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Dulce Elena

Victoria VegaVictoria Vega Pedro Abad s.XII
editado junio 2013 en Romántica
Lo sacrificarás todo por ella.

Siempre existe una persona en el mundo que espera a otra, ya sea en un desierto o en una gran ciudad. Y cuando estas dos personas se cruzan y sus ojos se encuentran, el pasado y el futuro pierden toda su importancia, y sólo existe aquel momento… Yo la esperé a ella toda mi vida, pero no lo supe hasta el mismo momento en el que la conocí.

Ocurrió en una lluviosa tarde de otoño. La lluvia no daba tregua y yo buscaba mi coche para refugiarme. Fue entonces cuando la vi, y comprendí que algunos ángeles no estaban en el cielo sino en la tierra.

Ella caminaba cabizbaja, indiferente a la lluvia. La capucha de su abrigo cubría su cabeza, y apenas alcancé a ver su rostro, pero por lo poco que vi, supe que era hermosa como ninguna. Iba vestida de inocencia y naturalidad, no llevaba adornos artificiales ni extravagancias, y era aquella sencillez precisamente lo que le hacía verse tan bonita. Albergaba un espíritu indulgente y puro, en el que no cabía la mentira, ni el rencor, ni el odio… Su genuino rostro, cándido y terso, su piel de gemas, sus mejillas aristocráticas, sus cabellos dorados arde París, sus pestañas engarzadas en hilos de luz, sus labios de escarlata, rojos como el corazón del fuego… Y finalmente, unos ojos que parecían guardar una tristeza colosal, magnánimos, insondables, regios, dignos… Miel y ámbar. Profundos como pozos de recuerdos y penetrantes como lanzas a la luz de la luna. Y yo los reconocería bajo cualquier disfraz. Si fuera una estrella, la reconocería entre mil, si fuera una flor la reconocería entre un millón.

Tan sólo me miró unos segundos, sus pupilas inquietas revolotearon, mezcla de curiosidad y desconcierto, y bastó ese instante, para que me robara el alma y el aliento sin pedir permiso, para que mi corazón comenzara a latir tan insistentemente que pareciera querer escapar de mi pecho para ir con ella, que se había convertido en la dueña de mi vida.

Me olvidé de la lluvia, y corrí junto a ella, ofreciéndole mi paraguas. Ella me dio las gracias, asegurándome que no era necesario. Su semblante estaba humedecido, pero no por la lluvia si no por las lágrimas de su llanto. No me dijo porque lloraba, aunque yo acaso lo intuía.

Permanecí caminando a su lado, mirándola furtivamente, aunque si por mi fuera, me habría pasado la vida mirándola. No se me ocurría una imagen más bella que la suya, salvo, quizás, su propio reflejo.

“Me llamo Jordi” le dije tratando de ser lo más amable posible. Entonces ella me regaló una sonrisa y me dijo su nombre, el más bonito que yo había escuchado nunca: “Dulce Elena”. Y desde que lo conocí, supe que cada latido de mi corazón, cada gota de mi sangre, cada hálito de mi respiración, y cada fibra de mi ser, también se llamaban Dulce Elena.

Me ofrecí a acompañarla en mi coche hasta su casa, pero ella me aseguró que no se montaba en coches de desconocidos. Si, aún era un extraño para ella, pero mi más grande ambición era dejar de serlo, ganarme su confianza y sobre todo, su amor.

Me aferré a ella con tal sentimiento que el mundo entero desapareció. No necesitaba saber nada más de ella para amarla como la amaba, con la fuerza de un volcán; con la misma intensidad con la que un condenado a muerte, ama la vida. Sus labios de rubí me motivaban a besarla con frenesí, como si tuviera los minutos contados y el veneno en el estomago, y mañana se acabara el mundo…

Dulce Elena era bastante más joven que yo, tenía 25 años, y yo acababa de cumplir los 35. Había sido nombrado vicepresidente de “Torres Quevedo” la multitudinaria empresa de aviones de mi padre, de la que yo era heredero. Al principio ella no lo supo, después si, pero nada cambió entre nosotros, pues no era interesada ni materialista.

A lo largo de mi vida, había conocido a infinidad de mujeres, a las que quise, amé, me desengañé o incluso lastimé. Pero jamás había conocido a alguien como ella. Dulce Elena era mi más bello sueño idealizado hecho mujer. Carecía completamente de la frivolidad y la coquetería que a otras les sobraba. Dulce Elena me hacía sentir algo que no sabía explicar con simples palabras, tan sólo me atrevo a decir que era un amor sereno, lleno de paz y esperanza. Siempre había pensado que el amor verdadero duraba aproximadamente tres meses, y es que yo jamás creí en él, pero conocí a Dulce Elena, y no sólo comprendí que el amor verdadero existía, si no también que ella iba a ser mi amor verdadero.

El tiempo fue haciendo su función, y yo me fui ganando el amor de Dulce Elena. Ella era huérfana y tan sólo tenía una hermana pequeña, con la que vivía y a la que había cuidado desde la muerte de sus padres. Sofí era una niña adorable de tan sólo 10 años. Cuando perdieron a sus padres, Dulce Elena, tenía 20 años y Sofí tan sólo 5. Todo ocurrió cuando se produjo en su casa un incendio provocado por un cortocircuito eléctrico. Su padre las sacó fuera y luego volvió a entrar a por su esposa, pero el fuego creció, y ambos murieron devorados por las llamas, dejando dos hijas desoladas y desprotegidas.

Dulce Elena tuvo que abandonar sus estudios para ponerse a trabajar y cuidar de Sofí. Trabajando en una heladería cada verano y en un restaurante en el invierno, salían adelante modestamente. Yo intenté ofrecerle un puesto con buen sueldo en la empresa de mi padre, pero ella era demasiado decorosa para aceptar, y yo admiraba cada vez más su fortaleza y su dignidad.

Me llené de valor y le pedí matrimonio. Deseaba casarme con ella y formar una familia junto a ella y a Sofí. Quería que Dulce Elena fuera mi esposa y la madre de mis hijos. Pero no me aceptó aunque tampoco me rechazó, y es que simplemente no me respondió. Ella tenía miedo, miedo al amor, a la felicidad, a tenerlo todo un día y perderlo al día después… Yo no la supe entender, y nos distanciamos.

Dulce Elena era lo que yo más amaba en la vida, y tenia miedo de perderla para siempre, porque yo sin ella, ya no tenía nada.

Cuando nos reconciliamos, el sabor de la reconciliación fue fugaz y la felicidad efímera porque Dulce Elena enfermó de leucemia y fue hospitalizada. Sofí, que se había quedado sola, me la llevé a vivir a mi casa, donde la traté como a mi propia hija.

Contraté a los mejores médicos para Dulce Elena, pero el dinero no puede comprar la salud. Todos decían lo mismo: Su vida expiraba lentamente. Yo no quería verla morir sin antes hacerla mi esposa. Le volví a proponer matrimonio, y aceptó. Nos casamos en una hermosa ceremonia religiosa. Ella lucía un inmaculado vestido y una diadema de flores. Era la princesa de mis sueños, siempre bella, joven y noble. A pesar de su palidez, Dulce Elena era la novia más hermosa del mundo, y yo no podía estar más enamorado de ella. Dulce Elena era mi esposa, mi novia, mi amada, mi amiga, mi confidente…

Tras la boda, ocurrió un milagro, los médicos me dijeron que existía la posibilidad de que un trasplante de médula compatible la pudiera salvar. Fui el primero en hacerme las pruebas de compatibilidad, resultaron positivas y me sometí a una cirugía para donarle mi médula.

Tiempo después, Dulce Elena, completamente curada, Sofí y yo, nos convertimos en la familia que tanto habíamos anhelado.

Sin embargo una sombra nos seguía acechando. Dulce Elena descubrió que no podía concebir y que nunca podríamos tener un hijo propio. Yo le dije que no me importaba, que teníamos a Sofí, y además podíamos adoptar los niños que quisiéramos. Dulce Elena me preguntó que por qué era tan bueno con ella, y yo le dije que porque ella era el regalo más hermoso que la vida me había otorgado.

Existía un grupo de ladrones que en varias oportunidades todas frustradas, habían intentado entrar a robar en la empresa de mi padre. Una noche aquellos mismos ladrones irrumpieron violentamente en mi casa. Uno de ellos me pilló desprevenido, y me apuntó con un arma de fuego. Justo cuando apretaba el gatillo para matarme, Dulce Elena salió de la nada interponiéndose y recibiendo el impacto mortal de la bala.

Cegado por la ira y el dolor, fui tras aquel tipo, forcejeamos hasta que le arrebaté el arma y le apunté con ella. Apareció la policía y me hicieron desistir de lo que deseaba hacer.

Comentarios

  • Victoria VegaVictoria Vega Pedro Abad s.XII
    editado junio 2013
    Regresé junto a Dulce Elena y la cogí entre mis brazos. “¿Por qué lo hiciste?” le pregunté entre sollozos. Ella abrió sus ojos por última vez, me miró como sólo ella sabía hacerlo y me susurró: “Tú me salvaste la vida primero… Ahora yo te la devuelvo. Estamos en paz.”

    Dulce Elena murió en mis brazos. Yo permanecí aferrado a su cuerpo inerte, negándome a que se marchara para siempre. Mi alma y mi corazón se murieron con ella. Dulce Elena se fue, y me dejó solo…

    En la cárcel se produjo un incendio, donde todos los presidiarios salieron ilesos, tan sólo uno murió; el mismo homicida de Dulce Elena. Para mi, fue justicia divina.

    Me hice cargo de Sofí como su tutor legal, pero fui mucho más que eso para ella, fui su segundo padre. El sentimiento fue recíproco porque ella fue como la hija que nunca pude tener.

    Jamás volví a casarme ni a interesarme en otra mujer. Me dediqué a mi trabajo y a cuidar de Sofí. Estuve presente en todos los momentos importantes de su vida. Ella estudió y se graduó con honores, después se casó con un buen hombre, y tuvo dos hijos con él, a los que quise como si fueran mis nietos.

    Han pasado muchos años, pero no la he olvidado, ni pasa un solo día en el que no piense en ella. Cada vez que llueve, salgo a caminar por la calle. Siento la lluvia sobre mi rostro, percibo el olor a hierba mojada, y siento el viento despeinándome… A veces cierro los ojos y creo que estoy con ella de nuevo, caminando bajo la lluvia, igual que la tarde de otoño en que la conocí y yo me enamoré de ella… De Dulce Elena.

    Fin.
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