Como había acordado con Ángela, me trasladé a la casa de ella. La convivencia con mis padres se había vuelto insoportable, y seguían insistiendo en que abortara. Llegaron a decirme que mi embarazo era una verguenza para ellos y que si me negaba a obedecer sería preferible que me buscara otro lugar donde vivir. Y así lo hice. Ángela me ofreció alojamiento en su piso; y yo se lo agradecí inmensamente. Me incomodaba un poco la situación, ya que ella vivía con su pareja y consideré que sería un estorbo para ellos. Pero los dos se portaron muy bien conmigo y desde el principio me trataron como un miembro más de la familia. Ángela incluso comenzó a preparar el dormitorio para mi bebé que, obviamente, compartiría conmigo. A mí me daba verguenza por vivir allí sin aportar nada de dinero. Y también rabia conmigo misma por sentir que la envidia me llenaba por dentro al ver a Ángela y su novio, Iván, tan unidos, queriéndose y dispuestos a apoyarse el uno al otro. Y más todavía comprobar cómo ansiaban el momento en que llegara su hija. Me sentía egoísta por tener esos pensamientos, pero no era una envidia mala... Simplemente me veía sola; y cada vez que veía una pareja paseando llevando en el carrito a su bebé, o una mujer embarazada que caminaba cogida de la mano de su marido, el corazón se me encogía de dolor y trataba de negar lo evidente. Estaba sufriendo profundamente...
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