¡Bienvenido/a!

Pareces nuevo por aquí. Si quieres participar, ¡pulsa uno de estos botones!

La Luna y el Mar.

editado marzo 2013 en Infantil y Juvenil
La Luna y el Mar.

Muy propio de mujeres romanticonas e idiotas, la luna y el mar. Bien , cogí las tijeras, estas tijeras que tantos dedos han cortado, y de un solo tijeretazo o mejor dicho de una simple puñalada desbaraté la luna. La luna, rasgada, quedó en el cielo, fracturada, rota, deshecha, chorreando sangre de luna, una estela de plata que caía sobre el mar. Las estrellas empezaron a llorar al ver mi execrable acto, una detrás de otra dejaron de ser azules o blancas para convertirse en puntos rojos y todas ellas se lanzaron hacia mi en persecución como abejas feroces. Cogí el insecticida. Apreté el botón del spray sobre las indómitas y rebeldes estrellas persecutorias y cayeron muertas de frío al suelo. Luego las barrí, no quería que nada manchara mi hermosa alfombra iraní, sus hermosos arabescos me incitaban a un respeto sacro a su hilo de lana entretejido. Aburrido tras el espantoso asesinato me di cuenta de que la luna aún agonizaba en el cielo, llena de horribles cicatrices y luchando por su vida, lanzando agridulces destellos de dolor a un cielo negrísimo que la contemplaba sin misericordia, la arranqué del cielo y la estrujé con fuerza, mi odio era descomunal, no tenía fondo y en mi insondable aborrecimiento hacia el astro, mi corazón tan negro como la inmisericorde noche sufría ante su insolente rebeldía. No conseguía asesinarla, apretaba y apretaba el torturado cuerpo del planeta y su jugo, blanquísimo, que tenía aspecto de leche de seda, me empapaba las asesinas manos, no pude resistir más y la introduje en el mar para ahogarla. La introduje dentro de la caliente marina, el mar de obscuro se volvió luminoso, claro, le había introducido la bombilla de nacar fluorescente y entonces pude contemplar el fondo que oculto a mis ojos se desvelaba. Los peces que estaban dormidos despertaron de pronto y empezaron a protestar, apaga la luz, dijeron a coro, protestando y gritando histéricos, estaban soñando que eran colibríes y yo les había devuelto a la realidad de su oficio, ser alevines de arenque. Un poco avergonzado y temeroso, bueno, mejor dicho, más temeroso que avergonzado, pues esperaba que de pronto apareciera el escualo furibundo lleno de dientes erizados y terribles, cogí lo que quedaba de la luna, aplastado y arrugado y lo encerré en una ostra. Los peces aplaudieron y una estrella de mar, muy roja y muy lozana se apresuró sobre mi brazo rodeandolo con sus dedos y se quedó en mi muñeca como una marca indeleble. Saqué el brazo del agua y tenía una magnífica pulsera, fosforescente y carmesí. Me acordé de la estrellas que muertas y apagadas yacían en el cubo de la basura y miré por si había alguna viva. Efectivamente, había diez o doce brillando y no mediocremente por cierto, las encerré en un tarro de mermelada vacío y las metí en el frigorífico porque no quería que se quemaran de su propio fuego interior. Ahora ya no se qué hacer con ellas.

Me eché a dormir con mi pulsera psicodélica y con el deber cumplido de haber asesinado a la luna. Mientras dormía un sueño se acercó al interior de mis ojos y gritó al oído su melodía de cristal. Soñé que era un niño en la playa y que tenía un cometa dorado, de ámbar, y que lo izaba muy alto muy alto. El hilo de seda que atrapaba el cometa se rompía y éste, revoltoso, se negaba a volver a mis manos, gritándole a las nubes: soy libre, soy libre, mirad como vuelo, pero las nubes se enfadaban y se ponían de acuerdo para llover a un tiempo, negras y malhumoradas. Entonces el cometa empapado volvía a mis brazos tiritando de frío y yo lo castigaba de nuevo escribiendo en uno de sus alerones, propiedad de Francisco. Después lo guardaba en una caja de cartón junto con una lámpara vieja y yo detrás de unas cortinas verdes me ponía a escuchar lo que decían sin que supieran ambos que yo estaba presente. Oía la conversación, la lámpara, cubierta de polvo tenía cinco brazos como un extraño pulpo de bronce y contaba las historias que había visto en la casa del Duque de Chispirita, decía que había visto a la muñeca de pelo azul reñir y hacer el amor, hacer el amor y reñir con un cuadro abstracto que el duque tenía en el salón. Que una vez la muñeca de pelo azul se introdujo dentro del cuadro, trece manchas de color naranja y una mancha de color violeta y verde y que cuando salió estaba vestida de amapolas rojas y llevaba un collarito de zafiros provocadores que estaban todo el día gritando y brillando, brillando y gritando, histéricos y deslumbradores; que el cuadro abstracto cuando salió la muñeca se descolgó de su chincheta y se puso del revés, con una mancha más, de color amarillo furioso que trinaba silbidos de piano y violín como un canario. La lámpara también le contó que había visto al Duque de Chispirita echar veneno de clepsidra en un jarrita de color granate y darsela de beber al gato cenizoso porque éste maullaba todas las noches buscando gatitas y no le dejaba conciliar el sueño pero que el felino sobrevivió, se volvió aún más cenizoso y se vengo del conde arañando hasta la muerte el sillón de armiño del aristócrata, que quedó deshecho de tanta uña afilada. Cuando la lámpara iba a contar la historia del cascabel que le pusieron a cenizoso me desperté. El sol bailaba en el cielo y no se le podía mirar de frente pues daba bofetadas pero me dí cuenta de que le faltaba un cacho de cielo al cielo. El cacho de cielo que yo había arrancado para asesinar la luna, y resulta que por el trozo ausente se veía el interior del cielo. Metí mi cabeza en el hueco, primero con miedo pero con mucha curiosidad, y luego me metí dentro del mismo cielo. Como soy muy discreto otro día quizás os contaré lo que allí ví pero tengo que tener mucha precacaución pues no quiero que nadie más entre y estropee aquello. Después de haber estado en el cielo salí de allí y me puse a buscar almejitas a ver si daba con el cadáver de la luna que había encerrado en una de ellas.

Llevaba media hora buscando almejitas en la orilla del mar cuando me encontré por casualidad con un caracolito marino bastante grande. La orilla del mar brillaba bajo el sol y las algas verdes parecían la cabellera de una extraña mujer tendida e inexplorada. Arrimé aquel caracol a mi oreja porque siempre se dice que se escucha el mar, lo cual es una tontería si uno ya estaba en el mar, pero lo hice, y al hacerlo oí doblemente el eco de aquella orilla que parecía un infinito desierto y al mismo tiempo un inmarcesible oasis de frescura. El mar, voluptuoso desde su caracol violeta y ocre me dijo que era hora de hacer un castillo de arena. Le hice caso y empecé a hacer el castillo, con sus fosos de iracundos cocodrilos y sus almenas y sus ojos de aguja. Un extraño castillo, mitad molusco, estaba hecho con la arena semilíquida que caía de mis dedos, mitad laberinto. Cuando lo terminé ví que tenía muchos defectos de construcción y los habitantes de la fortaleza estaban enfadados conmigo por haber hecho una aldea tan inapropiada. Les dije que o se conformaban con aquello o que volvieran regresando al mar. Refunfuñaron y me volvieron la espalda. Aburrido regresé a mi casa y me puse a jugar con el bote de mermelada de melocotón en el que tenía encerrada a las estrellas. La curiosidad me pudo y quise sentir lo que se siente cuando uno tiene una estrella en la mano. Abrí el bote y dejé caer las estrellas sobre la mesa de mármol. Las estrellas al principio se pusieron muy rojas muy rojas, rojísimas , salvo una que siguió siendo azul y que parecía indiferente a la libertad. Pronto las que se habían puesto sanguinolentas se transformaron en escorpiones de fuego, negros y ardientes, espectrales y amenazantes. Era tanto su ardor que se clavaron a si mismos sus aguijones y ardieron dando una luz amarilla muy violenta y echando chispas furibundas y evanescentes. Dejaron un cadáver de cenizas cada uno de un color distinto, verde, violeta, fucsia. Soplé sobre aquel polvo y mancharon la hermosa alfombra iraní y uno de los arabescos protestó cambiándose y transformándose en un carácter chino disparatado y agresivo. Pedí disculpas al arabesco y se enfureció aún más, es más , todos los demás arabescos empezaron a cambiar, a metamorfosearse en caracteres chinos y lo arabigoandaluz dejó paso a lo extremoriental entre leves sonidos de un gong lejano. Mi alfombra persa ya no era persa, ahora era China, Indostaní, japonesa, y aquello me puso nervioso, le dí una fuerte patada a la alfombra y desapareció. Me quedé mirando la mesa de mármol con la única estrella que quedaba, azul y totalmente pasiva. Era una estrella melancólica, la cogí entre los dedos, sentí un leve chisporroteo y poniéndola entre el índice y el pulgar me puse a dibujar con su espíritu sobre el mármol. El mármol quedaba grabado y es curioso, sólo me salían formulas logarítmicas y extrañas ecuaciones matemáticas y algebraicas, con signos de la física cuántica , diferenciales e integrales, derivadas parciales y polinómicas. Culminé una extraña fórmula, dificilísima y de cuasi imposible resolución y volvió a aparecer la alfombra iraní llena de rosas. Satisfecho de mi estudio guardé la estrella otra vez en el bote de mermelada.

Comentarios

  • GogloshGoglosh Anónimo s.XI
    editado marzo 2013
    Me gusta me gustan las imagenes que generas. Como interactuas con los objetos, las estrellas-avispas, el hoyo en el cielo, el sol dando bofetadas... Todo eso me gusto bastante, tambien el desarrollo de la historia. Solo no se que hacia ese intermedio del sueño, me parece que se desvia de la historia en general. Tampoco veo eso de introduccion-nudo-desenlace, aunque eso siempre puede ser prescindible, no? Solo que, desde mi propia experiencia, es mas facil captar asi al lector.
    PD Disculparas a mi teclado que no tiene acentos u.u
Accede o Regístrate para comentar.


Para entrar en contacto con nosotros escríbenos a informa (arroba) forodeliteratura.com