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Cuentos inacabados

Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
editado diciembre 2015 en Taller de Prosa
Gente,
Como un extraterrestre desconcertado, haré otro intento de comunicación con el hasta ahora silencioso mundo de este foro. Para quienes quieran ayudarme, acá voy a postear algunos cuentos que no supe cómo rematar. Tal vez a algún forista, como ejercicio, le interese comentarme cómo terminarlos, o incluso rehacer su trayecto argumental con giros más originales. Y quizás en el diálogo aprendamos ambos.
Saludos

Comentarios

  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado noviembre 2015
    Cuando doña Marta me contó que llegaría al pueblo un cura levitador, yo pensé (pero mantuve la cara de póker) sonamos, ahora los católicos imitan a los evangelistas. Tácticamente era esperable algo así de la diócesis: ya casi nadie iba a las misas del pueblo, y a medida que las viejas chupacirios se iban muriendo, el padre José María, con sus más de ochenta años y sin vicario que lo ayudara, ya no tenía fuerzas para salir a buscar fieles o por lo menos mantener la población que había para hacer número en la misa de las ocho, cuando a la modorra de los domingos se sumaba la mañanera helada invernal. Recuerdo que cuando yo era chico nos obligaban a asistir de la misma escuela, y Delia, la secretaria, nos tomaba asistencia en el atrio a la salida. Pero ahora ni por ahí podían traccionar nuevos fans (la escuela era laica y los jóvenes descreídos, o, mejor dicho, creían en otras cosas que nada tenían que ver con la religión). Pero con el poder aún en una mano, y a pesar de que el ex cine Ocean era, desde hacía más de una década, un activo templo evangelista, jamás me habría imaginado que la curia llegaría a esto: los números circenses. Claro que esa mañana, cuando la secretaria de la parroquia (lo era desde que yo recordara porque no tenía competencia) me chistó desde la vereda de enfrente para contarme la novedad yo me hice el tonto y por cortesía fingí alegría, interés y hasta asombro por la buena nueva que la vieja no paraba de esparcir. Se le veía de lejos que Marta estaba ansiosa y feliz por la noticia, es que después de décadas algo nuevo pasaba en la iglesia. El cura era joven y traía nuevos bríos luego de la muerte del estricto padre José María, formado antes del Concilio Vaticano Segundo. Sí, el padrecito por llegar era de los así llamados carismáticos, y en plena consagración de la ostia tenía el hábito de levitar. Se le fueron las arrugas de la cara a doña Delia cuando dijo esta palabra, tan amplia era su sonrisa. “¿Pero cuánto levita, centímetros, metros?, ¿y por cuánto tiempo?”, pregunté yo, con una dosis de escepticismo malévolo. La vieja revoleó los ojos ante tal pedido de detalle, y me dijo medio molesta,“levita, Joaquín, ¿con eso no le basta?”. “No hasta que lo vea”, le respondí, y seguí caminando. Quise dejar a la chupacirios número uno del pueblo con la sensación de que no todos comprábamos ticket para el nuevo circo así como así, pero lo cierto era que para verlo, yo también tenía que participar de la función...
    En unos seiscientos habitantes desparramados en unas diez manzanas alrededor de la plaza central (hacia el norte, delegación municipal; hacia el sur, la salita de primeros auxilios; hacia el este, el destacamento policial; hacia el oeste, la iglesia y parroquia, o mejor dicho: una capilla de chapas a dos aguas con un salón construido al lado), la noticia del curita volador se expandió como un incendio en pleno verano. Era entendible. En un paraje de una localidad rural perdida en el medio de la pampa nunca pasa nada, y la gente no sabe con qué apurar el paso de las horas. Un religioso nuevo ya era toda una novedad, ni qué decir de alguien que prometía proezas milagreras... A la pareja de pastores evangelistas también se los veía inquietos, toda esa movida de los católicos carismáticos les estaba arrebatando su modus operandi y con la promesa de show empezaban a recuperar protagonismo. Ese mismo día mi sobrino llegó de la escuela con el chisme de que el tan esperado padre Mario, en sus recientes años de seminarista, subía hasta el campanario de la capilla levitando. No pude evitar reírme. Le dije que era puro invento para que todo el mundo fuera a misa, y que si era cierto, ese cura se merecía algún castigo por malgastar milagros en pavadas. Pero al chico no le importó. No dejaba de ser un espectáculo más en una época donde ni internet ni la tevé por cable podían paliar el tedio cósmico de la pampa, y como si fuera poco, hacía rato que ni los circos ambulantes aterrizaban por el pueblo.
    Esto fue el lunes. El martes a la mañana crucé la plaza en diagonal para ir a mi trabajo. La iglesia seguía cerrada, sin novedades. El lugar estaba sin servicio religioso desde la muerte del cura viejo, hacía casi un año. Me imaginé que la secretaria reclamaría ayuda a los vecinos para limpiar el interior del templo. También había que montar otra vez el altar, ya que todos los objetos valiosos del sagrario los tenía la ella en su casa, hasta nuevo aviso de la diócesis, por miedo a los robos (la noticia había salido en el semanario local, supuse que como medida precautoria para desalentar a los rateros trashumantes). Había mucho trabajo por hacer, y todos descontábamos que esa misa inaugural sería a sala llena, ¿quién se iba a perder semejante show?
    El jueves, cuando volví a cruzar la plaza, vi a dos o tres personas asomadas al atrio de la iglesia. Por curiosidad me acerqué. Detrás de las rejas la secretaria había pegado un cartelito escrito a mano. Anunciaba que el nuevo clérigo llegaría el sábado a la tarde, y que el siguiente domingo oficiaría sólo la misa vespertina de las siete. Venía desde La Plata. Cansado por el viaje de casi 300 kilómetros, el emisario de dios recién estaría en forma para la función central. Noté que un viejo y una vieja seguían su camino con una sonrisa de alegría, como si con esa noticia confirmaran que algo bueno iba a pasar. Como los chicos, calculé que el interés por la novedad les duraría la primera semana, en cuanto verificaran que lo de la levitación era puro chisme de propaganda seguirían con sus entretenimientos profanos de las bochas y el bordado, y dejarían que el elenco estable de diez viejas parroquiales ocupara el doble banco de la primera fila para cumplir con la feligresía mínima de todo servicio litúrgico. Yo también seguí camino con una media sonrisa, moviendo la cabeza: estos curas vivían agotados, esa era la sensación que me dejaba la noticia. Cuántos peones de campo, pensé, que trabajaban de verdad, debían aguantarse una jornada laboral completa recién bajados de un ómnibus y sin chistar...
    El sábado, día en que yo abría la veterinaria hasta el mediodía, vi que frente a la puerta de la parroquia había unas veinte personas amuchadas en la vereda. Quise creer que habían publicado una bolsa de trabajo para los trabajadores golondrina, como hacían cada tanto. No pude con la curiosidad y crucé con espíritu antropológico. De cerca noté que eran jóvenes, casi adolescentes. Me acordé del cartelito despintado, pegado en la puerta de madera de ese salón que era todo el anexo parroquial cuando había actividad, y que señalaba sábado de 9 a 11 horas como horario de atención al público. Después de mucho tiempo la secretaría parroquial tenía interesados en sus asuntos. Cuando subí a la vereda varios giraron la cabeza para verme llegar. Me quedé por allí tratando de escuchar. Dos muchachos calculaban la mejor ubicación para ver el fenómeno, consideraban que, a falta de pullman para tener un panorama aéreo de lo que ocurriría detrás de la mesa sacrificial, lo mejor sería colocarse en las puntas de los bancos de la primera fila. “Capaz que ponen tribunitas a los costados, de esas portátiles”, dijo el que tenía la frente bombardeada de acné, y yo largué una risa que hizo que el pibe se volviera para mirarme. Entonces preferí hablar al grupito, que me prestaron atención enseguida. Les expliqué que la parroquia no estaba funcionando y que si era por entradas, para la misa no hacía falta sacar. Hubo varios segundos en donde los pibes se miraron entre sí, después miraron sobre mi cabeza. Enseguida escuché la voz de doña Marta que me decía “qué sorpresa don Joaquín, ¿viene a ayudarnos?”. Giré justo cuando la secretaria me acercaba una mejilla como saludo mañanero. “No ―le aclaré, incómodo―, vi gente y me acerqué a chusmear”. Ella siguió de largo, saludando a cada joven con un beso y un abrazo, y cuando llegó a la puerta rejas de la iglesia metió la mano en el bolsillo de su saquito y sacó una llavero superpoblado con llaves plateadas, todas con etiquetas minúsculas que las identificaban. Empezó a abrir el candado de la reja y los pibes se le acercaron, expectantes. Yo, desde donde estaba parado, dije “me tengo que ir a abrir la veterinaria”, pero la vieja ni me prestó atención, ya metida en su salsa, rodeada de voluntarios, en fin: con su mundillo en movimiento otra vez, después de tanto tiempo. Desanduve mi camino y a la distancia vi cómo la vieja abría las dos hojas de la puerta de madera de la iglesia, de par en par, y los chicos entraban en medio de un clima festivo.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado noviembre 2015
    Llegó el domingo. A eso de las ocho, cuando fui hasta la panadería por mi media docena de medialunas, noté que en el ambiente del pueblo se vivía cierta efervescencia que yo sólo percibía en los días de elecciones y las fiestas de fin de año. Pensé que el sacerdote ya estaría entre nosotros, durmiendo en el catre que había en la piecita de la parroquia. El portón de rejas de la iglesia estaba cerrado, pero las puertas del templo dejaban entrar la luz de la mañana. Me imaginé la lucha contra reloj de doña Marta y los suyos para quitar el olor a humedad de tanto tiempo de encierro. Después de comer, quise dormir mi siesta dominical pero la ansiedad me ganó. Así que a eso de las seis y media me cambié y caminé las tres cuadras que me separaban de la plaza central. Como ocurría durante los partidos de la selección de fútbol en los mundiales, no había nadie por la calle. Yo no quería formar parte del fenómeno, pero tampoco quería dejar de estar, por eso me senté en un banco de la plaza, frente a la iglesia, y me dediqué a observar, como un científico que me consideraba, el zoológico humano en un hábitat ideal por microscópico. Había un arribo constante de familias, como se decía antes, endomingadas, que se apuraban a ocupar uno de los cincuenta o sesenta lugares que la doble fila de bancos de madera dejaba para los feligreses. Por suerte para la multitud, ese día de otoño no había hecho calor y las chapas de cinc no habían recalentado el interior del templo, al que le pegaba desde el primer sol hasta el último. Siete menos diez la capilla estuvo colmada, hasta con gente de pie en los pocos centímetros que dejaban los pasillos laterales.
    Cuando el celebrante entró, siete en punto, viniendo desde la sacristía, y todos se pusieron de pie, me crucé de vereda y me sumé al grupito de curiosos que cogoteaban para seguir la misa desde el atrio. Así, desde afuera, convine conmigo mismo, presencio la escena sin formar parte de manera formal. El cura sonreía, y barría con su mirada a toda la concurrencia, como si buscara a algún cómplice. Parecía muy seguro de estar a la altura de lo que había generado en nuestra comunidad. Habló con cortesía, agradeció la bienvenida y se despachó con una homilía de casi media hora, con gran confianza y hasta algunos gestos de desenvuelta intimidad que me sorprendieron para un orador tan joven. Era evidente que el religioso conocía bien la idiosincrasia de los pueblos chicos, porque se los ganó a todos con destreza. Creo que más de uno estuvo a punto de aplaudirlo cuando dejó el pequeño ambón y volvió al prebisterio para la eucaristía. Yo me dije que si había acting, tendría que venir ahora, con la consagración de la ostia. Me concentré en ese momento crucial del rito cristiano.
    Sonó la campanilla que, a un costado, hizo sonar doña Marta en su rol de monaguilla. La feligresía se arrodilló frente a sus asientos y agachó la cabeza en señal de contrición, como se espera en ese pasaje del ritual. Salvo los niños y nosotros, los chismosos que mirábamos desde la vereda, no quedaban más testigos del momento. El cura levantó el cáliz y varios (porque nos miramos y en el corrillo sobrevoló un murmullo) creímos percibir que el tipo se elevaba algunos centímetros del suelo durante unos pocos segundos. Pero no fue algo comprobable, ya que al estar detrás de la mesa maciza del altar, no pudimos verificar que los pies se suspendieran en el aire. Luego vino la comunión y todos se adelantaron al altar. Sin ayuda, el curita tardó bastante con este trámite. Doña Marta, claro, solamente pudo hacer patena. Mientras duraba la cola interminable, varios de los que me rodeaban empezaron a irse. Parecían satisfechos, como si con la dudosa elevación ya fuera suficiente. Pero yo quería conocer el presbiterio, esa zona prohibida para los profanos. No sé por qué, miraba más allá de la mesa maciza y me imaginaba una compleja red de poleas y cables. Por eso, mientras mis vecinos salían de la capilla, yo entré, dispuesto a encontrar un escondite.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2015
    Esa noche, un lunes, como todas las noches a eso de las diez, saqué a pasear al caniche de mi hijo. Por aquellos años vivíamos sobre la calle que comunicaba el ingreso principal a una fábrica de lácteos (sostenía la estabilidad laboral de por lo menos media ciudad) con la ruta nacional que llevaba y traía a los trabajadores de las localidades vecinas. Por eso, aunque en las cuadras a la redonda el silencio era completo para esa hora, sobre esa calle había un incesante ir y venir de empleados que iban hacia el turno nocturno o volvían del vespertino. En motos, bicicletas o a pie, las camperas y los buzos verdes con el logo de la compañía se dejaban ver durante todo el día. Yo trataba de salirme de ese corredor de trabajadores para que el caniche no se desesperara queriendo husmear o tarasconear a ciclistas y transeúntes, ni se asustara con el estruendo de las motos de los jóvenes trabajadores.
    Pero esa noche, a diferencia de cualquier otra noche, no tuve tiempo de pasear a mi mascota con tranquilidad. Lo recuerdo bien. No terminé de cerrar con llave la puerta de calle, guardármelas en el bolsillo del pantalón y caminar dos o tres pasos, que un hombre (que evidentemente me esperaba) bajó de un auto estacionado en la vereda de enfrente pegando un portazo, cruzó la calle en diagonal y caminó con despreocupación detrás de mí hasta encararme. La delincuencia nos amenaza a diario, todos vivimos con miedo, por eso cuando el tipo, a mi espalda, dijo “señor Tsopras”, yo pensé que iban a secuestrarme. El secuestro exprés, por pocas horas y reclamando poca plata, estaba de moda por entonces. A la calma de la hora, se sumaban la iluminación defectuosa por las copas de los árboles que la municipalidad nunca podaba. Aunque parezca tonto, más que en mí, pensé en el perro. El otro ya se imaginaría mi susto, por eso empezó a hablar en seguida, avanzando unos pasos más hasta donde yo me había quedado de pie, girando para verlo. El desconocido (completamente pelado, morocho, con una panza graciosamente esférica que le daba un aspecto de pato, y unos bigotes gruesos que en la penumbra me parecieron teñidos de rubio) me tendió una mano, sonriendo, y repitió lo que había dicho unos segundos atrás pero ahora en tono interrogativo: “¿Señor Tsopras?”. Yo cabeceé por toda respuesta (el cagazo todavía me ahogaba la voz). Se presentó como “un alto funcionario” del sindicato lechero y sin más vueltas me dijo “tengo una propuesta para usted”. Después miró al caniche, que allá abajo tiraba de la correa urgido por empezar con el paseo de una vez, y extendiendo una mano hacia la vereda vacía me invitó con un “¿caminamos?”.
    Fuimos par a par hacia la esquina, yo doblé, siguiendo por inercia el recorrido que hacía siempre. El tipo, a mi lado, empezó un largo monólogo. Me dijo que, en defensa de los trabajadores despedidos por la fábrica como parte de un nuevo ajuste, desde el sindicato estaban pensando una medida más drástica que la de bloquearle la salida de los camiones; algo, me dijo después de una pausa teatral, “que los sacudiera de verdad”. Y me querían a mí para que les metiera una bomba en la mesa de entradas (“poner un caño”, dijo, usando una expresión propia de la jerga terrorista de los setenta). “En el baúl del auto traigo todo lo necesario para usté, Tsopras, la ropa de trabajo, el trotyl, y la plata por el trabajito, que también pagaría su reserva: diez mil dólares”, puntualizó el sindicalista. Lo primero que pensé fue: es poca plata. Como si me leyera el pensamiento, aclaró “verdes ¿eh? Nada de pesos: un Franklin arriba del otro”. Ahora pensé que era muy buen dinero. Pero yo nunca había estado metido en cosas así. El sindicalista creyó conveniente aclarar que nadie saldría herido, ni siquiera el empleado de seguridad, porque la idea era dejar el bolso en la zona de los molinetes de acceso al personal, donde sólo había cámaras. “Es cuestión de segundos, Tsopras: se acerca a los molinetes, deja el bolso y se va. Nosotros, desde la cercanía, esperamos a que entren todos los compañeros del turno y a control remoto la hacemos estallar cuando el lugar quede vacío. Pero tiene que ser esta noche, ahora mismo. Si le parece bien le bajo del auto las cosas”. Para todo esto habíamos dado la vuelta a la manzana y estábamos otra vez frente a la puerta de calle de mi casa. La primera vez que abrí la boca fue para preguntarle al sindicalista sobre mis riesgos, porque evidentemente varias cámaras de seguridad me iban a tomar. El capo sindical asintió en la penumbra de la vereda: con una gorra de visera y manteniendo la cabeza baja, quedaba poco margen para la identificación. “Además, Tsopras, a usté nadie lo conoce, y por eso preferimos pagar, porque nosotros estamos todos fichados por la empresa y la policía”. “Sí ―le retruqué― pero yo vivo a doce cuadras de la empresa, me pueden sacar por la contextura física. Incluso nos pudo haber captado alguna cámara de seguridad municipal en el paseo que acabamos de hacer juntos, o capaz que ahora mismo, que estamos hablando a la vista de todo el mundo”. “Tranquilo, amigazo ―me dijo el sindicalista con una sonrisita condescendiente―, no hay ninguna cámara por donde pasamos y éste el es corredor de los laburantes, por acá la patronal no pasa. Está todo calculado”.
    Se hizo otro silencio que me quería decir que debía decidirme. “Mire jefe ―empecé a decir― diez mil dólares es muy buena plata para un laburito de media hora, pero...”. Y no supe cómo terminar la frase. Yo no era del ambiente, si me habían elegido porque me conocían, tendrían que saber que que yo era un perejil, un tipo pacífico con una vida burguesa perfectamente normal, ¿para qué perdían el tiempo con un pavote como yo? Además, no sé por qué nombré el pago, si yo no estaba urgido de billetes como para volverme un terrorista o saboteador. El otro me mantuvo la mirada, ¿esperaba que yo le agregara algún cero a la cifra? Al final dijo “o sea que no”. “No, don, disculpemé pero no puedo”, dije tratando de sonar entristecido por el fracaso del plan. El caudillo miró la calle en dirección a la fábrica blanca, a sus chimeneas que a lo lejos infestaban la ciudad con su sempiterno humo lechoso. “Está bien”, dijo al fin, y mientras apretaba mi mano me aclaró clavándome los ojos: “Nosotros nunca nos vimos”. Yo afirmé moviendo la cabeza. El tipo cruzó la calle, se subió al auto y se fue. Entré en mi casa con el perro que desde hacía rato rasguñaba la puerta, como si me pidiera terminar de una vez con ese simulacro de paseo. Esa noche no me despertó el estertor de ningún estallido, ni ningún acto terrorista fue noticia en el noticiero local del día siguiente. Claro, que no comenté con nadie mi encuentro con el capo sindical.
  • Oliver TinoOliver Tino Pedro Abad s.XII
    editado diciembre 2015
    El día siguiente llovió mucho. A eso de las diez, la mascota de mi hijo empezó a reclamarme el paseo rascándome la pierna con una pata. Estaba solo, mi hijo pasaba unos días en la casa de su madre y yo me demoraba con el semanario local. Había un recuadro con una amenaza de huelga por parte del sindicato lechero si no reincorporaban a los veintitrés empleados echados en la última tanda (al parecer, ahora la patronal había tocado a algún protegido de los caciques y la cosa parecía ir en serio). Junto a la noticia estaba la foto de una movilización reciente a la puerta principal de la fábrica, intimidatoria pero pacífica, puesto que no habían obstruido la salida de los camiones. En la primera línea de la columna de “trabajadores” estaba la cúpula sindical a pleno. Los capos avanzaban por la calle enganchaditos de sus brazos como eslabones de una cadena de carne, detrás de ellos vendrían sus mercenarios, y más atrás habría algún que otro laburante de verdad. Traté de identificar la cara que la noche anterior me había abordado pero por allí no estaba. El perro abajo de la mesa seguía insistiendo, ahora con ladridos. Me paré para asomarme al patio: había escampado. Miré el reloj de pared, eran cerca de las once. Me pareció muy tarde, pero sabía cuánto sufren los animales el encierro de departamento y me dio pena. Le puse la correa y salimos. Supuse que una vez que los turnos en la fábrica se renovaban pasaba lo que comprobé: las calles se volvían un desierto. No había un alma. Escuchando mi propio taconear, empecé a caminar hacia el norte, pensando si no era preferible acortar el recorrido. Doblé en la esquina y enseguida vi cómo dos policías uniformados bajaban de un auto particular y se me acercaban. Me quedé parado, esperándolos. Los tipos me dieron las buenas noches con una venia y me pidieron el DNI o algún documento identificatorio. Les expliqué que no llevaba nada encima porque vivía a 50 metros (les mostré el llavero que todavía traía en la mano izquierda) y apunté con el brazo hacia la puerta de mi casa. “Si me acompañan, caballeros, les muestro”, recuerdo que les dije. Los uniformados me dijeron que no, que si no tenía papeles iban a tener que palparme de armas y luego decidirían si me llevaban hasta la comisaría por averiguación de antecedentes. Yo sonreía, nervioso, ¿no veían que traía un perro parecido a una rata albina agarrado de la correa?, ¿no notaban mi chomba del cocodrilo, mi pantalón de vestir, mis mocasines? ¿Quién podía salir a delinquir con un caniche? Pero no dije nada y dejé que procedieran con el cacheo: de espaldas contra la pared, no fue nada amable, y metieron mano sin miramientos. Sacaron de mi bolsillo un pañuelo de tela impecable. Era todo lo que traía, aparte del llavero, que aún sostenía en un puño, y la correa del perro en la otra. Después del cacheo se miraron entre ellos, para ver si me llevaban de paseo en el Chevrolet naranja que estaba ahí enfrente. Sin explicar nada, se despidieron cuadrándose y se subieron al auto. Yo retomé la caminata. A los pocos metros el auto me superó. No quise torcer la cabeza, pero al alejarse noté que la patente trasera tenía una de las letras tapadas con un pedazo de cartón. El perro parecía tan preocupado y desmoralizado como yo, porque ni le ladró a los perros vecinos con los que cada noche tenía su propio ringside de pelea, desde el otro lado de la reja, claro. Empezaba a lloviznar otra vez, así que apuré el paso, completé la vuelta a la manzana y me encerré.
    No dormí tranquilo. Soy bastante paranoico, lo reconozco. Pero esta vez no tenía ni la culpa de reprocharme algún error. A la mañana siguiente recuperé el semanario local, antes de que la mujer de la limpieza lo tirara, y repasé la nota sobre la protesta frente a la fábrica. Estaba publicada la larga lista de los últimos condenados al desempleo. La encabezaba el que me pareció era un protegido de la camarilla sindical, un tal Evaristo Tsopras. Me quedé helado, era la primera vez que veía mi apellido en un diario. Yo tenía por entonces tres o cuatro familiares que compartían el apellido de mi abuelo, un marinero griego, pero nada más. No tenía ningún parentesco con ese tipo, pero resultaba que por allí cerca mi patronímico estaba siendo analizado y rastreado por los servicios de inteligencia. O al menos eso supuse, pero paré ahí porque no quería empezar a perseguirme: aunque no tenía ganas, debía salir a la calle en pocos minutos.
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