Gente,
Como un extraterrestre desconcertado, haré otro intento de comunicación con el hasta ahora silencioso mundo de este foro. Para quienes quieran ayudarme, acá voy a postear algunos cuentos que no supe cómo rematar. Tal vez a algún forista, como ejercicio, le interese comentarme cómo terminarlos, o incluso rehacer su trayecto argumental con giros más originales. Y quizás en el diálogo aprendamos ambos.
Saludos
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En unos seiscientos habitantes desparramados en unas diez manzanas alrededor de la plaza central (hacia el norte, delegación municipal; hacia el sur, la salita de primeros auxilios; hacia el este, el destacamento policial; hacia el oeste, la iglesia y parroquia, o mejor dicho: una capilla de chapas a dos aguas con un salón construido al lado), la noticia del curita volador se expandió como un incendio en pleno verano. Era entendible. En un paraje de una localidad rural perdida en el medio de la pampa nunca pasa nada, y la gente no sabe con qué apurar el paso de las horas. Un religioso nuevo ya era toda una novedad, ni qué decir de alguien que prometía proezas milagreras... A la pareja de pastores evangelistas también se los veía inquietos, toda esa movida de los católicos carismáticos les estaba arrebatando su modus operandi y con la promesa de show empezaban a recuperar protagonismo. Ese mismo día mi sobrino llegó de la escuela con el chisme de que el tan esperado padre Mario, en sus recientes años de seminarista, subía hasta el campanario de la capilla levitando. No pude evitar reírme. Le dije que era puro invento para que todo el mundo fuera a misa, y que si era cierto, ese cura se merecía algún castigo por malgastar milagros en pavadas. Pero al chico no le importó. No dejaba de ser un espectáculo más en una época donde ni internet ni la tevé por cable podían paliar el tedio cósmico de la pampa, y como si fuera poco, hacía rato que ni los circos ambulantes aterrizaban por el pueblo.
Esto fue el lunes. El martes a la mañana crucé la plaza en diagonal para ir a mi trabajo. La iglesia seguía cerrada, sin novedades. El lugar estaba sin servicio religioso desde la muerte del cura viejo, hacía casi un año. Me imaginé que la secretaria reclamaría ayuda a los vecinos para limpiar el interior del templo. También había que montar otra vez el altar, ya que todos los objetos valiosos del sagrario los tenía la ella en su casa, hasta nuevo aviso de la diócesis, por miedo a los robos (la noticia había salido en el semanario local, supuse que como medida precautoria para desalentar a los rateros trashumantes). Había mucho trabajo por hacer, y todos descontábamos que esa misa inaugural sería a sala llena, ¿quién se iba a perder semejante show?
El jueves, cuando volví a cruzar la plaza, vi a dos o tres personas asomadas al atrio de la iglesia. Por curiosidad me acerqué. Detrás de las rejas la secretaria había pegado un cartelito escrito a mano. Anunciaba que el nuevo clérigo llegaría el sábado a la tarde, y que el siguiente domingo oficiaría sólo la misa vespertina de las siete. Venía desde La Plata. Cansado por el viaje de casi 300 kilómetros, el emisario de dios recién estaría en forma para la función central. Noté que un viejo y una vieja seguían su camino con una sonrisa de alegría, como si con esa noticia confirmaran que algo bueno iba a pasar. Como los chicos, calculé que el interés por la novedad les duraría la primera semana, en cuanto verificaran que lo de la levitación era puro chisme de propaganda seguirían con sus entretenimientos profanos de las bochas y el bordado, y dejarían que el elenco estable de diez viejas parroquiales ocupara el doble banco de la primera fila para cumplir con la feligresía mínima de todo servicio litúrgico. Yo también seguí camino con una media sonrisa, moviendo la cabeza: estos curas vivían agotados, esa era la sensación que me dejaba la noticia. Cuántos peones de campo, pensé, que trabajaban de verdad, debían aguantarse una jornada laboral completa recién bajados de un ómnibus y sin chistar...
El sábado, día en que yo abría la veterinaria hasta el mediodía, vi que frente a la puerta de la parroquia había unas veinte personas amuchadas en la vereda. Quise creer que habían publicado una bolsa de trabajo para los trabajadores golondrina, como hacían cada tanto. No pude con la curiosidad y crucé con espíritu antropológico. De cerca noté que eran jóvenes, casi adolescentes. Me acordé del cartelito despintado, pegado en la puerta de madera de ese salón que era todo el anexo parroquial cuando había actividad, y que señalaba sábado de 9 a 11 horas como horario de atención al público. Después de mucho tiempo la secretaría parroquial tenía interesados en sus asuntos. Cuando subí a la vereda varios giraron la cabeza para verme llegar. Me quedé por allí tratando de escuchar. Dos muchachos calculaban la mejor ubicación para ver el fenómeno, consideraban que, a falta de pullman para tener un panorama aéreo de lo que ocurriría detrás de la mesa sacrificial, lo mejor sería colocarse en las puntas de los bancos de la primera fila. “Capaz que ponen tribunitas a los costados, de esas portátiles”, dijo el que tenía la frente bombardeada de acné, y yo largué una risa que hizo que el pibe se volviera para mirarme. Entonces preferí hablar al grupito, que me prestaron atención enseguida. Les expliqué que la parroquia no estaba funcionando y que si era por entradas, para la misa no hacía falta sacar. Hubo varios segundos en donde los pibes se miraron entre sí, después miraron sobre mi cabeza. Enseguida escuché la voz de doña Marta que me decía “qué sorpresa don Joaquín, ¿viene a ayudarnos?”. Giré justo cuando la secretaria me acercaba una mejilla como saludo mañanero. “No ―le aclaré, incómodo―, vi gente y me acerqué a chusmear”. Ella siguió de largo, saludando a cada joven con un beso y un abrazo, y cuando llegó a la puerta rejas de la iglesia metió la mano en el bolsillo de su saquito y sacó una llavero superpoblado con llaves plateadas, todas con etiquetas minúsculas que las identificaban. Empezó a abrir el candado de la reja y los pibes se le acercaron, expectantes. Yo, desde donde estaba parado, dije “me tengo que ir a abrir la veterinaria”, pero la vieja ni me prestó atención, ya metida en su salsa, rodeada de voluntarios, en fin: con su mundillo en movimiento otra vez, después de tanto tiempo. Desanduve mi camino y a la distancia vi cómo la vieja abría las dos hojas de la puerta de madera de la iglesia, de par en par, y los chicos entraban en medio de un clima festivo.
Cuando el celebrante entró, siete en punto, viniendo desde la sacristía, y todos se pusieron de pie, me crucé de vereda y me sumé al grupito de curiosos que cogoteaban para seguir la misa desde el atrio. Así, desde afuera, convine conmigo mismo, presencio la escena sin formar parte de manera formal. El cura sonreía, y barría con su mirada a toda la concurrencia, como si buscara a algún cómplice. Parecía muy seguro de estar a la altura de lo que había generado en nuestra comunidad. Habló con cortesía, agradeció la bienvenida y se despachó con una homilía de casi media hora, con gran confianza y hasta algunos gestos de desenvuelta intimidad que me sorprendieron para un orador tan joven. Era evidente que el religioso conocía bien la idiosincrasia de los pueblos chicos, porque se los ganó a todos con destreza. Creo que más de uno estuvo a punto de aplaudirlo cuando dejó el pequeño ambón y volvió al prebisterio para la eucaristía. Yo me dije que si había acting, tendría que venir ahora, con la consagración de la ostia. Me concentré en ese momento crucial del rito cristiano.
Sonó la campanilla que, a un costado, hizo sonar doña Marta en su rol de monaguilla. La feligresía se arrodilló frente a sus asientos y agachó la cabeza en señal de contrición, como se espera en ese pasaje del ritual. Salvo los niños y nosotros, los chismosos que mirábamos desde la vereda, no quedaban más testigos del momento. El cura levantó el cáliz y varios (porque nos miramos y en el corrillo sobrevoló un murmullo) creímos percibir que el tipo se elevaba algunos centímetros del suelo durante unos pocos segundos. Pero no fue algo comprobable, ya que al estar detrás de la mesa maciza del altar, no pudimos verificar que los pies se suspendieran en el aire. Luego vino la comunión y todos se adelantaron al altar. Sin ayuda, el curita tardó bastante con este trámite. Doña Marta, claro, solamente pudo hacer patena. Mientras duraba la cola interminable, varios de los que me rodeaban empezaron a irse. Parecían satisfechos, como si con la dudosa elevación ya fuera suficiente. Pero yo quería conocer el presbiterio, esa zona prohibida para los profanos. No sé por qué, miraba más allá de la mesa maciza y me imaginaba una compleja red de poleas y cables. Por eso, mientras mis vecinos salían de la capilla, yo entré, dispuesto a encontrar un escondite.
Pero esa noche, a diferencia de cualquier otra noche, no tuve tiempo de pasear a mi mascota con tranquilidad. Lo recuerdo bien. No terminé de cerrar con llave la puerta de calle, guardármelas en el bolsillo del pantalón y caminar dos o tres pasos, que un hombre (que evidentemente me esperaba) bajó de un auto estacionado en la vereda de enfrente pegando un portazo, cruzó la calle en diagonal y caminó con despreocupación detrás de mí hasta encararme. La delincuencia nos amenaza a diario, todos vivimos con miedo, por eso cuando el tipo, a mi espalda, dijo “señor Tsopras”, yo pensé que iban a secuestrarme. El secuestro exprés, por pocas horas y reclamando poca plata, estaba de moda por entonces. A la calma de la hora, se sumaban la iluminación defectuosa por las copas de los árboles que la municipalidad nunca podaba. Aunque parezca tonto, más que en mí, pensé en el perro. El otro ya se imaginaría mi susto, por eso empezó a hablar en seguida, avanzando unos pasos más hasta donde yo me había quedado de pie, girando para verlo. El desconocido (completamente pelado, morocho, con una panza graciosamente esférica que le daba un aspecto de pato, y unos bigotes gruesos que en la penumbra me parecieron teñidos de rubio) me tendió una mano, sonriendo, y repitió lo que había dicho unos segundos atrás pero ahora en tono interrogativo: “¿Señor Tsopras?”. Yo cabeceé por toda respuesta (el cagazo todavía me ahogaba la voz). Se presentó como “un alto funcionario” del sindicato lechero y sin más vueltas me dijo “tengo una propuesta para usted”. Después miró al caniche, que allá abajo tiraba de la correa urgido por empezar con el paseo de una vez, y extendiendo una mano hacia la vereda vacía me invitó con un “¿caminamos?”.
Fuimos par a par hacia la esquina, yo doblé, siguiendo por inercia el recorrido que hacía siempre. El tipo, a mi lado, empezó un largo monólogo. Me dijo que, en defensa de los trabajadores despedidos por la fábrica como parte de un nuevo ajuste, desde el sindicato estaban pensando una medida más drástica que la de bloquearle la salida de los camiones; algo, me dijo después de una pausa teatral, “que los sacudiera de verdad”. Y me querían a mí para que les metiera una bomba en la mesa de entradas (“poner un caño”, dijo, usando una expresión propia de la jerga terrorista de los setenta). “En el baúl del auto traigo todo lo necesario para usté, Tsopras, la ropa de trabajo, el trotyl, y la plata por el trabajito, que también pagaría su reserva: diez mil dólares”, puntualizó el sindicalista. Lo primero que pensé fue: es poca plata. Como si me leyera el pensamiento, aclaró “verdes ¿eh? Nada de pesos: un Franklin arriba del otro”. Ahora pensé que era muy buen dinero. Pero yo nunca había estado metido en cosas así. El sindicalista creyó conveniente aclarar que nadie saldría herido, ni siquiera el empleado de seguridad, porque la idea era dejar el bolso en la zona de los molinetes de acceso al personal, donde sólo había cámaras. “Es cuestión de segundos, Tsopras: se acerca a los molinetes, deja el bolso y se va. Nosotros, desde la cercanía, esperamos a que entren todos los compañeros del turno y a control remoto la hacemos estallar cuando el lugar quede vacío. Pero tiene que ser esta noche, ahora mismo. Si le parece bien le bajo del auto las cosas”. Para todo esto habíamos dado la vuelta a la manzana y estábamos otra vez frente a la puerta de calle de mi casa. La primera vez que abrí la boca fue para preguntarle al sindicalista sobre mis riesgos, porque evidentemente varias cámaras de seguridad me iban a tomar. El capo sindical asintió en la penumbra de la vereda: con una gorra de visera y manteniendo la cabeza baja, quedaba poco margen para la identificación. “Además, Tsopras, a usté nadie lo conoce, y por eso preferimos pagar, porque nosotros estamos todos fichados por la empresa y la policía”. “Sí ―le retruqué― pero yo vivo a doce cuadras de la empresa, me pueden sacar por la contextura física. Incluso nos pudo haber captado alguna cámara de seguridad municipal en el paseo que acabamos de hacer juntos, o capaz que ahora mismo, que estamos hablando a la vista de todo el mundo”. “Tranquilo, amigazo ―me dijo el sindicalista con una sonrisita condescendiente―, no hay ninguna cámara por donde pasamos y éste el es corredor de los laburantes, por acá la patronal no pasa. Está todo calculado”.
Se hizo otro silencio que me quería decir que debía decidirme. “Mire jefe ―empecé a decir― diez mil dólares es muy buena plata para un laburito de media hora, pero...”. Y no supe cómo terminar la frase. Yo no era del ambiente, si me habían elegido porque me conocían, tendrían que saber que que yo era un perejil, un tipo pacífico con una vida burguesa perfectamente normal, ¿para qué perdían el tiempo con un pavote como yo? Además, no sé por qué nombré el pago, si yo no estaba urgido de billetes como para volverme un terrorista o saboteador. El otro me mantuvo la mirada, ¿esperaba que yo le agregara algún cero a la cifra? Al final dijo “o sea que no”. “No, don, disculpemé pero no puedo”, dije tratando de sonar entristecido por el fracaso del plan. El caudillo miró la calle en dirección a la fábrica blanca, a sus chimeneas que a lo lejos infestaban la ciudad con su sempiterno humo lechoso. “Está bien”, dijo al fin, y mientras apretaba mi mano me aclaró clavándome los ojos: “Nosotros nunca nos vimos”. Yo afirmé moviendo la cabeza. El tipo cruzó la calle, se subió al auto y se fue. Entré en mi casa con el perro que desde hacía rato rasguñaba la puerta, como si me pidiera terminar de una vez con ese simulacro de paseo. Esa noche no me despertó el estertor de ningún estallido, ni ningún acto terrorista fue noticia en el noticiero local del día siguiente. Claro, que no comenté con nadie mi encuentro con el capo sindical.
No dormí tranquilo. Soy bastante paranoico, lo reconozco. Pero esta vez no tenía ni la culpa de reprocharme algún error. A la mañana siguiente recuperé el semanario local, antes de que la mujer de la limpieza lo tirara, y repasé la nota sobre la protesta frente a la fábrica. Estaba publicada la larga lista de los últimos condenados al desempleo. La encabezaba el que me pareció era un protegido de la camarilla sindical, un tal Evaristo Tsopras. Me quedé helado, era la primera vez que veía mi apellido en un diario. Yo tenía por entonces tres o cuatro familiares que compartían el apellido de mi abuelo, un marinero griego, pero nada más. No tenía ningún parentesco con ese tipo, pero resultaba que por allí cerca mi patronímico estaba siendo analizado y rastreado por los servicios de inteligencia. O al menos eso supuse, pero paré ahí porque no quería empezar a perseguirme: aunque no tenía ganas, debía salir a la calle en pocos minutos.