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FRAY RENATO (un cuento medieval) - 3

ordetordet Pedro Abad s.XII
editado marzo 2015 en Narrativa
A menudo se preguntaba Fray Renato si era merecedor del respeto y la veneración que le rendían los frailes a su cargo. Él, que era tenido por sabio y poco menos que por santo, sentía que cuanto más se acercaba su fin, más le inquietaba aquel territorio oscuro, impenetrable, que escondía la primera etapa de su vida. A pesar de que siempre había convivido con el interrogante sin mayor preocupación, repitiéndose a sí mismo que no existe aquello que no se recuerda, sabía que estaba atravesando su último invierno – los signos de su cuerpo eran inequívocos – y la incógnita sobre su origen le atormentaba. “Es aberrante morir”, se decía, “ignorándolo todo sobre el propio nacimiento”.

Una noche en que la ventisca azotaba los muros del convento, Fray Renato soñó su último sueño: El buen Padre Justino, cuyos ojos parecían de fuego, le invitaba a sentarse junto a él, en la vieja litera. Renato, deslumbrado, preguntó: “¿Estoy ya en la otra vida, Reverendísimo?” y el antiguo Abad susurró a su oído: “no puedes partir, hijo mío, sin reponer aquello que arrebataste”. Después tomó un espejo de su propio regazo y lo enfrentó al rostro de Renato. Encerraba aquella esfera la visión de lo que estuvo oculto durante tantos años; vio una aldea en ruinas y caballos devorados por las ratas, vio soldados de hierro con antorchas y largas procesiones de enfermos y mendigos. Vio, al final de un sendero, la silueta de San Juan Bautista y el rostro del Padre Justino, que le acogía. Después se vio a si mismo enloquecido por el dolor y el frio, escarbando en la tierra con sus manos heladas. Finalmente, vio una cruz de oro, sepultada al pie de un gran olivo.

El anciano Renato despertó, enardecido por un intenso anhelo. Se alzó del camastro, tomó su manto y, enfrentado al vendaval, se sumergió en la noche. Horas después, al observar que el Padre Abad no respondía a la llamada para la Hora Prima, acudió un monje a su celda y le halló sin vida, tendido sobre el camastro. El semblante del difunto revelaba sosiego y sus ojos, abiertos al infinito, reflejaban la dicha de los justos. Sobre el pecho, sus manos aferraban una espléndida cruz de oro y pedrería.

Como es de suponer, el suceso rompió la quietud del monasterio y alborotó las villas del entorno durante una temporada. Los paisanos más ancianos hablaron de la cruz extraviada que aún recordaban de su infancia y que el cielo había devuelto a las manos del Abad, y el pueblo acudió en multitud para venerar por igual el objeto sagrado – restituido ya al altar - y el cuerpo expuesto del fallecido. El llamado "milagro de Fray Renato" estuvo en boca del clero y los aldeanos durante un tiempo; después, el hálito de Dios – como quien dice - abandonó la comarca, y al cabo de unos años y algunas guerras y hambrunas, muy pocos se acordaban ya del insólito suceso.

Es grato imaginar, sin embargo, que el buen Abad Renato alcanzó el Paraíso y que llegado a su umbral – que no era otro lugar que el pórtico de San Juan Bautista – fue recibido por aquellos hermanos que una mañana ya remota le acogieron. Y en ese mismo pórtico, el Padre Justino le dio la bendición antes de entrar en la Gloria.
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