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El último de los mohínos

SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado febrero 2015 en Ensayo
El último de los mohínos

Es una raza en extinción la de los empleados de comercio con un poco de dignidad. Yo los prefiero así. Como a don Roberto, parco pero no cargoso, callado pero no frívolo, “mala onda” pero digno.
Ya sabemos en qué se esfuerzan los nuevos empleados de comercio abducidos por el marketing y por sus patrones marketinizados: la falsa amabilidad, la frase hecha que oculta el desinterés evidente, la sonrisita idiota a la MacDonalds. El rubro indumentaria es el más insoportable. Imposible detenerse unos momentos frente a una vidriera para comparar precios. Ellos salen a la vereda a cazar a los desprevenidos transeúntes. Con una insistencia de moscardón nos invitan a pasar al interior del comercio “para ver más talles, otras marcas, más modelos”. Dan ganas de salir corriendo, o de mandarlos de paseo, si no fuera porque nos acostumbraron a ser respetuosos con los demás, por más molestos que sean.
Pero existe otra raza en peligro de extinción que no se rebaja a esos manoseos. Son los libreros de las llamadas librerías “de viejo”. Nunca supe si el apelativo se refería a los volúmenes amarillentos y destartalados que allí se exhiben; si es por el local, que no pasa de ser una cueva húmeda, un pasillo sin pintura ni banners colgando del techo con las caras de los escritores de moda; o si, por el contrario, lo de viejo es porque quienes atienden estos antros bibliománcicos son eso: tipos viejos. Huraños, cascarrabias, minimalistas en palabras y gestos. Pero los prefiero así. Don Roberto nunca me saluda cuando me ve entrar en su librería. Está en el fondo de su comercio leyendo detrás del mostrador. Apenas levanta la vista por sobre sus anteojitos cuando escucha novedades. Yo saludo con palabras, él apenas me hace un gesto con la cabeza y sigue con lo suyo. Ni un “en qué te puedo ayudar”, ni “si necesitás algo avisame”, ni “nos llegó algo que te puede gustar”. Nada. Este librero nos deja hacer, deja que sus clientes jueguen a desenterrar el tesoro escondido entre pilas y más pilas de libros amarillos y desvencijados. Nadie me puede ayudar en esta búsqueda, y yo lo agradezco. Este es el único lugar donde puedo practicar el inmenso placer de revisar la mercadería sin un moscardón que me revolotee alrededor destilando predisposición para ayudar.
Tal vez cambiemos algunas palabras a la media hora, cuando yo me acerque al mostrador y vuelva a interrumpirlo para preguntarle por un precio (que él pareciera adivinar mirándome la cara) o pedirle una humilde sugerencia. Ya he dicho que este librero no es amable con sus clientes ni finge serlo, sin embargo, si alguien le solicita su opinión sobre un autor, él la da con escasas pero precisas y corteses palabras. El regalo de su despreocupada desatención es que puedo pasarme horas yendo y viniendo por el pasillito, desordenando todo (porque ya todo es un caos, desde hace años, y a su dueño no le importa), hojeando, comparando traducciones de un mismo título...
Siento que este viejo ya está “más allá del bien y del mal”. Es claro que ya se ha jubilado y sigue con la librería para pasar el rato, por eso no le importa nada de lo que pasa a su alrededor: si vende o no, si le roban o no, ¿si el cliente está bien o mal atendido? Esto ni siquiera es una inquietud. Y justamente, porque no me da bolilla con preguntas idiotas, yo en este antro siento que no soy un cliente. Soy algo mejor: un explorador que merodea en el territorio del último de los mohínos, y nadie me es hostil porque al último de esta raza no le importa extinguirse. En realidad, a este héroe del comercio pareciera no importarle nada que no fuera que lo dejen leer tranquilo.
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