Estalla un aullido nocturno. He asesinado a mi primera novela. Nunca
jamás se volverá a mover. Beso el cañón de mi pistola. La arena está
teñida de rojo, los casquillos aún humean como cadáveres de locomotoras.
No le crecerán nuevos miembros ni cambiará el color de la piel;
permanecerá ya para siempre petrificada, marmórea, inmutable, mineral,
momificada
per secula seculorum.
Ya nunca más podré disfrutar de verla crecer, alimentarse, balbucear,
jugar, dudar, luchar. Concluir una novela no es sino asesinarla.
Aún albergo dudas sobre si soy yo quien ha escrito la novela o es la
novela la que me ha escrito a mí pero, por fortuna, soy consciente de
que no me corresponde a mí responder a esa pregunta. Esa responsabilidad
recae sobre los lectores que son los que, en todo caso, podrán
resucitarla, abriéndola y leyéndola o los que podrán convertir la
desbandada jeroglífica de sus más de 730 páginas en un huracán anímico,
vitalizándola de nuevo, convirtiéndola en su novela, porque ya no será
jamás mi novela. Fue mi novela mientras estaba escribiéndola. Ahora ya
no me pertenece.