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Primeros trazos de mi novela, ¿os gusta el estilo?

XVIIIXVIII Anónimo s.XI
editado noviembre 2014 en Ciencia Ficción
''Distopía de una noche de verano''. Ese es el nombre que le he dado a la hora de referirme a ella en internet; es puramente provisional, pues el definitivo está por pensar. Efectivamente, es una novela distópica con pinceladas de Cyber Punk y Sci-Fi (perdonadme si no está bien puesta en este foro); e influenciada por Orwell, Huxley, Bradbury y Zamiati.

Llevo unas 40 páginas escritas; es un proyecto concebido hace apenas un mes y, de momento, he llegado a hacer varias versiones del principio, e incluso he cambiado de protagonista. Vamos, que está en pañales todavía. Así que, ahora que por fin creo tener una trama más o menos sólida, busco vuestra opinión antes de lanzarme a escribir decenas de páginas con mi fiel máquina de escribir (sí, escribo a máquina, y lo paso a ordenador). Busco una narración fluida, y buenos diálogos; todo ello manteniendo un registro bastante alto, e intentando no pecar de la adjetivitis que me asalta de vez en cuando.

No esperéis algo brillante, llevo un año escribiendo y toda la vida leyendo, tengo dieciséis años. Podéis ponerme a parir hasta lo sangrante, criticad sin tapujos. A un escritor dándole palmaditas en la espalda no le enseñas nada.

Gracias por leerme.

(Texto en el siguiente comentario por falta de espacio)

Comentarios

  • XVIIIXVIII Anónimo s.XI
    editado noviembre 2012
    —Nunca piensas en nosotras, Henry.
    Henry pensaba en ellas, no podía dejar de hacerlo. Y allí estaba, frente a su conector, contemplando el brillo artificial que tantas manos y máquinas habían grabado en los ojos de ella. Antes era preciosa —o así quería creerlo—; tenía la piel suave, y su aliento era la vida misma. Ahora no era más que un saco de carne, vacío, arrastrado por la corriente de la masa. Un saco de carne demacrado, atravesado por innumerables cortes, suturas, cicatrices y marcas de agujas. Un saco de carne recubierto por una capa de blando metal.
    Henry se preguntó cuánto quedaba de ella y cuánto le habían adherido, cosido. Estaba llena de injertos; hasta el punto de que, por las noches, si la luna asomaba entre la bruma y bañaba de luz su piel, ésta refulgía como el metal.
    —Siempre estás ocupado; nunca quieres ser uno con nosotras, ni con los demás—sus ojos, aunque no parecían humanos, emanaban una tristeza infinita.
    —No, Eliza, otra vez no...
    —Ésta —dijo ella sacudiendo una papela blanca delante de la pantalla del conector—, era para ti; para que volvieses a ser como antes, pero nunca quieres intentarlo.
    Eliza se alejó unos metros de la lente del conector; Henry pudo entonces distinguir una habitación blanca, iluminada por dos focos mortecinos. Eliza continuó alejándose, hasta alcanzar el centro de la estancia, donde esperaba una camilla negra; se tumbó en ella. Dos enfermeras entraron.
    —Nos vemos esta noche —las últimas sílabas fueron apagándose. Ya le habían administrado el sedante.
    Eliza, a punto ya de caer dormida, vio como la figura de su marido se difuminaba, hasta quedar reducida a una mancha lejana. Henry había configurado su pantalla en modo ausencia.
    Rebuscó entre los cajones de su escritorio hasta dar con una cajetilla de cigarrillos por estrenar, la abrió, sacó una de las pequeñas chimeneas de papel y se la llevó a la boca.
    Con el humo rodeándole, se levantó del asiento y echó a andar hacia la ventana. Su despacho, aunque pequeño, era bastante agradable, y tenía discretos rincones donde poder guardar libros y música. Abrió la ventana: era de noche; las fachadas de los edificios vecinos, ahora iluminadas aquí y allá, desprendían una belleza sobria.
    Cualquiera se habría sentido diminuto ante aquellos menhires modernos, que se extendían infinitos en el horizonte. A Henry le ocurría; y ni tan sólo sabía a qué altura colgaba su despacho. Cada día, cuando llegaba al vestíbulo del edificio, subía en un veloz ascensor. El piso de destino era detectado automáticamente por el propio aparato, quizá para evitar a los empleados del lugar concebir el infinito océano de ladrillo y cemento que quedaba bajo sus pies y sobre sus cabezas en todo momento.
    El conector emitió un parpadeo, Henry llevaba demasiados minutos ausente.
    Siguió asomado por la ventana. En su gris edificio tocaron las dos de la tarde, hora de almorzar. Eliza había metido en su cartera una barrita de ensalada, un botellín de agua y una pastilla rojiza, con un triángulo dibujado en su centro. Masticó la insulsa barrita, que parecía hecha de hierba seca, y se tragó de una sentada todo el agua. Luego se quedó mirando la pastilla, jugó con ella entre sus dedos, la puso en su lengua, y la escupió; repitió el proceso varias veces. Lamentó no tener más líquido; quizá, si machacase la pastilla y la disolviese en agua, podría tomársela de una vez por todas. Pero optó por seguir su costumbre: destapó un corcho de plástico que asomaba en la superficie de su escritorio, cogió la pastilla y la dejó caer por la abertura. La cápsula echó a volar, cruzando el pequeño conducto de aire, dispuesta a unirse a la orgía de basura celebrada en las esquinas de cada calle.
    Todavía intranquilo por la conexión con Eliza, deslizó un dedo dentro de los bolsillos de su chaquetón, hasta dar con un cigarrillo a medio fumar. Lo encendió y se recostó en su silla. Pensó en lo fácil que podría ser todo, sólo tendría que tomarse una ridícula pastilla y dejarse dormir tumbado en camillas. La simbiosis era posible, haría feliz a Eliza y a la niña.
    «La niña». A veces olvidaba que la habían llamado Eva.
    La mirada perdida en el conector; las manos, los pies, la boca, todo inerte. Sólo sus ojos, moviéndose lentamente, recorriendo las esquinas de la pantalla, llorosos por el excesivo brillo de esta. Y sus pequeñas orejas, que apenas lograban asomar entre aquella maraña de cables. Esa era la imagen que Henry tenía de su hija; un ser inmóvil, cuya voz juraría no haber oído en meses.
    «Está creciendo muy bien. En simbiosis». Orgullosa, Eliza le repetía esto a Henry, pero él la detestaba. Traerla al mundo había sido casi una transacción comercial; habían configurado su sexo y rasgos antes de nacer. Eliza la llevó en su vientre durante unos pocos meses. Así, cuando el feto hubo crecido lo bastante, se realizó una cesárea. Eva pasó a formar parte del censo tras permanecer semanas enteras flotando en una incubadora, galvanizada por una débil corriente eléctrica que mantenía su corazón funcionando.
    El siguiente recuerdo que Henry conservaba de ella, era el llanto que acompañó a los cirujanos preparando sus injertos: pequeñas piezas, diseñadas específicamente para la infancia, que se consumirían por sí solas una vez alcanzara la adolescencia, cuando se solían adquirir los implantes definitivos.
    Eliza había estado orgullosa, muy orgullosa. La niña se recuperó pronto de la operación, y demostró una capacidad de conexión excepcional, pues apenas necesitó de un año para caer rendida ante la sinfonía que el conector y sus implantes ejecutaban incansables. Un sinfín de colores, texturas, sabores y sonidos invadieron la mente de la pequeña Eva desde que era un bebé. Al principio, la fascinación por lo nuevo y la capacidad de abstracción propia de todo bebé, pudieron contrarrestar los estímulos electrónicos. Podía pasar horas observando el más corriente objeto, ya que todo era nuevo para ella; y no establecía prioridad entre el incesante goteo de imágenes y sonidos del conector y el vuelo de un pájaro cruzando su ventana, o el correteo de un chucho por la calle. Con el paso de los meses, empezó a concebir el mundo, la vida, como algo absolutamente normal, a lo que no prestar atención. Payasadas pintadas de llamativos colores eran su día y su noche, apenas dormía, y sólo lo hacía cuando Henry la desconectaba forzosamente, o cuando Eliza —en excepcionales arranques de lucidez— decidía que había tenido bastante por ese día, y la convencía —no sin grandes esfuerzos— de que se echase un rato.
  • XVIIIXVIII Anónimo s.XI
    editado noviembre 2012
    A los tres años empezó a ir a la escuela. Allí se le transmitían conocimientos generales a través de las conexiones directas que sus neuronas habían tendido con los implantes. Durante una hora diaria, era sometida a un arbitrario bombardeo de información. Pronto conoció cada detalle de la obra de Tiziano y del transcurrir de la Guerra de los Cien Años; pero también fue motivada con entusiasmo a dedicar más tiempo al ámbito social del conector. Esto mantenía su día a día inalterable. Mientras, se agarraba —como si de un clavo ardiendo se tratara— a conocimientos inconexos, que ni ella misma lograba interpretar, para mantener una mínima actividad cerebral.
    El conector volvió a parpadear, acompañado esta vez de zumbidos intermitentes. Henry despertó de su ensoñación y se sacudió la camisa, que había quedado ennegrecida al caerle algunas brasas del cigarrillo.
    El zumbido se tornó más intenso; parecía un abejorro. Henry echó a un vistazo a su reflejo, estaba ya de pie, frente a un pequeño espejo.
    Vestía de negro. Pantalones, gabardina y un sencillo reloj. Los demás le veían feo, aunque nadie nunca se atrevía a mirarle con malos ojos dentro del recinto de la oficina.
    «Jefe de servicio y supervisión: implantes neurales». Eso rezaba la identificación que le colgaba del cuello.
    No era feo, no creía que lo fuese. Era un hombre de complexión delgada, alto, pómulos enrojecidos, tez pálida y ojos de color miel. No parecía demasiado robusto, quizá hasta frágil. No llevaba injertos, solamente los que su puesto social daba por supuestos. Más de una vez le había reprochado el mostrarse receloso ante la idea de «mejorarse». Tampoco solía atender al conector, ni prestar atención alguna a las actividades en grupo de la empresa. Como un mecánico que no sabe conducir; así se referían a él. Pues, igual que el mecánico que no conduce no sabrá apreciar el rugido del motor que acaba de instalar, él no sabía apreciar la magia de los injertos. Pero daba igual, pues su rol no dejaba de ser el de aprobar o denegar los proyectos que le fuesen dichos. A veces intentaba hacer uso de su influencia para introducir mínimos cambios en la política del lugar, pero siempre terminaba por echarse atrás, ya que no podría conseguir otro empleo si perdía el actual. Haberse convertido en una simple máquina de asentir y firmar consentimientos le había vuelto inactivo; ya apenas podría trabajar como ayudante en los laboratorios, lo había olvidado casi todo.
    Quizá antes de nacer Eva, cuando la relación con Eliza aún daba sus primeros pasos, había disfrutado de lo que hacía. Había estudiado química y medicina, asistido a congresos y terminado por labrarse un nombre en el, entonces, novedoso mercado de los implantes. En ese momento estaba cegado, veía lo que creaba como una mejora en la calidad de vida humana, pero no sabía lo que era el alma, y que unos engranajes no pueden albergarla. Dicen que lo que para un hombre es un infierno, para otro es el paraíso. Pues bien, Henry (que vivía envuelto entre algodones, como el resto de la población pudiente) apenas había envejecido, y las canas no habían hecho grandes avances en su inevitable conquista; pero la experiencia le había marcado. El monstruoso nacimiento de Eva y su ahora irreconocible Eliza. Todo le había pasado factura, y no sabía cuánto tiempo más podría seguir llevando aquella máscara, fingiendo que, aprobar y supervisar la fabricación de los engendros que habían secado a su antes radiante mujer, constituía un empleo idílico.
    Pero, por alguna razón, él, que era consciente de la camuflada tristeza de los demás, era el más triste de todos. Eliza parecía plena y realizada si conseguías traspasar su petrificada expresión. (...)
  • NickwildNickwild Anónimo s.XI
    editado noviembre 2014
    Me parece un comienzo muy bueno.No hay nada que decir en contra.
    continua asi;esta muy interesante.
    Gracias.
  • LegendarioLegendario Fernando de Rojas s.XV
    editado noviembre 2014
    Algunos consejos a un incipiente novelista:

    No es fácil escribir una novela. Yo me dedico a los cuentos cortos, y he tenido éxito, pero NO es lo mismo escribir una cuartilla que decenas o cientos de hojas.

    Un primer consejo es sobre la publicación en la Internet: separa los párrafos con un renglón en blanco (como hago yo en esta respuesta). Las neuronas humanas son perezosas, y las letras "acumuladas" resultan pesadas. Mucha gente abandona la lectura por esta razón.

    Estoy contratado por una editorial argentina para escribir una novela (siempre y cuando les guste), y te paso la experiencia al momento.

    Hay lo que se llama un "ciclo administrativo": planificación, organización, ejecución y control.

    Primero debes planificarla, como cualquier proyecto en la vida. Debes decidir la temática, la extensión, y, sobre todo, la macro-trama. Parecería que ya la tienes, pero si no es así, te vas a atorar repetidamente en su desarrollo. Ya empezaste a escribirla por lo visto, pero ¿sabes a dónde vas a llegar? Es importante.

    Después debes organizar la novela: ¿qué recursos vas a necesitar? ¿Conocimientos a fondo de la temática? ¿Personajes con ciertas características? ¿Cuáles? En este punto incluyo la micro-trama: un desarrollo puntual de los capítulos, uno por uno, para cumplir con lo pretendido por la macro-trama.

    Con lo anterior, puedes empezar la redacción, no antes. Es lo que se llama ejecución.

    Después, en último lugar, viene lo que estás haciendo: retroalimentarte de terceros. Es el ¿voy bien o me regreso? Es lo que se conoce como control.

    Mi novela contratada es sobre mitología griega, y llevo dos meses empapándome del tema. Tengo un proyecto de macro-trama, pero no es definitivo. Hay que tener muchas opciones y decidir la más interesante. Estoy trabajando en conocer lo más que pueda de esa mitología y los 400-500 personajes potenciales con sus características. Todavía me llevará dos o tres meses.

    Yo no tengo prisa, porque pretendo una obra de arte que se dará o no. Nunca se sabe. Lo que sí sé es que la improvisación no lleva a ninguna parte. Tengo 67 años, y tal vez sea mi última obra, así que tengo que hacer algo de verdad brillante, sin prisa, como el buen vino.

    Tómalo con calma, que eres muy joven. Redactas bien y tienes buena ortografía. Dale tiempo al tiempo y haz algo de lo que te puedas sentir orgulloso.

    Saludos desde México.
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