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Hector, el vampiro. caps. VII y VIII

JanoJano Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado junio 2013 en Terror
VII

Permanecimos dos noches más en Roma para que Julia se habituase a su nueva vida, permanecer más tiempo habría sido peligroso ya que alguien podría reconocernos y eso era algo que no deseábamos. Partimos pues la tercera noche y nos encaminamos hacia el norte y cuatro noches después entramos en Pisae, donde nos instalamos.

Allí, nos hicimos pasar por hermanos consanguineos, lo cual no fue difícil ya que ambos eramos rubios y de ojos verdes, así no resultó extraño que ambos padeciéramos la misma enfermedad cutánea que, una vez más, usamos como escusa para nuestros hábitos nocturnos.
Una vez establecidos, envié una carta a Craso donde le explicaba que Julia y yo nos encontrábamos bien, que nos habíamos visto obligados a alejarnos de Roma por motivos que no podía explicar y que, por esos mismos motivos, ya nunca volveríamos. Le encargué que vendiese todas las propiedades de la familia excepto la casa y que ingresase lo obtenido en el banco. Adjunté a la carta dos documentos; uno donde le autorizaba a actuar en mi nombre y otro donde les traspasaba la propiedad de la villa a él y a Aeto. Concluí la misiva advirtiéndole que no nos buscara y que tanto Julia como yo lamentábamos mucho el no habernos despedido personalmente pero que teníamos poderosas razones para actuar de forma tan misteriosa. Insistí en que no se inquietara, que estábamos bien de salud y que ningún peligro nos amenazaba. Envié, también, otra carta al banco donde les advertía de las transacciones que llevaría Craso en mi nombre y que cuando estas hubieran concluido, transfirieran el total a mi banco en Pisae, también les advertí que no dijeran a Craso ni a ningún otro conocido nuestro nuevo paradero.

No se que pensó Craso de todo eso, ni si mis palabras lo tranquilizaron realmente, pero cumplió mis órdenes y en un par de semanas Julia y yo pudimos disponer totalmente de nuestra pequeña fortuna.

Nuestra vida en Pisae fue plácida, procuramos no hacer amigos para evitar situaciones embarazosas que pudieran levantar sospechas sobre nuestra condición pero, a pesar de nuestra vida solitaria, éramos felices. Nos teníamos el uno al otro y eso era todo lo que necesitábamos. Aunque lo más habitual entre nuestra gente es que un neófito abandone a su creador poco tiempo después de su conversión, no fue ese el caso de Julia, que permaneció siempre a mi lado. Ese comportamiento atípico era debido a que nuestro amor se remontaba a cuando éramos humanos. Solo la muerte podría separarnos.

Permanecimos en Pisae unos dos años, por entonces, nos habíamos encontrado un par de veces por las calles con algún conocido de Roma. Viendo peligrar nuestro anonimato, decidimos alejarnos aún más de nuestra antigua vida.

Viajamos tomando todas las precauciones, no teníamos prisa ni ningún destino fijo, incluso permanecimos por varios días en varias de las ciudades que cruzábamos. Finalmente, tras varios meses de viaje, ya que la ciudad nos encantó, nos establecimos definitivamente en Tarraco. Corría el año 382

Eran tiempos revueltos para el imperio. Este había crecido demasiado y las luchas interinas por el poder estaban a la orden del día, ya por entonces se hablaba de una división del imperio en dos grandes bloques que se hizo definitiva cuando el emperador Teodosio I repartió el imperio entre sus dos hijos. Arcadio recibió el imperio de occidente, cuya capital se estableció en Milán y Honorio recibió el imperio de oriente, con capital en Constantinopla.

Julia y yo continuamos nuestra vida ajenos a todos estos cambios, sin intimar con nadie, pero nuevos cambios se avecinaban para el imperio.


La crisis se apoderó de forma definitiva de Occidente cuando los visigodos bajo el mando de Alarico I se dirigieron hacia Italia en el año 402. En un primer momento, el general romano de origen vándalo Estilicón, una de las últimas grandes figuras militares de Occidente, logró derrotar a Alarico I en la Batalla de Pollentia. Sin embargo, las tropas romanas ya no eran tan abundantes como en tiempos anteriores y Estilicón sólo pudo reunir los hombres suficientes retirando buena parte de los que vigilaban la frontera del río Rin. A resultas de ello, en la Navidad del 406 los vándalos, suevos, francos y en menor medida los gépidos, alanos, sármatas y hérulos, cruzaron de forma masiva el río helado y se extendieron como una plaga por toda la Galia y luego por Hispania, saqueando todas las ciudades a su paso.

Poco después Alarico I volvió a amenazar a Roma exigiendo el pago de importantes tributos, mientras en Britania un nuevo usurpador se coronaba a sí mismo como Constancio III. Estilicón fue incapaz de atajar la crisis y, víctima de las conjuras de los cortesanos de Honorio, fue ejecutado en el 408. Las tropas romanas abandonaron Britania mientras era invadida por nuevos contingentes bárbaros con el fin de apaciguar la situación en la Galia, pero poco pudieron hacer. En todo el Imperio la autoridad romana se desmoronaba, y sólo las sucesivas capitales de Milán y Rávena contaban con las fuerzas suficientes para defenderse adecuadamente.

Con este cuadro, a Alarico le fue relativamente fácil chantajear a la abandonada ciudad de Roma al sitiarla sucesivamente en 408 y 409, retirándose cuando obtenía el oro convenido con el Senado. Pero en el 410 no le pudieron entregar las 4.000 piezas exigidas y Alarico ordenó saquear la ciudad. Tal hecho fue visto por los propios romanos como el fin de una era y un ultraje inimaginable, pues la antigua gran capital del viejo Imperio caía ahora saqueada por los bárbaros. Y mientras Alarico saqueaba la ciudad, Honorio se encontraba en Rávena rodeado de sus aduladores cortesanos y no hizo nada para evitar el saqueo. Hacía más de siete siglos que en Roma no entraba un ejército extranjero.

El 476 fue destronado el último emperador romano, Rómulo Augusto. La Tarraconense fue en gran parte conquistada, el mismo año o poco antes, por el rey visigodo Eurico y Tarragona continuó siendo una de las metrópolis durante la monarquía visigoda.

Los invasores impusieron el feudalismo y así empezó la época más oscura de la historia de occidente, lo que hoy se conoce como la Edad Media.

Comentarios

  • JanoJano Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2013
    VIII

    Si bien los cambios fueron graduales, llegó un momento en que nuestra vida en Tarraco se volvió insostenible. La iglesia empezó a hacerse con su parte del poder y a finales del siglo V, los juicios a infieles y las cazas de brujas fueron haciéndose más habituales. Nuestros hábitos nocturnos levantarían sospechas tarde o temprano, así que durante un tiempo fui gastando nuestro dinero en la adquisición de joyas, más fáciles de transportar y a mediados del año 497 abandonamos Tarraco con destino a Constantinopla.

    Tardamos tres meses en llegar a Milán, ya dentro de las fronteras del imperio de oriente. Tuvimos que extremar las precauciones, viajando trayectos cortos para pasar inadvertidos. Nos alimentamos durante ese tiempo con sangre de animales, solo ocasionalmente pudimos cazar a un pasajero nocturno o un pastor que dormía al raso. Una vez dentro del imperio nos sentimos más seguros y nuestro viaje se hizo más rápido. Un mes y medio más tarde pudimos instalarnos en Constantinopla.

    Busqué a Ansila, pero no pude encontrarle, más tarde me enteré de que había abandonado la capital poco después de mi marcha. Nunca más volvieron a cruzarse nuestras vidas.

    Discutimos durante mucho tiempo como debíamos actuar a partir de aquel momento. A pesar de la seguridad que nos daba vivir en el imperio, lejos del creciente oscurantismo de occidente, eran tiempos cambiantes y debíamos permanecer alerta. Decidimos finalmente que nuestra seguridad estaba en la movilidad, no permaneceríamos en el mismo lugar más que una o, a lo sumo, dos décadas. Después nos trasladaríamos.

    Y así lo hicimos, tras Constantinopla vinieron Antioquía, Alejandría, Cartago, Corinto y de nuevo a Constantinopla. Cuando regresábamos a una ciudad ya había pasado suficiente tiempo para hacernos pasar por nuestros propios descendientes y no levantábamos sospechas de algún posible superviviente de los tiempos de nuestra anterior estancia. Invertí en varios negocios en los lugares donde nos asentábamos y nuestra fortuna fue creciendo con el tiempo permitiéndonos vivir más que holgadamente.

    Durante nuestros viajes buscamos a otros de nuestra especie, ya que era la única posibilidad que teníamos de establecer una verdadera amistad, pero nuestra búsqueda fue infructuosa. Llegamos a pensar que éramos los únicos que quedábamos. Después de muchos años de búsqueda, cuando ya pensábamos en desistir, les encontramos. Fue en Corinto, en año 684.

    Nos cruzamos con ellos en una de las calles de la ciudad. Julia y yo reconocimos al acto sus auras vampíricas y pudimos ver que también ellos nos habían identificado como miembros de su especie. Aeneas y Theron, tales eran sus nombres, eran griegos de nacimiento. Aeneas era de Atenas y Theron de la misma Corinto. Ambos eran atractivos y risueños, desde el primer momento se ganaron nuestro cariño. Los dos trabajaban de estibadores en el puerto de la ciudad.

    No todos los de nuestra especie tienen la misma suerte que teníamos mi compañera y yo al pertenecer a una familia adinerada cuando fuimos convertidos. Nuestros nuevos amigos pertenecían a la clase trabajadora cuando eran humanos y tuvieron que volver a ella tras su conversión para poder pasar desapercibidos. Ambos habían sido convertidos por el mismo vampiro, pero con cincuenta años de diferencia, Cuando se conocieron y tuvieron constancia de este hecho, decidieron unirse como pareja.

    -¿Y que fue de vuestro creador?

    -No hemos vuelto a verle-dijo Theron.- Cuando nos unimos le buscamos durante un tiempo, pero parecía que se lo había tragado la tierra.

    -Tal vez tú te has encontrado con él alguna vez-terció Aeneas.- Es un galo muy alto, de pelo rojo y...

    -¡Ansila!

    -¿Le conoces?

    -Ya lo creo. También es mi creador.

    -¿Sabes donde encontrarle?

    -No, mi hermana y yo también le buscamos en Constantinopla, donde le conocí, pero tampoco pude localizarlo. Como vosotros, no he vuelto a verle.

    A partir de esa noche nos vimos a diario y , poco después, les propusimos que se establecieran con nosotros en nuestra casa. Los contraté como criados con un sueldo que triplicaba lo que ganaban en el puerto. El puesto era prácticamente simbólico, ya que Julia y yo no teníamos necesidad de criados, por lo que sus obligaciones eran pocas y les dejaban mucho tiempo libre, así podían acompañarnos en nuestras correrías.

    De ese modo, nos convertimos en una pequeña familia y durante el tiempo que estuvimos juntos no nos sentimos tan solitarios.

    Pero corto fue el tiempo que compartimos. Cuando dos décadas más tarde, Julia y yo, decidimos que había llegado el momento de cambiar de ubicación, ellos decidieron quedarse. Como no quería dejarles desamparados, puse a su nombre mis negocios en Corinto y nos despedimos de nuestros amigos con el corazón encogido por la tristeza.

    Unas tres semanas más tarde, estábamos afincados en Constantinopla una vez más. Era el año 705.
    Desde la seguridad que nos ofrecía la capital del imperio de oriente fuimos testigos del nacimiento de un nuevo imperio, el de los hijos del Islam.

    Las tropas árabes lideradas por Muza, Musa ibn Nusair, derrotaronn al ejército bereber terminando con su resistencia en el norte de África en el año 700.

    Mientras tanto, en la península ibérica, Rodrigo sucede a Witiza como rey de los visigodos tras la guerra civil visigoda de 710; gobernará en 710-711, cuando comienza la conquista musulmana entre los años 711 y 720. Fue el final del reino visigodo de Toledo, y el comienzo del emirato Omeya de Al-Ándalus.

    Ajenos a todo eso, Julia y yo continuamos buscando durante años a otros como nosotros, nuestras estancias en las diversas ciudades en las que nos establecíamos se acortaron a cinco o seis años. Así cubríamos más terreno y aumentábamos las posibilidades de dicho encuentro, pero nuestra búsqueda fue infructuosa. Aparte de Aeneas y Theron, a quienes visitamos un par de veces, no encontramos a ningún otro. O realmente éramos muy pocos en aquella época o la mayoría se escondía cuidadosamente.

    Mientras tanto, en la península ibérica se iniciaba la reconquista por parte de los nobles visigodos.
    En el año 718 se sublevó un noble llamado Pelayo. Fracasó, fue hecho prisionero y enviado a Córdoba (los escritos usan la palabra «Córdoba», pero esto no implica que fuera la capital, ya que los árabes llamaban Córdoba a todo el califato).
    Sin embargo, consiguió escapar y organizó una segunda revuelta en los montes de Asturias, que empezó con la batalla de Covadonga de722. Esta batalla se considera el comienzo de la Reconquista.
    Mientras eso sucedía, decidimos buscar más allá de nuestro circuito, viajamos hacia el norte y durante años recorrimos los reinos de Bulgaria y Hungría. Allí encontramos a algunos de nuestra especie, pero fue decepcionante. Los pocos que se cruzaron en nuestro camino eran seres patéticos, solitarios, muy influenciados por el oscurantismo reinante en el occidente feudal. Se tomaban a si mismos por criaturas diabólicas, vestían con andrajos, se escondían en los cementerios y en edificios abandonados, huían de las cruces y de los ajos y cuando intentábamos explicarles que podían llevar una vida mejor, se negaban rotundamente a escucharnos y huían de nosotros.

    Decepcionados, decidimos volver a nuestra querida Constantinopla. Llegamos a ella con la entrada del nuevo milenio. Era el año 1000.

    Contrariamente a lo que se cree hoy en día, ninguna ola de pánico al Apocalipsis invadió Europa con la llegada del año 1000.

    En cualquier caso, en la Edad Media el Apocalipsis estaba en la mente de los individuos como elemento fundamental del pensamiento religioso. Hubo vaticinios milenaristas por parte de algunos predicadores o monjes. Por ejemplo, Raoul Glaber, monje francés nacido en la segunda mitad del siglo X, escribe en sus Historias: "Cumplidos los mil años, pronto Satanás será desencadenado". La inminencia del fin del mundo se ve reforzada por la aparición de un meteorito, lo cual, según Glaber, presagia "algún acontecimiento misterioso y terrible".

    Pero pasó el año 1000 y ninguno de estos vaticinios se cumplieron. En el año 1033, las fortísimas lluvias y la hambruna que asolaron Europa llevan a Glaber a insistir en el mismo presagio: en ese año se conmemoraba el primer milenio de la Pasión de Cristo, lo que le hace temer que pueda ser la fecha elegida para "el fin del género humano". Pero, como ya he dicho, a pesar de estos rumores sobre el fin de los tiempos, ningún pánico colectivo milenarista se extendió entonces por Europa.
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