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WalkerWalker Anónimo s.XI
editado julio 2016 en Narrativa
Olía como huelen las mejores carnicerías, a sangre y a carne fresca, pero no estaba en una de ellas, sino en la primera planta de un destrozado edificio en Bagdad, la capital de Irak.
Pertenecía a la Infantería Ligera bajo el mando de la O.T.A.N., más exactamente a su fuerza de “choque”, extra oficialmente llamados “Los Barredores”.
Yo no estaba allí por gusto, me habían destinado a Irak, simplemente, como castigo, o como perdón, por haberme peleado, los dos borrachos, con un alférez quien pretendía a una soldado, una compañera, que el alférez sabía que me había follado.
En vez de pasar por un juicio militar, en el que me hubiera caído más de un año de prisión por haberle roto la mandíbula a aquel estúpido, mis mandos me dieron la opción de ir voluntario a la guerra por seis meses, cosa que, sin saber dónde me metía, acepté.
Esa mañana nos dieron la orden de que todos “Los Barredores”, formados y divididos en tres grupos de quince, nos desplegáramos por una zona recién bombardeada en busca de los llamados, de forma eufemística, “puntos sucios”. Lugares donde aún hubiese resistencia armada.
Todo iba bien hasta que empezaron a caernos balas que parecían venir de todos lados, por lo que todos corrimos a refugiarnos. Cuando descubrimos desde dónde nos disparaban, desde la primera planta de un edificio cercano, empezamos a abrir fuego.
Mientras disparaba, vaciando cargadores, animaba al compañero que estaba a mi lado, el más joven, que llamábamos “Jesús”, y de cuyo verdadero nombre no puedo acordarme. Le decía cosas como que de regreso me iba a follar a su madre, que iba a darle por culo a su novia delante de él o que me cagaba en su fe cristiana, para tratar de que la ira hirviera su sangre, dejara de temblar y empezase de una puta vez a disparar.
En ese momento sentí un líquido cálido en mi brazo y cara, yo pensé que “Jesús” me había escupido, harto ya de mis ofensas, así que me giré hacia él sonriendo, pero no había sido su saliva lo que había caído en mi brazo y cara, sino su sangre. Pues una bala había pasado justo por el espacio que quedaba entre su chaleco antibalas y su casco, matándolo mientras me miraba tirado en el suelo con los ojos desorbitados y entre buches de una espumosa sangre que salía por su boca.
Me quedé un breve espacio de tiempo mirándolo, como si mi cerebro no entendiese que “Jesús” acababa de morir, hasta que me volvió la razón, una llena de odio, tomé sus cargadores y seguí disparando.
Nos superaban en capacidad de fuego y por posición, ya que nosotros usábamos de parapeto cualquier cosa y ellos estaban tras el muro de un edificio a mayor altura, por lo que nuestro sargento, a gritos, mientras comunicaba nuestra situación por radio, nos hizo desplegarnos, separarnos, en previsión de lo qué ocurrió después. Pues desde aquel edificio alguien disparó un lanzagranadas contra nosotros y, pese a que el impacto se produjo a más de veinte metros de mi posición, a todos nos envolvió la nube de tierra y polvo que levantó, dejándonos sin ninguna visibilidad. Pero yo y otros seguimos disparando, sin saber aún que habían caído cuatro de los nuestros.
Recuerdo que, por mi conmoción, cuando estalló la granada, puse una de mis manos, instintivamente, sobre la cara del cadáver de “Jesús”, como si eso pudiera protegerle de algo. Lo cierto es que la cosa se nos complicó bastante, no nos dejaban de disparar, sonaban disparos y el rebotar de balas constantemente, pero era algo que no nos preocupaba. Pues lo qué realmente nos preocupaba era que tuvieran más proyectiles para aquel lanzagranadas y, de unos cuantos disparos, nos mandara a todos a la mierda.
Estábamos jodidos, hasta que llegaron los otros dos grupos de “barredores”, e instalaron tres Browning M2, unas ametralladoras anti infantería y carros sin blindaje. Y todos, los cuarenta “barredores” que quedábamos, le empezamos a disparar el Infierno entero contra aquella planta de aquel edificio irakí. Disparamos de seguido por más de veinte minutos en los que la pared del edificio, que era blanca, pareció mutar por si misma a cada momento, por los trozos que estallaban y las balas que ya la atravesaban.
Tras esa escasa media hora, nos ordenaron el alto el fuego, pero yo seguí apuntando, y fue en ese momento, en mitad de un ya extraño silencio, que una mujer ataviada con un burka se asomó gritando algo por una ventana. Yo no pensé, en qué podía pensar... Sólo apreté el gatillo, y le volé la cabeza a aquella mujer de un balazo. Tras tal suceso, por los gritos de la mujer y mi disparo, todos volvimos a abrir fuego contra aquella pared y sus ventanas por minutos, hasta que a gritos nuestros mandos consiguieron que dejáramos de disparar.
En vista del silencio que se hizo después, en el cual estuvimos casi por media hora sin recibir más disparos, a mí y a otros tres nos mandaron entrar en aquella planta. Y lo hicimos. Yo fui el primero en entrar, fui el primero en verlos. A mi izquierda los hombres, a mi derecha niños y mujeres, todos sobre alfombras viejas y sucias, manchadas de vísceras y sangre, sobre las que, sin duda, estuvieron rezando. Un grupo de civiles que o bien habían sido secuestrados por los once guerrilleros que nos habían atacado y que ya se encontraban muertos, o bien creían en su causa, y se refugiaban de nosotros, el enemigo.
Cuando comuniqué a mi mando lo sucedido se comunicó por radio con la base. Tardaron menos de un minuto en dar la orden: Colocar bombas incendiarias en toda la planta. Yo fui uno de los que escoltó a los artificieros. Mientras ponían las cargas, no pude dejar de mirar a un niño pequeño, de apenas tres años, abrazado a su madre. Algo me impulsó a moverlo con la mano y pude ver que aún respiraba, sólo uno de sus hombros había sido atravesado por la misma bala que, sin duda, a su madre, tratando de protegerlo, le había atravesado el cuerpo.
Taponando su pequeña herida con las dos manos, tras arrancarle un trozo de su raída camisa, le pedí a otro compañero gasas, desinfectante y que comunicara que había civiles supervivientes. Cosa que hizo, pero recuerdo muy bien la expresión de su cara cuando escuchó lo qué le dijeron por radio. Pues, como si no estuviera, como si no quisiera estar en ese momento y así no ser él quién me dijera aquellas palabras, me dijo que el médico consideraba que el niño no sobreviviría hasta llegar a sus atenciones médicas necesarias, por lo que no había supervivientes. Pero lo cierto fue que el médico nunca vio a ese niño, no sabía la gravedad de su limpia herida, simplemente no querían testigos de nuestra carnicería.
Cuando las bombas estallaron, formando una explosión que abrasó casi al instante todos los cuerpos, andando al trote hacia el punto de evacuación en el que nos recogieron cuatro helicópteros, llegué a la conclusión de que yo sería el testigo, que yo contaría a quién leyese lo ocurrido.
Creo que a “Jesús”, y a aquella mujer irakí que asesiné de un tiro en la cabeza, les hubiera gustado; y también a ese niño.
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