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El santo de las rameras

Salgo de la bodega de la goleta que me ha traído de vuelta de campaña. El olor a madera húmeda se ha metido por mi viejo atavío y me roído el armazón. No consigo discernir los matices de los olores a putrefacción que tanto detestaba de Sevilla, y que tanto eché de menos en tierras lejanas. Las gentes morenas de tez curtida consiguen arrancarme las primeras sonrisas, al tiempo que intento concentrarme en bajar por la pasarela con mi jamelgo sin caer al mar. No recordaba tanto gentío en el puerto. Ansío recoger mi recompensa de la capitanía y dedicarme a sembrar mis tierras. El único metal que tocaré en lo próximos años será el de mi guadaña.
Dirijo las crines hacia el palacio mayor de la capital. En esta época hace frío hasta en el sur. Los puestos ambulantes están forrados de pieles y niños y mujeres juntan sus almas para calentarse. Gentes de oficios encienden fuego en cada esquina, mientras se afanan en taparse los desnudos tobillos con las mantas roídas. El humo y el vino inundan el viejo empedrado. Carruajes, soldados y tenderos se mezclan en carnaval de ruidos y ensoñaciones. Ensoñaciones de juglares y seglares en confusa diferencia.
Las señoritas de la noche me miran, a sabiendas de mi generosa bolsa, regocijo de las riquezas del pasado. Durante estos meses no me ha dado tiempo a satisfacer mis necesidades carnales, más ocupado en tareas de zamarra. Así que el estómago pide pan. Y más que pan: cariño, y más que cariño…compañía. Pero el cansancio no da para más, ni siquiera para blandir una orden a mi caballo, cuanto más…a mi espada.
So pena de pasar otra noche solo…sigo mi camino, atravesando plazas, hedores de bosta y fragancias de naranjos.
En mi desidia, vienen a mis ojos la sombra de una dama, a punto de esconder su figura en un rescoldo de una esquina semioculta. Acostumbrado como estoy a las conquistas, soslayo mi corcel, amachambrado en la mirada de la doncella. Tenso riendas, y tenso mi corazón en el camino al vértice cardinal. Ella se asusta y adentra su figura en la oscuridad con garbosa elegancia. Aquel gesto me llena de curiosidad. Desmonto de mi compadre, y ofrezco mi mano, envuelta en viejo cuero, a tan angosto peligro.

-Márchese –reprímeme la muchacha-
-¿Acaso debo? –pregunto inconsciente-
-Debe, debe…
-Mis pasos no hieren muchacha. Ni mi guante. –respondo al enemigo continuando con mi cansado brazo extendido-
-Sus pasos no hieren, mi señor, pero sí mi corazón. Que sabe distinguir el pesar de un corazón magullado. Que sabe corromper el alma de los navegantes solitarios. Que sabe apartarse del dolor de la soledad.
-Mi corazón es curtido en sufrimientos mi señora.
-En guerras tal vez, pero no en amores. ¿O me confundo? Si de algo entiende una mujer como yo…es de amores, de favores, de fervores, y de conquistadores. Que como su escudo y espada indican, es usted de hacer moribundos perdedores, que de mis favores no usurparán mis emociones, y con ellos usted y su corazón en aras de la victoria no podrán ser vencedores. No sufra por mi caballero. Dirija su timón hacia aguas más apacibles.

Mis noches pasaban como mis días. Borrachos de amor incondicional por las botellas del amor de las que nunca bebí. Siendo más verdadero: bebiendo de las botellas de las que quitan el ansia de amor, de las que embriagan el corazón. Borracho al fin y al cabo. Algún duelo tuve que dirimir al alba por culpa de la atmósfera bélica del momento. De duelo tras el alba por la falta de mi tan anhelado elixir.
Hoy salgo al encuentro de la noche, intentando apaciguar el sosiego ausente que ambiciono. Hoy voy con el oro a cuestas, tan pesado como el fracaso de mi solitaria existencia, siempre más preocupado de quitar vidas…que de darlas. Con la alforja llena por mis éxitos guerreros salgo a rondar las calles hispalenses.
Al que nunca le asustaron los momentos más parecidos a la muerte, asustan ahora los encuentros más parecidos a la vida. Y más que los momentos…los reencuentros; y más que lo reencuentros…los enamoramientos.
Busco la esquina que me vio perecer. La que fue testigo de mi primera batalla. Y de nuevo allí estaba ella. Con andares tan rabaleros como siempre. Pero con la misma elegancia de la primera vez.
Con mi rango, no debería mezclarme con estas extrañas mujeres. He tenido muchos problemas con la Santa Madre, con la Santa Patria y con la Santa que los parió. La sangre que me corre por las venas me hizo perseguirla y secuestrarla hasta el final. La sangre que le corre a ella, no tan limpia como la mía según los mojigatos alcahuetes, le hizo huirme mucho tiempo.
Pero al margen de las limpiezas de nuestra sangre, de las pérdidas de mis mayorazgos, y de mis juicios de residencia, mi espada tuvo que negociar con muchos bufones de la corte que no paraban de mofarse de la hazaña de pretender a tal bella ramera. Tras rastros de sangre y disgustos pude conquistarla. Como diría mi buen amigo Gil Vicente en una cantiga dedicada mi historia: “En Sevilla quedan presos, por cordón de mis cabellos, lo mis amores, malhaya quien lo envuelve, en Sevilla quedan ambos los mis amores, malhaya quien los envuelve”
El abate de la diócesis tuvo que transigir con el casamiento, incitado tal vez por el aguzado filo de mi daga. Con o sin dote el casorio fue un escándalo. A poco me cuesta la excomunión. Aunque la ramera más bella de Sevilla tuvo un privilegio sobre todas las demás doncellas, señoras, cortesanas y aristócratas de la época: jamás nunca nadie se atrevió a ofenderla desde entonces. Fue la mujer más libre de su época. Jamás se atrevió mi mano a tocar su morena cara, sino fuera para regalarla alguna caricia, previo aprobación de su permiso. Permiso sí, permiso, pues no vieron mis ojos jamás almiranta con tan buena clase mandando y tan buen tino organizando su ejército: mi corazón.
Apoyada en mi espada, mi mujer dedicó su vida y sus esfuerzos a cuidar de mi descendencia, de mis borracheras y de muchas mujeres menos afortunadas, de estirpe igual a la suya. De vida difícil.
Hube de vérmelas yo por su culpa en más de una contienda. Por culpa de su tradición y pasado, y por culpa de su belleza, que no hay velas ni nave más bella.
Hube de vérmelas yo. Pero por la gracia de Dios, o por el milagro de la santidad de estas señoras, no hubiere hombre de rozarme ni un pelo, pidiendo perdón el villano, más de una vez por sus ofensas. Siendo yo conocido en todo el reino como el “santo de las rameras”.

Comentarios

  • ValdoValdo Fernando de Rojas s.XV
    editado diciembre 2008
    Espléndido, espléndido relato cargado de aromas. En mi opinión, la escritura es excelente. Dicho esto, lo que más me ha llamado la atención es el espíritu épico, dramático del relato. Queda esa olor flotando, tras su lectura.

    PD: mangíficas las calles y sus aromas.
  • rocinanterocinante Garcilaso de la Vega XVI
    editado diciembre 2008
    Si, verdaderamente extraordinario y escrito con un estilo que se prodiga
    poco por estos lares.

    Impecable en el dialogo de los personajes, gusta leerlo porque hay ( al menos yo lo encuentro así) mucho de poesía en sus letras.

    Me ha gustado, felicidades.

    Rocinante
  • Der RabeDer Rabe Anónimo s.XI
    editado enero 2009
    Concuerdo con Rocinante. Tiene un ritmo que es encantador, y el lenguaje es riquísimo, tanto como interesante es el argumento.

    ¡Mis felicitaciones, Uno del Montón!
  • artemisaartemisa Fernando de Rojas s.XV
    editado enero 2009
    Una hermosa historia pero más que bella buena, con cierto sabor a contienda justa: el apareamiento de dos almas, la una repujada en el campo de batalla; la segunda, altiva en la elocuencia de la carne. Me deja envuelta en un perfume tenue de azahares.
  • SuinaSuina Garcilaso de la Vega XVI
    editado julio 2009
    ¡Hola! Un relato rápido que consigues con las frases cortas . Con los verbos en presente y en primera persona, no solo nos prestas tu pluma, también tus ojos, testigo directo de esta aventura.
  • ChumoskiChumoski Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2010
    Excelente, en mi humilde opinión. Uno del Montón, eres un artista.
    Tu estilo y hechuras para componer este relato me han encantado. Huye de la pretenciosidad con una gracia absolutamente natural, sin rodeos, aún y haciendo gala de un lenguaje riquísimo (por bien empleado).

    ME GUSTÓ MUCHO!!!! Sí, señor!!!

    Saludos cordiales.
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