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La maleta perdida

SaraibaSaraiba Anónimo s.XI
editado abril 2014 en Humorística
Había una vez una maleta que había decidido perderse.

Había acompañado a su dueño en multitud de viajes, de aquí para allá, en avión, en tren, en barco, en coche o en autobús. Su dueño era un hombre de negocios que viajaba mucho, y por tanto, llenaba y vaciaba continuamente a maleta y la llevaba en peregrinación constante por el mundo. Sin embargo, la maleta se había cansado de tener siempre un destino fijo y un tiempo marcado para cada trayecto. Deseaba viajar libre; sin límites ni horarios; y acudir siempre a aquellos lugares donde fuese decidiendo a cada instante.

Así, mientras iba en el amplio maletero de un autobús, traqueteando y resbalando por el suelo de un lado para otro, tomó una decisión: en cuanto se abriera ligeramente el maletero, sin importar la estación, se lanzaría fuera antes de que su dueño pudiese recogerla o darse cuenta de su huida. Aquel día no iba especialmente llena y este llevaba un maletín aparte con las cosas más importantes, por lo que su pérdida no le ocasionaría un trastorno tan grave como otros días.

En cuanto llegaron al destino final, el maletero se abrió. Maleta había abrigado la esperanza de que este se hubiera abierto en algún pueblo anterior al lugar donde se iba a bajar su dueño. Pero ello no fue así, por lo que tuvo que jugársela. Nada más abrir el maletero, maleta se lanzó fuera, al suelo, y trató de rodar un poquito hasta quedar oculta bajo el propio autobús. Cuando él fue a recogerla, un terrible grito se escuchó en toda la estación:

—¡Mi maleta! ¡Me han robado mi maleta!

El conductor del autobús, ante los gritos, acudió a socorrerle.

—¿Qué le pasa, señor? —preguntó asustado.

—Que me han robado mi maleta. No la encuentro.

—¿Ha mirado bien dentro del maletero?

—Sí, por supuesto, lo he revisado de arriba abajo y aquí no está. Me la han debido robar. Ay Dios, ¿y ahora qué hago? ¡Tenía un montón de ropa allí! ¡Ahora tendré que comprarme ropa nueva! ¡Y una maleta!

—No se preocupe, señor. Acuda conmigo arriba a la oficina, que pondremos una denuncia y daremos la voz de alarma. Si se la acaban de robar, no ha de andar muy lejos —decidió, resolutivo, el conductor.

Ambos hombres subieron las escaleras hacia la parte de arriba de la estación. Cuando se vio sola, maleta aprovechó para seguirse impulsando. Llegó a subirse, empujoncito a empujoncito, en un montacargas que había al lado del autobús, en el que se portaban un montón de cajas de cartón. Introducida debajo de ellas, la maleta esperó a que el chico que lo conducía volviera de tomarse su café, y continuara transportando aquellos paquetes.

El primer lugar adonde los llevaron fue un ascensor. Maleta había estado en muchos, por lo que aquello no le sorprendía. Sin embargo, era la primera vez que estaba en uno sin su dueño, y aquello sí era nuevo. Aprovechó para respirar aquella sensación de libertad, y estirarse un poco entre aquellos paquetes.

—¡Ey! —replicó uno de ellos— ¡Ten más cuidado! Mira la otra, llega de última e infiltrada y ocupa más que ninguno.

—Bueno, bueno, lo siento. Perdonad —contestó ella—. Caramba, qué susceptibles son estos paquetes —pensó. Luego volvió a dejarse caer en aquel montón.

Después de algunos momentos de traqueteo (a maleta le daba la sensación de que todavía no había salido del autobús), los metieron en lo que parecía una furgoneta.

—Vaya, qué suerte la mía. Parece que no salgo de vehículos de transporte.

Pero esta vez, más acostumbrada a escabullirse y más libre porque no había dueño alguno que la reconociera, volvió a escaparse con más facilidad. En cuanto las puertas traseras de aquella furgoneta se abrieron, maleta se impulsó fuera y cayó al asfalto. Impulsándose un poquito más, consiguió llegar al bordillo.

—¡Eh, tú! ¡Quieta ahí! ¿Adónde crees que vas? —le dijo el mozo que repartía los paquetes, al verla tirada en el suelo—. Te querías escapar, ¿eh, pillina? —afirmó mientras volvía a colocarla otra vez en la furgoneta.

Maleta resopló para sus adentros. Qué mala pata. Otra vez a esperar.

La furgoneta continuó su periplo por aquella ciudad, pero no tardó demasiado en volver a abrir sus puertas de nuevo. Esta vez, maleta procuró escabullirse sin que la viera aquel mozo alegre y parlanchín. Logró ocultarse debajo de una papelera mientras éste entraba con uno de aquellos paquetes en una tienda. Para cuando salió de ella, no volvió a reparar en la presencia de maleta. Se subió directamente en la cabina del conductor y cerró las puertas del vehículo.

Maleta lo observó marcharse con alivio. Comenzó a arrastrarse por el asfalto, disfrutando de las vistas de aquella apartada calle. Había poca gente a esa hora. Algunas personas entraban y salían de un pequeño supermercado, mientras en la puerta una señora con un vestido largo y zapatillas les iba tendiendo una cestita:

—Siñora, dame algo.

Enfrente de aquel supermercado se situaba un pequeño parque. No había niños en los columpios, pero sí paseaba alguna chica con su perro.

Maleta se escondió debajo de un banco, para descansar. Al cabo de un rato, un señor mayor acudió a sentarse en él, poniéndole los pies encima sin darse cuenta.

—Caramba, qué cómodo es este banco —pensó en voz alta.

Maleta se resignó. No podía seguir impulsándose sin llamar la atención de aquel hombre, por lo que vio su marcha detenida durante las más de tres horas que el señor estuvo allí. Cuando por fin se levantó, a maleta le dolía el lomo de tanto soportar sus pesadas botas. Vale que era una maleta dura, pero no estaba acostumbrada a aquellos trotes.

Para recompensarse decidió probar la experiencia de lanzarse desde un tobogán. Dado que era por la mañana y los niños estaban en sus colegios, maleta tenía el parque prácticamente para ella sola. Así que comenzó a subir, poco a poco, los peldaños de la escalera que la separaba de la cima del tobogán. Tardó su tiempo en hacerlo, pero todos aquellos esfuerzos fueron recompensados cuando se lanzó en picado. El viento al bajar le refrescaba la tela, el suelo del tobogán le hacía cosquillas en la tripa, y la sensación de caer en picado por aquella superficie inclinada la hacía reír.

—¡Yujuuuuuuu! ¡Soy libreeeeeeee! —gritaba.

Después de aquello, estuvo media hora impulsándose de adelante hacia atrás en los columpios. Aquello también era muy divertido, pues el suelo se desplazaba rapidísimo debajo de ella.

Luego se pasó un rato en el balancín. Pero aquello no era divertido, porque como no había nadie al otro lado, se pasaba todo el tiempo en el fondo.

Algunas palomas se pusieron a picotear encima de su espalda, mientras ella se arrastraba por la arena, formando dibujitos.

Después de todo esto, se hallaba muy cansada. No estaba acostumbrada a tener vida propia durante tanto tiempo, y el esfuerzo de estarse impulsando todo el rato le estaba destrozando la tela y las cremalleras. Así que salió del parque y se retiró a un lado de la acera, a descansar y a pensar cuál sería su próximo destino. Sin embargo, la voz familiar de un hombre que paseaba por allí la sacó de sus pensamientos:

—¡Pero si estás aquí! ¡Vaya, qué suerte! ¡Y tienes toda la ropa! Ese ladrón asqueroso ha debido de cansarse de llevar el peso tanto tramo. Bien , querida, tú no te preocupes, que ya te encontré. Ya estás con papá.

Comentarios

  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado marzo 2014
    Al menos se pudo dar un venteo sin su dueño, se parece a mi maleta, que una vez tambièn se fue sin mi, pero regresò.:)
  • evilaroevilaro Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado marzo 2014
    Simpática la historia...

    Las maletas dan para mucho.

    Saludos
    Emilio
  • GigioGigio Pedro Abad s.XII
    editado abril 2014
    Maleta de viaje buscándose un transeúnte, un vagabundo errante que la pasease por muchas ciudades, solicitase… si se encontrase, reportarse.

    Ya la veo toda regordeta rodando por la ciudad. :D
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