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El Ciclo Tarlesiano -2ª Parte (el antagonista)-

DarsayDarsay Pedro Abad s.XII
editado marzo 2013 en Ciencia Ficción
Desde lo alto del torreón se sentía distinto.
Era un sentimiento que le confundía de sobremanera, una emoción que nunca antes había sentido. Había intentado explicárselo al Maestro Kolsek, pero no había tenido palabras, y aunque las hubiera tenido, aquel cretino no hubiera sabido entenderle. Nadie sabría comprenderle, sólo el Señor. Y a Él parecía importarle una mierda lo que a sus humildes siervos les pasara. Era un dios arrogante que había sumido a su pueblo en la más absoluta pobreza, una prueba de fe, como decía la Sagrada Piedra. Sin embargo para Joren, aquellos dogmas, aquellas doctrinas, sólo servían para esclavizar, tener bajo el férreo control del miedo a las masas, que agradecían aquella miserable vida. Parecían querer arrastrarse por el suelo, como las ratas. No tenían dignidad, no tenían voluntad de ejercer sus propios principios, sólo eran cucarachas que se movían entre la basura, suplicando y llorando. No merecían sino morir, pero acabar tan rápido con su sufrimiento hubiera sido compasivo, y calaña de aquel tipo merecía más que la anhelada muerte. Por eso, Joren los odiaba, odiaba a todo ser vivo en aquel decrépito rincón de la galaxia, y su posición le otorgaría un poder con el que disponer de la vida de las miles de millones de almas que vivían en Tarlesh. Sin embargo, aún no había pasado la prueba. No sería fácil, dependía de toda su fortaleza, física y mental, para poder afrontarla y salir victorioso. Se había preparado durante toda su vida para aquel momento, el más importante desde que nació. El vagabundo que lo encontró entre la basura, aún ensangrentado después del parto, hizo bien en cuidarlo. Kalés quiso salvarle la vida, y quiso que fuera su Voz, y él no fallaría, ya no por su Señor, arrogante en su trono de los cielos, sino por su orgullo. No había pasado por lo que había pasado para fracasar en el momento decisivo.
Abrió los ojos y contempló las oscuras montañas que se recortaban bajo el cielo violáceo. Se apoyó en la fría barandilla de piedra negra y aspiró. Sintió el viento en su rostro, probablemente sería la última vez que lo sintiera, acariciándole con su gélido tacto la cabeza recién afeitada. Un escalofrío le recorrió la columna como una descarga eléctrica.
__ Mi señor, los invitados han llegado –susurró una voz temblorosa a su espalda.
__ Acércate –dijo girándose -¿Sabes quién será esta noche la Voz de Kalés, gusano?
El hombre, delgado y harapiento, clavó los ojos en el suelo.
__ La Voz seréis vos, mi señor.
__ Exacto. La maldita voz del jodido Kalés –necesitaba calmarse, se sentía algo nervioso y debía estar tranquilo para la prueba.
El esclavo empezó a sudar y abrió aún más los ojos, confundido por las blasfemias que surgían de aquella voz impía. Joren le puso una mano en el hombro y rió con fuerza.
__ Eres un cobarde –dijo escupiendo las palabras –El sólo hecho de escucharme debería bastarte para arrojarme al vacío, por blasfemar contra Su nombre. Sin embargo te has quedado callado, probablemente preguntándote porqué la Voz habla de esa forma.
Joren soltó el hombro del esclavo y le agarró por el cuello. Su rostro estaba congestionado por la ira. El tembloroso hombre intentó suplicar por su vida, pero no podía articular palabra alguna.
__ Te voy a dar una oportunidad de expiar tu culpa, esclavo, –dijo Joren –tienes exactamente siete segundos.
__ Gracias, mi señor, mi familia os estará profundamen… -sin embargo, no pudo terminar la frase. Al menos Joren no le había prestado atención, el aullante y agitado viento le impidió hacerlo. Y, siete segundos más tarde, el cuerpo del esclavo se estrelló contra las dentadas rocas del abismo.
Se giró hacia la puerta. Era el momento. Estaba intentando dejar correr el tiempo, intentando reunir la fortaleza suficiente para el rito. La ley decía que así debía ser, y así lo haría. Pero necesitaba relajarse un poco y el esclavo lo había ayudado. En ese momento, suspiró profundamente.
__ Acabemos con este juego de una maldita vez –dijo en voz alta.

La sala de ceremonias se había dispuesto según marcaba la tradición; una sala rectangular con una larga mesa en el medio e iluminada por tres lámparas de velas. En la mesa habían suculentos manjares: bandejas de carne, cuencos con salsas, barras de harina cocida y jarras de cristal llenas de un líquido verde que parecía humear. La mesa estaba rodeada por numerosas sillas de respaldo alto, y detrás de ellas, situados pegados a la pared, jóvenes siervos aguardaban en actitud deferente, sin embargo, sus miradas estaban carentes de brillo, apagadas, vacías de esperanza.
Al fondo de la sala, y ante la mesa, el altar dónde se erigiría el nuevo Excelso Pontífice, en cuya superficie descansaba la daga sagrada. Detrás, una superficie circular algo elevada servía de base a una extraña maquinaria, en la que estaba anclada una silla de hierro negro. El asiento estaba de cara al público, y a su derecha, una palanca sobresalía por medio de un brazo metálico.
Las gigantescas puertas dobles, de hierro negro forjado, se abrieron emitiendo un sonoro chirrido, y poco a poco, empezaron a entrar los comensales.
Sólo los más distinguidos podían presenciar aquel rito sagrado, donde la voluntad y la fe de los hombres eran lo único que los sostenía. Primero entraron los cuatro Pontífices, gobernadores absolutos de cada uno de los planetas del sistema Tarlesh. Eran la voz y los ojos del Excelso Pontífice, y hacían llegar al pueblo la Ley de Kalés. Los cuatro ancianos, embutidos en lujosas túnicas, estaban envueltos por pesados mantos de blanco y oro, y ocuparon los cuatro asientos más próximos al altar. Una vez se hubieron colocado tras sus respectivas sillas, entraron los diecisiete Cancilleres, engalanados con sus lustrosos uniformes blancos y cubiertos de joyas y plata. Eran la mano ejecutora de los Pontífices, y enseñaban la Ley a los descarriados. Ocuparon sus lugares en el más absoluto silencio, y juntaron las palmas a modo de rezo. Detrás de ellos, hicieron su aparición los Maestros de la Verdad, trece sacerdotes que promulgaban la Sagrada Fe de Kalés desde las descomunales catedrales que estaban repartidas por el sistema tarlesiano. Después de que los dignatarios se hubieran colocado, entró el Sucesor. Iba embutido en la túnica ceremonial, engalanada con pequeñas gemas, y envuelto en un pesado y ostentoso manto dorado que parecía brillar bajo la luz de las enormes lámparas que pendían del techo abovedado. Debajo del manto, una larga capa roja barría el suelo de piedra, y su extremo, a casi dos metros de él, era sostenido por cuatro muchachas escuálidas de apenas quince años.
Joren caminó con la cabeza alta, orgulloso, digno de la divinidad que por derecho propio le correspondía.
Pocos metros antes de llegar, las muchachas soltaron la capa y se dispusieron dos a cada lado del altar. Joren se colocó en su puesto y paseó la vista por la sala. Todos los asistentes miraban hacia abajo con las manos unidas. Estaban esperando su parte. El maestro Kolsek había insistido en que debía aprender aquellas estúpidas palabras para iniciar el rito y contar con la bendición de Kalés. Les daría lo que ellos querían, lo que esperaban de su futuro líder.
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