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Caprichosa, una leyenda en el Monasterio de Piedra

José ArqueroJosé Arquero Pedro Abad s.XII
editado julio 2008 en Fantástica
Bueno, para que no se diga que sólo escribo Erótica, ahí va una leyenda que es el primer capítulo de uno de mis libors, del mismo nombre. Espero que os guste.

CAPRICHOSA

Desde muy pequeña, Jimena se mostró como una niña caprichosa. No levantaba un palmo del suelo y apenas se hacía entender en su media lengua, cuando la palabra «Quiero» pasó a formar parte indispensable de su vocabulario, tan indispensable que prácticamente no había frase que articulara que no empezase por ella.

Pero lo particular de Jimena fue siempre la naturaleza de sus caprichos. Y así, al contrario de otras mocosas de su edad que pedían juguetes o dulces, los caprichos de Jimena nunca eran del tipo «quiero una muñeca» o «quiero arrope o guirlache» sino muy extraños, como «quiero ir detrás del arco iris», «quiero besar la cara de la Luna», «quiero que caiga lluvia de oro», o «quiero que las flores canten al alba»

Siendo por lo demás de carácter dulce y alegre, de buen corazón y natural generoso, sus extraños caprichos nunca molestaron en demasía, siendo sólo causa de una ligera incomodidad para sus padres en ciertas ocasiones, como cuando se empeñó en tareas más propias de varones, santos pero varones al fin y al cabo, como aprender a leer o ayudar en el Santo Sacramento, lo que en el fondo no era más que una excusa para hurgar en los rincones del venerable Monasterio, y sobre todo echar furtivas ojeadas en los muchos volúmenes que los monjes atesoraban y ocultaban de la visión de los simples mortales, con objeto de preservar su inocencia original, y evitarles las peligrosas tentaciones del conocimiento.

Pero una serie de circunstancias afortunadas, aunque sólo para ella, como las continuas levas de muchachos para guerrear, ora contra el infiel, ora con las huestes castellanas o de señores levantiscos de la comarca, hicieron que la falta de manos que acuciaba al Monasterio hubiera de suplirse con las de doncellas dispuestas, así que con poco más de doce años ya colaboraba con cuanto los tonsurados la ordenaban. Y que nadie piense mal, todo eran honestas labores.

Su buena disposición para la lectura le valió pronto el favor del hermano bibliotecario, quien la acabó de enseñar a leer, y no sólo en romance, sino también los rudimentos del sagrado y culto latín, y a preparar las mixturas coloreadas con las que se iluminaban las copias de los libros, sagrados y profanos, pero siempre de venerable y a veces vertiginosa antigüedad. Diestra resultó la manceba en tal oficio, y a poco ya superaba a su maestro quien asentía complacido cuando le mostraba sus bellos trabajos, en los que los vivos colores alegraban las pías escenas que representaban.

Más pronto que tarde, la chiquilla no se conformó con las Sagradas Escrituras y en cuanto podía se ponía a rebuscar otras obras, encontrando pronto solaz y disfrute en las historias que relataban intrépidos viajeros a tierras ignotas, describiendo plantas, animales y hombres fabulosos. También más pronto que tarde, comenzó a fantasear con la idea de que ella también podría abandonar algún día los estrechos límites de la cerca del Monasterio y los campos circundantes, y podría llegar más allá, hasta la linde del reino de Aragón, o quién sabe si atravesar lo que fue la taifa de Abén Racín, ahora en manos cristianas, pero independiente de todo rey o señorío que no fuera el propio, y alcanzar el reino de Granada, de cuyas maravillas todas las crónicas se hacían lenguas, o quizá hasta la Mar Océana, a cuyo término también estaba el del orbe todo, según las opiniones más ortodoxas, o siguiendo al Sol en su camino, dar la vuelta y volver al mismo punto, aunque ésta era una opinión tan atrevida y heterodoxa, que sólo se atrevía a pensarla, sin soñar jamás ni siquiera en expresarla en alta voz.

Pero mientras aquel día llegaba, o no, era su imaginación la que viajaba incansablemente, por el tiempo y el espacio, dando lugar a nuevos caprichos que no se recataba en proclamar delante de todos sin el menor rebozo, causando de nuevo el apuro y la zozobra de sus padres, y con el riesgo de que la tomaran definitivamente por loca: «quiero ver dónde se hunde el Sol cada noche», «quiero saber por qué lloran las estrellas en verano», «quiero que la Luna me diga de qué se asombra»...

Caprichos incomprensibles, preguntas sin respuesta, aspiraciones imposibles, que chocaban con lo que debería ser la vida de una doncella cristiana y la aproximaban peligrosamente a los oscuros abismos de la herejía. Sus padres, preocupados por ello, trataban en vano de alejarla de las lecturas, pero su tozudez, así como la persistencia del hermano bibliotecario en contar con el auxilio de la que consideraba su mejor ayudante, y naturalmente el generoso estipendio con que la comunidad monástica recompensaba sus esfuerzos y desvelos, les disuadía de intentar siquiera una prohibición más severa cuyas consecuencias, serían, a buen seguro, contraproducentes.

Así que concibieron otro plan, el de casar a la muchacha, con lo que conseguirían alejarla de tan perniciosas influencias, aunque para ello tuvieran que destinar parte de los emolumentos, cuidadosamente atesorados por su prudencia, a crear la correspondiente dote, lo que, si conseguían hallar un buen partido, podría considerarse una rentable inversión para su futuro. La niña había crecido y por toda la comarca era famosa su buena planta y su belleza, lo que constituía el mejor aval si de matrimoniar se trataba, siempre que no empezara a soltar sus famosos caprichos, claro está.

Desde robustos labradores, arrendatarios de buenas fincas, hasta ricos mercaderes, aunque su edad fuese un tanto provecta, y su vigor inversamente proporcional al peso de su bolsa, pasaron por allí, atraídos por la belleza de Jimena, que seguía acrecentándose. Pero todos, sin excepción, como justamente temían sus padres, salían huyendo cuando preguntaban a la moza qué deseaba para ofrecérselo, y contestaba con nuevos y crípticos caprichos, como «quiero llegar a las fuentes de la vida», «quiero ver el sol de medianoche», o «quiero fluir como el agua del río».

Fracaso tras fracaso, la pena de sus padres aumentaba, mientras sus ansias de conocer, de ver más allá, también crecían sin cesar. Solía decir que sus caprichos no eran tales, sino visiones que sabía que un día se harían realidad. Lo cierto es cada vez se hacían más extraños, más inalcanzables: «quiero sentir el viento de las alas de un ángel», «quiero ver el mundo como lo hacen los árboles, o las rocas», « quiero bailar en el fondo de las pozas».

Un día, como tantos, Jimena se escapó y atravesando la plaza Mayor, pasó por delante del palacio abacial, y , más allá del granero, descendió por la ladera hasta atisbar, como siempre había hecho de pequeña, los que los monjes llamaban la «pequeña Tebaida», una breve explanación a media altura donde solían recogerse en soledad a meditar y hacer penitencia, acompañados solamente de la frondosa vegetación por una parte, de las desnudas rocas con multitud de oquedades como cuevas de eremitas, por la otra, y de la visión de las aves en el cielo, especialmente del majestuoso vuelo de los carroñeros buitres, que les hacían recordar así su mortal condición y la fugacidad de su paso por este valle de lágrimas.

A Jimena, por el contrario, el vuelo de aquellas aves le hacía verlas como mensajeras, no de la muerte, sino del mucho mundo que le esperaba y que tanto deseaba conocer. Pero aquel día no había ningún monje, por lo que, lejos de esconderse, como era habitual, se armó de valor y siguió descendiendo por la enmarañada ladera, llegó a la pantanosa planicie en la que el río se desbordaba creando una peligrosa ciénaga, y se decidió a explorarla a pesar de los peligros. Como pudo, agarrándose a troncos podridos e inestables formaciones rocosas, al fin consiguió atravesarla y llegar hasta una ancha ladera, cubierta en parte de verdor, y en parte de la extraña piedra en la que el río convertía cuanto tocaba, por la que éste se deslizaba desplomándose a su final y a cuyo través se podían apreciar algunas pequeñas grutas.

También se percató de ciertas obras que los monjes estaban realizando, casi en secreto, y que consistían en unos pequeños pero recios muros, que circundaban la ciénaga por el otro lado, como si se destinaran a contener un cauce sin embargo entonces inexistente, ya que se situaban más altos que el nivel del marjal que acababa de atravesar. Recordó entonces lo que se hablaba de otras obras que se venían haciendo desde hacía algunos años, construyendo un lago artificial con objeto de domeñar la fuerza del agua para sanear y utilizar aquella zona hasta entonces inculta e insalubre. Saltó el murete y se encaramó a una pequeña elevación desde la que se podía dominar la ciénaga. Tras ella, las paredes verticales, a cuya mitad se encontraba la pequeña Tebaida, y a su izquierda los tejados más altos del Monasterio. Más a la izquierda, corría el río, más bien desagüe del pantano, que finalmente, bien lo sabía, se desplomaba en una caída infernal, formando el llamado Chorro Palomero. Y si continuaba girando no se veían más que nuevas cortaduras de roca hasta llegar a la tapizada ladera por la que el río se precipitaba en numerosos hilillos de agua.

Estaba contemplándolos y divirtiéndose con sus cambiantes reflejos cuando se quedó sin respiración. Como si una mano gigante lo hubiera interrumpido, de repente el río dejó de fluir. Al poco, un inmenso estruendo se dejó sentir atronando la montaña. Miró a su frente, justo a la derecha de la ladera y vio, aterrorizada, cómo toda el agua que apenas unos momentos antes chorreaba alegremente por ella, se precipitaba, unida como una inmensa pared que se derrumbara desde el farallón rocoso.

La masa acuosa se desplomó, percutió sobre el reseco suelo, levantando un fuerte viento, y un gran chorro de agua, como un diluvio invertido se precipitó sobre ella de abajo arriba. Fascinada, aterrada, consciente de lo que iba a ocurrir, pero al tiempo absolutamente hechizada por ello, Jimena sintió así en su rostro el viento de las alas del más terrible de los ángeles. El Sol atravesaba las cortinas de agua y pudo ver cómo la envolvía una auténtica lluvia de oro. Un fantástico arco iris surgió como por arte de magia y Jimena pasó a su través. El agua subía y no tenía escapatoria, y pronto notó un frío beso de plata, como de la misma Luna, sintió que el agua le hacía fluir hacia el fondo de la poza recién creada y supo sin ninguna duda, que pronto vería el mundo como los árboles hechos roca que flanqueaban el río. Cerró los ojos, y mientras en su interior contemplaba en el horizonte el sol de la medianoche, comprendió al fin por qué lloran las estrellas y de qué se asombra la Luna.

Días y meses, sus desesperados padres la buscaron sin éxito por toda la comarca. De Llumes a Carenas se oían sus desgarrados gritos «¡Jimenaaa! ¡Caprichosaaaa...!» que nunca obtuvieron más respuesta que el murmullo del agua y el trinar de los pájaros, y que quizá, si hubieran escuchado con atención, habrían acertado a comprender.

...

Muchos siglos después, Juan Federico Muntadas asistía atónito, tras los duros trabajos que habían hecho posible el acceso, al prodigioso espectáculo de las cascadas que abrazan el hoy conocido como valle del Vergel, en el que empezaban a crecer los plátanos sembrados por su impulso. Ante su influjo, se diría que las flores cantaban con la alborada. Apostado frente a la pequeña cascada hoy conocida como Baño de Diana, Muntadas admiraba la impresionante cortina de agua que como un telón de ricos y cambiantes bordados, cierra aquel escenario sin comparación posible. Entornó los ojos, pensando en cómo llamarlo, sintió una especie de susurro en el fondo de su corazón y esbozó una sonrisa complacida. «Es un auténtico capricho de poesía y de belleza. Sólo puede llamarse...

C A P R I C H O S A»

Comentarios

  • mariaelenamariaelena Francisco de Quevedo s. XVII
    editado julio 2008
    Josesito..como siempre admirable tu estilo y tu forma de escribir.
    El titulo es perfecto..y a mi-me atrae...como me atrae..., saber la continuación.

    Sólo puede llamarse...

    Vamos!!continua.....


    un abrazo,
  • José ArqueroJosé Arquero Pedro Abad s.XII
    editado julio 2008
    Querida María Elena, tú siempre tan gentil por lo que te doy las gracias. Pero quizá no he estado muy afortunado porque el relato no continúa (sí lo hace el libro). El final es: "Sólo puede llamarse... CAPRICHOSA" que es el nombre de la cascada del Monasterio de Piedra protagonista del relato y que da título a todo el libro.

    Éste se estructura como una Guía mágico-literaria del lugar. Cada capítulo está dedicado a una parte del Parque Natural y termina con el nombre de la cascada, gruta, lago o rincón que lo protagoniza.

    Por supuesto los temas de las leyendas son absolutamente inventados por mí, no así los entornos geográficos, cuya descripción se ajusta escurupulosamente a la realidad, o históricos, que he intentado evocar de la mejor manera posible. Por otra parte, para quien no conozca la historia, el personaje de Juan Federico Muntadas es absolutamente real. Fue él quien descubrio la belleza del lugar y lo transformó en el parque visitable que es hoy día. Me gustó la idea de situarle como a Adán en el Paraíso "poniendo nombre" a las cosas, que es una forma de poseerlas íntimamente.

    Como colgar las fotos es un jaleo y mi torpeza informática no me deja hacerlo bien te sugiero que visites www.monasteriopiedra.com en donde podrás ver imágenes del lugar, incluida por supuesto la cascada Caprichosa. De todas maneras os colgaré algún relato más, aunque sugiero a los que puedan que compren el libro, más que nada porque trae 64 páginas de fotos (casi todas mías), mapas, notas históricas, bibliográficas, etc. Y que siempre se lee mejor, qué caramba ( total por 10 euritos le damos una alegría a mi impresor, que así podrá cobrar,... es broma :p).

    Otra cosa, no se si has visto que he colgado otro relatito en "Erótica", aunque es una mezcla de hisórico-fantástico-moderadamente erótico. A ver si te gusta.

    Besotes
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