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Ejercicios de estilo

SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado junio 2015 en Narrativa
Variaciones



A.
El sastre está inquieto: sus clientes han muerto casi todos, sus manos le tiemblan mucho. Pero esta mañana ha sonado el timbre: por primera vez en meses alguien atendió al mensaje del cartelito tallado en madera que el viejo cuelga del lado de afuera de la puerta cuando llega a las ocho: «Sastrería ―y debajo:― Abierto».
El sastre se apresura a abrir: un chico, con una bolsita de nailon en la mano, le pregunta ni bien se asoma, sin saludar: «Don, me compra agujas». El viejo se sorprende: no cree que el chico se haya fijado en el comercio donde ha llamado, pero en verdad necesita agujas, así que le compra el paquete que trae un set de ocho piezas, de diversos tamaños.
A la media hora vuelve a sonar el timbre. Un hombre gordo, que ocupa casi todo el vano de la puerta, tapa la luz matutina, sonriente. Se pasa un pañuelo blanco por la frente para escurrirse el sudor. Habla rápido: «Buenos días señor, soy el asesor del señor intendente ―le tiende una mano fláccida― y he venido para que nos saque de un apuro: necesito quince trajes, pero los necesito para mañana a esta misma hora. Tenemos que vestir a quince compañeros y subirlos al escenario. Es para el acto, viene el ilustrísimo señor Presidente de visita. Usted ya se habrá enterado. Discúlpeme si suena a broma. Pero los tiempos de la política no son los normales».
Luego se calla. Le tiembla la barbilla y sonríe con un gesto pueril. El sudor le sigue cayendo desde la calva hacia la cara regordeta. Se miran en silencio un momento. Al fin el sastre le dice: «Yo no trabajo así: ni siquiera tengo aquí la tela para cortar quince trajes». El hombre se despide rápido, disculpándose por la interrupción, prometiendo volver con encargos más razonables: debe seguir buscando una sastrería.
Pasan otros treinta minutos y hay otro timbrazo. Quien aparece en la vereda es Ricardito, el hijo de uno de sus últimos clientes muertos, don Ricardo. El vástago, además de compartir el nombre de su padre, ahora también comparte su profesión de abogado, y quizás sus clientes. «Ayer me recibí, Don Eusebio: otro cuervo más en la sociedad». El viejo sonríe por primera vez en mucho tiempo, la buena noticia la siente como propia. Le palmea el hombro al muchacho y le dice «felicitaciones pibe».
Lo invita a pasar al tallercito y cierra la puerta con llave. Adentro le alcanza al muchacho una silla y un mate con yerba renovada. Ricardito chupa y cuenta que necesita un traje nuevo para el acto de graduación. «Pero tómese su tiempo: es dentro de un mes». «Tengo todo el tiempo del mundo», responde el viejo. Le pide al muchacho que se pare en la misma silla en que está sentado, luego toma la cinta métrica que rodeaba su cuello como una estola y mide a su cliente, mientras va anotando en una libreta. Desde arriba Ricardito se mantiene bien firme y comenta: «Tengo a varios compañeros interesados en la Facultad, ¿se los mando, don Eusebio?». «Mande mande nomás ―dice el viejo sin dejar de medir― que sobra tiempo y falta trabajo».

Comentarios

  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado febrero 2015
    1. Versión ampulosa/lacrimosa
    El sastre está desesperado: sus queridos clientes han ido muriendo uno a uno, y sus manos tiemblan mucho esta mañana. Lo abruma la realidad. ¿Cómo se ganará el pan desde ahora? Está solo en la vida y todo alrededor se le vuelve más y más hostil.
    Suena el timbre. Una tenue ilusión cruza por su mirada. El viejecito camina de a pasitos cortos hasta la puerta y la abre. Es un niño que algo querrá venderle: está descalzo y su pantaloncito rotoso no llega a cubrirle las escuálidas piernitas. «Buen hombre ―le dice― ¿no me compraría unas agujas para la leche de mis hermanitos?». El sastre así lo hace (cree que con este gesto se ha ganado un retazo más de Cielo) y se despiden.
    A la media hora otro visitante se anuncia en la puerta. Nuevas esperanzas. Esta vez es un señor que con rostro adusto y voz estentórea le anuncia, en nombre del emperador, que quiere quince trajes para mañana mismo. El viejecito se desarma en disculpas: no puede abastecer semejante encargo en tan poco tiempo. Trabaja solo y no puede darse el lujo de almacenar en sus cajones tanta tela. El hombre lo increpa con un puño en alto. Lo amenaza con promesas de volver con inspectores del fisco. Mientras se marcha le asegura, a gritos, que por ahora se salva debido al apuro que tiene por encontrar algún sastre capaz.
    Pasa otra media hora y nuevo timbrazo. Es el hijo de un querido amigo muerto hace poco, que con sus encargos de trajes contribuía a sostener su negocio. El muchacho le anuncia, entre abrazos, que ya es un hombre de leyes, como su recordado progenitor: se ha graduado ayer. Seguramente heredará el cargo de su padre, consejero del castillo real. La ceremonia de colación será el mes próximo, y el mozo necesita nuevas vestiduras. Mientras el viejecito le toma las medidas (sus manos le tiemblan, sí: ¡pero vuelven a ser útiles!) el joven le promete enviarle a sus muchos amigos para que el anciano les confeccione un atuendo como el suyo. Ropajes acordes a la importancia del momento tan gallardo en la vida de esos mancebos. El sastre mira hacia arriba, desde donde viene la voz, y sus ojos brillan.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado febrero 2015
    2. Versión guionada

    ESCENA 1: INTERIOR. DÍA. Taller del sastre. Luz intensa de la mañana que se filtra por ventanucos.
    Plano general de la habitación, en picado desde el cielorraso. El sastre, sentado detrás de su mesa de trabajo, mira fijo hacia el suelo. (Aparenta unos sesenta años, barba canosa, viste pantalón y camisas gastadas, y sobre sus hombros cuelga una cinta métrica). El cuarto es pequeño, está repleto de repisas donde se amontonan retazos de telas y prendas inacabadas sin orden. La mesa de trabajo tiene una máquina de coser. Todo luce ruinoso y sucio.
    Se escucha el timbre de calle. El sastre se levanta dificultosamente y camina por el zaguán. La cámara lo sigue por detrás. Abre la puerta y por sobre el hombro del sastre (en ángulo picado) se ve a un chico de unos doce años que pregunta:
    CHICO: «¿Don, no me compra agujas?»
    (Fundido a negro lento.)

    ESCENA 2: INTERIOR. DÍA.Taller del sastre. Luz menos intensa del atardecer.
    Repite igual el plano general y la posición del sastre como en la escena 1. Se escucha el timbre de la calle. El sastre se levanta dificultosamente y camina por el zaguán. La cámara lo sigue por detrás. Abre la puerta y por sobre el hombro del sastre (en ángulo contrapicado) se ve a un hombre maduro (de unos cuarenta años) obeso y de un metro noventa, vestido con un traje negro y pajarita, que con voz monocorde dice:
    HOMBRE: «Buenos días. Necesitaría que me haga quince trajes. Pero para mañana». (Fundido a negro lento.)

    ESCENA 3: INTERIOR. ANOCHECER. Taller del sastre. Luz natural muy tenue. Apenas se perciben las cosas y al sastre dentro de la habitación.
    Repite igual el plano general y la posición del sastre como en la escena 1. Se escucha el timbre de la calle. El hombre se levanta dificultosamente de su silla y desaparece por la puerta que da a la derecha del plano. La cámara se queda donde está. En off: chirrido de la puerta al abrirse. Voces efusivas de saludos. Click de una perilla de luz al activarse. Se ilumina la habitación. Se escuchan pasos del hombre que vuelve por el pasillo con alguien más.
    Aparece en el taller el sastre con un muchacho.
    SASTRE (con voz sonora, la cara sonriente): «¿Así que te recibiste, campeón?»
    MUCHACHO (Jovial. Viste camisa, pantalón y zapatos finos. Lleva un suéter atado a los hombros): «Ayer mismo di la última materia».
    SASTRE: «Si te viera tu viejo».
    Los personajes se quedan pensativos, hay unos cinco segundos de silencio. Luego el sastre se quita la cinta métrica que llevaba alrededor del cuello y le dice al muchacho:
    SASTRE: «Subite que te saco las medidas».
    El otro se para en la silla donde estaba sentado.
    Ángulo contrapicado desde la mirada del joven hacia el sastre que mide su pierna.
    MUCHACHO: «Tengo varios compañeros de la Facultad que necesitan su primer buen traje. ¿Se los mando, don Eusebio».
    Ángulo picado desde la mirada del sastre hacia el cara vuelta del joven, que mira de perfil.
    SASTRE: «Mande mande nomás, que sobra tiempo y falta trabajo».
    Se ve la sonrisa del joven desde abajo.
    Fundido a negro lento.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado febrero 2015
    3. Versión telegráfica/escatológica

    Sastre viejo llora. Sentado frente a su mesa. Se sorbe mocos. Intenta ahorcarse a sí mismo. Imposible: cuando ahogo comienza, pérdida de fuerza, luego regreso del aire. Durante el intento: imagen de la Muerte parada junto a él. Dura un segundo y se desvanece lentamente.
    Luego sastre más tranquilo. Estornudo inesperado. Reacción de taparse con una mano. Esputo gelatinoso, verde claro y marrón, entre sus dedos. Se limpia en su camisa. Luego se para y orina en un balde de metal. El final del chorro moja su pantalón. Vuelve a sentarse. Olor a cebolla le sube hasta su nariz. Suena el timbre.
    Sastre abre. Niño patea la entrepierna del anciano. Luego corre y ríe. Sastre, más encorvado aún, cierra y regresa a su silla. Suena el timbre.
    Sastre abre. Hombre corpulento. Imperturbable. Atisba interior en penumbras de taller. Le pega un puñetazo en la boca. Luego se marcha sin decir nada. Sastre cierra y vuelve a su silla. Se toma la boca. Hilo de sangre se mezcla con sudor de su barba. Labio inferior partido. Se pasa la lengua: ardor y gusto salado. Dificultad para tomar mate. Suena el timbre.
    Sastre abre. Joven lo abraza. Entran. Cuando sastre mide caja torácica, joven ahorca a sastre. Con ambas manos. Desesperación por zafarse. Inútil todo esfuerzo: manos del muchacho muy poderosas. Sastre interroga con la mirada. Joven, sarcástico, pregunta retórica: «¿No querías esto?». Nueva aparición personificada de la Muerte. Ya no desaparece.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado febrero 2015
    4. Versión subjetiva/despectiva

    El viejo fracasado quiere matarse. ¿Por qué no lo hace? Porque le gusta que lo miremos. Lastimero. Patético. ¡Ah si pudiera meterme en el papel, con qué ganas lo ahorcaría con mis manos! Escucha el timbre y va a atender. ¿Te creías que era un cliente? Pobre iluso: era un chico que quería venderle agujas. ¡Y el viejo estúpido, en vez de guardarse las últimas monedas para comprarse comida, se las gasta en un pichón de delincuente!
    Vuelve al tallercito para seguir dando lástima. Para que el relato siga, y nosotros sigamos leyendo y mirándolo, apiadándonos de su fracaso. ¡Si pudiera alcanzarlo, ya no ensayaría seguir dando lástima! Otra vez el timbre.
    ¡Ja! Se pensó que le traían un encargo. ¡Pues sí, pero tan grande que no pudo hacerse cargo! Y encima el asesor político le da sus disculpas... ¡Le hubiera pegado una trompada para convencerlo de que debe cerrar la sastrería de una vez, viejo payaso! Nuevamente, alguien lo reclama en la puerta.
    Abre por tercera vez y la tercera es la vencida. El hijo de uno de sus difuntos clientes le viene con un encargo. ¡Vean cómo se emociona el viejo bolú! Como si se fuera a salvar por un puto traje que ese muchacho le está encargando. Si pudiera escucharme le diría al mozo «¿qué hacés dándole esperanzas a un cadáver que respira, imbécil?» «¿No ves que a tu alrededor el lugar hiede a velorio?». Grandísimo estúpido: sangre joven dándole ilusiones a un condenado...
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    Versión economicista/contable
    El sastre hace cuentas mentales: juntado hasta sus últimas monedas tiene un total de 450 pesos. Tres billetes de cien están escondidos en una cajita de cartón, entre los retazos de telas de la repisa. También guarda la boleta de la compañía de electricidad, cuyo total a pagar “asciende a” 630 pesos. Saldo total: - $180. Es lo mínimo que necesita para no cerrar el tallercito: sin electricidad no puede ni poner a andar su máquina de coser. Suena el timbre.
    Abre y se topa con un chico que le ofrece venderle un set de doce agujas de distintos tamaños. El sastre se las compra. Veinticinco pesos (dos de diez y uno de cinco) que saca del bolsillo de su camisa. Trae el cartoncito con las agujas clavadas allí, alineadas por tamaño creciente, y lo tira sobre la mesa de trabajo. Se sienta y reactualiza mentalmente el saldo: - $205. Suena por segunda vez el timbre de calle.
    Afuera un hombre reclama para su Partido un total de quince trajes confeccionados a medida. (El sastre, mientras el otro habla, hace cálculos: a 150 pesos de ganancia por cada uno hacen... 2250 pesos, menos impuestos le quedaría una ganancia neta de, más o menos, 1800 pesos. Él vive austeramente, con apenas setecientos pesos por mes, así que el encargo para los políticos le daría aire para unos tres meses...) Termina de escuchar al gordo con la cara chorreando sudor que está diciendo «... para mañana a la mañana». Imposible: él hace las cosas bien. Además, ni siquiera tiene la tela ahí adentro para tantos trajes.
    Se despiden, cierra y vuelve a su silla. El saldo sigue en su impávido bajo cero: - $205. Suena por última vez el timbre. Ahora la cara, aunque hace mucho que no la veía, es reconocible. Es el hijo de un cliente muerto hace poco, que viene solo por primera vez. Es decir: es un cliente con pocas promesas hoy pero económicamente redituable a futuro. Además de encargarle un ambo fino, le promete mandarle compañeros de estudio. El viejo le pasa un número con menor margen de ganancia (de sus habituales 70% a 40%) teniendo en cuenta que el joven recién se inicia en el mundo de los negocios y que además le ha prometido recomendar su sastrería. Mientras se despiden en la calle, luego de haberle tomado las medidas, el sastre calcula mentalmente: le quedarán cuatrocientos pesos de ganancia (el muchacho le ha dejado un adelanto de quinientos pesos arriba de la mesa, para la materia prima). Decide que irá mañana mismo a pagar la luz.
    Cierra la puerta. Da unos pasos por el zaguán, luego regresa, abre la puerta, quita el cartelito de «Abierto», cierra otra vez la puerta pasándole la llave, va hasta la ventana y clausura los postigos de madera. Se sienta en la mesa de trabajo, abre el cajón que tiene a la derecha y saca un cuaderno y una lapicera. Pasa en limpio su hoja contable, que quedaría más o menos así.


    Debe Haber

    Ahorros $ 450
    Compañía eléctrica $ 630
    Compra agujas $25
    Ganancia traje $ 400

    Saldo: + $ 195
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    B.
    Ocurre en el interno 48 de la línea de ómnibus 80, en la hora pico de las ocho de la mañana. Un tipo de unos cuarenta años, el cuello largo, sobretodo gris, está parado en el pasillo, cerca del fondo. Llegamos al hospital, muchos bajan por atrás. El tipo se malquista con su vecino. Le reprocha que el otro lo pise cada vez que alguien pasa pasillo al fondo. Usa un tono llorón. Al ver un asiento libre, se arroja sobre él dando tres zancadas.
    A las dos horas me lo vuelvo a encontrar en la placita frente a la Facultad de medicina. Charla de pie con otro hombre que le dice: «Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo». Le indica dónde (bajo el escote) y por qué.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    1. Versión onírica
    Viajo en ómnibus, he vuelto al barrio de la infancia, al recorrido que me lleva al colegio, y estamos por pasar frente al hospital. Temprano, hay muchos trabajadores de overol azul que van a la zona del puerto. En el fondo, escucho que un tipo que también viaja parado se queja, casi que lloriquera, y todos miramos hacia atrás. Como si recitara, con voz en falsete le dice a su vecino «no-me-pi-se-se-ñor». Bajan muchos en el hospital y el quejoso se lanza sobre un asiento vacío. Ahora que lo veo bien, noto que es mi preceptor de la escuela primaria, «pero si está muerto» me digo y me río de mi ocurrencia. Lo miro otra vez y ahora sé que no es mi preceptor. El olor del amanecer entra por las ventanillas abiertas y al ir tan rápido por la avenida siento que el aire que me da de lleno en la cara me entorpece la respiración.
    Ahora me veo caminando por la placita que está enfrente de la Facultad de medicina, pero en mi mente sé que me he bajado en la parada equivocada y deambulo perdido por Adrogué. Reaparece el tipo del ómnibus, está hablando de pie con otro hombre. Son casi iguales y yo pienso «claro, si decían que tenía un hermano mellizo». Pienso en preguntarle cómo debo hacer para volver a mi casa. Al pasar cerca escucho que el extraño está amonestando al del ómnibus con un índice en alto porque a su sobretodo le falta un botón. Le dice con voz mandona «te lo hacés colocar hoy mismo» y con la mano le señala dónde.

    2. Versión precisionista
    El hombre (cuarenta y un años, un metro noventa y dos, cabello corto completamente argentado, traje gris perla, zapatos tipo mocasín marrón claro, un maletín negro en su mano derecha) sube al ómnibus. (Parada de la avenida Las Heras frente al kiosco del número 5147. Es el interno 48 de la línea de colectivos 80, «Transportes Almafuerte S.A.». Pone la suela de su pie derecho en el primer escalón del estribo a las 7:12. Saca un boleto de 95 centavos que lleva el número 23098.) El interior está repleto, así que con esfuerzo se cuela entre los cuerpos hasta la parte trasera antes de que el chofer (gordo, con bigotes, calvo, ojeroso) comience con su consabida monserga de «corriéndose un pasito para atrás que en el fondo está vacío».
    Son 46 pasajeros (20 sentados, 26 parados; 30 varones, 16 mujeres; 24 uniformados, 22 sin vestimenta identificable, entre ellos el hombre que ha subido en Las Heras 5147). En la parada del hospital de Las Heras 3550 bajan 18 pasajeros, todos por la puerta trasera, como lo ordena el cartel del frente. El hombre escucha que, detrás de él, alguien amonesta a otro. Descifra sus palabras con claridad: «Señor, me está pisando» (por la manera morosa y estentórea con que las dice, tarda 9,4 segundos en pronunciar la frase completa). Queda libre el asiento individual anteúltimo contando desde adelante (una septuagenaria «descendió por atrás» en el citado nosocomio). El hombre ve cómo el tipo quejoso se abalanza sobre el asiento: cuando gira la cabeza y lo ve vacío, da tres zancadas y se deja caer sobre la butaca de cuero negro rellenada con gomaespuma exactamente a las 7:36. Al aterrizar, pega su brazo izquierdo contra la pared del rodado y rebota levemente, sacudiéndosele todo el cuerpo debido al golpe.
    115 minutos más tarde, el hombre camina por el rincón sudeste de la plaza que está frente a la Facultad de medicina (82 metros cuadrados de superficie, 10 bancos de madera con respaldo, 22 árboles [12 ficus, 10 jacarandaes], 36 puestos de venta callejera [25 de artesanías varias, 11 de libros usados], 1 salida de estacionamiento vehicular subterráneo, 1 entrada y salida de estación de tren subterráneo, 1 estatua con 3 bustos de 3 próceres de la medicina nacional) y vuelve a encontrarse con el tipo quejoso del ómnibus (veintitrés años, un metro setenta y dos, cuello largo, cabello entrecano, nariz aguileña) que habla con otro tipo, de pie. Cuando pasa junto a ellos, escucha que el otro le dice al quejoso: «Hacete poner un botón más al sobretodo». Y con el dedo índice le señala el lugar de la vestimenta, cerca del cuello.

    3. Versión novela de enigma
    La información me la darían en el interno 48 de la línea 80. El informante se llamaba Raymond, eso es todo lo que me dijeron, y que para identificarlo debía estar atento a cualquier “dato anómalo” de los pasajeros. Aguardé en la parada más de una hora. Subí y me corrí hasta el fondo. Estuve alerta todo el tiempo, de pie, aferrado a la agarradera de un asiento individual, mirando sin mirar, pero el ómnibus atestaba de gente y no era fácil no perderse algún detalle.
    A los pocos minutos un tipo, que venía sentado, se paró para cederle el asiento a una mujer. Era extraño: no era ni vieja, ni estaba embarazada, ni se la veía cansada. Si hasta ella se sorprendió de tan repentina amabilidad. Aceptó el asiento con una sonrisa y el hombre se quedó parado en el pasillo, junto a ella. Tenía un cuello largo, grácil. A los pocos minutos sacó del bolsillo de su sobretodo un libro. Usé la visión periférica para descifrar el autor que figuraba en la tapa: Queneau. Informante identificado. Llegamos al hospital, mucha gente bajó por la puerta trasera y el informante le dijo a otro que se paraba al lado, con vos lenta y sonora: «Se-ñor-me-es-tá-pi-san-do». Primera clave comunicada. El tipo se disculpó levemente y yo tomé nota mental. Se bajó en la siguiente parada y yo lo imité una más allá.
    A las doce en punto llegué a la plaza, tal como me lo indicaban las directivas. Ubiqué al informante cerca del monumento. Hablaba de pie con otro tipo. Cuando pasé caminando junto a ellos el otro le decía: «Ha-ce-te-po-ner-o-tro-bo-tón-en-el-so-bre-to-do», y le señalaba con gesto ostensible en dónde (cerca del cuello). Segunda clave transmitida, y señal de “fin de la comunicación”.
    Volví de inmediato a casa para decodificar la información que almacenaba en mi mente con la computadora.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    4. Versión con notas literarias al pie
    Ocurre en el interno 48 de la línea de ómnibus 80, en la hora pico de las siete de la mañana . Un tipo de unos cuarenta años, el cuello largo , sobretodo gris, está parado en el pasillo, cerca del fondo. Pasamos por el hospital, muchos bajan por atrás. El tipo se malquista con su vecino . Le reprocha que el otro lo pise cada vez que alguien pasa pasillo al fondo. Usa un tono llorón. Al ver un asiento libre, se arroja sobre él dando tres zancadas .
    A las dos horas me lo vuelvo a encontrar en la placita frente a la Facultad de medicina. Charla de pie con otro hombre que le dice: «Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo» . Le indica dónde (bajo el escote) y por qué.

    1 Según Hemingway, la mejor hora para escribir, extraño comentario para un juerguista noctámbulo.
    2 Detalle valioso para relatos policiales. Chandler caracterizaba así a los informantes, los que arman la cadena del crimen pero no intervienen. Chesterton ponía en la figura de un pelirrojo el signo del mal: la respuesta obvia es, para un católico como él, que el pelo colorado es señal del diablo dentro de un cuerpo.
    3 Anécdota real del Autor: viajando en el 64, el chofer frena de golpe. Una muchacha parada a su lado, que venía charlando con una mujer, trastabilló y se le tiró encima al Autor. Éste se quejó, pero de la torpeza del chofer, que aunque escuchó la sirena de una ambulancia que se acercaba por la avenida, igual se mandó irresponsablemente por la bocacalle y debió clavar los frenos. La chica se quejó de que el Autor se quejara, éste le explicó que no se quejaba de ella, sino de la impericia del chofer. Aclarada la confusión, ambos volvieron a sus respectivos mundos.
    4 ¿Cómo filmar este pasaje? ¿Dónde colocar la cámara para dar la mayor sensación de desesperación ridícula? En el mismo asiento vacío, en ángulo contrapicado, y que sea tapado por su mismo trasero al arrojarse sobre el asiento.
    5 Otro típico lugar público donde los detectives e informantes se encuentran. El cine nos ha regalado el lugar común de dos hombres (sobretodo gris y sombrero de fieltro obligatorios), sentados espalda contra espalda, en bancos dobles, que alimentan a las palomas y se hablan sin mirarse.
    6 Hablando de vínculos en una plaza, he aquí otra anécdota real del Autor: Leía él sentado en un banco, en eso se acerca una mujer de unos treinta años y le ofrece venderle galletitas. El Autor le dice que no, ella (que no estaba bien de la cabeza) lo amenaza y se va. Luego de una hora la mujer vuelve a la plaza, entonces el Autor se cambia de banco y la mujer lo aborda otra vez sin recordar el incidente previo. El Autor aprovecha para comprarle galletitas y charlar un rato.
    7 Detalle anecdótico como efecto de realidad. La prosa de Hemingway está llena de estos detalles inútiles, al decir de Barthes. Si lo puede hacer un elefante, por qué no podría hacerlo un mosquito, piensa el Autor.
  • SilenusSilenus Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2015
    5. Versión carta oficial
    Estimado Señor Comisario:
    S/D
    De mi mayor consideración:
    En calidad de testigo ocular, le envío esta misiva para hacerlo conocedor de los pormenores del hecho que me tocó presenciar el pasado viernes en horas de la mañana, sobre un ómnibus que hacía su habitual recorrido por vuestra jurisdicción. Sin más preámbulos, paso a detallarle los hechos cronológicamente, deteniéndome únicamente en aquellos detalles que, quien esto suscribe, considera pueden llegar a ser de utilidad para la resolución de tan delicado caso. Ahora sí, lo atestiguado:
    Ascendí a eso de las siete de la mañana, en la parada de la avenida Las Heras casi esquina Solís, al coche número 48 de la línea de colectivos metropolitanos número 80 que se dirigía en dirección al puerto. Aboné mi pasaje y, considerando la cantidad de pasajeros que transportaba dicha unidad, decidí avanzar pasillo adelante, no sin pocas dificultades por cierto, debido a la cantidad de personas que atestaban el pasillo del rodado. Esto, por casualidad, me permitió observar el comportamiento extraño del individuo que pasaré a retratar.
    Rondaría los veinticinco años, vestía un sobretodo gris que le sentaba muy bien, y tenía un cuello largo que le daba el aspecto de esas mujeres africanas que como ritual se colocan argollas de metal para dilatar sus vértebras cervicales. Bueno, que como le venía contando, Señor Comisario, este hombre me llamó la atención porque, cuando el vehículo público que nos transportaba se detuvo frente al hospital, muchos pasajeros descendieron atropelladamente y el sujeto en cuestión se quejó amargamente a su vecino de que lo había pisado en reiteradas ocasiones. El otro se disculpó apenas y la cosa quedó ahí.
    Yo me olvidé de este individuo tan particular (le pido disculpas, Señor Comisario, si esta distracción Usted la considera una torpeza mía que hoy no puede aportarle más señas particulares del Nomen Nescio en cuestión) y cuando bajé del ómnibus ya no estaba.
    Pero resulta que por casualidad (yo, Señor Comisario, no creo en las casualidades: he aquí mi misiva) que unas dos horas más tarde arribo a la plaza que está frente a la Facultad de medicina, luego de haber realizado algunas diligencias personales (que para no quitarle más de su preciado tiempo no especifico, y por ningún otro motivo, quiero que esto quede claro), y allí estaba el sujeto del cuello largo. Parado en medio de la plaza, cerca del monumento, charlaba animadamente con otro NN., los dos de pie entre la muchedumbre que iba y venía. Yo consideré oportuno acercármeles con sutileza. Así lo hice, pasé cerca de ellos y escuché que el supuesto amigo del sujeto del ómnibus le decía, literalmente, lo siguiente: «Tenés que hacerte agregar un botón de más». Y con un dedo le señalaba el lugar del sobretodo en donde debería figurar el botón. Eso es todo lo que puedo aportarle. Volver a pasar por su cercanía para extraer más información me pareció que podría despertar sospechas en los individuos.
    Relatados los hechos, ruégole a Usted tenga a bien indicarme las consecuencias que debo extraer de lo sucedido, así como la actitud que debo adoptar en cuanto al comportamiento que mi vida futura deba tener.
    En espera de su respuesta, y agradeciendo el tiempo que le ha dedicado a leer esta misiva de un humilde ciudadano dispuesto a colaborar con las fuerzas públicas de nuestra Gran Nación, se despide de Usted sin otro particular.
    El Autor
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