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Veinte años

Pablo CarniceroPablo Carnicero Pedro Abad s.XII
editado enero 2013 en Romántica
-Vete -dijo ella con voz dura y autoritaria-. Márchate.
Era hermosa incluso cuando se enfurecía. Los largos bucles de su cabellera caían en cascada sobre sus hombros delicados. Volvió la cabeza. Su rostro era amplio, pálido, de facciones suaves y cálidas. Las lágrimas habían arrasado su otrora radiante mirada, dos estrellas que habían iluminado la vida de Mario hasta aquel momento. Ahora, el odio y la rabia encendían la mirada de Livia. Un pequeño trozo de papiro manuscrito resbaló de sus manos y cayó al suelo.
-Márchate.
Mario se inclinó lentamente y recogió el pequeño pergamino.
“Tras el tapiz de Hércules, cuarta piedra comenzando desde la siniestra.”
Cerró los ojos. Se encontraba terriblemente abatido y a la vez furioso. ¿Quién le había traicionado?.
Una corriente fría recorrió el pequeño sótano. Livia se estremeció ligeramente. El lugar era una pequeña excavación junto a los cimientos de la domus. Parecía el almacén de un viejo comerciante fenicio de antiguedades. Livia tomó un anillo entre sus manos. Era de oro pulido, con una inscripción tallada.
-Me has mentido durante veinte años, ¡maldito seas! -Livia extendió la mano y mostró el anillo:-¿De quien era?.
La mano temblaba por la ira. Sus sollozos se había apagado. Mario tenía una oportunidad si elegía bien sus palabras.
-Es un regalo -Mario habló con voz firme.
-¿Quién te lo regaló?.
-Cayo Iulio. Serví en la conquista de la Gallia bajo su mando. Me regaló el anillo en gratitud por los servicios prestados.
La mirada de Livia volvió a encenderse.
-Mario, la conquista de la Gallia fue hace ochenta años. ¡Ochenta años!.
Arrojó el anillo contra una pared.
-Cayo Iulio murió hace más de sesenta años -su voz volvió a calmarse. Parecía resignada.
-Livia, déjame explicártelo, amor mío.
Ambos permanecieron en silencio durante unos instantes. Los ojos de ella se clavaron en él como carbones al rojo vivo. Cuando él se aproximó, ella retrocedió.
-Nuestro matrimonio ha durado veinte años. Veinte años de mentiras.
Mario contempló el rostro de su amada. Aunque el tiempo había cincelado alguna arruga, era hermosa. Sus besos habían recorrido miles de veces cada pulgada de aquella faz. Conocía de memoria cada expresión.
-Amor mío -comenzó con la voz atribulada-. Todo tiene una explicación.
Livia se aproximó a una mesa y observó un extraño gladius colgado de un estante. Tomó el arma entre sus manos y recorrió la hoja con sus dedos. Su mirada se dirigió a Mario. Era dura como el mármol más sólido. Su voz carecía de vida, grave y ronca. Era la voz del odio:
-Habla, te escucho.
Mario tomó asiento en un tabuerte de madera repujada e inclinó la cabeza. Debía escoger las palabras con sumo cuidado.
-Mi nombre es Cayo Iulios Estriba. Soy primo de Cayo Julio Cesar. Nací pocos años después que él y fui criado en su familia. Serví bajo su mandol durante largos años.
Livia cerró los ojos. Mario suspiró. Ya no podía ocultar nada más.
-Soy Inmortal, Livia. Uno de los elegidos de los dioses para combatir a las poderosas criaturas que gobiernan nuestro mundo. Porque, amor mío, toda la realidad sobre la que los humanos tejéis vuestras vidas no es más que una ilusión. Una ilusión creada para protegeros de la terrible maldad que se extiende en las sombras. Os protegemos, Livia. Te he protegido durante estos años ocultándote mi verdadera identidad. Y durante este tiempo me he alejado de la guerra, me he alejado de los peligros y de los enemigos que acechan en las sombras. Me he alejado, porque te amo.
Livia abrió los ojos y se incorporó. Mantenía la mirada dura y severa, los labios fruncidos con fuerza y las manos aferradas al gladius.
-Has vivido muchos años -afirmó ella-. Contestame con sinceridad, amor mío: ¿A cuántas mujeres has amado antes que a mí?.
Mario albergaba la esperanza de no recibir aquella pregunta. Era como una puñalada en su corazón. Alzó el rostro y miró a Livia antes de contestar:
-A muchas. Durante casi doscientos años de vida he amado a muchas mujeres, aunque jamás he sentido el amor que siento por tí.
La mirada de Livia chisporroteaba como brasas. Las lágrimas habían dejado un rastro de sal en su rostro y bajo la luz del pequeño candil nunca había parecido más hermosa.
-Y cuando yo muera: ¿a cuántas mujeres amarás?.
El corazón de Mario sangraba con cada palabra.
-Lo desconozco -contestó.
Livia mantuvo la mirada furiosa.
-Contestame ahora mismo, Mario. ¿Al menos amarás a otra mujer más?. Imagina que los dioses te conceden la bendición de vivir varias generaciones más: ¿volverías a casarte?. ¿Volverías a compartir el lecho con otra mujer tras mi muerte?.
Mario deseó contestar que no. Que jamás amaría a otra mujer. Jamás compartiría el lecho tras su muerte. No volvería a besar otros labios que no fuesen los suyos. Sus manos no volverían a acariciar un cuerpo diferente al de Livia.
-Tu recuerdo siempre me acompañará grabado en mi corazón -contestó-. Aunque ame a otras mujeres, tú serás el faro que me guíe a través de las tinieblas.
Livia agachó la cabeza.
-¿Has matado a muchos hombres?.
Mario suspiró.
-Si. En la guerra es necesario matar. Matar para evitar ser matado.
-Pero tú has vivido una larga vida. Has combatido en muchas guerras, en más de las que un humano podría combatir. Seguramente habrás matado más que cualquiera de los humanos. Y también habrás combatido en otros lugares que no hayan sido una guerra.
-Soy un soldado, Livia. Cuando me conociste era un soldado. La obligación de los soldados es matar al enemigo.
-Cuando me casé lo hice con un joven soldado -replicó ella de manera áspera-. Me casé con un héroe por amor y a la vez guiada por la gratitud de mi padre, pero no con un Inmortal sanguinario. Quizá ese joven soldado pudiera haber arrebatado alguna vida, pero no cientos. Es horrible.
-El mundo en el que he habitado durante largos años es un mundo cruel. Sí, he matado, pero jamás de manera injusta. El arma que mantienes entre tus manos, por ejemplo, es un gladius sagrado
-¿Sagrado? -Livia volvió a contemplar el gladius con curiosidad.
-Fue forjado por maestros hechiceros. Algunos vampiros son inmunes a las armas convencionales, y son necesarias armas sagradas, o el fuego, para terminar con ellos.
“Me la entregó un viejo aliado, Urabi de Ukesh. Fue hace muchos años, casi no recuerdo el año en el que transcurrió la campaña contra los Ilirios. Nuestro campamento se encontraba a varias millas de un asentamiento bárbaro. Allí, según nuestros exploradores, se practicaban rituales sangrientos en honor a unos dioses que caminaban entre ellos. Urabi y yo exploramos la zona y comprobamos que aquel dios viviente no era más que un vampiro. Aquellos rituales estaban prohibidos por nuestra ley. Y nosotros, los Inmortales, somos los destinados a preservarla.
-Matásteis al vampiro.
-Lo maté yo. Urabi recibió una misión urgente aquella noche, y me entregó el gladius para enfrentarme al vampiro.
Livia dio la espalda a Mario y depositó el gladius sobre la mesa.
-Matáis a todos los vampiros.
Mario se aproximó y apoyó las manos sobre los hombros de la mujer. Su tacto era suave como el terciopelo. Ella se estremeció ligeramente cuando sintió sus manos. Pero al instante se relajó.

Comentarios

  • Pablo CarniceroPablo Carnicero Pedro Abad s.XII
    editado abril 2012
    -No matamos a todos los vampiros, amor mío -respondió Mario con un susurro-. No puedes ni imaginar las criaturas que habitan en nuestro mundo. Son seres codiciosos, crueles y poderosos. Los dioses establecieron que una barrera, llamada Velo, os protegería de ellos. Está prohibido para ellos mostrar sus poderes a los humanos.
    “Aquella noche asisití a uno de aquellos rituales. La aldea había rendido lealtad a Roma. Eres conocedora que Roma permite que los pueblos conquistados mantengan sus tradiciones. Nosotros deseamos sus impuestos y su lealtad, no sus dioses. Un grupo numeroso de hombres se había reunido alrededor de un altar de piedra. Es similar a nuestros altares de sacrifico, con una superficie elevada adaptada para situar al animal que se ofrendara a los dioses. Un dibujo de canalones conduce la sangre hasta un depósito amplio en la base del altar. En este caso, el depósito no existía. La sangre de la desdichada victima era conducida hacia un pequeño trono situado en la base, desde donde el vampiro calmaba su inhumana sed de sangre. A su alrededor los hechiceros ejecutaban una danza tétrica y espeluznante, con el rostro teñido por la sangre del muchacho que yacía moribundo en lo alto del altar. Era grotesco e inhumano, similar a los antiguos sacrificios que se realizaban en la antigua Ebla, muchos siglos atrás. “
    -¿Y cómo consienten los dioses que semejantes criaturas habiten nuestro mundo? -inquirió Livia. Mario sintió que el cuerpo de su amada se estremeció al pronunciar aquellas palabras. Sonrió. Parecía que la tormenta comenzaba a apaciguarse.
    -Es una larga historia, amor mío -continuó él-. Nosotros ejecutamos la voluntad de los dioses. Y la ley sentencia a la muerte definitiva a aquellos que no respetan sus leyes.
    Livia se apartó un paso de Mario. Movió los hombros y Mario separó las manos de su cálido cuerpo.
    -No sois más que simples verdugos -su voz había recobrado la dureza anterior. Parecía hueca, inexpresiva.
    -Livia, me has dado veinte años de paz. Un tiempo en el que he vivido alejado de una guerra cruenta. Mi alma ha recobrado parte de la humanidad que había perdido durante los años.
    Ella se giró con la ira reflejada en su rostro. Aquellas palabras no fueron muy afortunadas.
    -¿Así que no he sido más que una distracción en tu larga vida? -dijo ella con el orgullo herido-. Un alto en el camino. ¿Qué son veinte años en la vida de un Inmortal?. Apenas un sorbo de vino.
    Mario retrocedió. Abrió la boca para contestar, pero Livia se lo impidió:
    -¡Veinte años de paz! -gritó-. Ha transcurrido media vida mía a tu lado, tantos años, Mario, ¡veinte años!. Para tí quizá sean un suspiro, pero para mí es media vida mía. Y yo no tengo más vidas que disfrutar. Y ahora descubro que mi vida ha sido un completo engaño, una farsa tejida por los dioses para otorgar un descanso a uno de sus verdugos implacables.
    -Livia... -Mario se aproximó pero ella le golpeó en el pecho con los puños.
    -¿Qué sientes al mirarme al rostro? ¿Acaso descubres una nueva arruga que muestre el paso inexorable del tiempo? ¿Te agrada descubrir año tras año cómo la vejez comienza a llamar a mis puertas?. Y cuando ya no pueda ni alzarme, ¿buscarás otra mujer para comenzar otro periodo de paz?.
    -Livia no comprendes lo que trato de explicarte.
    Pero ella había perdido los nervios. Desenvainó el gladius. El sonido del acero al resbalar por la vaina de madera sesgó el aire del pequeño sótano.
    -¿Me matarás? -continuó ella-. Seguro que cuando no sea más que un cascarón de piel y huesos acabarás con mi vida. Eres un verdugo, no te supondrá dificultad alguna.
    Mario se movió con rapidez y arrebató el arma de las manos furibundas de su amada. Livia se desplomó sobre un pequeño diván.
    -Amor mío -susurró él. Jamás había hablado a nadie con tanta dulzura. Jamás había amado a una mujer con tanta intensidad-. No eres una distracción. Eres lo más importante que me ha pasado en mi larga vida. Eres el motivo por el que me levanto cada mañana. Tu rostro, tu perfume mientras continúas durmiendo...son el alimento de mi alma herida. Han sido numerosas las noches en las que he permanecido largas horas contemplándote. Conozco y amo cada parte de tu cuerpo, y cuando no estés a mi lado, me sentiré como un huérfano.
    Livia se incorporó.
    -Márchate, Mario. Mañana por la mañana hablaremos.
    Mario no contestó. Se giró con una mezcla de pesar e indignación y ascendió por las escaleras a grandes trancos. ¿Quién se creía ella que era para darle esas órdenes?. ¡Él, que era un Inmortal, siendo despedido por una simple humana!.
    La noche había envuelto a la villa en un manto de silencio, perturbado por el resonar de sus pasos en el mármol de los pasillos. Atravesó la villa furioso y se dirigió hacia una vieja arboleda que se alzaba a apenas un kilómetro de la villa. Conocía aquel camino de memoria y no necesitó más luz que la que las estrellas arrojaban débilmente. Golpeó uno de los troncos como si de un gigantesco enemigo se tratase. Ya no era furia lo que sentía, era una rabia irrefrenable. El árbol se estremeció ante el terrible impacto. Mario extrajo el puño ensangrentado del agujero que había formado en el tronco del árbol y observó la herida que se había provocado en el nudillo. Las últimas palabras de Livia resonaron de nuevo en su recuerdo y volvió a golpear al árbol malherido. La rabia dio paso a un dolor palpitante en su puño derecho, pero lo ignoró con determinación.
    Una simple mortal se toma la osadía de expulsarle de su propio hogar. Era un ultraje. Un Inmortal que había abatido cientos de enemigos con sus propias manos, que había contribuído a que la gloria de Roma se extendiese implacable por el mundo, él que había conducido a la batalla a cientos de miles de humanos. A él le rechazaba una mujer, cuando había amado a cientos de ellas sin tan siquiera conmoverse.
    La furia se disipó y tomó asiento contemplando la mano malherida. Extrajo las astillas clavadas en la mano lentamente. Descubrió que el dolor que sentía en su corazón era mucho mayor. Era infinitamente mayor. Su alma estaba llorando. Porque Livia no era una mortal más. Era la mujer a la que más había amado en su vida.
    Livia era la hija del Optio Bruno Coleo Scitio. Scitio había conseguido ascender gracias a sus numerosos méritos de guerra junto a Mario. Habían forjado una estrecha amistad y como consecuencia, concertó el matrimonio de su hija menor con él. Pero lo que Scitio jamás sospechó fue que Mario abandonase la carrera militar al día siguiente de contraer matrimonio. Era joven todavía, de la misma edad que su hija, y le auguraba una espléndida carrera. Mario resopló aún enfadado. También él había sacrificado mucho por mantener aquella relación.
    Se lo había advertido su viejo amigo Galad, el hermano de Urabi. “No cometas el error de enamorarte de una mortal. Toma lo que desees de ella y luego márchate. El amor ha matado a más Inmortales que cualquiera de nuestros enemigos.”. Galad había acertado. Sin Livia, él se encontraba desesperado.
    Pero veinte años de paz apenas suponían un suspiro en la eterna vida de un Inmortal. Durante los primeros años meditó seriamente en la posibilidad de informar a Livia sobre su verdadera naturaleza. Pero cuando tomaba la determinación, siempre vacilaba y nunca fue capaz de revelar su secreto. El transcurso del tiempo fue fortaleciendo el vínculo entre ellos, como un lazo de acero incapaz de ceder. Fueron tiempos de paz y felicidad, una vida sencilla alejada del tumulto exterior.
    El tumulto exterior.
    Recordó la última misión que había ejecutado por orden del propio Optio Scitio. Él y Galad dirigieron a un nutrido número de legionarios a la villa de un poderoso terrateniente local. Había contratado a una banda de mercenarios galos con el propósito de atentar contra la vida del Legado Tito Sulio Nucio. Pero la traición siempre es beneficiosa para el traidor, y la noticia llegó a oídos del legado.
  • Pablo CarniceroPablo Carnicero Pedro Abad s.XII
    editado abril 2012
    Redujeron la villa a cenizas. Descubrimos que entre los bandidos que había contratado se encontraba un pequeño grupo de vampiros, y que en la villa se alojaba otro número considerable de vampiros. Galad y él les exterminaron uno a uno. Recordó el placer que sintió aquella noche, una cacería nocturna soberbia. Galad combatía con una sonrisa lujuriosa en el rostro. Cuando los vampiros se terminaron, su sed de sangre les condujo a terminar con el resto de la población humana de la villa. Fue un acto monstruoso, un tributo manchado de sangre a los oscuros dioses. Aquella noche descubrió que su humanidad había muerto en su interior. Para él los humanos no era más que simples animales, despreciables seres débiles a los que sacrificarles no significaba más que degollar un buey en honor a Marte. Acabar con los vampiros que no respetan el Velo es una obligación impuesta por los dioses, pero asesinar a humanos inocentes era una perversión.
    Cuando conoció a Livia decidió alejarse de toda aquella locura. No fueron sus encantos de doncella los que le atraparon. Junto a ella sentía que su alma recuperaba la esperanza en el ser humano. Había transcurrido demasiados años inmerso en la locura de la guerra, en las intrigas de los vampiros y en las sentencias a muerte. Había olvidado el motivo por el que había sido creado, proteger a los humanos. Y Livia se lo recordaba cada día que transcurría junto a ella.
    Por ese motivo decidió abandonar el ejército. No podía soportar alejarse de Livia ni tan siquiera una semana.
    Y ahora ella le despreciaba y le insultaba. Ahora ella le ordenaba marcharse. Ella le daba órdenes con el mismo desprecio que él había sentido hacia los humanos más de veinte años atrás.
    No podía ser cierto.
    Durante aquellos instantes ella podría estar rememorando los momentos que ambos habían compartido. Y seguro que sonreiría emocionada. Es imposible que todo el amor, que todo lo vivido durante aquel tiempo, se hubiese disipado en tan sólo unos momentos de ira.
    Y de orgullo. Livia era demasiado orgullosa. Tan orgullosa como su padre.
    Pero la necesitaba. Era el único nexo de unión entre ambos mundos. Ella le recordaba el motivo por el que combatían a sus enemigos. Su corazón había comenzado a latir de nuevo en el momento en el que ella le besó. Y toda su humanidad arrasada volvió a resurgir con nuevo empuje cuando ella susurró en sus oidos por primera vez: “Te quiero”.
    El amanecer comenzó a iluminar las copas de los árboles. Las sombras comenzaron a retroceder ante el empuje del alba, tiñendo el camino de regreso con colores cenicientos que se iluminaban paso a paso. Su corazón había recobrado la esperanza.
    La villa se encontraba desierta. Mario atravesó el atrium y entró en la cámara principal . Allí aguardaba Livia sentada frente a una amplia mesa. El corazón de Mario se encogió al contemplar la radiante belleza que envolvía el rostro de su amada aquella mañana. Vestía una túnica de seda azul con dibujos geométricos trenzados con hilos de oro. Los bucles del cabello cubrían sus hombros delicados y la luz de la mañana los iluminaba con tonos ocres resplandecientes. Su rostro, amplio y redondeado, no mostraba signo alguno de la palidez del día anterior. Sus ojos acompañaron a Mario mientras éste tomaba asiento frente a ella. Eran más hermosos que nunca, del color del trigo maduro. Sobre la mesa se encontraba depositado el gladius que había empuñado la noche anterior.
    -Estas preciosa -dijo Mario con la entrecortada.
    -Gracias -contestó secamente ella-. Ya veo que has tenido una noche intensa.
    Mario sonrió. No se había cambiado de túnica y ésta se encontraba manchada por el barro y la sangre de la herida de la mano. Bajó la mirada entre avergonzado y divertido.
    -Mario, o como quiera que te llames en realidad -continuó ella-. Hemos compartido veinte años maravillosos. En realidad, he compartido ese tiempo con un ser completamente diferente al que eres hoy. Me ha dado una felicidad inmensa, muchos momentos que recordaré para siempre. Pero el hombre con el que me casé anoche murió.
    Mario se incorporó.
    -Livia, amor mío. Soy Mario, el mismo Mario de siempre.
    Ella mantuvo la mirada dura como la de una estatua de piedra.
    -Mario era un joven oficial del ejército romano. Era el mejor amigo de mi padre. Renunció a su carrera militar para compartir conmigo su vida, para envejecer y morir a mi lado. Y para engendrar hijos juntos. Dime: ¿eres tú esa persona?.
    Mario no titubeó:
    -Sí, lo soy.
    -Lo fuiste mientras yo desconocía tu verdadera identidad. Obraste muy bien ocultándomelo todo. Porque de esta manera yo era feliz. Aunque los años no te hacían envejecer, yo jamás llegué a sospechar nada parecido. Anoche, cuando entré en el sótano, Mario murió. Frente a mí me encontré a una bestia inhumana.
    -Livia...
    -Yo amaba a Mario. Sólo he conocido a un hombre: Mario. Y durante veinte años he creído que yo seré la única mujer en su vida. Su único pensamiento. Dime: ¿seré tu única mujer?.
    Mario permaneció en silencio. Ella prosiguió:
    -Claro que no, porque soy una hoja más que cae en el inmenso bosque de años que es tu vida. Para tí no seré más que un recuerdo, un pensamiento fugaz. Pero para mí, Mario fue el motivo de mi existencia. Y es injusto. Es completamente injusto.
    La mirada de Livia se posó sobre el gladius.
    -Pero no deseo ser egoista. Toma el arma y marchate de esta casa. Vete a cumplir con la misión que te han encomendado los dioses. Tu descanso ha terminado. Ahora, déjame que cicatrice el dolor por la muerte de mi marido. Adios.
    Y cuando se incorporó, el roce de la seda en su cuerpo le pareció a Mario el sonido más dulce que haya existido jamás. Nada pudo objetar, porque ya no existía más amor en el corazón de Livia. Su orgullo lo había matado. Lo pudo leer en su mirada fría y distante. En su tono de voz hueco, impersonal. Livia abandonó la estancia seguida por la mirada estupefacta de Mario.
    Y de pronto, el vacío se extendió en lo más profundo de su interior. No sintió dolor, ni rabia, no sintió el aguijonazo amargo del amor. Permaneció largo tiempo sentado frente a la espada, con la mirada perdida en algún lugar indeterminado de la habitación. Quizá, si aguardaba durante un tiempo, Livia podría regresar y perdonarle. Pero no fue así. Una hora larga transcurrió antes de que él tomase fuerzas, se incorporase y tomara el gladius.
    Cada paso era una punzada de dolor en su corazón. Una saeta que se clavaba en su alma, que le hería de muerte. Y aquel dolor trajo consigo la ira. ¿Era ese el destino que les tienen reservados los dioses a los Inmortales?. Si en verdad él era uno de sus elegidos: ¿porqué han consentido que Livia se alejase de él?. Ellos conocían sus sentimientos, su necesidad de aferrarse a ella para recuperar la humanidad perdida. Pero si ellos le alejaban de ella: ¿Quería decir que no les preocupaba su alma?. ¿Era acaso para ellos un simple guerrero?.
    Los dioses son crueles, y nunca ayudan a los Inmortales. Mario los maldijo uno a uno. A los dioses conocidos y a los desconocidos. Cada paso que le alejaba de la villa era una maldición. Menos de una milla más allá escuchó un fuerte estruendo y se giró hacia el edificio: una enorme columna de humo se alzaba desde el lugar. Las llamas lamían las paredes de la villa, arrasaban los tapices y comenzaban a convertir los árboles circundantes en rescoldos. ¿Que había ocurrido?. Sintió el deseo irrefrenable de acudir a la carrera, irrumpir en la estancia en la que se encontrase ella y rescatarla. Podría hacerlo con suma facilidad.
    Pero el amor se había extinguido en los corazones de ambos. Si ella había elegido arrasar el hogar en el que había vivido durante veinte años, era su elección. Una lengua de fuego inmensa se reflejó en sus pupilas, y decidió continuar su camino. Livia no sería más que el recuerdo de una esposa fallecida.
    En una sola noche había perdido la humanidad que había recuperado durante veinte largos y dichosos años.
    Y maldijo de nuevo a los dioses.

    Más relatos en: www.inmortal1.wordpress.com
  • amparo bonillaamparo bonilla Bibliotecari@
    editado enero 2013
    Una historia muy triste, es mejor vivir en la ignoracia, pero feliz:rolleyes: o será que no.
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