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Baltasar

ordetordet Pedro Abad s.XII
editado septiembre 2014 en Narrativa
Apenas mediaron unos minutos entre el instante en que Baltasar supo que iba a morir muy pronto y el encontronazo a la salida del portal. Un poco antes del choque, el doctor había ido destilando su discurso, con las cejas alzadas y la mirada esquiva, mientras parecía buscar algún objeto extraviado sobre la mesa del escritorio. Baltasar, entretanto, perseguía con los ojos el movimiento absurdo de aquellas manos coronadas de vello y escuchaba la sentencia con aire distraído; si el doctor estaba en lo cierto, no llegaría con vida a la próxima declaración de la renta, ni tampoco al pago del seguro del coche, porque la última primavera de su vida habría pasado ya, y Baltasar asociaba la primavera con el pago de impuestos. Esto le hizo sonreír, y el doctor, incómodo, bajó la mirada.

En ocasiones había imaginado – como imaginamos todos -un escenario similar, figurándose previsibles reacciones ante el anuncio fatal. Ahora, sin embargo, mientras el medico seguía balbuceando instrucciones desde el otro lado de la mesa, no acertaba a sentir más allá de una extraña repugnancia por sí mismo, como si ocupara el cuerpo de otro ser humano, de un desconocido. Fue al salir de la consulta, mientras bajaba las escaleras, cuando percibió súbitamente el miedo a la muerte, tan cercano y presente como un perro gruñendo a sus pies. Le faltó el aliento y tuvo que sentarse en un escalón, cubriéndose el rostro. En lo profundo de aquella tiniebla húmeda, se vió a si mismo enfrentado a un territorio yermo y crepuscular donde reinaría el dolor. “Viudo, prejubilado, enfermo, muerto“, se puso a recitar a modo de mantra contra lo insólito del trance, mientras algunos consuelos efímeros iban y venían a su alrededor, como mariposas de humo. Cuando creyó tener suficiente ánimo, se alzó heroicamente para dirigirse hacia la salida. Entonces ocurrió.

Azuzado por el afán fugitivo y la sed de aire puro, Baltasar irrumpió en la calle con tal brío que una joven transeúnte cayó de bruces en la calzada, a resultas del topetazo. El involuntario agresor permaneció inmóvil y perplejo durante unos segundos, preguntándose si era aquel otro sueño absurdo dentro del sueño terrible que le había tocado vivir aquella tarde. Acudieron algunos peatones. “Es que no va usted a ayudar?“ le espetó una anciana con cara de asco mientras intentaba alzar a la muchacha del suelo.

Se llamaba Lucia, y había atravesado el Atlántico dos años antes, con la esperanza de encontrar un lugar donde la vida tuviera algún valor. No era bonita, ni tampoco simpática; se hallaba al borde de la indigencia tras un calvario que había desembocado en un reciente desahucio, y llevaba ya dos semanas durmiendo en casas de acogida. Vivió la caída en la acera con la naturalidad de quien vive un episodio más en su declive.

Al incorporarse, la chica sintió una punzada en el tobillo y Baltasar se alarmó tanto que insistió en acompañarla hasta el mismo doctor que minutos antes le había anunciado el diagnostico terminal, pero ella no quiso ni oír hablar; no tenía seguro médico ni dinero. Ceñuda y renqueando, aferrada al brazo de aquel señor que no cesaba de pedir perdón, Lucia accedió por fin a tomar asiento en la terraza de un bar cercano. La estampa de aquella india bajita y enfurruñada tomando coca-cola junto a un individuo con aspecto de adolescente decrepito llamaba la atención de los transeúntes.

Cuando agotó el desfile de disculpas, Baltasar optó por enmudecer y hundir la vista en el fondo de su café, dando paso a un largo silencio poblado por el tráfico callejero. Al cabo, armado de valor, le ofreció pagarle un taxi que la llevara hasta su casa. Lucia irguió el rostro, adusta y desafiante,– gesto habitual en ella, que no contribuía a mejorar su suerte – y descubrió ante sí dos ojos cansados, teñidos de una indefinida aflicción que, incomprensiblemente, le trajeron recuerdos de una niñez perdida. Empujada por una repentina conmoción interna pero sin perder la expresión hosca, la muchacha volcó sobre Baltasar su crónica de esperanzas rotas, su naufragio personal, su espanto ante un futuro ciego. La última parte de la confesión le recordó a Baltasar una antigua película italiana de posguerra: Lucia estaba encinta; tres meses atrás, un compatriota suyo, achaparrado y charlatán, se había instalado en su apartamento durante una semana, antes de desaparecer con el lector de DVD y el microondas.

La revelación de Lucia estimuló en Baltasar la conciencia de que su vida no se iba a alargar más allá de unos meses, y sintió de nuevo el mordisco de la muerte en su corazón. Entonces intuyó oscuramente que el rescate de aquella desdichada era imprescindible para ella, pero aún más para sí mismo.
Contó hasta diez, respiró hondo y habló de una habitación desocupada en su piso de viudo. Ella le miró, frunció aún más el ceño, y asintió.

Durante los meses posteriores a aquella tarde singular, el jubilado y la preñada – como bautizó el barrio a la pareja – enfrentaron las horas y los días en un combate dulce, febril, desarraigado del tiempo. Cómplices contra la desventura, buscaron la manera de construir un destino propio, sin más armas que el presente y la voluntad de compartir la vida. No hubo entre ellos intimidad física ni sentimentalismo; Baltasar conservó su trato tímido y solicito, Lucia su severidad y su férrea ternura.

Durante la última fase de su enfermedad, Baltasar se ayudaba de Lucia para caminar, y ambos revivían la escena invertida de la tarde ya remota.

A finales de Abril, Baltasar, que agonizaba en una habitación resplandeciente de azul y blanco, sufrió durante dos días la ausencia de Lucia; sus visitas - las únicas que recibiera - se habían interrumpido inexplicablemente, y el moribundo temía no poder despedirse de la muchacha, cuyo embarazo llegaba a su fin. Al amanecer del tercer día, una insondable tristeza consiguió devorar el sufrimiento físico, pero hacia el mediodía, el dolor se intensificó y decidieron aumentarle la dosis de sedante. Estuvo soñando toda la tarde con fragmentos de su pasado, engarzados sin coherencia, y cuando despertó, el sol anaranjado dejaba sus últimas pinceladas en la pared desnuda. Un cansancio amargo le secaba la boca, y al intentar alcanzar el vaso de agua, descubrió a Lucia sentada a su lado.

Le costó reconocer aquel rostro encendido de dicha en el que resplandecía una sonrisa franca y hermosa. “No sé si estoy soñando“, susurro Baltasar desconcertado. “Se llama Baltasar“, dijo Lucia con voz transfigurada; y una mano diminuta y un tenue lloriqueo surgieron de su pecho.
Cuando la muchacha abrió su chal y dejo al descubierto el cuerpo desnudo del niño, Baltasar creyó recordar que en algún momento, miles de años atrás, había deseado tener un hijo.

Entonces Lucia tomo la mano de aquel hombre, pero Baltasar ya no alcanzó a sentir la calidez del contacto.

Comentarios

  • LegendarioLegendario Fernando de Rojas s.XV
    editado septiembre 2014
    Excelente cuento, muy realista y sobre todo hermoso.
  • ordetordet Pedro Abad s.XII
    editado septiembre 2014
    Gracias, Legendario
  • LilyJalileLilyJalile Fernando de Rojas s.XV
    editado septiembre 2014
    ¡Hermoso cuento, Ordet! Una historia sencilla y esperanzadora, narrada con tanto tino y oficio, que leerla es un placer. ¡Gracias!
  • ordetordet Pedro Abad s.XII
    editado septiembre 2014
    Gracias LilyJalile,
  • estrofaestrofa Garcilaso de la Vega XVI
    editado septiembre 2014
    A lo largo del relato se te va encogiendo el corazón, hasta llegar al final donde la vida y la muerte se dan la mano...

    Gracias, ordet.
  • ordetordet Pedro Abad s.XII
    editado septiembre 2014
    Gracias, estrofa
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