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La sangre entre los mundos. parte 1

MotoqueroMotoquero Anónimo s.XI
editado octubre 2013 en Ciencia Ficción
La sangre entre mundos.

A ver…, como empezar.
La siguiente es una historia rara, un tanto sobrenatural. Quizás extraída de algún cuento infantil, o de alguna historia medieval.
Crean lo que quieran, pero a veces las cosas no suelen ser como parecen. Aquel que quiera creer, bienvenido sea, aquel que prefiera reír, es igualmente bienvenido, sacarle una sonrisa a alguien siempre viene bien.


Lo cierto, es que lo había visto ya varias veces merodeando entre los autos, que frenan allí. Entre las calles Juan A García y Donato Álvarez, la calle de las seis esquinas.
Para ser un mendigo, un vago de la calle, el tipo era bastante agresivo.
La verdad es que estoy acostumbrado a observar a los vagabundos, y en general son personas humildes, modestas y agradecidas. Siempre avergonzadas, pero con una mueca de falsa felicidad brotando a la fuerza de entre sus labios azules y secos. Son seres extremadamente transparentes y con una carga de derrota que los hace bondadosos y con una ternura amarga.
Cuando piden, son sencillos y frágiles y cuando no reciben en general se mantiene incólumes, como estatuas griegas y en silencio se marchan. En una paz inexplicable.
Este, por el contrario, era lo contrario.
No es que fuese un hombre pendenciero por demás, pero tenia una forma perturbadora de pedir. Mucho ademán brutal, mucho gesto ampuloso, mucha frase lanzada al aire, a los cuatro vientos.
Es más, según cuentan, había tenido un par de altercados con los muchachos que practican boxeo en el gimnasio que justo queda enfrente; e inexplicablemente siempre había salido bien parado. Hay una especie de mito, que dice que una vez hasta sacó una espada y amedrento a varios jóvenes, pero eso es solo un mito.
Pero volviendo a aquel día.
Ni bien llegué las seis esquinas, lo vi ahí. Inmóvil, de espaldas a la calle, en patas, con la mirada fija en una pared blanca de la vereda, una especie de casona abandonada con las ventanas y las puertas tapiadas con ladrillo.
Los coches, conocedores del personaje, esperando el verde del semáforo bien alejaditos. Acurrucados contra el cordón opuesto. El miedo no suele ser zonzo.
Estacioné de la moto, luego de rodear la esquina y me bajé.
El tipo ni se inmutó por mi presencia a unos escasos tres metros.
Entonces, ensayé mi jugada más clásica.
Me senté haciendo equilibrio en la moto "clavada" y como si nada prendí un pucho.
Pasaron dos o tres minutos, y el tipo que embrujado miraba la pared blanca, notó mi presencia, como un puma presiente a su cazador, y antes que me diera cuenta se me vino encima con sigilo pero con decisión.
- ¿Queres un cigarro? Lo anticipé velozmente, sabiendo por experiencia que era una carnada apetecible.
El tipo freno como impactado por un rayo, y asintió con un tibio movimiento de cabeza.
El pez ya estaba en el anzuelo, ahora solo había que tirar de la caña.
Me extendió la mano para hacerse de fuego y ahí nomás noté algo inusual.
Sus brazos eran fibrosos y fuertes, algo rarísimo en un vagabundo. Estaban marcados por miles de tatuajes extraños y cruzados de extremo a extremo, en todas las direcciones por cicatrices desparejas, bien y mal curadas.
Le hice un rapidísimo examen y también noté que le faltaban algunos dedos de los pies y manos.
Pareció no importarle.
Le pego un fuerte pitada al cigarrillo. Y de entre su barba blanca, amarilla y sucia, me lanzó sin piedad.
- Son cicatrices de batalla, pibe!! No creo que vos sepas que es eso. Sos un tiernito. No creo que tengas una cicatriz en todo el cuerpo, si todos ustedes están hechos de seda. Son todos unos debiluchos. No saben nada. No son nada.
Acto seguido se me quedo mirando fijo, con cara de loco.
Sonreí, irónico.
El tipo se bloqueo, no lo esperaba.
Quizás suponía que me echaría a la fuga, como todos, o que lo increpara o vaya a saber que.
Lo cierto es que se quedo clavado.
- No, no tengo cicatrices de batalla. Me caí una vez del balcón de casa y otras tanto de la moto. Tengo algunas cicatrices pero no de batalla. Le dije y rápidamente agregué.- el que tenía cicatrices, y más que vos era mi abuelo. Él manejaba tanques en la segunda guerra mundial, peleaba para el ejército rojo y más de una vez lo sacaron medio calcinado de adentro de un tanque, y para colmo se comió un par de años como prisionero de guerra en campos de concentración , así que también estaba tatuado. Él si que tenía cicatrices de batalla.
La extrapolación le gustó, se relajó un tanto.
Olfateo, mi falta de miedo.
- Sabes que pasa pibe. La mayoría de los “boluditos” que andan por acá son machitos de guardería. Y los que no, son miedosos como conejos.
De pronto, vaya uno a saber porque el tipo me tomó una especie de confianza.
Sí te sirve… te cuento de mis cicatrices.


Pescado, lavado, pelado y listo para la parrilla.
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