislado. En la inmensidad de su condado, sólo sabían de ellos por los prisioneros. No vivía en Vamurta un solo murriano y en las alejadas marcas los contactos entre ambas civilizaciones eran escasos, casi siempre zanjados por el entrechocar de las armas.

    Siempre le había llamado poderosamente la atención las testas de sus enemigos, esas pequeñas astas sobresaliendo entre una larga cabellera de pelo adusto y de colores pajizos, el rostro, encerrado por líneas romboidales, sus ojos rasgados, normalmente de un color amarillento, a veces de un color madera sucio, y sus pequeñas narices, casi pequeños orificios encastados entre sus largos bigotes, delgados y tensados como el cordaje de un laúd. De barbilla estrecha y boca carnosa, aquellas bestias eran animales esbeltos y no muy altos, de corpulencia equivalente a un chico de diecisiete o dieciocho años. A pesar de esa grácil apariencia, los murrianos estaban dotados de una enorme resistencia, siendo capaces de presentar combate tras recorrer distancias considerables, distancias que las piernas del hombre gris sólo soportaría con intervalos de descanso. La pesadilla, la obsesión del conde era la velocidad de sus enemigos, superior a cualquiera de los hombres más jóvenes y rápidos del condado. En combate, excepto los oficiales, los murrianos se protegían con pequeños escudos de madera forrados por una capa de medio dedo de metal, donde dibujaban los emblemas de sus unidades. Sus cascos, en forma de gota y con dos pequeñas aberturas, acaban en un guardanucas de tela acolchada y recubierta de una fina coracina de hierro. Los murrianos tenían la virtud de la disciplina, la idea de ser una aldea organizada, donde cada paso, cada nueva idea era del grupo, no del individuo. Quizás era aquella su mayor virtud y ello se reflejaba en su organización militar. Protegidos con uniformes de cuero que les llegaban hasta media pierna, y pectorales de lámina de acero, se ataban al cuello pañuelos de colores que ayudaban a identificar y mover las diferentes centurias en el caos de la batalla. Casi nunca escapaban ni se rendían, y era tarea improbable capturar esos animales con vida.

    Ya se encontraba cerca de los muros que encerraban su ciudad, arrapado contra un suelo frío. La noche se desparramaba sobre los campos y la ciudad transformando las formas del día en un solo plano negro. Creyó distinguir un sonido nuevo, amortiguado por la distancia. Escuchó con mayor atención. Cuando las bombardas callaban le pareció que le llegaba un rumor, una vibración parecida a la de una gran manada de búfalos en movimiento. No era una alucinación, a pesar de su enorme sed y cansancio. Era la gente de su ciudad. O el movimiento de un gran ejército. No, no, eran sus ciudadanos, se oían los llantos de los más pequeños, los ladridos de perros, voces de mujeres... ¿La ciudad huía hacia el mar?

    Decidió cubrir el último tramo también a la carrera. Ya no podía pensar mucho más. La patrulla murriana hacía un momento que había desaparecido hacia el oeste. Sin más razones que le hubieran frenado, se lanzó al vacío del campo abierto levantando un revelador golpeteo de sandalias que repicaban contra la tierra argilosa. Veía la pared de la muralla acercarse más y más, alta, inaccesible. Corría y algo lo desconcertaba. Dejó de correr. Ahora comprendía, sobre el silencio de aquel sector se levantaban los gritos de los soldados que, desde las almenas, le coreaban. "¡Callad, callad!”. No tuvo suficientes fuerzas para gritar, le faltaba aire. Por fin palpó las piedras, frescas, agradables. Apoyó la espalda sobre la muralla, ahogado.
    - ¡Subidme! ¡Tiradme una cuerda! ¡Rápido! - gritó, sorprendido por la fuerza con la que había lanzado su plegaria.
    - La estamos buscando - respondieron desde arriba. Mientras, observaba a su alrededor, buscando en la oscuridad algún síntoma de movimiento-. Esperad un poco -oyó-. La luna sacó la cabeza detrás de unas nubes agrietadas. No se oía nada, excepto el lejano retronar del bombardeo. Tuvo la sensación que el mundo había dejado de rodar, un instante de sosiego. Se escuchó el sibilino deslizamiento de una cuerda rozando la pared de la muralla. Agarró la cuerda con fuerza, dispuesto a escalar los muros de su propia casa.

    Empezó la escalada con prudencia, buscando las grietas y los salientes en los lindes de los grandes sillares. Cuando apenas había ascendido a la altura de dos hombres, giró la cabeza para observar a su alrededor. El corazón le dio un salto. Recortados por la luz de la luna, vio acercarse un grupo de murrianos, al menos una brigada, avanzando al trote. Él era un blanco fácil, inmóvil para los dardos del enemigo. "Morir o vivir", se dijo. No tenía sentido permanecer a la espera, quieto como un pequeño ciervo. El trote de los enemigos perdía intensidad. Creyó entender que habían acudido para saber qué había levantando tanto alborto. No parecían tener una excesiva prisa. Siguió ascendiendo. El peso de su cuerpo por fin fue captado por los hombres de arriba. Comenzaron a izarlo como a un fardo. A cada tirón, sentía que se alejaba del peligro. Los murrianos permanecieron a la expectativa, quietos, vigilando aquel alejado tramo de muralla. Estaban allí armados de lanzas cortas, las empuñaduras de las espadas sobresaliendo por encima de sus clavículas, los pequeños escudos adosados a sus vientres, inmóviles como espectros. Fue un golpe de mala suerte. Mientras lo subían, se desequilibró levemente y golpeó con la rodilla contra el muro. Una piedra del diámetro de un puño se desprendió, cayendo, picando contra las grandes losas de los muros, llamando la atención. Los soldados grises dejaron de estirar. Quedó en suspensión, a su suerte. Los murrianos, como animados por una señal secreta, cobraron vida de nuevo y se dirigieron hacía él. Era inútil esconderse.
    - ¡Tirad! ¡Tirad, malditos! - gritó con voz rota.
    La cuerda se tenso de nuevo, alzándolo, sacudiéndolo. Escuchó unos silbidos, una excitación en la noche, un rápido galopar en la oscuridad. Luego, a su alrededor, unos golpes secos en la muralla. Sudaba, su corazón se había desbocado. En la oscuridad sólo podía percibir las lanzas cuando picaban contra la piedra. Otro rebote, el cuarto le rozó el cuello. Desde las almenas empezaron a responder, se oía el zumbido de flechas cruzando la noche, haciéndola vibrar. Notó el desgarro. Un dolor agudo lo llenaba, retorciendo todos sus músculos. El punto de quemazón nacía en el muslo. La sangre brotaba de su pierna, deslizándose hasta sus pies. Vio el dardo, blando, colgando de su carne. Miró abajo, los murrianos se retiraban arrastrando a dos de los suyos heridos. Lo siguieron izando, se mareaba, percibía cómo iba perdiendo la tensión en sus brazos, el cielo oscuro bailaba y volvía a girar...

    Lo trasladaban por detrás de las almenas de su ciudad. Consiguió abrir los ojos. Había conseguido sostenerse, agarrado a esa cuerda. Dos mujeres de la guardia lo movían, arrastrándolo entre una multitud de soldados que se habían agrupado para ver al que sería el último hombre en romper el asedio.
    - ¿Es el Heredero? - preguntó una de las soldados a su compañera.
    - No estoy segura... - respondió la otra resoplando -. Parece... Cuando lleguemos abajo. Hay antorchas.
    Antes que lo bajasen por las escaleras de caracol que descendían hasta la calle, recuperó la consciencia unos instantes. Miró la ciudad, que se extendía alargada siguiendo la línea de la costa hasta el delta del río Llarieta, que alcanzaba el mar tranquilo y caudaloso. Vista desde la altura de la muralla, la ciudad parecía un inmenso rompecabezas, un laberinto infinito donde las líneas de manchas de las azoteas se rompían y se volvían a cruzar. Había pocas antorchas encendidas, pocas lumbres marcaban las irregulares líneas de las calles. Los grandes palacios permanecían en las sombras. El único edificio iluminado era la Ciudadela Condal, erigida sobre un suave promontorio. Los altos muros casi inexpugnables del corazón del condado.

    Antes de desmayarse, recordó que lo tumbaron sobre una carreta tirada por hombres. Aquella paja olía a suciedad húmeda y a sangre. Aún aguantó el dolor durante un tramo. En su cabeza volvía la imagen de su ciudad. Conseguía retener imágenes fragmentadas mientras las ruedas de la carreta rodaban a trompicones. Algo le desconcertaba. ¡Ah! En la Cúpula Roja del templo de Onar no ardían las llamas sagradas y en el alto minarete de Sira no había luz. Y aquel silencio latente.
    El sitio de la ciudad se había calmado. Ya no resonaban los ingenios de fuego del enemigo. Ya no se oía nada.
    Sufría cada uno de los baches, cada salto de la carreta sobre las calles empedradas. Lo llevaban por la Avenida de la Victoria, una vía ancha flanqueada por los altos edificios de los prohombres de la ciudad. Veía los pequeños palacios de la nobleza y los ricos mercaderes de la ciudad, pasaron por delante del Teatro de Vajarta, sostenido por las sesenta columnas de mármol verde... Aquella gran avenida que rompía las callejuelas de la ciudad y trazaba un largo arco de oeste a este hasta llegar al mar, delante de las puertas del Palacio Condal. De repente lo comprendió, no se veía gente por la calle, cuando aún la noche era joven. No, nadie, todos debían estar encerrados en sus casas o esperando poder embarcar en el puerto, rogando a los dioses. Esperando alguna noticia, alguna señal, rogando por un milagro que abriese las garras con las que los murrianos atenazaban su mundo.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado diciembre 2008
    Sara miraba fijamente cómo su madre escogía los objetos más preciados de la casa, empaquetándolos en fardos cubiertos de tela y atados con cuerda. Nunca había visto a su madre moverse con tanto sosiego. Intuía que todo se estaba transformando en muy poco tiempo. A la ciudad habían ido llegando más y más gentes de las marcas, a pie o arrastrando carros con sus cuatro pertenencias. Eran gentes asustadas, que se amontonaban por las plazas cercanas al puerto. Más tarde comenzaron a llegar hombres de armas. Ya no llegaban familias de payeses. Muchos guerreros alcanzaban la ciudad heridos, sin fuerzas, e iban a morir entre largas agonías a la Casa de las Curas. Los rostros sin expresión de los que volvían, las prisas y las carreras por las calles de la ciudad, las reuniones improvisadas en las plazas, llenas de gritos y rumores. Noticias, mentiras, medias verdades que se extendían deprisa...
    Ya hacía unas cuantas semanas que no iba al taller de su maestro platero, donde pulía el metal y en alguna ocasión le permitían trabajarlo. Limas, punzones, polvo y el olor plomizo del metal habían quedado atrás. Vivía en la calle, con otros chicos y chicas, sin maestros, juntándose y separándose como lo hacen las gaviotas entre la cúpula del cielo y el mar, a voluntad. Toda aquella catástrofe de los mayores la favorecía. Hacía muchos días que podía hacer todo aquello que le viniera en gana. En casa sólo aparecía para llenar la barriga. Hasta que los alimentos comenzaron a escasear y aquellas bestias se plantaron a las puertas de su ciudad. ¿Cómo que no hacían nada los mayores? ¿No eran ellos la mejor raza? Aquella mañana, además, la expresión extraña en los ojos de su madre le produjo una sensación opaca. Miedo. Miedo a algo que todavía no sabía definir.
    - ¿Nos matarán, los murrianos?
    Su madre dejó de moverse, sus manos quedaron paralizadas unos instantes. Veía muy bonita a su madre. Los ojos muy negros y redondos, las largas pestañas oscuras, sus cabellos cortos oscilando en una pieza sobre su nuca. Su madre la miró. El sol de la mañana llegaba nítido hasta el comedor, donde se encontraban.

    - Nos marchamos en dos o tres días. Quizás tu padre se quede unos días más.
    - ¿A casa de los abuelos? ¿A dónde?
    - ¡No! - rió. Hacía muchos días que no la veía reír. Aquel sonido se escampó, libre, entre las paredes azulosas del comedor. Cambió de pronto de expresión.
    - A las Colonias - dijo muy seria -. Una vida nueva, nuevos vecinos. Tendrás otros amigos, hay muchos jóvenes, he oído decir. Alquilaremos alguna casa pequeña cerca de algún puerto. Colgaremos cortinas verdes, nuevas, éstas están ya raídas y, y... Tu padre encontrará otro puesto como oficial. ¡Tu padre es un soldado muy valiente!

    Su madre calló y tomó asiento en una silla baja de madera, el cuerpo inclinado hacia delante, las manos formando un nudo. De repente parecía otra, perdida en medio de aquella marea de violencia y amenazas. Se quedó así sin decir palabra.

    Salió corriendo a la calle. Casi no había nadie. El sol de mediodía caía borrando las sombras en las calles de Vamurta. Desde hacía un buen rato no se oían las explosiones, allí, en el extremo oeste de la ciudad. El silencio parecía nuevo. Las calles deberían estar abarrotadas de vendedores de fruta y especies, de patronas, con su cesto bajo el brazo, llenas de comerciantes nerviosos llevando sus rollos de telas tintadas, de mercaderes de todas las razas buscando y regateando, atareados. Al poco volvió a escuchar el retumbar de las explosiones que paralizaban la ciudad, que la sumían en una tensión expectante, cómo si tras el trueno tuviera que suceder algo.
    Sara siguió corriendo sobre el suelo pavimentado de las calles estrechas, que brillaban bajo el sol de la mañana. La brisa barría el olor a orines y deshechos de los callejones, corría entre casas de piedra y argamasa, de dos o tres alturas, entre fachadas pintadas de colores claros, como el de aquella mañana de verano. No se oía el latir de la ciudad. Corrió ahuyentando sus temores, el corto vestido de lino suspendido en el aire, hasta la plaza de los Boneteros, donde se paró, llenando sus pulmones de aire.
    En el otro extremo de la plaza había un pequeño grupo de tenderos que hablaban en voz baja, remarcando cada final de frase con un gesto seco. No los oía pero bien sabía de qué hablaban. Cerca, amontonados encima de un banco tallado en piedra, como náufragos en una balsa a la deriva, encontró a su cuadrilla. Sara se fijó que ninguno iba demasiado limpio. La nueva vida en la calle, pensó.
    - Nos vamos. Mi madre dice que nos vamos a las Colonias - les espetó, antes que nadie pudiera decir nada.
    - ¡Cobardes! - contestó Ordel con sorna -. Mi padre dice que nos quedamos. Dice que no entrarán, ¡es imposible!
    - Te clavarán una lanza aquí - dijo Sara enrabiada, señalando con un dedo su cuello -. Os matarán a todos, a todos, mientras yo iré en mi barco sobre el mar.
    Ordel se lo tomó mal. Primer calló, cruzando los brazos encima de su pecho. Miraba el suelo. El grupo volvió a sus historias, las historias de terror, cuentos de cómo los murrianos iban a sembrar de cadáveres las calles de la ciudad. Ordel dio un brinco y les gritó "¡Cobardes!" y se marchó dándoles la espalda. Nadie contestó. Sara pensaba en su amigo. Lo veía arrastrado y crucificado por aquella especie de bestias. Habían oído tantas historias que el miedo, ahora cercano, iba calando con rapidez en sus pensamientos. Ellos, que no se preocupaban por las cosas de los mayores.
    Un rato después se cansaron de estar ahí, en esa plaza casi vacía, y alguien propuso ir hasta las atarazanas, desde donde verían la gran flota.

    El grupo se puso en marcha enseguida. Sin que nadie supiera el porqué, de repente, todos andaban a buen paso. El puerto siempre era un buen lugar para pasear y más aún cuando casi toda la flota condal se encontraba atracada, a la espera. Bajaron por la Avenida de los Tilos, que desembocaba en el Bajador del Mar, una de las calles anchas de Vamurta. En el tronco central de la avenida crecían grandes tilos de tronco plateado alternados con los majestuosos limoneros de Vamurta que buscaban el sol por encima de las sombras que proyectaban las fachadas. Los laterales eran vías para carros que bajaban y subían del puerto, llevando la carga de los buques de transporte. Era la calle de los mercaderes mayores. La de mayor tráfico, pero aquella mañana encontraron pocos hombres, sólo algunos que andaban con pasos rápidos y nerviosos subiendo y bajando del puerto. Todo el mundo parecía estar en casa. Los chicos se sentían los amos de la calle, y aquella sensación les llenaba de un vértigo que les hacía reír por cualquier cosa. Oían sus voces resonando con fuerza, y aquello les hacía sentirse mayores, los amos del mundo.
    Dejaron atrás las murallas del mar y llegaron hasta los altos edificios de las atarazanas. Se había levantado una niebla vaporosa que desdibujaba la luz del sol. El horizonte les parecía más próximo, el puerto parecía más cerrado, como si todo lo que la neblina encerrara fuera el mundo entero. Las casas del puerto se amontonaban aquí y allí entre los grandes almacenes de madera que sobresalían sobre las barracas de los pescadores y las tabernas. Sobre las estáticas aguas del puerto, vieron las decenas de naves que descansaban oscilando ligeramente. Un gran bosque de troncos acerados buscando el movimiento.
    Sobre los largos muelles del puerto había una actividad frenética. Parecía que toda la ciudad estuviera allí, a punto de sobrepasar los límites que el mar marca. Cientos de estibadores y marineros cargaban en los barcos cajas y sacos hasta los límites de las bodegas, hasta abarrotar las cubiertas. Todo se hacía con mucha ansiedad. Los cargadores se gritaban unos a otros, los mayores de algunas familias que empezaban a embarcarse empujaban y se abrían camino a golpes, los marineros corrían sobre las cubiertas ajustando velas, moviendo la carga entre las imprecaciones de los oficiales. Otros se acercaban en pequeñas balandras y botes a remo hasta las naves ancoradas alrededor de los muelles. Naves de dos y tres palos, la mayoría mixtas, de guerra y transporte. En la punta norte del puerto se encontraba la flotilla que obedecía directamente al condado. Naves de tres palos y dos castillos, parapetadas con escudos. La bandera blanca y negra de Vamurta ondeando, la tripulación dispuesta.

    Por debajo de los grandes arcos de piedra de las atarazanas, entraban y salían marineros y calafateadores llevando cuerdas, tablones, herramientas. Se trabajaba sin descanso arreglando los cascos de las naves, las maderas carcomidas por los meses y meses de navegación, cambiando cordajes castigados, dejando los transportes listos para volver a zarpar. Quizá por última vez. Parecía que todo el mundo lo percibiera y por esa razón todo lo que envolvía el puerto estaba dotado de un nerviosismo vigoroso. El retumbar del mar quedaba sepultado por las voces de los hombres.
    - Aquí hay más gente que en las murallas - dejó escapar Sara, recordando la tarde anterior, cuando con su pequeña mesnada se habían acercado de escondidas hasta poder ver la brecha.
    Aquella mañana no habían visto los pescadores de caña que sacaban las relucientes doradas, ovaladas, carnosas. Tampoco habían visto los tenderetes de pescado ni los hombres discutiendo en las puertas de las tabernas del puerto. Aquello olía a huída. A Sara le pareció que a muchos sólo les importaba cargar a la seguridad de las naves los objetos que conforman la vida de uno. Muchos habían dejado de creer y aquello hizo pensar a Sara. Quizás deberían huir, también. Dejar atrás aquella amenaza que los ahogaba. Subir a un barco y alejarse, sentirse aligerados. Su madre lo aprobaría. Su padre no.

    Los chicos bajaron por el camino de los trapos, siguiendo el trazado exterior de la muralla, hasta saltar a unas rocas donde se aposentaron para contemplar con calma el espectáculo del puerto. Desde ahí divisaban la puerta fortificada que vigilaba el mar. Detrás de la muralla exterior, asomaba la imponente mole de la Ciudadela, sus altas paredes desnudas, la Torre de Homenaje y sus cuatro vértices rematados con robustas torres de defensa.
    Los gatos que se escondían entre las rocas corrieron hasta otro rincón. Hablaban y lanzaban piedras delgadas al mar. Martín siempre ganaba. Su muñeca conseguía más saltos que los demás.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado diciembre 2008
    Os dejo un trozo del III Capítulo, ahí va...

    El rumor de los combates se fundía con la tranquilizadora música de la cotidianidad. Las voces de la calle llegaban amortiguadas hasta la habitación donde Serlan De Enroc, heredero de Vamurta, dormía desde hacía más de un día. Una terrible sed lo debió despertar, ya que al abrir los ojos dirigió sus manos temblorosas hacia la jarra de agua que le habían dejado en la mesa, al lado de su cama. La bebió precipitadamente, sin importarle que buena parte del líquido cayera sobre su camisa blanca y sobre las sábanas.

    Cuando acabó de beber miró su habitación como si nunca hubiera estado allí. Tardó en conseguir incorporarse, la espalda le pesaba mucho, sus piernas no respondían bien. Se sentó en la cama, quieto, escuchando cómo reaccionaba su cuerpo. Lejos, le llegó el seco retronar del bombardeo. Entonces comenzó a recordar. El despertar tras la batalla, aquella enorme confusión, la cuerda con la que fue izado, la herida. Las gentes de su condado, de su ciudad, sus vidas, estranguladas por el sitio.
    Se sintió lo bastante seguro para levantarse y, muy despacio, comenzar a andar sobre el mármol frío de sus aposentos. Se dirigió hasta el balcón, apartó les pesadas cortinas de lana negra y salió. Los rayos del sol lo cegaron, toda la ciudad parecía blanca, golpeada por aquel baño de luz. Cuando sus ojos fueron adaptándose a la claridad pudo distinguir las columnas de humo que se levantaban a poniente. Más allá vislumbró el ejército enemigo. Desde su habitación parecían bolsas negras desparramadas sobre las clapas doradas de los campos de cereales y las cuadrículas verdosas de los huertos. Su debilitamiento, los mareos que venían desde que se levantó, le ofrecían una nueva perspectiva. Todo aquello parecía muy lejano, lejano a su persona. Se preguntó por qué hacía la guerra. En aquel momento no recordó demasiado bien cómo empezó, quién la comenzó. ¿Fue aquel ataque murriano a uno de los castillos de frontera? A los soldados de la guarnición les habían cortado el cuello. Hombres grises abandonados a la suerte de la muerte. Habían llegado rumores de una matanza en algún asentamiento murriano, antes del ataque. Nadie estaba seguro. En las guerras nadie sabe la verdad, ni tan siquiera los verdugos, ni él, heredero… Le pareció que los acontecimientos se habían sucedido sin razón, sin que él los pudiera atajar.

    Paseó su mirada sobre las azoteas de su ciudad, que le parecieron un inmenso tablero de ajedrez hecho de casillas irregulares, algunas más hundidas, otras elevadas. Siguió los cortes de las calles hasta que su atención se centró en el puerto de Vamurta, al este de la ciudadela. Figuras minúsculas y ajetreadas cargaban las naves, muchas ancladas a la entrada del puerto y en paralelo al espigón hecho con amontonamiento de rocas. Debía haber unas cincuenta o algo más, las banderas rojas y blancas ondeando. Era la flota que siempre había dominado el Golfo de Daler y el Mar de los Anónimos, ahuyentando las flotas de corsarios que organizaban los Hombres del Mar. Vamurta exportaba hierro de las minas de la Sierra de Andonin, armas forjadas por las decenas de herreros asentados en la ciudad, cereales y paños tintados con colores puros. Iban a las Colonias y desde allí a otros muchos puntos. Algunos mercaderes también habían establecido rutas más al sur y al norte, con pueblos extraños a los que sólo se les conocía por sus productos, que los mercaderes traían en sus viajes de vuelta. En tiempos de paz había habido comercio con los murrianos, pero eso ya parecía una leyenda remota. Serlan sabía que muchos de los prohombres de la ciudad habían intuido que “el sitio” iba a llegar. Quizá por su cercanía a los centros de poder del Condado, recogían y se marchaban. Los artesanos y los payeses, más ignorantes de todo lo que sucedía, seguían en la ciudad.

    Un mareo intenso le obligó a apoyarse sobre la baranda del balcón. Todo daba vueltas. Volvió a la cama, donde se estiró. Se sentía abatido, incapaz de luchar. Oyó el rugir de las explosiones. Todo aquello que amaba, su mundo, sus gentes, se rompía sin que él pudiera hacer nada para invertir los acontecimientos. Quizás hubiera sido mejor atrincherarse desde un principio tras los muros de la capital o subir a las montañas, donde habrían resistido mucho tiempo, o incluso desplazarse hacia el norte, siguiendo la costa, donde sólo habían pequeñas tribus de hombres grises, donde las altas sierras y los valles estrechos les hubieran dado cobijo. Creía que había escogido la peor de las opciones. Presentar combate a campo abierto, una y otra vez hasta aniquilar a todos sus ejércitos grises. Se cubrió la cara con sus manos rugosas, nunca se había considerado tan responsable de aquella debacle. Otra vez su debilidad le atrapaba y lo conducía a la antesala de sueños tenebrosos.

    - ¿Señor? ¿Me escucháis?
    Una densa nube lo arrastraba entre fuertes corrientes de agua, alzándolo y hundiéndolo. Luego era llevado hasta unos bosques cubiertos de niebla y vapuleado entre esa masa de agua y ramas. Nada podía hacer excepto seguir nadando en aquella especie de útero áspero y acuoso, intentando no ahogarse.
    - Señor, la Condesa os reclama. ¡Señor! - levantó la voz-. Vuestra madre os reclama en el Salón de Gobierno.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2009
    Bueno, espero poder subir esta tarde el capítulo IX en la página web, por si alguno de vosotros quiere ir adelantando.

    A ver si alguien se anima a opinar. Me interesan las cosas que no gustan, que son las que a uno le cuestan más de ver y reconocer. Me han dicho que el arranque es lento, me han dicho que falta diálogos...

    En fin, os dejo la continuación del III. Mi amgia Ermesenda es de mis preferidas de Mundo Vamurta. En la Segunda Parte del Libro hay otro personaje feminino cargado de cafeína, ya os iré contando.



    Esa voz disipó su pesadilla. Un hombre se encontraba inclinado sobre su cama, vestido con la túnica negra, reservada a los mayordomos de Palacio. Unos haces de luz baja penetraban en la cámara a través del balcón abierto, donde se recortaban, sobre un cielo azul oscurecido, las manchas negras de muchas golondrinas, que chillaban alegres, trazando líneas imposibles en sus vuelos acrobáticos. La noche estaba próxima. Había dormido todo el día. Al incorporarse bajo la atenta mirada del mayordomo, el fondo de alegría de las aves se derrumbó de golpe, cuando llegó el sonido desgarrado de los combates. Todo aquello parecía otra pesadilla. La herida en la pierna le seguía doliendo pero pudo levantarse. Había que estar con los hombres, pensó, dirigirlos en aquella última hora. Un dolor sordo subía desde los tobillos hasta la cintura. Puso los pies en el suelo, se levantó. Una sensación de fragilidad y rabia lo dominaba.
    - Traedme las armas - ordenó con voz seca.
    - Vuestra excelentísima madre me ha ordenado...
    - ¡Vestidme! ¡Vestidme como el guerrero que soy! - exclamó contrariado por aquella desobediencia.

    El mayordomo le ajustó la cota de malla, le ató, ceremonioso, las grebas de hierro ribeteadas en oro, le colocó la coraza pectoral. Haciendo una ligera reverencia le entregó la espada y después una daga bien afilada. Serlan agarró uno de los cascos cilíndricos que colgaban de la pared, guardándolo bajo su brazo.
    - Ahora llévame hasta el Salón de Gobierno.

    Al salir de su cámara, el mayordomo observó una notable cojera en el Heredero. No se atrevió a decir nada. En el Palacio y en la ciudad se escuchaban muchos rumores sobre su salud. Incluso se le daba por muerto. Bajaron por la escalera de mármol blanco que comunicaba las estancias condales, en la parte alta de la Torre de Homenaje, con el Patio de Armas. Salieron al exterior, la luz del día se apagaba oscureciendo los muros que cerraban el patio. Serlan se dio cuenta, preocupado, que excepto los dos siervos que salían de las cocinas, no se veía a nadie más en la explanada. Un inusual silencio agarrotaba aquel espacio. Tampoco había guardias encaramados en la muralla de la Ciudadela. ¿Dónde estaban?
    - ¿Por qué no están los guardias en su sitio? - inquirió.
    - Señor, aquí quedamos los indispensables. Todos han marchado hacia la Puerta de Oriente. O lo que queda de ella.
    - ¿Y la Falange Roja?
    - Ha salido, señor - guardó una breve pausa -. También hacia las murallas.
    Tras un momento, en el que sólo se escuchaban sus propios pasos resonando en el patio, el Heredero volvió a preguntar.
    - ¿Quién ha dado la orden?
    - La Condesa lo ha autorizado, señor.
    Llegaron al otro extremo del patio donde arrancaba la ancha escalinata que subía hasta el pequeño claustro que conducía al Salón de Gobierno. Se fijó que ahí tampoco había sirvientes ni guardias. El jardín del claustro, prisionero de las columnas que lo encerraban, parecía algo más asilvestrado. Siguieron por el pasillo del claustro, casi oscuro, que hacía de distribuidor. Pasaron por delante de la Sala Capitular. Serlan vio a través de la puerta las grandes sillas cinceladas en madera de acebo, vacías. Tras dejar atrás la Biblioteca accedieron a la puerta del Salón, que estaba guardada por dos alabarderos que miraron al Heredero sin poder disimular en todo su sorpresa. Los guardas abrieron las pesadas puertas del Salón y el mayordomo avanzó.
    - Serlan De Enroc, heredero del Condado de Vamurta - anunció levantando la voz.
    El Salón de Gobierno era una de las mejores estancias del Palacio fortificado de los condes. Una enorme sala de planta rectangular de unos doce cuerpos de altura, sostenida por poderosos arcos de media punta que se sucedían hasta el final de la nave, donde desde los tiempos de la fundación del condado se reunía el Consejo de los Once, formado por los cinco vizcondes principales, los cinco sacerdotes mayores y presidido por el Conde. Bajo la alta cúpula que coronaba la sala se reunía el Consejo. Para llegar hasta ella había que pasar entre los pilares de piedra blanca de los arcos laterales. De un extremo de la nave a otro, se abrían largas y estrechas ventanas de vidrios de colores que creaban una atmósfera casi sobrenatural cuando la luz del sol, al traspasar los vidrios, proyectaba tonalidades calidoscópicas sobre las paredes y el suelo del pasadizo central, de los rojos a los colores del mar hasta el verde de la esmeralda. Serlan siempre pensó que el Salón más parecía un templo que no un lugar donde se decidían los incrementos de los diezmos, los cambios en la diplomacia o las normas que regía el uso de los molinos condales. Esa tarde, casi noche, era la luz de las decenas de candelabros los que otorgaban un ambiente fantasmagórico al Salón.
    Las doncellas de Palacio callaron al ver avanzar al Heredero, cojo, muy delgado, el color roto en el rostro de un hombre que ha perdido la fuerza, arrastrando su cuerpo y su gruesa cota sobre la que relucía la coraza bajo el resplandor de las velas, con ese aspecto horrible del convaleciente que ha decidido romper su reposo antes de tiempo.
    La condesa Ermesenda lo esperaba sentada en el trono de madera negra. Una madera trabajada hasta no dejar ninguna superficie lisa, el trono donde antes había descansado su padre. Llevaba puesto el vestido de cuello alto reservado para los altos actos del condado, tejido con los mejores paños del continente, de un color entre el lila y los colores del atardecer, indefinido, con el escote redondo cosido con hilo de plata. Sobre su reverenciada testa flotaba su diadema de Onar, donde se habían encastado doce rubís hexagonales, cortados hacía muchas generaciones, sobre oro blanco de los antiguos murrianos.
    Lo miraba fijamente sin que su semblante transluciera ninguna emoción. De pómulos altos y mejillas hundidas, su rostro parecía hecho con el papiro rayado por los años. La frente estrecha, sobre los pequeños ojos, era un amasijo de líneas entrecruzadas. Ermesenda era la imagen hecha carne del poder. Capaz de hundir con un leve movimiento el más poderoso noble de Vamurta si ella creía que así favorecía el camino de su hijo o su propio destino. Sabía que aquellos eran los días de la desesperanza, y su glacial inteligencia ya había trazado los últimos movimientos de aquellos que le eran más cercanos.

    - Señora - saludó el Heredero haciendo una ligera reverencia.
    - Esperaba un enfermo y ahora me encuentro frente a un soldado cojo - dijo, con una imperceptible sonrisa en sus delgados labios-. Un soldado cojo es como un lobo herido. Sabes que te puede morder pero también sabes que ya no puede huir.
    El silencio fue absoluto. Las damas contemplaban la escena con la fascinación de quien intuye que el instante es irrepetible. Los dos mayordomos armados que protegían a la Condesa seguían mirando el alto techo de la cúpula y ninguno de los consejeros, que aún no habían huido, se atrevieron a moverse.
    - Sabes que, a pesar de no salir de los muros de Palacio, soy la mujer mejor informada de esta tierra. Te podría decir cuáles son las razones de la sorprendente desaparición de la esposa de Vitilba, cuáles fueron las ganancias del último viaje del los mercaderes del hierro o cuándo y cuál será el fin de este terrible asedio. Como también sé, y lo sé apenas mirando tu rostro sin sangre, que si vas a luchar al pie de la muralla, con tus soldados, con esta herida en tu pierna, también sé, que eres hombre muerto. Sencillamente porqué no dejarás a tus hombre a su suerte y eso, querido hijo, quiere decir que nunca llegarás al puerto - concluyó con su tono de voz invariable.
    - Entonces, señora, ¿cuál es vuestro criterio respecto a lo que tendría que hacer?
    - Embarcar esta misma noche con rumbo a las nuevas tierras.
    Aquella sentencia dejó a los presentes con una expresión de incredulidad en el rostro. Los dos sacerdotes presentes hicieron un movimiento con las manos, como si quisieran exorcizar aquellas palabras. Nadie se había atrevido a predecir la derrota y menos aún en voz alta. Uno de los vizcondes del Consejo hizo un gesto, a punto de hacer escuchar sus diplomáticas palabras. Con los murrianos en las puertas de la ciudad, casi todos los presentes en la sala habían trazado mentalmente sus rutas para desaparecer de Vamurta. El paso del tiempo los angustiaba, pues temían perder sus bienes, perder su vida, perderlo todo. Y al mismo tiempo todos temían embarcarse demasiado pronto y exponerse a las represalias de los supervivientes. Y en medio de esa contradicción la Condesa pedía a su hijo que se embarcara inmediatamente.

    - ¿Queréis, señora, que vuestro único hijo sea recordado como aquel que faltó a su deber? ¿Justo cuándo se le necesitaba? Tened por seguro que esta noche mi espada relucirá ante el enemigo.

    De nuevo se hizo el silencio. Ermesenda miraba a su hijo. Sabía que nada le podía dejar, a parte del recuerdo de la grandeza. Todos sus esfuerzos por asegurar la continuidad de su linaje habían resultado infructuosos, barridos por las huestes murrianas. Era el fracaso absoluto para alguien que tenía como deber supremo la transmisión del poder condal. ¿Sobreviviría su hijo? ¿Si emigraba, cómo sería recibido en las Colonias, donde gobernaban aquellos que ella había desterrado? Lo veía errante, como el que intuye que pertenece a otro mundo... Su único hijo, su querido hijo, aquel que por madre tuvo una juez intratable. Los ojos oscuros de Ermesenda relampaguearon un momento.
    - Querría, hijo mío, que no buscases la muerte, cuando ésta es segura - dijo en un tono impropio de su persona, casi suplicante.
    - Ningún hombre de honor abandonaría a los suyos en secreto - contestó Serlan en un tono que no admitía réplica-. Una traición amparada por la noche, abandonando a aquellos que le juraron fidelidad ¡y menos aún el hijo del Conde! ¡Mi padre jamás lo habría aprobado!
    - Tu padre colgaba a los murrianos en largas sogas hasta ver su carne podrida - dijo Ermesenda escupiendo su veneno-. ¡Los perseguía y los empalaba en los caminos en lugar de correr delante de sus lanzas como tú haces!
    - ¡Sí! Y es por eso que vuelven. Tanta crueldad, tanta sangre...

    Serlan paró para tomar aire, excitado. El Heredero recordó aquella tarde de principios de verano, cuando aún no era ni un muchacho. Con su padre viajaron hasta la Sierra Rocavera, a siete días de camino de la capital. Recordaba la fatiga del viaje y el calor. Al pie de la Sierra, los hombres grises habían empalado un murriano cada quince pies hasta cerca de la cima, trazando una línea macabra de cuerpos que miraban a tierra, torcidos, como si quisieran abrazar o recoger algo. Caminaban senda arriba, siguiendo los restos de los vencidos. “Es el símbolo de la victoria sobre las bestias”, había dicho su padre. Ahora volvían. Recordando sus muertos, su humillación. Ahora llamaban a la puerta.
    Serlan dio media vuelta, y sin decir nada más, se dirigió hacia el Patio de Armas.
    - ¡Detenedlo! - bramó su madre, desconcertada -. Puedo perder esta noche mi ciudad, pero no a mi hijo -. Y diciendo esto hizo una señal con la mano.
    Con gran celeridad, los dos mayordomos alcanzaron al Heredero y lo apresaron por la espalda. Serlan echó mano a la espada, pero ya lo habían inmovilizado.
    - ¡Vieja Loca! ¡El honor! Moriremos sin... - su voz se disolvía, los mayordomos lo ahogaban con un pañuelo impregnado con narcóticos.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2009
    Pido mil disculpas. Afirmé que iba a subir el capítulo IX en la web y no ha sido posible. El webmaster ha reseteado su PC y se ha cargado el archivo. Espero que, a la mayor brevedad, se pueda colgar, y así haber subido ya la Primera Parte del Libro. Uf, perdón. Añado otro torcito.


    El capitán Álvaro mordisqueaba un trozo de queso mientras observaba la gran brecha abierta en la muralla sin entender muy bien por qué los murrianos no se habían decidido a lanzar el asalto. De más de ochos cuerpos de ancho, por esa abertura de piedras humeantes podría pasar una compañía desfilando. Aquella mañana había cesado el bombardeo y por primera vez en muchos días podía pensar con una cierta claridad. Vivir unos instantes de sosiego. Había ordenado que dos ballesteros se encaramaran al viejo minarete de Tervas, erigido detrás de la muralla, para vigilar los movimientos del enemigo. Calculaba que aquella misma tarde o por la mañana se produciría el ataque. Hasta el más joven de sus soldados lo podría predecir, se dijo a si mismo.
    Miró a sus hombres como si no los conociera, como los miraría un viajero que está de paso. Un sentimiento de lástima brotó de su interior, sabiendo que muchos de ellos dejarían este mundo, quizá inútilmente. Entre sus filas, había valientes guerreros de los valles del condado, de espaldas anchas y bella piel gris, de cabellos rizados que surgían violentos debajo del casco, como si buscasen la luz del sol. Hombres y mujeres de las lejanas llanuras, tiempo atrás perdidas, que miraban la brecha con determinación, seguros de su fuerza. También había otros, más jóvenes, asustados bajo el peso del hierro de sus armaduras. Pero las falanges del condado, armadas de lanza larga y espada, protegidas por grandes escudos y coraza, eran una fuerza temible en un campo de batalla estrecho. Tendrían su oportunidad.

    Reinaba un silencio cortante entre las filas de las siete falanges dispuestas delante de la brecha. Era por allí que el enemigo intentaría el asalto. El capitán Álvaro decidió arengar a los hombres, sino para reconfortarlos, al menos unas palabras servirían para romper el tedio, la espera. Avanzó hasta situarse delante de las falanges y de espaldas a la brecha.
    - Soldados, la mala hora está ya cercana - dijo alzando la voz-. Es probable que hoy o mañana de comienzo el ataque. La suerte de nuestra ciudad y de los nuestros está decidida. ¡Onar nos protege!
    Nadie contestó. No se escuchó ningún grito de aprobación. La tropa sólo escuchaba. Todos se habían girado para mirarlo haciendo tintinear sus armas. La figura alta del capitán se mantenía erguida, expectante.
    - Sabéis que al enemigo le agrada luchar en campo abierto. Pronto tendrá que pasar por ese paso - y diciendo esto señaló la brecha-, si quieren pisar las calles de Vamurta. Será una lucha cuerpo a cuerpo, no habrá sorpresas. Sus espadas contra las nuestras. Y es sobre estos muros derruidos donde podremos tomar venganza por todos los nuestros que han caído. ¡Venganza por los que han muerto!
    Nadie respondió. El capitán se sintió momentáneamente tocado, casi ridículo. Avanzó hacia la compacta masa de escudos que tenía delante, rompiéndola. Vio que algunos soldados lo miraban con aprobación silenciosa. Se sintió algo más reconfortado. Empezó a comprobar los cordajes de un hombre, de otro, la espada de una guerrera, a centrar el casco ladeado de un soldado que sonreía. Los hombres hacían sitio a su oficial a medida que pasaba de fila en fila. “Recordad, en primer lugar nos lanzarán dardos, jabalinas, todo lo que tengan”, decía a los que estaban más cerca. “Tened los escudos bien agarrados y levantadlos bien alto”. Alguien le ofreció una piel con vino para refrescarse. Álvaro pensó que, quizás, aún podrían resistir. “Cuando lleguen, cerrad bien las filas, hacedlas impenetrables. ¡Hombro con hombro! No retrocedáis hasta escuchar el aviso de las trompetas”. La tropa empezaba a murmurar, más animada.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2009
    Ya está el maldito capítulo IX en la web, así que os lo podéis descargar si os conviene. Recordar que las descargas de los capítulos son gratuitas y las lecturas en pantalla también. Un saludo.




    El veguer de la Marca Sur, rodeado de su guardia y alguno de los pequeños nobles que habían sobrevivido a los primeros meses de guerra, escrutaba el estado del cielo a la derecha de las falanges, donde había sido asignado. Con una línea de edificios a sus espaldas, la alta muralla de Vamurta en frente y una estrecha calle para escapar a su izquierda, los hombres del veguer estaban demasiado apelotonados. Perdido en sus pensamientos amargos, la arenga del capitán de la plaza le parecía cansina. Poco a poco una masa de nubes deshilachadas devoraba el tejido azul del cielo, entristeciendo en algo la mañana. Miró a los hombres de su guardia, apretados en tan poco espacio. Algunos eran tan jóvenes que sus barbas eran aún de pelo corto y desordenado. Se fijó en uno de ellos. De piel de un gris intenso, su larga nariz aguileña levantaba el protector nasal del casco. Bajo las pupilas negras de los ojos, las bolsas moradas de las ojeras delataban falta de sueño y un miedo que se transmitía a la rigidez de las facciones.
    - Soldado ¿qué harás cuándo hayamos enviado a estas bestias al otro lado de la Gran Puerta?- preguntó el veguer, forzando una sonrisa.
    - ¡Oh! No lo había pensado, señor. Querría, quizás, volver al sur... Donde está el hogar de los padres. Pero esto parece difícil, - contestó, dudando que sus palabras fueran acertadas - esta invasión...
    - ¿Qué más?
    - Bien señor, dejar la labranza... Podría encontrar oficio en los talleres - apuntó con algún apuro- y entonces, tener lo que se dice una casa, señor, una casa, y una mujer.
    Mientras decía esas palabras, el miedo se había difuminado de su rostro. Casi parecía un hombre corriente hablando entre los tenderetes de un mercado. El veguer se arrepintió de haber preguntado. Tomó conciencia, como si alguien lo hubiera zarandeado con brusquedad, de cuál era su deber.
    La expresión de su rostro cobró firmeza. Ya no podría morir como quería, y muriendo acabar con todo aquello que representaba. Un punto final. Aún quedaba el deber, pensó. Quizá valdría la pena morir por los suyos, retrasando aquella debacle escrita, cortar el bombeo que atormentaba su corazón. Hundir la espada en las carnes del enemigo y dar tiempo a otros. Tiempo. Y borrar así las sombras que retorcían y punzaban su soledad.
    - Escuchad - dijo a su guardia y a los señores que lo rodeaban-, escuchadme y recordad. Cuando la lanza del enemigo me llegue, seguid luchando, pero no esperéis mucho en girar vuestras miradas hacia el puerto. Los barcos no esperarán hasta ver los estandartes de los murrianos cerca de sus velas. Yo tampoco lo haría. Luchad, cuando llegue el momento, deberéis desaparecer del campo de batalla y llegar al puerto.

    Sus hombres lo miraron como quien mira a un difunto, entre la lástima y la reverencia. No dijeron nada. Pasada la sorpresa, el castellano de Alcorás se dirigió a su señor.
    - ¿Creéis, entonces, que seremos derrotados?
    - Así es - contestó mirándole a los ojos.
    Dicho esto, les dio la espalda, alejándose de sus guerreros que se miraban entre ellos como esperando que alguien cambiara aquella predicción funesta. Volvía a sentirse extraño entre todos aquellos hombres cargados de hierro, cubiertos de placas. Hubiera querido estar en el salón de su fortaleza, oteando los campos desde las ventanas alargadas, recordando en paz sus muertos.

    El capitán Álvaro seguía animando a sus soldados y bebiendo pequeños sorbos de vino cuando apareció, resoplando, uno de los ballesteros que habían mandado hacer de centinela.
    - Señor -dijo recuperando el aire-, avanzan.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2009
    Hola. Os dejo un trozo más de esta novela que está en tierra de nadie.
    Vamurta, a medio camino entre la literatura histórica y la fantástica, posee, creo yo, una confección realista. Yo quería hacer otra cosa, pero la nave, al final, fue tomando su propio rumbo....

    Ah, y os invito solemnemente a visitar la web. No es la mejor web del mundo, y tiene muchas carencias. Para mí, la principal, es que no posee contenidos gráficos: vídeos, imágenes, dibujos. Pero es algo que no sé hacer y por encargo es muy caro. Pero no está mal del todo...







    El capitán salió corriendo de la formación hasta llegar a la brecha. Se encaramó sobre los sillares caídos de la muralla hasta estar lo bastante elevado para ver gran parte del valle. Así era, se podía observar algún movimiento en las huestes dispuestas frente a la ciudad, pero no podía saber de qué se trataba. Buscó la escalera de caracol que llevaba hasta el pasillo que seguía las almenas de los muros. Pasó entre los pocos arqueros que había allí dispuestos, y sacó la cabeza entre los dientes de la muralla con prudencia, consciente de la amenaza de las culebrinas. Un viento suave surcaba el aire.

    Bajo el cielo cruzado por estrechas colas de nubes, una masa de manchas ocres avanzaba lentamente. Localizó la infantería ligera en el centro, tres o cuatro cuadros avanzados al cuerpo de ejército. Detrás los seguían grupos de arqueros y más atrás tropas que no logró identificar. En medio de estos dos grandes grupos, los murrianos habían situado las ocho torres de asalto que se balanceaban tiradas por dos filas de bueyes. Por el flanco derecho avanzaban los jinetes de Ulak, formando un inmenso triángulo rodeado del polvo que levantaban los ciervos de combate. El capitán se extrañó al detectar por el flanco izquierdo grupos de infantería y arqueros que formaban un grupo autónomo, desligado del cuerpo principal. También notó que habían dejado los arcabuceros muy atrás. Demasiado lentos para un ataque ágil. Las bombardas eran desmontadas y cargadas sobre las espaldas de los grandes rinocerontes y también se retiraban las filas de culebrinas que habían golpeado la parte alta de la muralla, impidiendo la posición de los defensores. La infantería que protegía las culebrinas se replegaba, dejando espacio para el paso de los que llegaban desde atrás.

    El capitán se rascaba la barba, cavilando qué era lo que pretendía el enemigo. Estuvo un buen rato mirando, parapetado detrás de una almena, concentrado en sus divagaciones. Sacó una caña de tabaco de debajo de su coraza y la encendió. Desde arriba ordenó que los arqueros se desplegaran detrás de los dientes de la muralla junto con algunos infantes armados de lanzas. Mientras fumaba iba perdiendo la tensión que no le dejaba ver la maniobra de los murrianos. Era muy clásica. Dio otra calada a la caña. Había un ataque directo, por el centro. Se intentaría asaltar la muralla y a la vez entrar a la ciudad por la brecha. Además, el flanco izquierdo del enemigo buscaría un ataque secundario por algún punto mal defendido, más al sur.
    Se incorporó de un salto y bajó las escaleras de la muralla de dos en dos, pasó por delante de las falanges y llegó hasta las calles donde aguardaban las tropas irregulares. Habló con los oficiales y les ordenó seguir el flanco izquierdo del enemigo, marchando hacia el sector del río, con la orden de no enrocarse en ninguna posición hasta estar bien seguros del punto de penetración del enemigo. Les asignó dos brigadas de ballesteros, reduciendo de esta forma los efectivos que defendían la brecha. Hecho esto, volvió con sus soldados. Mandó traer vino para todos. La iniciativa fue recibida con vítores.
    Mientras la tropa bebía, el ejército murriano se acercaba lentamente. El capitán creyó que era el momento de ir al encuentro del veguer de la Marca sur. Lo encontró plantado delante de la brecha, con las manos enlazadas en la espalda. Parecía bastante tranquilo, como si nada indicase que estaba a punto de desencadenarse un combate atroz. Bajo la visera del casco, las dos gotas de sus ojos oscuros eran las de un hombre sereno. El veguer se giró al oírlo llegar. Su boca trazó una mueca fatigada.
    - Capitán, llegan los días de los valientes - dijo con resignación.
    - Veguer, cualquiera pensaría que estáis a punto de salir por ahí -dijo señalando los campos donde avanzaba el enemigo-, a dar un paseo.
    - Un largo paseo, sí – contestó, sin que su rostro expresara nada.
    - He dispuesto los arqueros sobre la muralla y he dejado los ballesteros que me quedan sobre esta ruina -explicó, girándose hacia las casas medio derrumbadas por los bombardeos que estaban a sus espaldas-. Los primeros murrianos que saquen la cabeza por aquí, ni tan siquiera podrán alzar sus lanzas. Para la segunda ola haré avanzar las falanges hasta estar casi encima de la brecha. Y para lo que venga después... Esperemos el favor de los dioses. ¿Tenéis alguna sugerencia?
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2009
    El veguer se quedó meditabundo, observando cómo los soldados terminaban sus rondas de vino e iban formando de nuevo.
    - Ninguna sugerencia. No creo que haya otra forma de situar a los hombres. Sólo una cosa. ¿Qué pensáis hacer si estos salvajes sobrepasan nuestras líneas?
    - Llevar las tropas hasta la Ciudadela - contestó con un semblante serio-. Resistir a ultranza.
    Los dos hombres se miraron unos segundos. El veguer, con sus dos manos, cogió por el brazo al capitán.
    - No tenéis nada que hacer encerrándoos en la Ciudadela. Alargar vuestra suerte, a lo sumo - dijo endulzando su voz áspera-. Nada que hacer. La única esperanza es rechazar el ataque aquí, en la brecha.
    - ¿Habéis visto lo qué hay ahí fuera?
    - Lo sé. Y además, es seguro que nadie vendrá en vuestra ayuda. No, estaréis solo. Completamente solo.
    - Necesitamos de los altos muros de la Ciudadela. Seremos unos pocos. Ya he ordenado el acopio de víveres - contestó el capitán.
    - Recordad, amigo. Para el bien de los que sobrevivan y de vuestra propia suerte. Recordad mis palabras. Si los murrianos nos pasan por encima, si rompen las defensas por algún punto, agrupad a todos los soldados que podáis y marchad hacia el puerto. Recordad, somos las piedras que frenan la crecida del río que nos llega, una vez hayan...
    - ¿Y los hombres, las mujeres, los niños que queden en la ciudad? - cortó Álvaro, mirando con fijeza el veguer.
    - Botín de guerra. No hay flota en este mundo que pueda evacuar una ciudad. Bien lo sabéis. Vuestro deber es ver más allá de nuestro horizonte - sentenció el veguer con frialdad, sosteniéndole la mirada.
    - ¿Y vos? ¿Qué pensáis hacer cuando tengamos que recular? ¿Correr hacia los barcos?
    - Yo, capitán...Mirad. Hace tiempo que os vigilo. Siempre me ha sorprendido vuestra falta de ambición política... Seríais un cortesano nefasto, nunca os he visto entre los nobles, sí, pero sois un buen militar y de alguna manera la tropa os sigue - el veguer lo miró con una expresión divertida-. Allí, al otro lado del mar, lejos de aquí, quizá un día alguien os necesite. Quizá os necesiten los que salgan vivos de todo esto.
    El capitán Álvaro lo miraba sorprendido y algo nervioso. El enemigo avanzaba paso a paso y aquel hombre le hablaba de lo hipotético, del día de mañana que ni los más poderosos dioses conocen.
    - Llevo unos días rumiando - prosiguió el veguer con calma-, sobre la mala hora que nos crucifica. He visto batallas como una gran red llevándose los hombres, he visto crecer este condado que amo... El hierro de mi espada ha cortado cuellos, muchos, y he visto morir a tantos. No creo que Vamurta pueda frenar esta crecida. Soy viejo y he perdido casa, mujer y dos hijos jóvenes - diciendo esto restó absorto, mirando las llanuras del gran valle -. ¡Capitán! Es poco lo que me ata a este mundo. Escuchad, reagruparé a los hombres más viejos y a los más desesperados si el enemigo nos supera. ¡No digáis nada! Cubriré vuestra retirada.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2009
    Doy un par de volteretas y me salto unas cuantas páginas del libro....



    Tanto temí a todos... De eso hará algún tiempo, antes que los murrianos rasgaran y quemaran nuestros campos. Desde luego, al principio no fue así pero lo cierto es que desde pequeña me enseñaron a mirar a los lados antes de abrir la puerta de mi dormitorio. No, cuando me casé, cuando murió el viejo Conde y fuimos ungidos, aún no odiaba a todos. Eso llega con el paso de las estaciones, con la permanencia. Crees que el consejero mayor desea algo más que llenar sus alforjas y su cama de carnosas cortesanas. Y así pasa el invierno y llega el verano, mientras crecen las sospechas y ese consejero es culpable, y como culpable de alto rango es prendido y es llevado con discreción hasta el puerto y de allí es expatriado de noche, al otro lado del Mar de los Anónimos. ¡Cuántos lo habrán cruzado! Y ahora, si me miro en el espejo, no estoy segura de nada. Ahora que nuestra derrota llega a su último acto, no me atrevo a pensar. Es como si tras un largo amanecer siguiera una mañana de oscura niebla, esta invasión, cuando todo está perdido. Podría haber creado nuevas ciudades, reforzar los vegueros de Marca, hacer crecer el Condado hacia el norte, explorar, crear...
    Ermesenda se paseaba lentamente por su cámara, los pies descalzos, vestida con una delgada túnica púrpura. Se acercó a los ventanales y corrió las grandes cortinas, haciendo que la habitación se transformara. La caliente luz del sol llegaba a todos los rincones. Brillaban los pequeños espejos de oro que adoraba, las vasijas de plata en los estantes, hasta refulgía el ébano de su joyero colocado sobre la mesa del fondo. Daba vueltas por la habitación. Pasó los dedos sobre los tapices de la pared, como si acariciara un animal manso, mientras resonaba el retumbar de los combates. Deseaba que esa guerra se alargara un poco más, hasta poder hablar con su hijo. Los médicos aconsejaban un poco más de reposo. El tiempo acechaba.

    Con el paso de los años, bajo el ardor y el peso de la corona, vivía cada vez más pendiente de todos. Al morir el Conde, sin ser aún una anciana, me obsesioné con los nobles, con la corte. Aquellos que eran mis iguales. Pagué espías, pagué castellanos para que vigilaran a otros nobles, me informaban, entendía peligros, conspiraciones, los deportaba, los asesinaba, los atosigaba. Todos me temían y eran pocos los que se acercaban a mí. Luego me fijé también en los grandes mercaderes y en los gremios, en todos los que pudieran dar un golpe, ¡en todos! Creé una camarilla de confianza muy cercana a mi persona, repartí dádivas entre los que creí fieles, mandaba a los escuadrones antes de que amaneciera. Algunos de los mejores se marcharon en silencio. A las colonias.

    Se calzó unos zapatos de cuero negro, se perfumó mirándose en uno de sus espejos. Su rostro inexpresivo, sus ojos inmóviles, su frente tejida de finísimos surcos. Aquello no podía ser. Todo se hundía bajo sus pies. Quiso golpear el espejo pero no hizo nada, siguió mirándose, intentando encontrar razones a sus años vividos. Un pensamiento rompió el hechizo. Levantó uno de los tapices y palpó con cuidado la pared. Una de las losas se abrió a modo de puerta. Se dirigió con pasos calmados hasta el pequeño cofre de ébano y empezó a vaciar el joyero. Grandes rubís, oro y brillantes que escondió tras la piedra. Cuando acabó, volvió a cerrar. Había allí las suficientes riquezas como para comprar la mitad del condado. ¿Por qué las tuvo bajo llave tanto tiempo? Hubiera podido pagar un ejército de hombres rojos, con tiempo. Hubiera podido comprar más armas. ¿Aquello hubiera cambiado el destino de su mundo? No lo sabía.

    Abrió la puerta de su cámara y salió, despreocupada, al corredor que circundaba el tercer piso de la Ciudadela. Los guardias se cuadraron dejando paso a Ermesenda. Llegó al tramo del corredor que se abría al Patio de Armas sumida en sus pensamientos. Arriba, sobre las almenas, podía ver a los arqueros oteando la ciudad y abajo, en el Patio, se observaba miembros de la Falange Roja yendo y viniendo, ordenado pertrechos y armas. El ajetreo no la distrajo demasiado. Sólo una cosa estaba en su mano. Salvar a su hijo, salvar, al menos, a aquél que podría transmitir la estirpe.

    ¿Y yo? ¿Qué va a ser de mi persona cuando la ciudad caiga? Si cruzo el mar, en las Colonias seré crucificada por aquellos a los que deshonré. Si huyo por tierra, seré cazada. En manos de los murrianos sería un magnífico trofeo, alguien a quien poder odiar por tanta muerte que causé en las viejas campañas, cuando el Conde vivía. Mi esposo. Era él quien se ocupaba de mantener y hacer crecer nuestras fronteras, con puño de hierro, hasta con crueldad, quizás... Las descuidé. Durante mucho tiempo los ojos de Vamurta se cerraron. Creí que esas criaturas se encerrarían, asustadas. Tan preocupada estaba por los enemigos que ahora juzgo de salón, por esa corte vigorosa que es hoy un hatajo de viejos bufones enriquecidos y tristes. Mis fieles servidores ¡ah!
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado abril 2009
    (Hola,

    Tengo el blog del mundo de Vamurta lanzado, dentro de la web.
    En él hay de todo, la propia novela y contenidos extras.

    Como muestra, os dejo una imagen de la novela y el arranque de uno de sus Relatos Fantásticos, que se engloban en la categoría "Historias de Vamurta".
    Un saludo.)

    3469835643_8c9f233337_m.jpg





    El Canto de Ulam

    - Ulam… Ulam, ¡despiértate! – le dijo su padre.
    Hasta por la mañana hacía calor ese verano. Oyó el revuelo de las gallinas cuando su padre cruzó el comedor, en el que también dormían. La luz entraba limpia, muy clara, por la puerta que su padre había dejado abierta al salir. Ulam bostezó y saltó del camastro, dispuesta a devorar el pan con aceite que le había dejado sobre la mesa. Dio un manotazo a una de esas gallinas atrevidas que había osado acercarse a su desayuno y se levantó la camisola para secarse los sudores de la noche. Cuando acabó, salió al patio trasero para encontrar a su viejo. Allí estaba, solo, sentado sobre una gran raíz, arreglando uno de los lazos que de vez en cuando les proporcionaban una sabrosa perdiz de bosque.
    - Buenos días – saludó con voz soñolienta.
    - Hija, hoy hay que ir al bosque. Casi no nos quedan hierbas.
    Era verdad, en la despensa de la casa los ramos de plantas medicinales había ido desapareciendo, vendidos junto a los huevos y la caza en el mercado de Verbaim. Había que volver al bosque a por más. Ulam no se quejó. A sus ocho años bien sabía que sin las monedas del mercado no había bocado en su casa. Y ella era hija única, desde que un mal parto se había llevado con Onar a su madre y a su hermano, a los que no conseguía recordar.
    - ¿Podré jugar?
    - ¿En el bosque? No. Ya sabes lo que se cuenta – su padre guardó silencio, sus enormes manos intentaban cerrar un nudo de cuerdas delgadas -. Ya jugarás cuando vuelvas. Y acuérdate de la comida.

    Ulam volvió a la choza y se calzó sus duras alpargatas. Había que partir pronto, pensó, pues el calor del mediodía no le gustaba. Cogió su flautín y se despidió de su padre. Atrás quedaron las casas del pueblo, muchas abiertas para dejar pasar el poco aire de aquel verano. Siguió el camino del sur, estrecho y polvoriento. A sus espaldas se veía su pequeña aldea de casitas de piedra y cal aplastadas las unas contra las otras, como un rebaño de ovejas. Casas de payeses y humildes artesanos del corcho y del vidrio organizados alrededor de la plazoleta del pueblo, donde sobre la arena se levantaba un sencillo altar a Sira, quien vigilaba la bondad de las cosechas.
    A su izquierda veía los naranjos cargados de fruta, y a la derecha del camino, los campos de trigo, a los que poco les faltaba para la siega. Ulam se sentía feliz aquella mañana, para ella el bosque era un laberinto en el que a cada recodo podía hallar un pequeño tesoro. Luego, cuando hubiera recogido suficiente artemisia, hinojo, salvia y con suerte algunos tallos de lavanda, podría volver y preparar la comida. A la tarde, por fin, saldría a buscar a sus amigos para ir a la orilla del río, ahí donde los baños alejaban por un tiempo el verano.

    Ulam podía oler el bosque, que se extendía hasta donde no llegaba su vista, hacia el sur y hacia el norte, en territorio murriano. Un enorme bosque de pino y encinas, de matojos duros y suaves lomas de laderas gastadas, que hacían que la arboleda pareciese, vista desde lejos, un mar dormido.
    Entró en él, empezando a recorrer sus cámaras invisibles a la búsqueda de hinojo. Al abrigo de las encinas, el sol era clemente. Brisas surgidas de la nada recorrían su húmeda piel gris, refrescándola. Anduvo de aquí a allí, dando tumbos, pendiente de entrever las llamas lilas y amarillas de las flores. Allí, al pie de un pino viejo, consiguió un ramillete de artemisia, pero aquel día la suerte le era esquiva. A media mañana, con el sol alto filtrándose entre los ropajes de los árboles, apenas había reunido unos pocos tallos. Bosque adentro, no sabía muy bien dónde se hallaba, pero tenía muy claro cómo volver a casa, siguiendo el camino opuesto al sol. Cansada de tanto andar, se sentó sobre una roca que irrumpía desnuda desde el suelo. Miró a su alrededor, dejando vagar su mirada entre ese ejército mudo de troncos rectos y brazos abiertos de un verde oliváceo. Acercó el flautín a sus labios, mojando un poco su madera seca. Las primeras notas se elevaron suaves entre las hojas, perdiéndose en el corazón del bosque. Tocó, hizo que la caña de su flauta vibrara con dulzura, tocó, enlazando las melodías que se sucedían unas detrás de otras hasta que el tiempo desapareció a su alrededor.

    El sol del mediodía alcanzó su cenit. Se dio cuenta, al abrir sus ojos, que volvía a sudar. Dejó su pequeño instrumento apoyado en la roca y levantó la cabeza. La miraban entre las encinas que tenía en frente. Ulam se incorporó de golpe y agarró su flautín como si de una daga se tratara. ¿Qué eran? Antes que tuviera tiempo de echar a correr sonaron, alegres, las notas de otra flauta. No sabía qué hacer. Se disolvió aquella melodía y de entre aquel grupo brotó un nuevo cántico, y otro lo siguió a continuación. Veía, ante ella, una hilera de seres, de animales cubiertos con túnicas de color tierra y collares de cuero de diferentes gruesos como único atavío. Animales de piernas parecidas a las de los hombres, erguidas. Debía de salir corriendo pero la curiosidad la retenía. Sus cabezas eran parecidas a las de las gacelas del sur, pero prácticamente carecían de pelo y sus labios eran finos y sonrosados. Se apagaron las flautas y, aún de pie, sin saber muy bien porqué, Ulam respondió con su flautín. Mientras su música discurría suave como un riachuelo, aquellos parecían escucharla, fascinados ¿O se lo imaginaba así?
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado mayo 2009
    (Ulam / 2)

    3478488567_074fcd87f8_m.jpg

    Cuando calló, aquellos guardaban silencio hasta que uno de ellos la replicó, rompiendo la tensión repentina que sufría Ulam. Los observó un poco más, dándose cuenta que en algo le recordaban a los murrianos que alguna vez había visto pasar cerca de su pueblo, en la frontera. Sus manos eran tres dedos muy anchos, duros, su cuerpo alargado y estrecho, sus largos cabellos negros caían hacia atrás de sus frentes estrechas. No parecían agresivos ni Ulam vio arma alguna, quizá fueran aquellos de los que se hablaba en la plaza del pueblo, en las noches de verano, cuando los vecinos se reúnen y beben naranjadas para ahuyentar el calor… Tras unas breves réplicas, Ulam recordó su padre y todas las plantas que no había recogido. Hizo un gesto rápido con la mano a modo de despedida y volvió sobre sus pasos, casi corriendo. ¿Los volvería a ver? Nadie parecía seguirla, a sus espaldas le llegaba el tenue murmullo del calor en el follaje. Su cabeza hervía con tantas preguntas, estaba tan excitada que casi no se dio cuenta que ya había salido del cobijo de la arboleda.

    Al llegar a casa se juró no decir palabra a nadie, ¿quién la creería?, y menos a su padre, que no la entendería y del susto no la dejaría volver a aquella floresta nunca más. Quizás ahora hubiera encontrado unos que amaban la música como ella, y con quiénes no necesitaba hablar. Antes de cruzar la puerta de su casa se preguntó si aquellos sabrían utilizar las palabras. Incluso se preguntó si lo que acababa de vivir no lo habría imaginado. Bebió el agua fresca del cántaro y puso patatas y calabacines a hervir. Pronto llegaría su padre del huerto, y llegaría hambriento.

    Días después, volvió entre los árboles. Tras recoger un buen puñado de tomillo, se adentró. ¿Cómo volvería a encontrarlos? Tuvo una ocurrencia, era la única forma. Hizo sonar su flautín mientras iba avanzando, sorteando zarzas y matorrales. Pronto, oyó a lo lejos unas notas que respondían a sus señales. Había una alegría, un latir, en esa música. Ulam tocó y tocó hasta que las melodías se fueron enlazando entre la fronda. De pronto los vio. Se volvió a asustar al ver aquellas cabezas de gacela tan cerca de ella, pero la música hizo que su miedo se fuera disipando.
    A ese hallarse siguieron otros, en los que Ulam aprendió a confiar en ellos. A veces eran tres o cuatro, a veces más, hasta diez contó un día. Ya no tocaban separados por los árboles, se sentaban en círculos, aceptando a la niña, y en ocasiones hacían resonar flautines y flautas junto a pequeños tambores, llenando el silencio del bosque de verano. Cuando Ulam tocaba, los hombres gacela parecían atender, mirándola con sus ojos de agua negra y sus hocicos derechos, hasta que uno repetía las notas y el siguiente las volvía a repetir introduciendo variaciones, marcando un timbre o alargando un pasaje, hasta que el canto de Ulam se transformaba en la voz de muchos, que era la voz de los bosques, de los campos al amanecer, del río que murmura en las noches junto al soplo de la brisa que discurre sobre las llanuras.
    Su vida continuó con su secreto, aunque a muchos en su pueblo les extrañó que aquella chiquilla de cabellos claros hubiera aprendido tanto en el largo arte de la música.

    Ulam jamás olvidaría el último encuentro, aunque...
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado junio 2009
    Camaradas,
    ¡Prosperidad para aquellos que han paseado por los valles y llanuras de Vamurta!


    Se acabó el dinero, se fue el amor.


    A partir del próximo 29/30 de junio cierro la web, al no poder hacer frente a los pagos de hosting y otras historias de miedo.


    Hay dos caminos.


    El del sur, que pasa por depender de un tercero.


    El del norte, más inhóspito, que pasa por volver a crear una web o un blog, más optimizado, mejorado, fácil, en el que todo esté pensado para que el que alcance su orilla, sólo se deba preocuparse por leer, que no es poco. Este es el camino que me gustaría seguir, pero ya veremos.


    De momento y hasta el fin del verano me voy a dedicar a la Epopeya de Dasteo, un libro dentro del libro de Vamurta, que entre otras cosas, significará que los capítulos que hay colgados sólo sean la primera de las tres partes de esta novela.
    También intentaré iniciarme en el diseño gráfico, para ser capaz de ofrecer algo interesante, ya que el diseño web de vamurta.com no es mío, y me gustaría volver a subir un nuevo site sin depender de otro.


    En pocas palabras, y recordando a mi compañero y amigo, si no fuera porque lleva siglos muerto, Francisco de Aldana, “yo mismo de mi mal ministro siendo”.






    Ahhhhhh, y recuerden:


    “Sé que Vamurta no va a cambiar tu vida, pero quizás agite las aguas de tus sueños”. Igor Kutuzov.
  • revuerevue Fernando de Rojas s.XV
    editado junio 2009
    Siento que tengas que cerrar tu pequeña ventana al mundo... Te deseo lo mejor y desde luego, sigue escribiendo en el blog y por aquí! De todas formas, hay recursos gratuitos para que levantes tú tu propia web sin poner un duro de por medio. Un abrazo
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado junio 2009
    Ostia, he mirado tu página web. Qué pasada. Recuerdo haber entrado antes y no era tan buena. Felicidades de mi parte, tio, menudo site más creativo, y además divertido. Vas de un lado para otro, qué bueno. ¿El video lo has hecho tú?

    Sí, ya me lo han comentado. Se puede montar un site gratis. A eso intentaré ir, de manera que lo pueda mantener dos años o más sin problemas. Gracias por el avisto.
  • POLIXENAPOLIXENA Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2009
    Valdo, que el dinero no mate tu creatividad.
    Revue, gracias al comentario de Valdo he entrado en tu web nuevamente y está genial.

    ¡Viva la creatividad!
  • revuerevue Fernando de Rojas s.XV
    editado junio 2009
    Valdo y Polixena, gracias por vuestros comentarios sobre la página web. Respecto a lo de la animación, sí, la hice yo con goanimate. Pues nada, si necesitas alguna recomendación sobre sites gratuitos y cómo aprovecharlos al máximo mándame un privado y lo arreglamos. Saludos compañeros
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado julio 2009
    La verdad, tu web tiene una creatividad explosiva. ¡No te la copiaré! Palabra de Stone.

    POLIXENA, gracias por los ánimos. La verdad, posicionar la web, pasta aparte, me estaba estresando un poco y no me dejaba tiempo para escribir...


    Falta el último post del Canto de Ulam, en breve lo subo, y otras cosas también, otras historias.

    Un abrazo.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado julio 2009
    (El Canto de Ulam 3 y última)


    Ulam jamás olvidaría el último encuentro, aunque a medida que pasaban otros inviernos más le parecía todo algo al filo de la irrealidad, donde sus recuerdos se fundían con sus sueños y con un tiempo desaparecido. Fue a principios de aquel otoño, cuando los campos de trigo habían sido segados y faltaban pocos días para las fiestas que despiden los vientos cálidos del sureste y abren la ventana a los del norte. Ulam, como otras veces, había encontrado sus extraños amigos haciendo sonar su flautín, pero aquella vez le había costado más tiempo obtener una respuesta, así que había tenido que entrar más y más en la espesura.
    Al encontrarlos, Ulam se sorprendió que aquella vez fueran tantos. Doce contó, sentados en la huella de lo que había sido una antigua laguna, escondidos de una mirada fortuita. Dejaron sitio a la niña gris, quien no había dejado de emitir breves juegos de notas. Cuando se sentó entre ellos, las respuestas se sucedieron y Ulam tuvo que hacer un esfuerzo para seguirlas, cada vez más rápidas, hasta que los trece instrumentos sonaron al unísono, como si iniciaran un rito ancestral y las melodías fueran invocaciones a lo que existe más allá del mundo visible, en algún lugar y en todos en la piel del palpitar de una música inaudible. Ulam se estremecía, sin poder dejar que sus dedos saltarines bajaran y subieran sobre el suave tacto de la madera, sintiéndose ida, tocada por algo que no entendía, una circunferencia que giraba a su alrededor, que la separaba del mundo hasta hacerla comprender cosas que jamás hubiera pensado, viendo brillar en su ceguera rutas, luces, conexiones sin equivalentes, sintiendo que se alejaba de su propio cuerpo y empezaba a flotar en ese espacio de frontera en que las copas de los árboles se enroscan con el azul del cielo, y más allá…

    Cuando despertó, era casi de noche. Al principio casi ni se dio cuenta de dónde estaba, ni tan siquiera se acordaba de sí misma. Había dormido sobre el suelo, protegida por un manto de flores, que al incorporarse caían, desvaneciéndose. ¡Ahora recordaba! Su padre ya la estaría buscando, todos sus vecinos la estarían buscando. Su corazón se aceleró. ¿Qué les podría decir? Se levantó y empezó a andar deprisa hacia su casa. Por un momento sintió ira hacia sus amigos del bosque que la habían entretenido el tiempo que tarda el sol en cruzar el cielo. Si caía la noche se extraviaría y no sabría volver. Corrió entre las penumbras sin pensar en nada más que no fuera llegar lo más pronto posible a su pequeño hogar. La impaciencia la impulsaba, la hacía ser veloz, sorteando la masa de árboles que a momentos parecía cerrarse sobre ella, como si quisieran absorberla.

    Tras una marcha que le pareció interminable, Ulam salió de la arboleda para alcanzar el camino del sur. El aire olía a grano quemando, a humo, a madera chamuscada. Inició, rápida, la ascensión del camino para llegar a la parte alta donde vería los campos sembrados y en lontananza los cubiles abigarrados de su aldea. Al llegar arriba divisó su pueblo en llamas, llamas que ascendían hacia el añil oscuro que antecede al crepúsculo. Jadeando, llegó hasta su casa, que era una pira centellante entre los muchos fuegos. Buscó y buscó sin encontrar a nadie. Incluso los pozos de los silos ardían, convertidos en enormes braseros a ras de suelo. Vio flechas y lanzas partidas por el suelo, clavadas en alguna pared que se había salvado del incendio, pero ni rastro de los suyos. Los murrianos habían golpeado y desaparecido.
    Ulam, presa de una infinita desorientación, volvió cerca de su choza. Allí se sentó sobre los hierbajos y empezó a tocar, sin importarle el tiempo, sin importarle lo que hacía. Lo que siguió, apenas lo recordaría. El tintineo de múltiples aceros en la noche, el destello de las llamas sobre las corazas de aquellos hombres grises que la contemplaban como a un milagro.
    - ¿Por qué la habrán perdonado? – preguntó una de las sombras.
    Un hombre muy joven, derecho frente a ella, con furia y asombro en su mirada, marcaría su destino.
    - Llevadla a Palacio, a Vamurta. Alguien así debe estar protegida, a salvo. Llevadla junto a mi madre.


  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado julio 2009
    Primera de las razas de Vamurta:

    Los Pueblos del Mar


    Dice una leyenda de los Pueblos del Mar que, Effa, diosa de los abismos marinos, creó el hombre con la loza de una de sus simas más profundas. Lo hizo emerger y lo situó sobre una playa. Desde la costa, el hombre emprendió el camino del interior, llegando al corazón del bosque, a los picos donde la nieve nunca se retira, y a los valles lejanos, en los que la uva crece llena y dulce.
    Dice la leyenda que algunos de estos hombres jamás olvidaron las palabras de Effa, y decidieron quedarse en la orilla para poder venerarla, generación tras generación. Estos son los hombres y mujeres de los Pueblos del Mar. Lejos de querer un hogar, una frontera o una empalizada que defender, desean por encima de todo cabalgar con sus piraguas, partiendo en dos los latidos de las olas.
    Y es que este Pueblo se desplaza de un punto a otro del Mar de los Anónimos cada cierto tiempo, disgregándose en una diáspora que les asegura su propia supervivencia, al igual que no es posible aplastar las golondrinas que emigran a los rincones dispares y lejanos.

    Las primeras referencias de estas gentes se hallan en los Anales del Tecer Ciclo de la Antigua Vamurta, cuando los muros de ciudades y villas aún estaban hechos de bloques de barro cocido y argamasa. Se habla de una rara invasión a considerable distancia del sur de la capital, de todo un pueblo llegado en un sinfín de naves pequeñas, huyendo, posiblemente de algún cataclismo. De esos hechos queda, en el templo de Arismet, un bajorrelieve desgastado por el tiempo, que narra como el Conde De Sibila los rechaza, cerca del Cerros Blancos. Nada más se sabe de ese choque, aunque algunos historiadores apuntan a que parte de los invasores emigraron al interior de las junglas del sur.

    Fragmento de La Antigua Vamurta:

    “El Conde observó a aquel hombre un rato más. Parecía joven y al tiempo muy viejo. Los brazos y la espalda de un gigante, la expresión de un moribundo. Su piel oscura, sus ojos estirados recordaban a los de un murriano. El hombre llevaba una hilera de pendientes en la oreja derecha y el cabello largo y sucio, atado con una cola. Los otros eran de su clan: la misma piel tostada, facciones parecidas, los colgantes idénticos.
    - ¿De dónde sois? – inquirió el Conde.
    - ¿De dónde somos? – hizo el hombre un pausa como si nunca antes se le hubiera ocurrida esa pregunta -. Somos de una tierra que se liga, que se mezcla con la costa, una tierra que juega con las olas, que entra y sale de su madre, la mar... ¿No sabéis quien somos aún, señor? Fuimos un pueblo libre, aunque éramos pocos, antes que los hombres grises nos rompieran y enmudecieran nuestros cantos. Somos algunos de los que quedan del Pueblo del Mar – acabó el hombre, sin esperar respuesta por parte de aquel extraño.”
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado agosto 2009
    Vesclanos (1/2)


    Vida Privada y Creencias


    Sin duda, a los vesclanos les gustaría vivir sin más, entre el bosque y el cielo, teniendo como únicos vecinos a los animales salvajes y los espíritus que adoran. Para este pueblo, la llegada de los hombres grises y la progresiva expansión de los territorios sufones, desde el oeste y el noreste, supuso una convulsión social y económica que se alargó durante muchas estaciones, al ver mermado sus recursos y sus tierras.


    Los vesclanos son una de las razas más pacíficas e introvertidas de las presentes en las enormes extensiones de tierra de las Colonias, según la denominación de los hombres grises. De hecho, los vesclanos rara vez han iniciado guerra alguna, incluso en el ámbito privado resulta extraño ver un vesclano iniciar una pelea. La violencia se reserva para la defensa, aunque no existe para este pueblo una exclusión expresa de la vía de las armas y, de hecho, si éstos se consideran engañados o timados, no dudan en afilar sus dagas.
    Es quizás la falta de ambiciones políticas y territoriales lo que resulta más chocante y singular de esta raza, y al mismo tiempo, lo más apreciado por aquellos que les son próximos. Su fidelidad y sentido del orden son proverbiales en el oeste y en el este, y tener un amigo entre ellos significa tener alguien al que poder recurrir, alguien al que acudir aunque el tiempo haya extendido las zarzas del olvido.


    En las creencias de este pueblo, “amendhas”, no hay ni dioses ni santos, y menos aún representación física de los mismos. Su culto se basa en una energía rectora, “Bodhais”, que organiza y hace el mundo posible. Son un pueblo animista, que cree que el más allá es un tránsito que los devuelve al fuego primigenio de la tierra, que adora a las fuerzas del viento y la tempestad, a lo que respira en la profundidad de las cuevas, que ama los árboles, los bosques y los prados, ya que consideran que al morir, se vuelve al Boadhais, en todas sus formas posibles. De todas las expresiones de la naturaleza, es en el fuego donde los vesclanos ven la condensación, el clímax, del Bodahais, ya que consideran que la energía desprendida por las llamas es pura renovación, un tránsito de un estado a otro.


    En el ámbito familiar, al contrario del ámbito público, los vesclanos son gobernados por sus féminas. Algunos historiadores apuntan a un “matriarcado encubierto”, cuando se refieren a esa sociedad. Es en la intimidad de los salones de sus hogares donde las vesclanas sacan el mal genio por el que son conocidas, mandando en la educación de sus hijos y en las cuentas de la casa. Es tal su poder, que en la toma de las grandes decisiones de esta raza, se sospecha que muchas han sido adoptadas desde la alcoba.
    Las familias vesclanas acostumbran a ser numerosas, lo que facilita la estructura de clanes, ya que cada hembra puede albergar en su vientre entre diez y doce retoños, aunque muchos mueren durante los tres primeros años de vida por ser los neonatos de muy pequeño tamaño y escasas defensas. En las familias, la abuela la figura que aglutina al resto de parientes y su defunción es el acto social más notable, por encima de alianzas y matrimonios. Los muertos jamás son enterrados, y se opta por la incineración como último adiós, ya que consideran que la energía de la muerte no desaparece, si no que se transforma.
    Los vesclanos son esencialmente monógamos, aunque entre su aristocracia mercantil se toleran casos de poligamia, en la que una hembra de prestigio puede contar con tres y cuatro maridos. Y es que los vesclanos disfrutan de un sexo único, enormemente placentero para sus mujeres, que por suerte de su raza no resultan atractivas para hombres y sufones. En sus prácticas sexuales, de múltiples y breves encuentros, no existe el concepto de intimidad ni asociaciones morales vinculadas, lo que crea una alta exigencia para los machos, que en casos aislados pueden ser repudiados por sus esposas en caso de disfuncionalidad severa.



    3428654210_8cb4168ff8_m.jpg
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado agosto 2009
    Vesclanos (2/2)


    A diferencia de sufones y murrianos, y al igual que los hombres, los niños viven con sus padres hasta el “andihomius”, el ritual de paso de la niñez a la edad adulta, en el que los jóvenes juran ante el wasileus de su ciudad obediencia al “Libro de los días”, que dicta las leyes y las costumbres de este pueblo. Tras el juramento, los jóvenes han de permanecer tres lunas en las Cuevas de Arrt, bajo las órdenes de instructores en leyes e instructores militares. A partir de ese momento, los jóvenes pueden iniciar su propia singladura, lejos de sus progenitores.

    Los vesclanos son una sociedad de comerciantes extremadamente tradicional y rígida. Se reserva a los machos el derecho de comerciar y vivir lejos de sus asentamientos, y son los viajantes y mercenarios el único canal con el mundo exterior, la única posibilidad de renovación de una comunidad muy estructurada. A las hembras se las reserva el espacio doméstico, el deber de la descendencia y parte del trabajo artesanal y recolector, mientras los vesclanos se dedican a la agricultura, la minería, el trabajo de los metales y la guerra, junto con el gobierno. Aunque esta división es, en parte, aparente.

    Arquitectura, Estructura Política y Economía
    Al igual que su concepción del mundo, los vesclanos construyen sus pueblos y urbes mirando hacia la tierra, buscando el refugio en ella. Siempre que les es posible, esta raza ha construido ciudades en parte visibles, que ocultan su corazón bajo tierra, ya sea aprovechando y ampliando cuevas naturales, fundando núcleos pegados a altos abrigos rocosos o bajo cortes montañosos. La conquista de una ciudad vesclana es un trabajo para titanes pacientes, ya que rebasados sus altos muros sólo se logra arrancar la piel del enemigo.
    Su capital, Dahaee, es un ejemplo de ello. Su majestuosa ágora se halla bajo techo, en el interior de la montaña, cerca de la entrada de la cueva de dónde la ciudad nace, iluminada por la concentración de mayor número de velas de todos los territorios y en las tardes despejadas, por la declinante luz del sol. En la profundidad de la montaña vive más de la mitad de su población, en largas galerías excavadas en roca viva donde no llega el calor del día. Bajo la ciudad visible, rodeada de un doble muro y altos torreones, trabajan los artesanos del hierro y los tejedores, se cuecen bloques de arcilla, se cocina y se vive.
    Los accesos a cada uno de los niveles de la ciudad están bloqueados por grandes puertas de acero azul y, en caso de asedio, se liberan las palancas de múltiples trampas, que significan un calvario y enormes pérdidas para aquél que ose tomar por la fuerza Dahaee.
    La falta de ambición y su carácter pacífico, su respeto por el prójimo, ha obligado a este pueblo a ser el mejor constructor de fortalezas y estructuras militares del universo del Mar de los Anónimos, de modo que la mayoría de los ejércitos consideraría muy seriamente la negociación ante las puertas de sus bastiones.

    El gobierno vesclano, o Teslas, está formado por representantes de las doce familias más poderosas, pero a sus cargos o “demos”, se accede por votación. Esta raza constituye una República, en el que los cargos son elegidos en las Juntas de Iguales, que tienen poder para devaluar, castigar e incluso condenar a muerte a un mal wasileus, ya sea éste civil o militar.
    La moneda más común es el doih, en piezas de bronce y plata, apreciadas como cambio por la pureza de sus metales, que se ha mantenido imperturbable durante generaciones.

    Su ejército no pasará a los anales de la historia del Mar de los Anónimos como el mejor de las razas conocidas, ya que evitan la lucha a campo abierto. Las unidades están adscritas a las fortificaciones que defienden, encargadas de la defensa sobre sus muros y el orden en su perímetro exterior, dividiendo el país en castillos y ciudades, que funcionan también como unidades administrativas.
    Su armamento no difiere en gran medida al de los hombres grises pero sí dan una importancia capital a los artilugios destinados a desbaratar un asedio: grandes catapultas cargas de piedras y barriles de aceite ardiendo, ballestas de arco infinito con cargadores automáticos, trabucos ciclópeos, carrosbalista que deben ser tirados por cuarenta vesclanos, contraminas inundadas de escorpiones, y un sinfín de trampas invisibles, que se activan cuando un ejército enemigo se acerca o intenta saltar por encima de sus almenas.


    Su economía, al igual que las grandes civilizaciones a lado y lado del Mar de los Anónimos, se basa en la agricultura, la manufactura y el comercio, aunque con sus particularidades.
    Su agricultura no es exportadora, ya que cultivan productos extraños destinados al propio consumo como son líquenes, setas y lúpulo. Su ganadería no existe, ya que las proteínas de su base alimentaria se obtienen de las grandes granjas de insectos (gusanos y termitas, especialmente), en las afueras de sus ciudades, y en la pesca. Carpas, espricones y salmones son sus platos de fiesta preferidos.
    La gran riqueza de los vesclanos, su nombre, se ha relacionado con el metal, ya sea por su extracción o por su trabajo, en las grandes forjas que son el orgullo de este pueblo. Estas forjas son las de mayor renombre del mundo conocido y su metal el más ligero y resistente, aunque los vesclanos adolecen de tecnología, y la entrada de los arcabuces y las nuevas armas de fuego dejarán en jaque a esta industria tradicional. Gran parte de su fama de herreros proviene de la calidad de su material, metales de gran pureza extraídos de sus minas al aire libre, relamiendo en círculos las bolsas de hierro, zinc y cobre de los montes y carcomiendo con paciencia los intestinos de las montañas de los Cerros Negros, al sureste de sus asentamientos, a través de profundos túneles, en cuya delicada construcción son maestros.


    3428637492_9a6372f890_m.jpg
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado agosto 2009
    (Dejo un fragmento del libro que enlaza el post nº13 y el nº 14. Falta otro post para completar el enlace. Disculpad el desorden.)

    Ninguno de los dos dijo nada durante unos instantes. Ya no había tiempo para más. El capitán recordó al Heredero, pero el veguer no sabía gran cosa.
    - Dicen que agoniza en su cama. No debéis contar con su lanza. A pesar de que su sola presencia espolearía a los hombres.
    El rumor del avance enemigo iba ganando en intensidad. Se separaron con un fuerte apretón de manos.
    El capitán Álvaro se encaramó otra vez a la muralla, poblada de arqueros. Las palabras del veguer le habían entristecido y a la vez le habían descargado la conciencia. “Ahora tenemos un plan de batalla”, se dijo, “y luz en esta hora incierta”.
    A su derecha, lo que había sido la Torre de Oriente no era más que un montón de escombros. Miró hacia el oeste. Bajo el sol del mediodía las huestes enemigas habían dejado de avanzar, esperando. Álvaro habló con los arqueros, que toqueteaban la madera de sus arcos con nerviosismo. Toda la potencia de los murrianos se desplegaba a sus pies, el rugir del enemigo empezaba a oírse con claridad. Vio a muchos hombres sudando, los frentes chorreantes bajo el peso de los cascos, las manos temblorosas.
    - ¡Esperad a mi señal! ¡No lancéis hasta haberme oído! El que no tenga la mano lo bastante firme, la perderá - gritó el capitán con fiereza, consciente de la importancia de disparar en bloque sobre un blanco cercano.
    Avanzó apartando a los hombres hasta encontrar al oficial de los arqueros, Gofreu. Aquel hombre mayor, pasados ya los cuarenta años, lo miraba sin entusiasmo. Sus ojos pequeños y verdes, sobre un grueso bigote que bajaba hasta la mandíbula, parecían inmutables.
    - Gofreu, ¡los tenemos encima! - El capitán pronunció aquella frase como un escupitajo-. Una vez hayáis ordenado las dos primeras descargas, tendréis a los murrianos a tiro de lanza.
    - Cierto - contestó Gofreu
    - Mantened a los hombres fríos. Haced que vuestros arqueros se concentren sobre blancos seguros. No perdáis flechas castigando a los grupos lejanos o en coberturas. ¡Quiero murrianos muertos sobre estas piedras! -dijo, señalando el pie de la muralla-. Disparad sobre los que se agrupen cerca de la brecha. Allí se van a amontonar, quiero que entren en la ciudad dispersados. ¿Lo habéis entendido?
    Mientras el capitán daba las instrucciones, se propagaba una especie de clamor creciente. Llegaban más voces, más ruidos.
    - Así lo había pensado, señor, pero vamos a perder hombres aquí arriba si dejamos muy tranquilos a los arqueros murrianos - respondió alargando cada una de las palabras que pronunciaba-. Aunque ahora no es el mejor momento para matices...

    El capitán miró hacia el valle. Frente a la ciudad se levantaban nubes de polvo por doquier, a medida que la gran masa del enemigo cubría el verde de las huertas y el amarillo viejo de los campos de trigo. El aire se llenó de un estrépito creciente, ensordecedor, como si un alud de piedras se desplomara desde algún risco.
    Los hombres que defendían la muralla parecían hipnotizados, dominados por aquel súbito rugir. El capitán, repuesto de la primera impresión, se giró con violencia y gritó a los de abajo "¡Haced sonar los tambores!". No oía los tambores, luego, antes de llegar al pie de la muralla, oyó un tímido repicar, como si un murmullo llegara de un valle remoto. Luego escuchó otros tambores que se sumaban a los primeros. Por fin las falanges hacían oír su voz con fuerza, despertando a los guerreros, rompiendo el miedo que el rápido avance de los murrianos estaba provocando entre la tropa.

    El capitán ya podía distinguir las manchas de los rostros entre las masas del enemigo, borrosas entre el polvo, las líneas de las lanzas y las puntas de las jabalinas. Aún pudo observar como todo el flanco izquierdo murriano se descolgaba y tomaba la dirección del río a la vez que la vanguardia enemiga ya casi tocaba las murallas. Al mismo tiempo, los jinetes de Ulak frenaban su avance, quedándose lejos de los muros, lejos de los arqueros. El centro enemigo seguía avanzando a un alto ritmo, levantando la tierra con sus pezuñas hendidas. Las primeras filas llegaban aullando, lanzando sus jabalinas para después retirarse a toda velocidad. Muchos proyectiles no llegaron a volar por encima de los muros y caían ruidosamente al suelo, mientras que los que alcanzaban la ciudad llegaban con poca fuerza y sólo hirieron dos soldados grises.
    La vanguardia murriana se replegó, volviendo sobre sus pasos para reagruparse en gran número. Animados por la falta de respuesta del enemigo, volvieron a atacar con mayor empuje. Avanzaron tanto que llegaron hasta las bases de las murallas y a encaramarse sobre el montón de piedras de la brecha. Este movimiento permitió a los arqueros murrianos acercarse más y formar a poca distancia de las falanges. Eran todos los arqueros, cientos de ellos agrupados en cuadros de cincuenta. Mientras los infantes lanzaban sus dardos, los arqueros murrianos pudieron tensar las cuerdas de sus armas. Se escuchó como un gran soplo y por unos instantes las flechas de los murrianos mancharon el cielo. La sombra del enjambre que se levantó delante de los hombres grises bajó como un halcón sobre sus cabezas.

    "¡Esperad!" Aún pudo ordenar el capitán a los arqueros. Las flechas impactaron en un incesante repicar de puntas de hierro contra las armaduras y sobre los escudos de la infantería. Se oyeron gritos, chasquidos. Veinte o treinta hombres se desplomaron, rodando con estrépito sobre el suelo. Siguieron las maldiciones de muchos heridos en el pie, algunos en el hombro.
    La voz del capitán se alzó por encima de los lamentos de los heridos y el trote de los centenares de murrianos que volvían a retroceder. "¡Lanzad!"
    Los arqueros grises, que se habían escudado detrás de las almenas, sacaron sus saetas, se incorporaron a la vez y apuntaron hacia abajo. El zumbar de las flechas sorprendió a muchos murrianos que aún volvían a sus posiciones. Los arqueros grises vaciaban sus aljabas, disparando una y otra vez.
    La primera oleada se había deshecho. Los arqueros grises seguían lanzando como poseídos hasta que, rehechos de la sorpresa, los arqueros murrianos fijaron un nuevo objetivo, las almenas de Vamurta. Una lluvia de proyectiles cayó sobre los muros y los arqueros grises, más por instinto que por órdenes, respondieron.

    Vaciadas las aljabas que colgaban de sus muslos, los defensores de Vamurta dejaron de lanzar y se agazaparon detrás de la muralla. En ese momento, un cierto silencio se extendió en asediados y asediadores. Los campos quedaron cubiertos de muertos y murrianos heridos, que chillaban emitiendo extraños sonidos, agudos, reclamando a los suyos. Algunos se quedaban quietos, otros se arrastraban hacia sus propias líneas.
    Gofreu aprovechó la pausa para ir a preguntar al capitán si era necesario rematar desde arriba a los heridos, pero éste se negó por la escasez de flechas.
    - Si quieren, que los vengan a buscar. Y si se acercan, ya saben que esperamos con el arco tenso - concluyó Álvaro.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado septiembre 2009
    Los murrianos volvían atrás, lejos del alcance de los defensores. Se habían concentrado otra vez, esperando, quietos, como si meditaran qué habían hecho mal.
    Debieron encontrar la respuesta con prontitud ya que, poco después, empezaron a desplegar señales de bandera que obtenían respuesta de otras. Estandartes y banderas se agitaban en el campo enemigo, comunicándose, haciendo que las unidades cambiaran su posición. La infantería se retiró de la primera línea, dejando paso a hileras y más hileras de arqueros de brazos delgados y ásperos.

    El aire cálido del mediodía osciló, violentado por el resonar de las trompetas murrianas. Algunos hombres grises sintieron un escalofrío al escuchar esas notas estridentes, capaces de hacer temblar la roca de un acantilado. Las huestes enemigas empezaron a entonar una extraña canción, que a muchos no les pareció una canción de guerra, por ser alegre y triste a la vez. Los defensores recordaron otras canciones, canciones de despedida. El vacío entre los dos ejércitos se llenó de esa música extranjera, casi bonita, mientras los arqueros murrianos clavaban grandes escudos en tierra, altos como un hombre, que eran apuntalados con grandes estacas. Poco a poco fueron trazando un semicírculo frente a la brecha derruida de las murallas de Vamurta. Otra muralla.
    El veguer subió encima de los muros con un ímpetu impropio de sus cabellos plateados, seguido por tres de sus hombres. Fue a encontrar al capitán de la plaza, que había vuelto a las alturas, preocupado por el cambio de estrategia del enemigo.

    —Debéis ordenar a los arqueros… —Se paró para coger aire—. Decid a los arqueros que se concentren en lo que nos van a lanzar...Que olviden los arqueros murrianos, no les haremos daño...
    —¡Ya habéis oído! —gritó el capitán, dirigiéndose a los arqueros agazapados.
    —Deberíais bajar, dirigir las falanges a ras de suelo —sugirió el veguer, ahora muy tenso—. Atacarán ya, o lanzan la infantería o nos lanzan los jinetes... Que más da.
    —Han hecho avanzar a los arcabuceros. Los tienen agrupados detrás de los jinetes de Ulak. Quizás quieran abatirnos situándolos frente al agujero, no lo sé —observó Álvaro atropelladamente—. Más me preocupa lo que guardan más atrás, veguer.
    El capitán señaló el horizonte. Se vislumbraban unas manchas que se desplazaban más allá de la capacidad de visión de un hombre gris.
    — Infantería pesada o... —dijo el veguer dudando—, o Reinas.
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2010
    Hola,

    He vuelto a montar un blog, ahora más abierto. Para dar cabida a la novela, pero también a otras cosas, como cine (Lean, Kurosawa, Avatar), literatura en general, poesía y otras cosas que se me ocurran.

    Es un blog fácil, creo. Espero que os guste.

    http://epicavamurta.blogspot.com/

    Saludos.
  • HakatriHakatri Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado enero 2010
    Ya termine de leer lo que esta en estas paginas, y ahi te va mi opinion

    Como dije en el tema "La guerra de los lobos" poner una guerra inminete es una forma facil de crear una historia, asi que te recomendaria expandir el mundo como lo hiciste con la historia de Ulam (no he leido lo del blog asi que no se que hayas hecho al respecto) como ya te habian dicho antes la historia es lenta, avanza despacio porque en la mayoria de los casos sigues el mismo esquema para mostrar un personaje: pones una actividad, luego pones otra para iniciar la dinamica, cuando acaba inicias con las reflexiones internas y los pensamientos, esto hace que podamos preveer que parte del personaje es la que veremos a continuacion, eso quita el elemento sorpresa, eso, combinado con las enormes cantidades de texto sin dialogo hacen que la lectura se vuelva pesada despues de un rato
    Los puntos buenos son la originalidad de los seres, aunque el combate con otra raza ya esta muy visto, el que los protagonistas sean hombres grises tambien le da mas riqueza, no he visto a las otras razas asi que ahi me detengo, pero el trasfondo historico de la ciudad parece estar asentado para que los eventos se sucedan, aunue te serviria que los personajes tomen en cuanta su pasado a la hora de interactuar con los demas, como hiciste con la condesa, pero sin poner tanta explicacion intermedia, solo una o dos frases que recuerden su postura en medio de los dialogos
    Se me olvidaba, tambien hay algunas palabras repetidas que cortan el ritmo de la historia
    Creo que es todo, Saludos y espero que mi opinion te sirva
  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2010
    Hakatri, qué sorpresa.
    Gracias por la crítica. Está muy trabajada, muy bien razonada y estructurada. Se agradece.
    Y gracias por leer, evidentemente.

    Primero de todo, lo que dices es muy interesante. Me voy a replantear algo, introducir más diálogo en el arranque, especialmente en el primer capítulo, aunque aún no sé bien cómo lo voy a hacer. Ya inventaré algo.

    Segundo. Voy a volver a editar lo que es parte de la novela que he colgado aquí. Hay demasiada errata, y como ya lo tengo corregido, pues nada. Será media hora.

    Tercero. Comentar lo comentado.
    - Comenzar un relato con una guerra es fácil. Sí, es verdad. ¡Pero es lo que me apetecía! Te comento. Antigua Vamurta es mi primera y única novela. Al empezar, quería hacer algo más cómic, algo que me divirtiera mientras escribía, porque sabía que el camino sería largo y tortuoso. Ya ves que luego se torció y el arranque es trágico. Fue algo involuntario, quería que fuera más ligero.
    - "pones una actividad, luego pones otra para iniciar la dinamica, cuando acaba inicias con las reflexiones internas y los pensamientos". Caramba, esto me ha hecho pensar. Ni me había dado cuenta. Bueno, ya está hecho, lo voy a tener en cuenta, Y MUCHO, en el futuro. Gracias por este análisis, me viene de primeras.
    - "eso quita el elemento sorpresa". Introducido más adelante, en la novela. Pero no puedo hacer más que darte la razón.
    - "cantidades de texto sin dialogo hacen que la lectura se vuelva pesada despues de un rato". De eso soy consciente. Quería trabajar con cambios de ritmo bruscos. Quizás no lo haya conseguido, está claro. Me remito a lo dicho antes. Haré lo que me prometí no hacer. Volver atrás con las tijeras y el lápiz.
    - Otras razas: aparecen en la segunda y tercera parte de la novela. Aquí he subido un 15% del libro. Lo lamento, de veras.
    -"solo una o dos frases que recuerden su postura en medio de los dialogos". ¡Ei! Me parece una idea estupenda, muy bueno. La tomo y la aplicaré.

    - "tambien hay algunas palabras repetidas que cortan el ritmo de la historia". Cierto es, compañero. Cuando vuelva a editar los textos, espero subsanar ese defecto de principiante.

    En serio, fantástico análisis.
    Bueno, me voy a descargar tus textos. Este fin de semana me dedicaré a tu primer capítulo-
    Espero poder devolverte una parte de tus buenas ideas.
Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com