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EL ABISMO DE LA CAMA

editado mayo 2018 en Narrativa

Relato incluido en "Retratos de familia", disponible en Amazón.

A María Luisa.

 
Creo que nadie ha sido tan feliz al dar el sí en el día de su boda. Como tantos otros antes que yo, me sentí el hombre más afortunado que jamás hubiese pisado la Tierra, aunque durante las primeras semanas más que pisar parecía que flotase, bailando entre algodones y querubines. Sí, sé que suena todo muy empalagoso, a película hiperglucémica de sábado por la tarde, pero así es como me encontraba. Ella, Marta, la mujer que había raptado para siempre mi corazón, era la piedra filosofal, todo lo que podría desear jamás. Tras el primer beso fui incapaz de comer nada hasta varios días después, temiendo que el simple roce del aire borrase la huella de sus labios sobre los míos. Supliqué durante meses para que accediese a vivir conmigo, a que mis zapatillas caminasen por la noche junto a las suyas mientras mi cuerpo le servía de cobertor. Cedí en lo de la ceremonia religiosa, el boato del banquete, la lista de boda y el vals con traje de pingüino sólo por complacerla, convencido de que todo era nada a cambio de tenerla para siempre entre mis brazos. Y, finalmente, accedió. La noche de bodas no pude dormir. Sentía su espalda pegada a mi pecho, la placidez de su respiración después de haber hecho el amor y el aroma inconfundible de la felicidad satisfecha. Marta dormía mientras yo la observaba en la penumbra, latiendo ambos corazones al unísono sin que yo pudiese creer del todo mi suerte. Cuando me desperté, tuve que pellizcarla para cerciorarme de que todo aquello no era un sueño.

Fue un primer año perfecto. Cada noche se dormía dándome la espalda, fundidos los dos cuerpos como un solo ser y yo, apenas sin atreverme a respirar por no despertarla, disfrutaba de la imagen de su cuerpo lánguido abandonado sobre la cama. Después, durante la semana escapaba raudo del trabajo para buscarla, para encontrarla, sabiendo que la vida era menos si no la pasaba a su lado. Pero, una noche, recuerdo perfectamente que fue la noche anterior a Carnaval, Marta se separó de mí. Sí, sé que no es importante, pero esa noche su espalda huyó del contacto con mi pecho. Apenas fueron unos centímetros y, aunque las piernas seguían haciendo el nido donde se introducían mis rodillas y mi cadera se apretaba con fuerza contra sus nalgas, sentí como si algo vital me hubiese sido arrancado del cuerpo.

Incapaz de dormir, busqué mil excusas que justificasen la distancia. Quizás el calor de las calefacciones, quizás la presión le dificultaba la respiración, posiblemente los efectos de un sueño intranquilo. Pero tantas veces trataba de acercarme impulsado por estas razones y recuperar el anterior estado, tantas veces ella volvía a separarse, sumergida en la inocente inconsciencia de Morfeo. A la mañana siguiente nada pareció cambiar en nuestra relación; ella estaba radiante, feliz y descansada, al contrario que su marido, que actuó impelido por la fuerza de cuatro cafés para alcanzar vivo el final de la jornada. Pero al llegar la noche la escena se repitió, y lo mismo las siguientes noches. Viendo que cualquier intento de aproximación era inútil opté por resignarme, qué remedio. Desde la distancia, dije para consolarme, la podría observar mejor, y me acostaba vestido con una camiseta bajo el pijama, aun a sabiendas de que el frío que sentía no lo podría aliviar más ropa.

Las semanas pasaron y de forma apenas perceptible fui viendo cambios en el matrimonio. Algunos días, pocos, ella me llamaba al trabajo para avisarme que no me apurase para ir a buscarla porque tenía asuntos pendientes por resolver o recados de última hora, algo que en otras ocasiones acostumbrábamos a hacer juntos. O se levantaba temprano los sábados para ir a la peluquería y me pedía que no la acompañase, diciéndome que era absurdo que me pasase las horas detrás de una revista mientras esperaba a que se secase el tinte o le pusiesen fijador. Yo aducía que no me importaba, que era feliz observando las mutaciones que sufría su imagen, tan perfecta a mis ojos, pero su mirada era tajante y yo me quedaba sólo en la casa, arañando la puerta como un cachorro abandonado por su ama. Por lo demás, el resto del tiempo éramos la pareja de siempre, felices y unidos, envidia de amigos y familiares enlazados en precarios matrimonios que ignoraban de mi incipiente desdicha nocturna. No sabía entonces lo que me quedaba por padecer.

Pocos meses después sucedió el segundo acto del drama. Sus nalgas quisieron navegar sin lastre. Me encontré unido a Marta por el contacto de las piernas y, al igual que en la primera separación, cualquier intento por recuperar el anterior estado fue inútil. Su cuerpo necesitaba más espacio para descansar y estaba claro que el mío le molestaba. Pasé semanas sin dormir, hasta tal punto que Marta me llevó al médico, preocupada por el rápido deterioro de mi salud. Sólo la vergüenza me impidió decirle al médico que lo único que necesitaba era un colchón con hondonada donde no nos quedase más remedio que confluir, empujados por la inercia, y salí de la consulta con una receta de hierro y una palmadita en la espalda.


... Continúa

Comentarios

  • ... Continuación

    Esa temporada mi mujer estuvo más atenta y solícita que nunca. Me telefoneaba varias veces al día para saber cómo me encontraba y era ella quien acudía a recogerme al llegar la tarde. Pero estos cuidados de amantísima esposa no evitaron que descubriese signos claros de desapego en nuestra convivencia. Ahora no era extraña la semana en la que se citaba con las amigas para ir a cenar o a tomar un café, y se había apuntado a un gimnasio que sólo aceptaba a mujeres. Mi soledad se convertía en una prisión sin puertas que amenazaba con asfixiarme y, en la noche, la ausencia de contactos me destrozaba por dentro. Seguíamos haciendo el amor, claro, y yo me aferraba a esos instantes de comunión como un náufrago a su balsa pero, terminado el acto, ella me besaba, me deseaba buenas noches y se giraba dejándome anclado a sus piernas. Y ni siquiera esto duró mucho tiempo porque mi suerte estaba echada. A los pocos días ese puente cedió y me encontré a la deriva en un mar de sábanas. El frío se apoderó de mi cuerpo pero no encontraba el fuego donde calentarme. Allí estaba ella, a una distancia tan escasa que con sólo alargar un dedo la hubiese tocado, pero el abismo se tornaba impracticable. Incluso cuando, dormida, rozaba con el cuidado de una pluma el contorno del hombro desnudo, o un mechón dibujado sobre la almohada, su cuerpo se removía inquieto y yo escapaba a mi exilio, llorando de rabia. Ahí comenzó un infierno del que no creí salir. Cada noche el espacio era mayor, Marta se dormía cada vez más cercana al extremo de la cama y yo la seguía bajo la manta como las gaviotas siguen a los barcos a la caza de algún despojo, de algún fragmento de su cuerpo que hubiese dejado abandonado para aplacar mi ansia. Y los días reflejaban esas noches, mi mujer cada vez más lejana, más independiente mientras yo era la sombra del hombre que fui. Cenábamos frente a la tele, olvidadas aquellas tertulias que precedían al supuesto descanso mientras escuchábamos música o jugábamos a las cartas; apenas salíamos juntos a la calle y rehusábamos las invitaciones de amigos para ir a comer o cenar, quizás pudorosos con la herrumbre que anquilosaba nuestro trato. Durante ese tiempo viví sumido en una honda desesperación mientras ella continuaba con su vida, indiferente a la catástrofe que nos rondaba.

    Hasta que una noche, consumido por la fiebre del deseo, por la necesidad de dormir acogido en su seno encendí la luz y me levanté de la cama. Marta continuó con su sueño mientras yo, de pie, aterrado por las ideas que invadían a golpes de galeote mi agotada mente observé el frío y cada vez más amplio espacio que yo tenía en el colchón. Ella dormía cada vez más cerca del extremo izquierdo de la cama, con idéntica postura a la que yo adoptaba para abrazarla hasta que me rechazó. Y no me resistí más. Caminé despacio hasta llegar a su lado, aparté con cuidado la manta y la sábana y me introduje en el breve hueco que dejaba. Sin despertarse se apretó contra mí, pegando su pecho a mi espalda y uniendo las piernas a las mías, haciéndome el hombre más feliz del Universo. Esa noche dormí como un bebé arropado por su madre.

    Llevamos semanas viviendo una segunda luna de miel. Volvemos a salir juntos, a besarnos en plena calle como cuando éramos novios o a dejarnos notitas tiernas pegadas en los espejos de la casa. Yo sé que esta felicidad no puede durar mucho, cada vez me queda menos espacio en la cama. Duermo como un funambulista en el alambre, pero ya tengo encargados el somier y el colchón más grandes del mercado. Además, todo el mundo sabe que la felicidad eterna no existe.


    Por Nacho Guirado
  • Muy bien narrado. No puedo decir que me disguste, a pesar de ser un tipo de narrativa que me recuerda la Checoslovaquia de Kafka. La introspección de lo cotidiano me ha despertado recuerdos de mi propia vida. Bien. Saludos. 
  • Gracias por leerlo, ese conjunto de relatos pertenece a lo primero publicado por mi hermano, la verdad es que el estilo en el que escribe ha evolucionado con el tiempo, ahora es más directo.
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