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Héctor, el vampiro (Memorias de un vampiro X/spin-off)

JanoJano Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
editado junio 2013 en Terror
PRÓLOGO


El Muro o Muralla de Adriano es una antigua construcción defensiva de la isla de Britania, levantada entre los años 122-132 por orden del emperador romano Adriano para defender el territorio britano sometido, al sur de la muralla, de las belicosas tribus de los pictos que se extendían más al norte del muro, en lo que llegaría a ser más tarde Escocia tras la invasión de los escotos provenientes de Irlanda. La muralla tenía como función también mantener la estabilidad económica y crear condiciones de paz en la provincia romana de Britannia al sur del muro, así como marcar físicamente la frontera del Imperio romano. Hoy día aún subsisten importantes tramos de la muralla, mientras que otras secciones han desaparecido al haber sido reutilizadas sus piedras en construcciones vecinas durante siglos.
Este limes fortificado se extendía durante 117 km desde el golfo de Solway, en el oeste, hasta el estuario del río Tyne en el este, entre las poblaciones de Pons Aelius (actual Newcastle upon Tyne) y Maglona (Wigton). La muralla en sí estaba construida en su totalidad con sillares de piedra, tenía un grosor de 2,4 a 3 m y una altura de entre 3,6 y 4,8 m. Contaba con 14 fuertes principales y 80 fortines que albergaban guarniciones en puntos claves de vigilancia, así como un foso en su parte septentrional de 10 m y un camino militar que la recorría por su lado meridional. Más al sur del camino militar construyeron otro foso con dos terraplenes de tierra para proteger la muralla de ataques desde el sur. Su nombre se usa en ocasiones como sinónimo de la frontera entre Escocia e Inglaterra, aunque en la mayoría de su longitud, el muro sigue una línea más al sur que la frontera moderna.
Su función defensiva fue asumida posteriormente por la muralla de Antonino Pío, levantada más al norte y abandonada tras un breve período ante la hostilidad de las tribus caledonias, volviendo la muralla de Adriano a ser el límite septentrional del territorio romano de Britania. Los pictos atravesaron la muralla en tres ocasiones, en 197, 296 y 367. Fue reparada y ampliada en 209, durante el reinado de Septimio Severo, y definitivamente abandonada en el año 383. Después de su abandono los habitantes de la región reutilizaron muchas piedras de la muralla para construir granjas, iglesias y otros edificios.
Pons Aelius era un fuerte y asentamiento romano en el extremo oriental de la muralla de Adriano situado al oeste de los fuertes de Segedunum ( Wallsend ) y Arbeia ( South Shields ), al norte de Concangis ( Chester-le-Street ), y en el este de Condercum ( Benwell ) y Corstopitum ( Corbridge ). La población de la ciudad se estima en alrededor de 2.000. La fortaleza se estima en 1,53 acres (6.200 m 2 ).

Fue en ese lugar donde abrí los ojos por primera vez. Mi padre, un decurión de la guarnición y cristiano devoto, me concedió el nombre de Héctor Laureano Claudio. Era el año 362.

I

Crecí sano y fuerte bajo el amoroso cuidado de mis padres, sin embargo, no pude gozar mucho tiempo de ese amor. En el año 367, cuando yo solo contaba con cinco años de edad, ambos murieron en un ataque de los pictos a la guarnición.

Quinto Valerio, el pretor de la guarnición, cristiano como mi padre, me tomó bajo su protección cuando supo que no tenía más familia. Decidió que quedarme en la guarnición no sería bueno para mi y me envió a su casa, una villa en el campo no muy lejos de Roma, con una carta para su mayordomo, Craso, donde le daba instrucciones para que cuidara de mi y me asignara un preceptor que “me inculcara la cultura que todo ciudadano romano debía poseer.”

Viví allí bajo los cuidados de Craso y de Aeto, mi preceptor, un erudito griego. Ambos se convirtieron en mi nueva familia. Así, mientras Aeto cultivaba mi mente, Craso hizo lo propio con mi cuerpo enseñándome el uso de las armas y la lucha cuerpo a cuerpo que conocía muy bien por haber sido legionario en el pasado.

Pero la persona a la que me sentí más unido en aquellos tiempos fue Julia. Julia era la hija adoptiva de Quinto. Tenía dos años menos que yo, pelo rubio, ojos verdes, una naricita pequeña que hizo que su rostro nunca perdiera su aire infantil y una boca de labios generosos que jamás, mientras estuve a su lado, perdió la sonrisa. Ella fue, al principio, mi compañera de juegos y mi confidente y con el paso del tiempo, el cariño se convirtió en amor. Teníamos solo catorce y doce años cuando nos juramos amor eterno.

A mis catorce años me había convertido en un muchacho sano, de cuerpo atlético y mentalidad abierta. Fue entonces cuando Quinto Valerio regresó a casa. La razón de su regreso era su reciente nombramiento como tribuno militar. Era el año 376.

Quinto y yo pasamos mucho tiempo juntos a partir de entonces, momentos en los que no cesaba de decirme lo satisfecho y orgulloso que se sentía por mis progresos, de los cuales había sido informado desde el primer momento por Craso y Aeto mediante correos. No tardó mucho en demostrarme esos sentimientos cuando, a las pocas semanas de su regreso, se presentó en casa con unos documentos que puso en mis manos con una enorme sonrisa.

-Leelos y dime que piensas- me dijo.

Examiné el pergamino y descubrí con gran asombro que era un documento de adopción. Quinto me había adoptado y me había nombrado su heredero, ya que no tenía hijos.

-¿Y bien?

-No se que decir...me siento tan honrado...y tan feliz...

Me abrazó y puso en mi dedo el sello familiar.

-¿Como puedo agradecerte...?

-Haz que siga sintiéndome orgulloso de ti...hijo mio.


Casi un año después de mi adopción Quinto fue enviado a la región de Nórica, en la actual Austria, en misión diplomática y fue su decisión que yo le acompañara. Poco pude averiguar sobre su misión en esas tierras, pero intuí que tenía relación con el avance del ejercito visigodo que había cruzado el Danubio pocas semanas antes. A mis quince años recién cumplidos poco mundo había visto yo, a excepción de la guarnición donde nací y la villa de Quinto además de alguna escapada esporádica a Roma, así que la idea de viajar me tenía entusiasmado.

Partimos una madrugada acompañados por una escolta de treinta hombres. La duración del viaje, de unos 950 km, sería de entre veinticinco y treinta y cinco días a caballo, dependiendo de las dificultades que pudiésemos encontrar. Viajar largas distancias era duro en aquellos tiempos, pero a pesar de las dificultades disfruté grandemente del trayecto.

Sin embargo, poco duró mi dicha, pues a falta de solo tres jornadas de nuestro destino (unos 100 km.), fuimos atacados. No se cual era exactamente su número, pero nos superaban ampliamente. Eran una avanzadilla del ejército visigodo que había cruzado el Danubio y que avanzaba implacablemente hacia el sur. Nos defendimos como pudimos, pero su superioridad numérica se impuso, fui hecho prisionero junto a siete hombres de nuestra escolta. El resto, mi nuevo padre incluido, murieron en la pelea.

Nos ataron con las manos a la espalda y nos unieron unos a otros con una larga cuerda que pasaba alrededor de nuestros cuellos, así, en fila, nos hicieron andar durante el resto de la jornada hasta que llegamos a su campamento, donde nos encerraron en una jaula montada sobre un carromato. Estaba tan agotado que ni me dió tiempo a preguntarme por lo que me depararía el futuro. Así que me encontré en la jaula, libre ya de mis ataduras, me tumbé sobre la paja que cubría el suelo y me rendí al cansancio. Mi último pensamiento antes de quedarme profundamente dormido fue para Julia.

Me desperté a causa del traqueteo del carro que nos transportaba. Tras el aturdimiento inicial por despertar de esa forma, recordé los sucesos del día anterior y eché un vistazo a mi alrededor. Todo el campamento se había puesto en marcha, estaba amaneciendo y por la posición del sol pude ver que íbamos hacia el norte, sin duda nuestros captores volvían a reunirse con el grueso de su ejército.

No me equivoqué en mis deducciones. Dos días después, durante los cuales no nos dieron de comer y apenas de beber, llegamos al campamento principal de los bárbaros. Hasta donde alcanzaba mi vista filas y más filas de tiendas de campaña se extendían ocupando la totalidad de un extenso valle entre las montañas. Allí nos encerraron fuertemente custodiados en una de las tiendas, nos pusieron unos collares de hierro con una cadena que unieron a unas estacas firmemente clavadas en el suelo y, finalmente, nos dieron de comer. Nos sirvieron un cocido de carne y verduras que encontré realmente sabroso. Me extrañó que alimentaran tan bien a los prisioneros, pero no me quejé de mi suerte y devoré mi plato como si fuera mi última comida en este mundo.

Comentarios

  • JanoJano Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita s.XIV
    editado junio 2013
    Por la noche fuimos visitados por un grupo de siete hombres que se dedicaron a observarnos detenidamente uno por uno. Eran gente importante a jugar por sus ricas vestiduras, uno de ellos se acercó a mi. Era un hombre muy alto y de anchas espaldas, tenía un bello rostro enmarcado por una melena rubia que le llegaba a los hombros, ojos azules nariz grande y boca de labios finos. Lucía una cuidada barba. En perfecto latín, me preguntó:

    -¿Eres de familia noble?

    Supuse que lo dedujo de mis ropas, que a pesar de estar destrozadas por las penurias pasadas los últimos días, eran evidentemente de mayor calidad que las de mis compañeros de infortunio.

    -Mi padre es...era tribuno- respondí.

    -¿Tienes más familia?

    -Solo una hermana.

    -¿Tienes estudios?

    -He recibido una buena educación desde niño, señor.

    -¿Sabes de números. Podrías llevar las cuentas de una casa?

    -Sin duda, señor.

    -Bien.

    Sonrió y se acercó a uno de los carceleros con el que mantuvo una corta conversación tras la cual, una bolsa repleta de monedas cambió de manos. El carcelero soltó la cadena de mi collar y la puso en las manos del que ahora era mi amo, pues era evidente que ese hombre me había comprado. Empezaba mi nueva vida como esclavo de un noble bárbaro.

    II

    Mi amo y yo, acompañados por un séquito de quince hombres, abandonamos el campamento de madrugada. Esta vez se me concedió la gracia de viajar montado, si bien el señor Hulgard, que tal era el nombre de mi amo, se aseguró que me ataran a la silla para evitar mi fuga.

    Cuatro días después, viajando siempre hacia el norte, llegamos a una pequeña ciudad asentada en la falda de una colina sobre la cual se levantaba la residencia del amo. La ciudad, Hulgardburg, era una mezcolanza de viviendas construidas unas de piedra, otras de madera, otras con una mezcla de ambas materias. Sus habitantes vestían pobremente, pero tenían un aspecto saludable. Las calles estaban sorprendentemente limpias.

    Atravesamos la ciudad y tomamos un camino que subía serpenteante hasta la cima de la colina y acababa a las puertas del palacio del amo. Este era una construcción rectangular de dos pisos con paredes de piedra y techo de madera. Adosados al mismo, dos edificios de madera eran usados como establos y como habitaciones de la servidumbre.

    Hulgard me hizo entrar a su casa, hizo que me libraran de la cadena de mi collar y dio unas ordenes a uno de los sirvientes en un idioma gutural que no comprendí. Seguidamente se sentó a la mesa y me indicó con un ademán que me sentara con él.

    Obedecí la orden y al poco rato nos servían de comer un potaje de verduras y unas aves asadas, debo decir que lo encontré todo delicioso. Sin embargo, me extrañó que Hulgard compartiese la mesa con un esclavo y, a riesgo de incurrir en una falta de respeto, le pregunte por ello.

    -Héctor,la tarea que te voy a encomendar conlleva una gran responsabilidad, estás aquí para llevar la contabilidad de mi casa. ¿O acaso me mentiste cuando afirmaste que podías hacerlo?

    -No te mentí, amo. De hecho, yo llevaba últimamente las cuentas de la casa de mi padre adoptivo.

    -Bien, entonces tienes experiencia en el trabajo, mucho mejor.

    -No quiero faltarte al respeto, amo, pero eso no responde a mi pregunta.

    -Dada esa responsabilidad, también te daré algunos privilegios. Uno de ellos es cierta independencia, no recibirás órdenes de nadie, excepto de mi mismo, es más, te daré cierta autoridad, podrás dar las órdenes que consideres oportunas con tal de beneficiar mi hacienda. Vivirás aquí, en mi casa, ya tienes una habitación preparada. También comerás con la familia.

    Más tarde fui presentado a la familia del amo:

    Rehna, su esposa, era casi tan alta como él, tenía la piel muy blanca y su larga melena, que le llegaba más abajo de la cintura, era de un rubio tan claro que casi parecía de plata.

    Ator, su hijo, contaba solo cinco años de edad, pero ya se adivinaba que alcanzaría la poderosa constitución de sus progenitores. Tenía el rostro de su padre.

    Finalmente, el amo me ordenó retirarme a dormir. Por la mañana me mostraría los libros que debía poner en orden. Otro de los esclavos me acompañó a mi habitación. Era una pieza con una cama, un escritorio, una silla y un arcón que en ese momento se encontraba vacío. Me sentía agotado, así que, cuando me quedé solo, me tumbé sobre la cama sin desvestirme y me quedé dormido al instante.


    Apenas había amanecido cuando entró en la habitación el mismo hombre que me había acompañado el día anterior. Llevaba en sus manos una jofaina con agua y una túnica verde hecha con tela de buena calidad. Me lavé, me vestí y seguí al hombre hasta el despacho del amo. Por el camino pasé frente a un gran espejo y me detuve a contemplar mi imagen, entonces fui realmente consciente de mi situación. Si, viviría cómodamente con la familia y vestiría caras vestiduras, pero el collar de hierro que rodeaba mi cuello me recordaría constantemente mi condición de esclavo.

    Cuando entré en el despacho de Hulgard, este se encontraba sentado ante una gran mesa sobre la que se encontraban desparramados los libros de contabilidad. Hulgard levantó la mirada al oírme entrar y sonrió.

    -¡Ah!, Héctor. Ven, siéntate, quiero que te pongas con esto ahora mismo. Solo llevo unos minutos aquí y ya me da vueltas la cabeza. Verás que los números no son lo mio, espero que puedas poner orden a todo este lío.

    -Pondré todo mi empeño y mi saber en ello, amo.

    -Bien, entonces te dejo solo. Daré orden de que te traigan el desayuno. Mantenme informado.

    Me llevó tres días poner orden en aquel caos. Hulgard era realmente un hombre adinerado. Poseía tierras que tenía arrendadas, campos de cultivo, ganado de todo tipo y una mina de hierro muy productiva, además de los diezmos que, como señor, cobraba a los ciudadanos de su feudo. Hulgard mantuvo su promesa, y a las horas de las comidas, enviaba a alguien con la orden de que dejara lo que estaba haciendo y fuera a sentarme a la mesa con los señores. Al final de esos tres días tuve la satisfacción de informar a mi amo que, no solo había conseguido organizar los libros, sino que además, había descubierto que su patrimonio era bastante más abultado de lo que él había calculado.

    -¿Quieres decir que en estos tres días me has hecho más rico?

    -Eso sería muy presuntuoso por mi parte, amo. Solo he descubierto que eres más rico de lo que pensabas.

    -Sabía que hacía bien en traerte a esta casa. Estoy muy satisfecho de tu trabajo, Héctor. Pongo las finanzas de mi casa en tus manos.

    -Me esforzaré en ser digno de la confianza que has puesto en mi.


    Seis meses después, ya tenía controlada la economía de la hacienda de Hulgard hasta el último céntimo, además, había introducido algunos cambios que aumentaron considerablemente los beneficios del amo. Una vez por semana le mostraba los libros y le daba un detallado informe de los beneficios obtenidos.

    Hulgard alababa mi trabajo y, en ocasiones me premiaba con algún regalo, pero nada me hizo tan feliz como el día que me devolvió algo que creía perdido para siempre, el anillo con el sello de la casa de Quinto Valerio. Lloré de emoción al recordar la casa donde me crié, a Craso y a Aeto, a Quinto y, sobre todo, a Julia, a los que ya nunca volvería a ver. Nunca, hasta ese momento, me había pesado tanto mi collar de esclavo.

    Pero cuando llevaba casi dos años en aquella casa, un nuevo acontecimiento daría un nuevo giro a mi vida. Un día, Hulgard me llamó a su despacho.

    -Voy a emprender un viaje a Constantinopla- me dijo.- Se trata de un asunto diplomático, pero quiero aprovechar el viaje para adquirir algunas propiedades en esa ciudad. Tú me acompañarás para asesorarme.

    Una semana más tarde, emprendíamos nuestro viaje a la nueva capital del imperio romano.


    Continuara...
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