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La habitación 202.

FrancescaFrancesca Fernando de Rojas s.XV
editado junio 2013 en Romántica
Manuel y Laura se sentían como dos náufragos dentro de aquella habitación de hotel. Era , para ellos, como si las olas los empujasen una vez por semana a aquella playa en la que podían sentirse libres.
Es que las vidas de ambos eran muy complicadas. Tenían compromisos y obligaciones insoslayables que les impedían amarse a cielo abierto, ante las miradas de la gente. Por lo tanto, habían decidido construir, tras la puerta y las paredes de esa suite, un mundo en el que refugiarse.
Algunas veces, Laura se conducía como una joven núbil y Manuel se complacía en descubrirla , como si todo fuese nuevo para ambos. En otras ocasiones, era Manuel el que se mostraba tímido y esquivo y Laura le enseñaba cómo amar a una mujer. Tenían días en los que vivían una pasión desenfrenada. Otras tardes, se habían amado con desesperación, como dos moribundos que se despiden de la vida y del amor. Y en algunos de sus encuentros, les anochecía abrazados en el sofá, besándose, y charlando al estilo de una sólida pareja que dispone de todo el tiempo del mundo.
Desde la 202, habían viajado por el mundo, hecho planes, recordado un pasado inventado por ambos y planeado un futuro, ensoñado más que posible.
Ahora bien, cada una de sus citas de enamorados tenían algo en común: acababan siempre abrazados, desnudos, durante mucho rato, a veces horas.
Podían charlar, así entralazados, de arte, de literatura, de lo humano y de lo divino. También gustaban del silencio , del disfrute de la mutua compañía, en la que el tacto de la piel de ambos, era una forma muy hermosa de expresarse su amor.
Reían mucho.Los dos tenían sentido del humor, pero no todos sabían entenderlos. Ellos sí se comprendían - ¿cómo no?- pues eran dos almas gemelas.
Hacían capuccinos en la diminuta cocina de que disponían, para aparentar una normalidad cotidiana. Ella se ponía su camisa, y le leía en voz alta, con la cabeza de él sobre su regazo, porque Manuel ya comenzaba a tener mala vista. Y para Manuel, la voz de Laura era un bálsamo, una argentina campanilla que lo mantenía unido a la cordura, al deseo de seguir viviendo. Aunque ella no lo sabía.
Laura, aquella tarde, se había mostrado especialmente dulce y complaciente. Eso volvía loco a Manuel, que la adoraba cuando se mostraba tan femenina e insinuante. Ella estaba madurando muy bien, como un membrillo de los que su madre guardaba en los cajones para perfumar la ropa blanca y que se mantenía amarillo y redondeado durante meses.Por eso Manuel, acercaba su cara al cuello de la mujer y aspiraba su fragancia , cargada de recuerdos a los patios en flor. Hoy, ella no había cerrado los ojos, como acostumbraba, sino que posaba sobre él todo el tiempo su mirada de terciopelo. Y le decía incansablemente cuánto lo amaba. Y el hombre, con voz enronquecida por la emoción repetía:
- Eres mía, eres mía...

Cuando ya estaban los dos abrazados en el sosiego de su soledad compartida, Manuel recogió con su índice una lágrima que resbalaba por la mejilla de ella:

-¿Qué tienes, amor?
- Nada- añadió ella sonriendo con algo de tristeza. .
Manuel olvidó enseguida esa lágrima porque las sonrisas de Laura eran para él como el sol que entra por la ventana.
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