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Bellos Comienzos

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Comentarios

  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    LAS NOCHES DEL BUEN RETIRO
    Pío Baroja

    "Quizá alguno de mis lectores sepan que yo he probado varios oficios sin gran constancia y sin gran éxito. He sido un poco médico, un poco industrial, un poco negociante y un poco periodista.. También he intentado el ser director literario de una casa editorial. Mi despacho de director consistía en un cuarto pequeño con una ventana a un patio. Había pocos muebles en la habitación: mesa, estantería con libros y legajos, una caja de hierro para caudales, probablemente sin caudales y dos sillas. Al despacho se subía por una escalera exterior de ladrillo con barandado de hierro, que partía desde el ángulo del patio.
    Un atardecer de invierno frío y desapacible trabajaba en la ingrata tarea de la corrección de unas pruebas de imprenta. La estufa se había apagado. Estaba con abrigo, boina y bufanda sentado a la mesa leyendo las galeradas con los anteojos puestos cuando se presentó una señora de luto con un velo espeso y tupido sobre el rostro. La señora quería hablarme. La invité a sentarse, y como oscurecía encendí la luz.
    La dama se colocó en la zona de sombra y se levantó el velo. Era de estas mujeres protestantes de la vejez y a quien por eso mismo la vejez parece que se ceba en ellas, se echa encima no a arañarlas y a marcarlas, sino a morderlas y a patearlas. Tenía grandes ojeras moradas, muchas arrugas, los labios pintados y la piel de la barba caída en una papada fofa, para evitar lo cual la sujetaba con cinta ancha y negra como un barboquejo.
    La señora comenzó a hablar, y lo hizo por los codos, con voz engolada de teatro. Me había conocido, según dijo, hacía muchos años en los jardines del Buen Retiro, en compañía del marqués de Tal y del banquero de Cual, cuando la Fulanita y la Zutanita llamaban la atención en Madrid por su elegancia y por sus joyas.
    -Esta señora se equivocó, pensé. Yo nunca he conocido a nadie que tuviera cuatro cuartos.
    -¡Parece mentira que no se acuerde usted de mí! -exclamó ella de una manera sentimental, con acento de cómica.
    -Es que se hace uno viejo y pierde la memoria -dije, y añadí después-: ¿Y qué es lo que quería usted de mí?
    -Pues verá usted. Tengo un amigo que no es ya joven, de nuestro tiempo, un hombre encantador. Este hombre ha escrito una novela y quisiera publicarla.
    -¿Y quién la tiene?
    -Yo.
    -Pues mándemela usted -Indiqué con un celo falsificado-, yo la leeré y si la encuentro interesante haré que se publique.
    -La encontrará usted interesante, con seguridad.
    -De todas manera habrá que leerla.
    -Yo haré que se la envíe a usted en seguida.
    -¿Cómo se llama ese señor?
    -Mire usted: no quiere que su nombre aparezca en el libro.
    -Entonces, ¿qué autor pondremos en la cubierta si se publica la novela?
    -Ninguno.
    -No, eso no; siempre hay que poner algún nombre, verdadero o falso. Si no quiere el auténtico, un seudónimo.
    -Me ha dicho él que lo mejor sería que hiciese usted un prólogo y dijera en él que la obra es de un desconocido a quien sus amigos conocen por el nombre de Fantasio.
    -Muy bien. Así lo haremos.
    -¿Cuándo quiere usted que le manden el original?"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    [FONT=Verdana, sans-serif]EL OTOÑO DEL PATRIARCA[/FONT]
    Gabriel García Márquez
    "Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita. A lo largo del primer patio, cuyas baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza, vimos el retén en desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el largo mesón de tablones bastos con los platos de sobra del almuerzo dominical interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos entre los memoriales sin resolver cuyo curso ordinario había sido más lento que las vidas más áridas, vimos en el centro del patio la alberca bautismal donde fueron cristianizadas con sacramentos marciales más de cinco generaciones, vimos en el fondo la antigua caballeriza de los virreyes transformada en cochera, y vimos entre las camelias y las
    mariposas la berlina de los tiempos del ruido, el furgón de la peste, la carroza del año del cometa, el coche fúnebre del progreso dentro del orden, la limusina sonámbula del primer siglo de paz, todos en buen estado bajo la telaraña polvorienta y todos pintados con los colores de la bandera. En el patio siguiente, detrás de una verja de hierro, estaban los rosales nevados de polvo lunar a cuya sombra dormían los leprosos en los años grandes de la casa, y habían proliferado tanto en el abandono que apenas si quedaba un resquicio sin olor en aquel aire de rosas revuelto con la pestilencia que nos llegaba del fondo del jardín y el tufo de gallinero y la hedentina de boñigas y fermentos de orines de vacas y soldados de la basílica colonial convertida en establo de ordeño"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    LA SOMBRA DEL VIENTO
    Carlos Ruiz Zafón

    "Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
    -Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie -advirtió mi padre-. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
    -¿Ni siquiera a mamá? -inquirí yo, a media voz.
    Mi padre suspiró amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
    -Claro que sí -respondió cabizbajo-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
    Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se desacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día... No podía oir su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oirme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.
    Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme.
    -No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá -murmuré sin aliento.
    Mi padre me abazó con fuerza.
    -No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.
    Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que no existían. Aquella fue la primera vez que me di cuenta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos de niebla y de pérdida, siempre miraban atrás. Se incorporó y descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba.
    -Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte algo -dijo.
    -¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana?
    -Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas -insinuó mi padre blandiendo una sonrisa enigmática que probablemente había tomado prestada de algún tomo de Alejandro Dumas"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
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    George Orwell

    "Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
    El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
    Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la producción de lingotes de hiero. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie de espejo empañado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la derecha. Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado teidoatítalia) podía ser amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña y frágil cuya delgadez resultaba realzada por el "mono" azul, uniforme del partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara sanguinea y la piel embastecida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío de un invierno que acababa de terminar.
    Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales y, auque el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul nada parecía tener color a no ser los carteles pegados por todas partes. La cara de los bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulacíón. En la casa de enfrente había uno de estos carteles. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras, mientras los sombrios ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea vertical con áquel, había otro cartel roto por un pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del Pensamiento.
    A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando datos sobre el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un susurro, era captado por el aparato. Además, mientras permanecían dentro del radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de saber si le contemplaban a uno en un momento dado. Lo único posible era figurarse la frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los vigilasen a todos a la vez. Pero, desde luego, podían intervenir su línea de usted cada vez que se les antojara. Tenía usted que vivir -y en esto el hábito se convertía en un instinto- con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos sería observados"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    GUERRA Y PAZ
    León Tolstoi

    "Bien. Desde ahora, Génova y Lucca, no son más que haciendas, dominios de la familia Bonaparte. No. Le garantizo a usted que si no me dice que estamos en guerra, si quiere atenuar aún todas las infamias, todas las atrocidades de este Anticristo (de buena fe, creo que lo es), no querré saber nada de usted, no le consideraré amigo mío ni será el esclavo fiel que usted dice. Bien, buenos días, buenos días. Veo que le atemorizo. Siéntese y hablemos.
    Así hablaba en julio de 1805, Ana Pavlona scherer, dama de honor y pariente próxima de la emperatriz María Fedorovna, saliendo a recibir a un personaje muy grave, lleno de títulos: el príncipe Basilio, primero en llegar a la velada. Ana Pavlona tosía hacía ya algunos días. Una gripe, como decía ella -gripe entonces, era una palabra nueva y muy poco usada-. Todas las cartas que por la mañana había enviado por medio de un lacayo de roja librea decían, sin distención: "Si no tiene usted nada mejor que hacer, señor conde -o príncipe-, y si la perspectiva de pasar las primeras horas de la noche en casa de una pobre enferma no le aterroriza demasiado, me consideraré encantada recibiéndole entre siete y diez. Ana Scherer".
    -¡Dios mío, que salida más impetuosa! repuso, sin inmutarse por estas palabras el Príncipe. Se acercó a Ana Pavlona, le besó la mano, presentándole el perfumado y resplandeciente cráneo, y tranquilamente se sentó en el diván.
    -Antes que nada, dígame como se encuentra, mi querida amiga.
    -¿Cómo quiere usted que nadie se ecuentre bien cuando se sufre moralmente? ¿Es posible vivir tranquilo en nuestros tiempos, cuando se tiene corazón? -repuso Ana Pavlona-. Supongo que pasará usted aquí toda la velada.
    -Pero, ¿y la fiesta en la Embajada inglesa? Hoy es miércoles. He de ir -replicó el Príncipe-. Mi hija vendrá a buscarme aquí - Y añadió muy negligentemente, como si de pronto recordara algo, cuando precisamente preguntaba era el objeto principal de su visita -. ¿Es cierto que la Emperatriz madre desea el nombramiento del barón Funke como primer secretario en Viena? Parece que este Barón es un pobre hombre.
    El prícipe Basilio quería para su hijo aquel nombramiento, en el que había un interés particular por concedérselo al Barón a través de la emperatriz María Fedorovna.
    Ana Pavlona cerró apenas los ojos, en señal de ni que ni ella ni nadie podía criticar aquello que complacía a la Emperatriz.
    - A próposito de su familia - dijo -. ¿Sabe usted que su hija, desde que ha entrado en sociedad es la delicia de todo el mundo? Todos la encuentran tan bella como el día.
    El Príncipe se inclinó respetuosa y reconocidamente.
    Pienso -continuó Ana Pavlona después de un momentáneo silencio y acercándose al Príncipe y sonriéndole tiernámente, demostrándole con esto que la conversación política había terminado y que se daba entonces principio a la charla íntima -, pienso con mucha frecuencia en la enorme injusticia con que se reparte la felicidad en la vida. ¿Por qué la fortuna le ha dado a usted dos hijos tan excelentes? Dejemos de lado a Anatolio, el pequeño, que no me gusta nada - añadió con tono decisivo -, arqueando las cejas-. ¿Por qué le ha dado unos hijos tan encantadores? Y lo cierto es que usted los aprecia mucho menos que todos nosotros, y esto porque usted no vale tanto como ellos - y sonrió con su más entusiástica sonrisa.
    - ¡qué le vamos a hacer! Lavater hubiera dicho que yo no tengo la protuberancia de la paternidad - replicó el Príncipe.
    -Déjese de bromas. ¿Sabe usted que estoy muy descontenta de su hijo menor? Dicho sea entre nosotros - y su rostro adquirió una triste impresión -, se ha hablado de él a Su Majestad y se la ha compadecido a usted.
    El Príncipe no respondió, pero ella, en silencio, le observaba con interés, esperando la respuesta. El Príncipe Basilio frunció levemente el entrecejo.
    - ¿Qué quiere usted que haga? - dijo por último -. Ya sabe usted que he hecho cuanto ha podido hacer un padre para educarlos, y los dos son unos imbéciles. Hipólito, por lo menos, es un abúlico, y Anatolio, en cambio, un tonto bullicioso. Esto es todo, esta es la única diferencia que hay entre los dos - añadió, con una sonrisa aún más imperativa y una animación todavía más extraña, mientras, simultáneamente, en los pliegues que se marcaban en torno a la boca aparecía límpidamente algo grosero y repelente.
    - ¿Por qué tienen hijos los hombres como usted? Si no fuese usted padre no se lo diría - dijo Ana Pavlona levantando pensativamente los párpados.
    - Soy su fiel esclavo y a nadie más que a usted puedo confesarlo. Mis hijos son el obstáculo de mi vida, mi cruz. Yo me lo explico así ¡Qué quiere usted! -y calló, expresando con una mueca su sumisión a la cruel fortuna"...




  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    I M A N
    Ramón J. Sender

    "Cuatro carros de asalto entran a media tarde en el campamento. Ruido inseguro de chatarra en la solidez del silencio. Traen la sequedad calcárea de los desiertos que rodean la posición y cierran las perspectivas sin un árbol, sin un pájaro.
    Poco antes llegaron dos batallones precedidos por los cuervos, que son la vanguardia expontánea de las columnas. Noventa kilómetros en tres jornadas. Esa marcha también la hicimos nosotros para venir aquí. El sol de agosto en la cara por la mañana, desde el amanecer, y después sobre la cabeza y en la espalda a medida que transcurre el día. Treinta kilos de equipo, los hombros desollados por el correaje y el sudor, las plantas de los pies abiertas y la cal del camino en las grietas. Hacia mediodía se escupe ya un barro grisáceo. El agua, caliente y todo, sería una gran cosa si no se hubiera acabado en los diez primeros kilómetros. Ochocientos hombres, mudos, sordos, con paso resignado de autómatas. La mochila del de delante limita todos los horizontes. No se sabe adónde se va, quizá no se vaya a ningún sitio o quizá al fin del mundo. Puede que la misión de uno cuando nació fuera andar eternamente. El polvo borra las cejas, pone una máscara gris en todos los rostros de tal modo que no nos conocemos. Los cincuenta cartuchos de la espalda se clavan en el espinazo. Y llevamos ciento cincuenta y cinco más en otras cartucheras. La manta terciada, zurrón con el paquete de curación, el vaso, el plato, la funda del jergón individual liada a la espalda, la mochila con el equipo de invierno y las tres mudas, los fuertes zapatos, el capote-manta, pesado como un hábito de fraile, y luego el correaje con las cartucheras llenas, el machete de nuevo modelo, el fusil.
    El cansancio llega a anestesiar. No se sienten los pies, ni las hendeduras de las correas que nos cruzan el pecho, ni el calor. Si se pudiera respirar aire límpio y tiráramos nuestra carga, puede que un extraño ímpetu nos llevara en vilo. Andaremos siempre, y será mejor porque en el momento en que nos detengamos caeremos a tierra como peleles. No se piensa en nada ni se ve nada. Los últimos kilómetros, amasado el cansancio con las primeras sombras del atardecer, tiene algo de pesadilla. Hace dos horas que se ve el campamento casi al alcance de la mano y un espíritu satánico lo aleja. Cuando, por fin, entramos, lo cruzaríamos y seguríamos andando como sonámbulos si no nos mandaran alto e hicieran cerrar la columna y colgarse bien el fusil "¡las culatas atrás!"- para desfilar cantando el himno. También los batallones llegados hoy han entrado cantando el suyo. El jefe de la posición, sentado ante un vaso de cerveza, se indigna siempre por la poca bizarría de las voces.
    Noventa kilómetros. Cansancio embrutecido en los rostros, el cansancio de los reos de trabajos forzados. Trabajos inútiles: acarrear hoy aquí la piedra que mañana habrá que volver a llevar allí. Y casi todos una mirada deslustrada, que en Vivance es una lejana y gris mirada de estupefacción. Se adivina, más que el asombro de lo que nos rodea, la sorpresa del estado a que uno mismo ha llegado y una angustia anhelante de que pueda haber desaparecido para siempre aquella vida que se comenzó a vivir"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    LA CABAÑA DEL TÍO TOM
    Harriet Beecher-Stove

    "Al atardecer de un frío día de febrero, dos caballeros estaban sentados ante una mesa con botella y vasos, en un bello y confortable comedor de la ciudad de P..., en el estado de Kentucky. No había criado alguno presente, y los dos interlocutores, con las sillas muy juntas, hablaban, por lo visto, de algo muy interesante.
    Antes hemos dicho dos caballeros; pero uno de ellos, examinado de cerca, no podía calificarse como tal: era un hombre macido y rechoncho, con el aire vulgar de los advenedizos que se abren paso en la vida a codazos, y vestido con escandalosa vulgaridad colorinesca; su corbata llamativa y chillona, sus manos bastas llenas de sortijas, su enorme cadena de reloj, con un diluvio de dijes colgantes, que el hombre tenía costumbre de hacer sonar mientras hablaba, y lo pintoresco de su lenguaje, decía a legua su bajo origen.
    Su compañero, mister Shelby, tenía, en cambio, todo el aspecto de un verdadero señor; y el aspecto de la habitación, como el orden y la belleza de todos los muebles y de las cosas, hablaba bien a las claras de la holgura y bienestar. Como antes hemos dicho, ambos hablaban con gran interés.
    -Así es como yo arreglaría el asunto, amigo mío -dijo mister Shelby.
    -Pero ¡yo no puedo aceptar, mister Shelby; no puedo! -dijo el otro, cogiendo un vaso de vino y poniéndolo entre sus ojos y la luz.
    -De todos modos, Haley, Tom es un hombre extraordinario. Vale esa suma y mucho más: un hombre sensato, honrado, capaz donde los haya, que lleva mi granja como un reloj.
    -Bueno; usted quiere decir honrado como pueden serlo los negros, ¿no es así? -dijo Haley, sirviéndose un vaso de brandy.
    -¡No, no! Quiero decir un hombre realmente bueno y honrado, un hombre sensato y piadoso. Hace cuatro años se convirtió al cristianismo, y desde entonces yo le he confiado cuanto tengo: dinero, casa, caballos... Le dejo ir y venir por el país, y siempre lo he encontrado recto y servicial en sumo grado.
    -¡Oh, oh! Hay muchas gentes que no creen que los negros puedan ser cristianos... De todos modos, convengamos en que puedan serlo. Yo lo creo así: pero hay que estar siempre en guardia... Yo tuve uno, que compré en Orleans y me parecía un buen sujeto... Y, sin embargo, me robó una suma importante... Si, claro, cuando un negro es cristiano es una gran cosa; pero hay que saber si es cristiano sincero o es que lo finge...
    -Pues yo le digo a usted que Tom es cristiano sincero, donde los haya -repuso mister Shelby-. Mire: el otoño pasado lo mandé a Cincinnati solo, para resolverme ciertos asuntos y traerme quinientos dólares. "Tom (le dije yo), confío en ti. porque sé que eres cristiano, y sé que no me engañarás ni me robarás". Y Tom volvió con todo lo que yo le había encargado. Y eso que me consta que gente baja le aconsejó que huyera a Canadá; pero Tom les contestó: "¡Oh! El amo tiene confianza en mí, ha confiado en mí y yo no puedo huir ni engañarle". Ellos mismos me lo han contado... Por eso no tengo que decirle a usted lo que me duele y me cuesta desprenderme de Tom... Bien, amigo mío; cerremos el trato; así quedará saldada mi deuda y usted aceptará eso si tiene un poco de conciencia.
    -¡Oh, yo tengo tanta conciencia como el primero, mister Shelby! -repuso el tratante con énfasis y semisonriendo-, y siempre estoy dispuesto a ponerme en razón para complacer a mis amigos; pero estos tiempos son duros, creálo usted, muy duros y...
    Y lanzando un suspiro, apuró otro vaso.
    -Bien, amigo Haley. Entonces, ¿cuáles son sus condiciones? -preguntó mister Shelby, luego de un corto y penoso silencio.
    -¡Oh! ¿No tiene usted un muchacho o una chica, para dármelos, además de Tom?"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    VOLVERÁS A REGIÓN
    Juan Benet

    "Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real -porque el moderno dejó de serlo- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
    Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien -tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches- dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.
    Para llegar al desierto desde Región se necesita casi un día de coche. Las pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El desierto está constituido por un escudo primario de 1400 metros de altitud media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da lugar a esas depresiones monstruosas en cuyos fondos canta el Torce, después de haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una seria de repliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de Ferrellan se resuelven en un valle primario de corte tradicional, el Formigoso.
    Casi todos los exploradores de cincuenta años atrás, empujados más por la curiosidad que por la afición a la cuerda, eligieron el camino del Formigoso. Más arriba de la vega de Ferrellán el río, en un valle en artesa, se divide en una serie de pequeños brazos y venas de agua que corren en todas direcciones sobre terrenos pantanosos y yermos en los que, hasta ahora, no ha sido posible construir una calzada. El camino abandona el valle y, apoyándose en una ladera desnuda, va trepando hacia el desierto cruzando colinas rojas, cubiertas de carquesas y urces; a la altura de la venta de El Quintán la vegetación se hace rala y raquítica, montes bajos de roble y albares de formas atormentadas por los fuertes ventones de marzo, hasta el punto que en más de cinco kilómetros no existe otro lugar de sombra que un viejo pontón de sillería por donde -excepto los días torrenciales que pasa una tumultuosa, ensordecedora y roja ríada -corre un hilo de agua que casi todo el año se puede detener con la mano. A medida que el camino se ondula y encrespa el paisaje cambia: al monte bajo suceden esas praderas amplias (por donde se dice que pasta una raza de caballos enanos) de peligroso aspecto, erizadas y atravesadas por las crestas azuladas y fétidas de la caliza carbonífera, semejantes al espinazo de un monstruo cuaternario que deja transcurrir su letargo con la cabeza hundida en el pantano; surgen allí, espaciadas y delicadas de color, esas flores de montaña de complicada estructura, cólchicos y miosotis, cantuesos, azaleas de altura y espadañas diminutas, hasta que un desordenado e inesperado seto de salgueros y mirtos parece poner fin al viaje con un tronco atravesado a modo de barrera y un anacrónico y casi indescifrable letrero, sujeto a un palo torcido:
    Se prohibe el paso.
    Propiedad privada"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    A L A M U T
    Vladimir Bartol

    "En la primavera del año 1092 de la era cristiana, y por la antigua carretera de los ejércitos, que desde Samarcanda y Bujara alcanza el pie del macizo Elburz por el norte de Jurasán, abanzaba una caravana de cierta importancia. Había salido de Bujara al principio del deshielo y llevaba varias semanas de viaje. Los hombres de las caravanas blandían sus látigos, animando a los animales, ya bastante agotados. Dóciles bajo su carga, los dromedarios, las mulas y los camellos turkestanos avanzaban en una larga fila. Montados en pequeños caballos peludos, los hombres de la escolta armada, contemplaban, con expresión de tedio y espectativa, la larga cadena de montañas que se alzaban en el horizonte. Hartos de aquella lenta cabalgata, estaban impacientes por llegar a su destino. El pico nevado de Demavend se acercaba lentamente; terminó por desaparecer tras un parapeto que circundaba la carretera. El viento fresco que soplaba de las montañas reanimó a los animales y los hombres. Pero las noches eran glaciales y tanto los mercaderes como los hombres de la escolta se agrupaban refunfuñando alrededor de las hogueras.
    De los camellos, uno llevaba entre las dos jorobas una especie de choza o jaula. De vez en cuando, una fina mano apartaba la cortina de la ventanilla practicada en aquella jaula, mostrando el rostro temeroso de una niña. Sus grandes ojos enrojecidos por el llanto lanzaban miradas que interrogaban a los demás, buscando una respuesta a la dolorosa pregunta que la atormentaba desde el comienzo del viaje: ¿adónde la llevaban y que pensaban hacer con ella? Pero nadie prestaba atención a su presencia. Únicamente el guía de la caravana, un sombrío cincuentón vestido con amplios pantalones árabes y tocado con un enorme turbante blanco, le lanzaba duras miradas en cuanto la veía aparecer por la pequeña abertura. Entonces ella cerraba rápidamente la cortina y se acurrucaba dentro de su habitáculo. Desde que su amo, en Bujara, la había vendido a aquella gente, vivía dividida entre un miedo mortal y una horrible curiosidad por conocer la suerte que le esperaba"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    EL CORAZÓN HELADO
    Almudena Grandes

    "Las mujeres no llevaban medias. Sus rodillas anchas, abultadas, pulposas, subrayadas por el elástico de los calcetines, asomaban de vez en cuando bajo el borde de sus vestidos, que no eran vestidos, sino una especie de fundas de tela liviana, sin forma y sin solapas, a las que yo no sabría cómo llamar. Por eso me fijé en ellas, plantadas como árboles chatos en la descuidada hierba del cementerio, sin medias, sin botas, sin más abrigo que una chaqueta de lana gruesa que mantenían sujeta sobre el pecho con sus brazos cruzados.
    Los hombres tampoco llevaban abrigo, pero se habían abrochado las chaquetas, también de punto y gruesas, más oscuras, para esconder las manos en los bolsillos de los pantalones. Se parecían entre sí tanto como las mujeres. Todos tenían la camisa abotonada hasta el cuello, la barba dura, recién afeitada, y el pelo muy corto. Algunos usaban boina, otros no, pero su postura era la misma, las piernas separadas, la cabeza muy tiesa, los pies firmes en el suelo, árboles como ellas, cortos y macizos, capaces de aguantar clamidades, muy viejos y muy fuertes a la vez.
    Mi padre también despreciaba el frío, y a los frioleros. Lo recordé en aquel momento, mientras el viento helado de la sierra, un poco de aire habría dicho él, me cortaba la cara con un cuchillo horinzontal, afiladísimo. A principio de marzo, el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, límpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera. Qué buen día hace, habría dicho mi padre, pero yo tenía frío, el viento helado me cortaba la cara y la humedad del suelo traspasaba la suela de mis botas, la lana de mis calcetines, la frágil barrera de la piel, para congelar los huesos de mis dedos, mis plantas y mis tobillos. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, nos decía él cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo en mañanas como ésta"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    P A R A D I S O
    José Lezama Lima

    "La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir y vió los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al exterder más aún las manos notó las piernas frías y temblorosas. En ese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de las casas del campamento militar y se encendieron las de las postas fijas y las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de los charcos auyentando a los escarabajos.
    Baldovina se desesperaba, desgreñada, parecía una azafata que con un garzón en los brazos iba retrocediendo pieza tras pieza en la quema de un castillo, cumpliendo las órdenes de sus señores en huida. Necesitaba ya que la socorrieran, pues cada vez que retiraba el mosquitero, veía el cuerpo que se extendía y le daba más relieve a las ronchas; aterrorizada, para cumplimentar el afán que ya tenía de huir, fingió que buscaba a la otra pareja de criados. El ordenanza y Truni recibieron su llegada con sorpresa alegre. Con los ojos abiertos a toda creencia, hablaba sin encontrar las palabras del remedio que necesitaba la criatura abandonada. Decía el cuerpo y las ronchas, como si los viera crecer siempre o como si lentamente su espiral de plancha movida, de incorrecta gelatina, viera la aparición fantasmal y rosada, la emigración de esas nubes sobre el pequeño cuerpo. Mientras las ronchas recuperaban todo el cuerpo, el jadeo indicaba que el asma le dejaba tanto aire por dentro a la criatura, que parecía que iba a acertar con las salida de los poros. La puerta entreabierta adonde había llegado Baldovina, enseñó a la pareja con las mantas de la cama sobre sus hombros, como si la aparición de la figura que llegaba tuviese una velocidad en sus demandas, que los llevaba a una postura semejante a un monte de arena que se hubiese doblegado sobre sus techos, dejádoles apenas vislumbrar el espectáculo por la misma posición de la huida. Muy lentamente le dijeron que lo frotase con alcohol, ya que seguramente la hormiga león había picado al niño cuando saltaba por el jardín. Y que el jadeo del asma no tenía importancia, que eso se iba y venía, y que durante ese tiempo el cuerpo se prestaba a ese dolor y que después se retiraba sin perder la verdadera salud y el disfrute. Baldovina volvió pensando que ojalá alguien se llevase el pequeño cuerpo con el cual tenía que responsabilizarse misteriosamente, balbucear esplicaciones y custodiarlo tan sutilmente, pues en cualquier momento las ronchas y el asma podían caer sobre él y llenarla a ella de terror"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    SI TE DICEN QUE CAÍ
    Juan Marsé

    "Cuenta que al levantar el borde de la sábana que cubría al ahogado, revivió en la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos abiertos un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios cruzando de punta a punta por silvidos de afilador; un remoto espejismo traspasado por el aullido azul de la verdad. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la piel bronceada y las sortijas de oro que aún lucía el cadáver, le reconoció; que todo habían sido espejuelos, dijo, en aquel tiempo y en aquellas calles, incluido este trapero que al cabo de treinta años alcanzaba su corrupción final enmascarado de dignidad y dinero.
    Su propia madre tenía el vientre más liso que una tabla y sin embargo la llamaban "la preñada", recuerda: aquellas vecinas deslenguadas con rulos en la cabeza, enfermas de irrealidad, trajinando baldes de agua desde la fuente agobiada de avispas y habladurías, aquel certamen de infamias una tarde de otoño que sintió romperse bruscamente una burbuja de luz en su interior y se dijo ya soy mayor, ya soy memoria y no podréis conmigo, brujas. A pesar de ello, y durante mucho tiempo, las apariencias seguirían justificando el oprobio del vecindario y el estupor del hijo, que esa misma noche volvería a verla desde el catre, una gran barriga enlutada avanzando en la penumbra del cuarto y ella detrás balanceándose como una muñeca sobre los pies abiertos. En su desatino, él no sabía si salía del sueño o volvía a ingresar en él. Apuntaba el amanecer y a esa hora el hambre siempre le pateaba el estómago, despertándole, lo dejaba sentado en el lecho y entonces podía ver como todo le era desmentido por la luz, vacilante, que entraba por las contraventanas cerradas: ese pistolero acribillado doblándose como si fuera a atarse un zapato, y sobre cuya frente resbala un sombrero de ala torcida, volvía a ser la americana de su padre colgada en la silla; esa granada estallando, esa llamarada roja, sin estruendo escupiendo cristales y madera astillada, pronto sería el sol colándose por las rendijas de la carcomida ventana; y el máuser colgado en la pared, una mancha de humedad. Pero su madre, aferrándose con desespero a los barrotes de la cama, persistía en su misteriosa condición de embarazada. Traía la cara contraida de dolor y gemía, espatarrada, él veía su vientre hinchado como de nueva meses ya está, va a parir aquí mismo, de pie sobre las baldosas. En aquel desamparo, creyó ver a otra persona arremangarse las faldas de luto, congestionada por el esfuerzo, jadeando: cayó blandamente entre sus piernas un bulto que apenas tuvo tiempo de sujetar con las manos. De sus muslos escurrían hasta el suelo hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Transpirando un sudor de muerte, una fatiga infinita, se acurrucó en el lecho junto a su hijo, envolviéndole en un denso olor a legumbres secas a vagones de tren pudriéndose en vías muertas"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    EL CARTERO DE NERUDA
    Antonio Skarmeta

    "En junio de 1969 dos motivos tan afortunados como triviales condujeron a Mario Jímenez a cambiar de oficio. Primero, su desafecto por las faenas de la pesca que lo sacaban de la cama antes del amanecer, y casi siempre, cuando soñaba con amores audaces, protagonizados por heroínas tan abrasadoras como las que veía en la pantalla del rotativo de San Antonio. Este talento, unido a su consecuente simpatía por los resfríos , reales o fingidos, con que se excusaba día por medio de preparar los aparejos del bote de su padre, le permitía retozar bajo las nutridas mantas chilotas, perfeccionado sus oníricos idilios, hasta que el pescador José Jímenez volvía de alta mar, empapado y hambriento, y el mitigaba su complejo de culpa sazonándole un almuerzo de crujiente pan, bulliciosas ensaladas de tomate con cebolla, más perejil y cilantro, y una dramática aspirina que engullía cuando el sarcasmo de su progenitor lo penetraba hasta los huesos.
    -Búscate un trabajo -era la escueta y feroz frase con que el hombre concluía una mirada acusadora, que podía alcanzar hasta los diez minutos, y que en todo caso nunca duró menos de cinco.
    -Sí papá -respondió Mario, limpiándose las narices con la manga del chaleco.
    Si este motivo fuera trivial, el afortunado fue la posesión de una alegre bicicleta marca Legnano, valiéndose de la cual Mario trocaba a diario el menguado horizonte de la caleta por el algo mínimo puerto de San Antonio, pero en comparación con su caserío lo impresionaba como fastuoso y babilónico. La mera contemplación de los afiches del cine con mujeres de bocas turbulentas y durísimos tíos de habanos masticados entre dientes impecables, lo metía en un trance del que sólo salía tras dos horas de celuloide, para pedalear desconsolado de vuelta a su rutina, a veces bajo una lluvia costeña que le inspiraba resfríos épicos. La generosidad de su padre no alcanzaba a tanto como para fomentar la molicie, de modo que varios días de la semana, carente de dinero, Mario Jímenez tenía que conformarse con incursiones a las tiendas de revistas usadas, donde contribuía a manosear las fotos de sus actrices predilectas.
    Fue uno de aquellos días de desconsolado vagabundeo, cuando descubrió un aviso en la ventana de la oficina de correos que, a pesar de estar escrito a mano y sobre una modesta hoja de cuaderno de matemáticas, asignatura en la que no había destacado durante la escuela primaria, no pudo resistir.
    Mario Jímenez jamás había usado corbata, pero antes de entrar se arregló el cuello de la camisa como si llevara una y trató, de abreviar con dos golpes de peineta su melena heredada de fotos de los Beatles.
    -Vengo por el aviso -declaró al funcionario, con una sonrisa que emulaba la de Burt Lancaster"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    [FONT=Tahoma, sans-serif]P A U L A[/FONT]
    Isabel Allende
    "Escucha, Paula, voy a contarte una historia, para que cuando despiertes no estés tan perdida.
    La leyenda familiar comienza a principios del siglo pasado, cuando un fornido marinero vasco desembarcó en las costas de Chile, con la cabeza perdida en proyectos de grandeza y protegido por el relicario de su madre colgado al cuello, pero para que ir tan atrás, basta decir que su descendencia fue una estirpe de mujeres impetuosas y hombres de brazos firmes para el trabajo y corazón sentimental. Algunos de carácter irascible murieron echando espumarajos por la boca, pero tal vez la causa no fue rabia, como señalaron las malas lenguas, sino alguna peste local. Compraron tierras fértiles en las cercanías de la capital que con el tiempo aumentaron de valor, se refinaron, levantaron mansiones señoriales con parques y arboledas, casaron a sus hijas con criollos ricos, educaron a sus hijos en severos colegios religiosos, y así con el correr de los años se integraron a una orgullosa aristocracia de terratenientes que prevaleció por más de un siglo, hasta que el vendaval del modernismo la reemplazó en el poder por los tecnócratas y comerciantes. Uno de ellos era mi abuelo. Nació en buena cuna, pero su padre murió temprano de un inexplicable pistoletazo; nunca se divulgaron los detalles de lo ocurrido esa noche fatídica, quizás fue un duelo, una venganza o un accidente de amor, en todo caso, su familia quedó sin recursos y, por se el mayor, debió de abandonar la escuela y buscar empleo para mantener a su madre y educar a sus hermanos menores. Mucho después, cuando se había convertido en hombre de fortuna ante quien los demás se quitaban el sombrero, me confeso que la peor pobreza es la del cuello y corbata, porque hay que disimularla. Se presentaba impecable con la ropa del padre ajustada a su tamaño, los cuellos tiesos y los trajes bien planchados para disimular el desgaste de la tela. Esa época de penurias le templó el carácter, creía que la existencia es sólo esfuerzo y trabajo, y que un hombre honorable no puede ir por este mundo sin ayudar al prójimo. Ya entonces tenía la expresión concentrada y la integridad que lo caracterizaron, estaba hecho del mismo material pétreo de sus antepasados y, como muchos de ellos, tenía los pies plantados en suelo firme, pero una parte de su alma escapaba hacia el abismo de los sueños. Por eso se enamoró de mi abuela, la menor de una familia de doce hermanos, todos locos excéntricos y deliciosos, como Teresa, a quien al final de su vida empezaron a brotarle alas de santa y cuando murió se secaron en una noche todos los rosales del Parque Japonés, o Ambrosio, gran rajadiablos y fornicador, que en su momentos de generosidad se desnudaba en la calle para regalar su ropa a los pobres. Me crié oyendo comentarios sobre el talento de mi abuela para predecir el futuro, leer la mente ajena, dialogar con los animales y mover objetos con la mirada. Cuentan que una vez desplazó una mesa de billar por el salón, pero en verdad lo único que vi moverse en su presencia fue un azucarero insignificante, que a la hora del té solía deslizarse errático sobre la mesa"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    A M I M A N E R A


    El albergue

    "Era a última hora de la tarde. Cuarenta y nueve de nosotros, cuarenta y nueve hombres y una mujer, esperábamos tendidos en la hierba a que abrieran. Estabámos demasiado cansados para hablar mucho. Tendidos por allí, agotados, pendían de las caras estropajosas los pitillos que habíamos liado. Por encima de nosotros, las floridas ramas de los castaños y allá arriba grandes nubes lanudas que flotaban casi inmóviles en el claro cielo. Estropeábamos el paisaje como latas de sardinas y bolsas de papel vacias en la playa.
    Si hablábamos era sobre el jefe del que denpendían los vagabundos. Todos estábamos de acuerdo de que era un diablo, un tártaro, un tirano, un perro muy ladrador, blasfemo y nada caritativo. Cuando estaba él cerca, no podía uno sentirse seguro ni de su propia alma y a muchos vagabundos les había pegado patadas en plena noche por haberle contestado. En los registros le sacudía a uno poniéndole boca abajo. Si le encontraba a alguien tabaco, lo castigaba bien por ello y si tenía uno dinero (lo cual estaba rigurosamente prohibido) que Dios le ayudara.
    Yo llevaba encima ocho peniques.
    -Por amor de Cristo, compañero - me advertían los ya veteranos - no entres ahí con dinero. ¡Te caerían encima siete días de encierro por entrar en el albergue con ocho peniques!
    Así que enterré el dinero en un agujero bajo la valla marcando el sitio con una piedra. Luego escondimos como nos fue posible los fósforos y el tabaco, pues en casi todos los albergues están rigurosamente prohibidos. Se supone que los entrega uno a la entrada. Los ocultamos en nuestros calcetines, escepto el veinte por ciento que no los llevaban y tenían que meterse el tabaco en las botas incluso bajo los dedos. Abarrotamos pues los tobillos con aquel "contrabando" hasta el punto que parecíamos tener elefantiasis. Pero es una ley no escrita que ni siquiera los más severos "jefes de vagabundos" no le registran a uno por debajo de las rodillas y al final sólo fue descubierto un hombre. Era Scotty, un peludo y bajito vagabundo de Glasgow que hablaba muy mal. Su lata de cigarrillos se le cayó del calcetín en el momento menos oportuno y se lo llevaron.
    A las seis se abrieron las puertas y entramos arrastrando los pies"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    El libro A MI MANERA lo escribió George Orwell.
    Perdón por el olvido.
    Un saludo cordial.
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    UN MUNDO FELIZ
    Aldous Huxley

    "Un macizo edificio de sólo treinta y cuatro pisos. Sobre la entrada principal, las palabras: Centro de Incubación y Acondicionamiento de la Central de Londres, y en una tarja: Comunidad, Identidad, Estabilidad, la divisa del Estado Mundial.
    La enorme pieza del piso bajo estaba orientada al norte. A pesar del calor de fuera y de la temperatura casi tropical del interior, sólo una luz cruda, pálida e invernal, filtrábase a través de los cristales buscando con avidez algunos ensabanados cuerpos yacentes, algún trozo de carne descolorida, producto de disecciones académicas; pero sólo se hallaba cristal y níquel y las pulidas y frías porcelanas del laboratorio. Invierno respondía a invierno. Blancas eran las batas de los que allí trabajaban con manos enfundadas en guantes de goma de color cadavérico. La luz era helada, muerta, fantasmal. Sólo los tubos amarillos de los microscópios le prestaban algo de vida mientras resbalaba lúbricamente sobre su pulidez, formando una larga serie de ricos destellos todo a lo largo de las mesas de trabajo.
    -Esta -dijo el director, al abrir la puerta- es la Cámara de Fecundación.
    Inclinados sobrfe los instrumentos, trabajaban trescientos fecundadores cuando el Director de Fecundación y Acondicionamiento entró en la habitación, sumidos en un silencio en que apenas se oía la respiración, inconsciente susurro de la atención más absorta. Una turba de novatos, jovenzuelos rosados y bisoños, le seguían nerviosa o, por mejor decir, abyectamente, pisándole los talones. Iban provistos de sendos cuadernos donde garrapateaban con ansia cuanto el grande hombre iba diciendo. Bebían la sabiduría en su propia fuente. Era un raro privilegio. El D. I. A. de la Central de Londres consideraba como cosa de su cometido acompañar en persona a los nuevos alumnos por las diversas dependencias.
    -Únicamente para darles una idea general -les decía. Pues claro era que habían de tener una idea general para llevar a cabo un trabajo útil, si bien ésta fuera lo más breve posible, para que pudieran ser al par buenos y felices miembros de la sociedad; pues son los pormenores, como todo el mudo sabe, los que dan lugar a la virtud y a la felicidad, mientras que las generalidades son, intelectualmente consideradas, males necesarios. No son los filósofos, sino los que se dan a la marquetería y los coleccionistas de sellos, quienes construyen la espina dorsal de la sociedad.
    -Mañana -agregó con una sonrisa impregnada de una levemente amenazadora campechanería- comenzaréis un trabajo serio. Tendréis que prescindir de generalidades. Mientras tanto"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    L A M A D R E
    Máximo Gorki

    "En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas. A la luz fría del amanecer, iban por la calleja sin empedrar hacia los altos jaulones de la fábrica, que les esperaba, segura, indiferente, alumbrando el fangoso arroyo con sus decenas de ojos cuadrados y grasientos. Chocleaba el barro bajo los pies. Resonaban voces soñolientas en roncas exclamaciones, groseras injurias rasgaban el aire con rabia, y una oleada de ruidos diversos venía al encuentro de los obreros: el pesado jadeo de las máquinas, el gruñido silbante del vapor. Sombrías y severas, destacábanse las altas chimeneas negruzcas, que se alzaban sobre el arrabal como gruesos mástiles.
    Al anochecer, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban sin fuerza en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra, como si fuera escoria, y los hombres, ahumados, negros los rostros, centelleantes las dentaduras hambrientas, volvían a pasar por la calle, dejando en el aire el persistente olor de la grasa de máquinas. Entonces había en sus voces animación y hasta alegría; habían terminado los trabajos forzados de aquel día; la cena y el descanso les aguadaban en casa.
    La fábrica se había tragado una jornada más, y las máquinas habían succionado de los músculos de los hombres cuantas fuerzas necesitaran. El día habíase borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más hacia la sepultura; pero veía cerca, ante sí, el gozo del descanso, los placeres de la taberna llena de humo, y estaba satisfecho.
    Los días de fiesta dormían hasta eso de las diez de la mañana; luego, la gente seria y casada se ponía la ropa dominguera y se marchaba a misa, regañando a los mozos que encontraba a su paso, por su indiferencia en punto a religión. Volvían de la iglesia a casa, comían unas empanadas y acostábanse de nuevo a dormir, hasta el atardecer.
    La fatiga acumulada durante largos años les quitaba el apetito, y, para comer, bebían mucho, excitándose el estómago con el fuego abrasador de la vodka"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    CARTA DE UNA DESCONOCIDA
    Stefan Zweig

    "Después de una excursión de tres días por la montaña, el famoso novelista R. volvió, a Viena por la mañana temprano, compró un diario en la estación, y al hojearlo se dió cuenta de que era el día de su cumpleaños. "Cuarenta y uno" pensó, y el hecho no le dió ni frío ni calor. Volvió a hojear ligeramente el diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le informó de las visitas que había tenido durante su ausencia, así como de las llamadas telefónicas, y le entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la miró distraído, abrió algunos sobres, cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno de letra desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le habían servido el té, y sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacio y carecía, lo mismo que la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. "Es curioso" pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título, aparecía escrito: "A ti, que nunca me has conocido". Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él, o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó a leer:
    "Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil. Pero sé que está muerto y no quiero mirarle para no volver a abrigar una vana esperanza y verme de nuevo desilusionada. Lo sé, lo sé; mi hijo ha muerto ayer y ahora no me queda en todo el mundo nadie más que tú, tú que no sabes nada de mí; tú, que entretanto te distraes con tus asuntos o con otros hombres. Sólo te tengo a ti, que nunca me conociste, a quien siempre he querido"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    DÍA INTERNACIONAL CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO



    RÉQUIEM CON TOSTADAS
    Mario Benedetti

    "Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en este mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que ma haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablámamos mucho ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces era yo mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace muchos más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mi nos pegaba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta la tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rábia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    MEMORIAS DE UNA VACA
    Bernardo Atxaga


    "Era una noche de rayos y truenos, y los ruidos y el jaleo del temporal acabaron por despertarme casi del todo.
    -Escucha, hija mía, ¿acaso no ha llegado la hora? ¿acaso no es el momento adecuado, correcto y conveniente? -me preguntó entonces mi voz interior. Y poco después, sin darme un respiro siquiera para despabilarme completamente-: Pero ¿no has de abandonar el sueño y la molicie? ¿No has de acogerte a la excelente y fructífera luz? Dímelo en dos palabras y con el corazón en la mano, ¿acaso no ha llegado la hora? ¿Acaso no es el momento adecuado, correcto y conveniente?
    Esta voz interior mía tiene una lengua muy remilgada y muy llena de cumplidos, y por lo visto no puede hablar como todo el mundo, llamando a la hierba "hierba" y a la paja "paja"; si por ella fuera, a la hierba tendríamos que decirle "el saludable alimento que para nosotras crió la madre tierra", y a la paja, "el no saludable alimento necesario para los casos en los que el bueno falta y declina". Sí, así habla esa voz que escucho dentro de mí, con lo que resulta que se alarga una barbaridad cada vez que quiere explicar algo, con lo que resulta que la mayor parte de sus asuntos se hacen muy aburridos, con lo que resulta que hay que cargarse de paciencia para atenderla sin ponerse a gritar. Y aún poniéndose a gritar, da lo mismo, porque la voz no se va de su sitio, no hay manera que desaparezca.
    -No puede desaparecer porque se trata de nuestro Angel de la Guarda, él guiará tus pasos.
    -¿Me lo tengo que creer? -pregunté a Bidani.
    -Pues claro que sí -me respondió ella con algo de arrogancia.
    -Pues, usted perdone, pero no le creo ni palabra.
    ¿Qué le iba a decir? Ella era de más edad que yo, de eso no cabía duda, pero también muy crédula en comparación conmigo. Porque la verdad es que todavía no ha nacido quien me demuestre qué es el Angel de la Guarda, y así las cosa prefiero no creérmelo. Yo soy de este pelaje: cuando algo está claro, cuando por ejemplo me ponen delante un montoncillo de alholva y me dicen "Esto es alholva", entonces voy yo, lo huelo y digo, "Sí, esto es alholva", reconozco la verdad; pero de lo contrario, no habiendo pruebas, o cuando la prueba ni siquiera huele, entonces yo prefiero no creer. Como dice el refrán:

    ¿Qué creías que era vivir?
    ¿Creérselo todo y echarse a dormir?

    No señor, eso no es vivir, eso es hacer el tonto y comportarse como los del género ovejuno.
    -No acabas de comprender, joven -insistió Bidani con la misma arrogancia que antes-. El Angel de la Guarda no puede oler a nada. Como ángel que es, está en nuestro interior como un espíritu, sin ocupar ningún sitio.
    -Se merecería usted ser oveja -le respondí con todo mi descaro, y dándome la vuelta me fui"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
    Gabriel García Márquez

    "Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
    Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, así como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos cubetas del peltre descarado bajo un foco ordinario cubierto de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver. Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativo en placas de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina Providencia.
    Un comisario de policia se había adelantado con un estudiante de medicina muy joven que hacía su práctica forense en el dispensario municipal, y eran ellos quienes habían ventilado la habitación y cubierto el cadáver mientras llegaba el doctor Urbino. Ambos lo saludaron con una solemnidad que esta vez tenía más de condolencia que de veneración, pues nadie ignoraba el grado de su amistad con Jeremiah de Saint-Amour. El maestro eminente estrechó la mano de ambos, como lo hacía desde siempre con cada uno de sus alumnos antes de empezar la clase diaria de medicina general, y luego agarró el borde la manta con las yemas del índice y el pulgar, como si fuera una flor, y descubrió el cadáver palmo a palmo con una parsimonia sacramental. Estaba desnudo por completo, tieso y torcido, con los ojos abiertos y el cuerpo azul, y como cincuenta años más viejo que la noche anterior. Tenía las pupilas diáfanas, la barba y los cabellos amarillentos, y el vientre atravesado por una cicatriz antigua cosida con nudos de enfardelar. Su torso y sus brazos tenían una envergadura de galeote por el trabajo de las muletas, pero sus piernas inermes parecían de huérfano. El doctor Juvenal Urbino lo contempló un instante con el corazón adolorido como muy pocas veces en los largos años de su contienda estéril con la muerte.
    -Pendejo -le dijo-. Ya lo peor había pasado"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    LOS ANILLOS DE LA MEMORIA
    Georges Simenon


    "Ocho de la noche. Para millones de humanos, cada cual en su cubil, en el pequeño mundo que se han creado o que deben soportar, un día muy concreto toca a su fin, frío y brumoso, el miércoles 3 de febrero.
    Para René Maugrás no existen horas ni días y sólo más adelante le preocupará el transcurso del tiempo. Continúa sumido en el fondo de un agujero tan oscuro como los abismos de los océanos, sin contacto con el mundo exterior. Con todo, su brazo derecho, sin que él lo advierta, comienza agitarse de manera espasmódica, al tiempo que sus mejillas se hinchan cómicamente cada vez que expulsa aire.
    La primera señal que le llega de fuera se presenta en forma de anillos, anillos sonoros que van ampliándose y forman olas cada vez más lejanas. Con los ojos cerrados, intenta seguirlos, entender, y en ésas se produce un fenómeno del que nunca se atreverá a hablarle a nadie: reconoce esas olas y le entran ganas de sonreírles.
    De niño, acostumbraba a escuchar las campanas de la iglesia de Saint-Etienne y, señalando muy serio el azul del cielo, decía:
    -¡Los anillos!...
    Se lo había contado su madre poco antes de morir. Como él no sabía todavía pronunciar la palabra anillos, ésta se convertía en sus labios en nanillos, y designaba de ese modo a las campanas debido a los círculos concéntricos que lanzan al espacio.
    También allí hay campanas. No intenta contar los tañidos porque está demasiado embotado. Ese embotamiento tampoco le resulta desconocido. Lo ha vivido ya y, durante un lapso de tiempo más o menos largo, le crea una confusión. Quizá sigue siendo el muchachito de ocho años al que han trasladado urgentemente al hospital de Fécamp y a quien, mientras forcejeaba gritando, han aplicado una mascarilla en el rostro para operarlo de apendicitis.
    Primero el agujero y, mucho más tarde, un extraño regusto en la boca, un cansancio en todo el cuerpo y, por último, cuando empezaba a flotar, los anillos sonoros de las campanas familiares.
    Ahora le gustaría sonreir, porque le parece graciosa la idea que cruza por su mente. Sin creérsela de veras, no se resigna a rechazarla del todo. ¿No es en este instante el niño de Fécamp que está despertando en una habitación de hospital? ¿Y no fijará su primera mirada en una gruesa enfermera rubia y sonsorada que está haciendo punto? De ser así, todo lo demás habría sido un sueño. Habría soñado, bajo los efectos de la anestesia, más de cincuenta años de existencia.
    Eso no es cierto, claro está. Sabe que no es cierto, que él es un hombre de cincuenta y cuatro años y que hace tiempo que ha abandonado la casita de la Rue d´Entretat. No obstante, la confusión se ha prolongado unos minutos o segundos, a buen seguro unos segundos, pero, a pesar de todo, quiere asegurarse. Para ello basta con abrir los ojos, y entonces sobreviene un curioso fenómeno, en absoluto trágico; casi cómico, por el contrario: se esfuerza en alzar los párpados, hace lo que suele hacerse habitualmente, sin duda dar una orden desde el cerebro a determinados nervios. Y sin embargo, sus párpados permanecen inmóviles.
    No sufre. Ese estado de anonadamiento resulta bastante grato, un poco como si no fuera ya nadie. No tiene ya problemas ni responsabilidades. Una sola razón le mueve a proseguir el esfuerzo: necesita estar seguro, de que la gruesa enfermera rubia y sonrosada no está haciendo punto a la cabecera de la cama.
    ¿Se ve desde fuera lo que ocurre en su interior? Cuando los anillos se han desvanecido en la lejanía del aire, percibe otro ruido que también le trae recuerdos a la memoria. Está demasiado cansado para preguntarse cuáles. Ha crujido una silla, como cuando alguien se levanta precipitadamente, y ha debido de lograr abrir los párpados ya que ve, muy cerca de él, un uniforme blanco, unos cabellos oscuros que escapan de un gorro de enfermera.
    No es su enfermera, y cierra los ojos, decepcionado. Está demasiado cansado para hacer preguntas y prefiere dejarse caer en el fondo de su agujero"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado noviembre 2010
    LA METAMORFOSIS
    Franz Kafka

    "Cuando Gregor Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso. Estaba echado sobre el quitinoso caparazón de su espalda, y al levantar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas durezas, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
    -¿Qué ha sucedido
    No, no soñaba. Su habitación, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro harto reducidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas -Samsa era viajante de comercio-, colgaba una estampa que poco antes había recortado de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba una señora tocada con un gorro de pieles, y que muy erguida esgrimía contra el espectador una boa, asimismo de piel, dentro de la cual se perdía todo su antebrazo.
    La mirada de Gregor se dirigió luego hacia la ventana, el tiempo era lluvioso, y se escuchaba el repiquetear de las gotas de lluvia sobre la chapa de cinc de la ventana lo que le infundió una gran melancolía.
    "Bueno -pensó-; ¿qué pasaría si yo siguiese durmiendo otro rato y me olvidase de todas las fantasías?" Pero esta pretensión era algo desde todo punto irrealizable, porque Gregor tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel revuelo de piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarlo en el costado.
    "¡Ay, Dios! -se dijo-. ¡Que agotadora es la profesión que he elegido! Siempre de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esta plaga de los viajes: cuidarse de las combinaciones de los trenes; la comida pésima, irregular, relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en las que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con todo!"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    EL GATO NEGRO
    Edgar Allan Poe


    "No espero ni pido que nadie crea el extraño aunque simple relato que voy a escribir. Estaría completamente loco si lo esperase, pues mis sentidos rechazan su evidencia. Pero no estoy loco, y sé perfectamente que esto no es un sueño. Mañana voy a morir, y quiero de alguna forma aliviar mi alma. Mi intención inmediata consiste en poner de manifiesto simple y llanamente y sin comentarios una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no voy a explicarlos. Si para mi han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. En el futuro, quizá aparezca alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes, una inteligencia más tranquila, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que voy a describir con miedo una simple sucesión de causas y efectos naturales.
    Desde la infancia sobresalí por docilidad y bondad de carácter. La ternura de corazón era tan grande que llegue a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban, de forma singular, los animales, y mis padres me permitían tener una variedad muy amplia. Pasaba la mayor parte del tiempo con ellos y nunca me sentía tan feliz como cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter crecía conmigo y, cuando llegué a la madurez, me proporcionó uno de los mayores placeres. Quienes han sentido alguna vez afecto por un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la satisfacción que se recibe. Hay algo en él generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha probado la falsa amistad y frágil fidelidad del hombre.
    Me casé joven y tuve la alegría de que mi mujer compartiera mis preferencias. Cuando advirtió que me gustaban los animales domésticos, no perdía ocasión para proporcionarme los más agradables. Teniamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un mono pequeño y un gato.
    Este último era un hermoso animal, bastante grande, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Cuando se refería a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el asunto porque acabo de recordarla.
    Plutón -pues así se llamaba el gato- era mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer, y él en casa me seguía por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedirle que siguiera mis pasos por la calle.
    Nuestra amistad duró varios años, en el transcurso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a usar palabras duras con mi mujer, y terminé recurriendo a la violencia física. Por supuesto, mis favoritos sintieron también el cambio de mi carácter.
    No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Sin embargo, hacia Plutón sentía el suficiente respeto como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto se cruzaban en mi camino. Pero mi enfermedad empeoraba -pues, ¿qué enfermedad se puede comparar con el alcohol?-, y al fin incluso Plutón, que ya empezaba a ser viejo, por tanto, irritable, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor"...

  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    DE PROFUNDIS
    Oscar Wilde


    "Querido Bosie: Después de larga e infructuosa espera, he decidido escribirte yo, tanto por ti como por mí, pues no me gustaría pensar que he pasado dos largos años de prisión sin recibir de ti ni una sola línea, ni aún noticia ni mensaje que no me dieran dolor. Nuestra infausta y lamentabilísima amistad ha acabado en ruina e infamia pública para mi, pero el recuerdo de nuestro antiguo afecto me acompaña a menudo, y la idea de que el aborrecimiento, la amargura y el desprecio ocupen para siempre ese lugar de mi corazón que en otro tiempo ocupó el amor me resulta muy triste; y tú mismo sentirás, creo, en tu corazón que escribirme cuando me consumo en la soledad de la vida de presidio es mejor que publicar mis cartas sin permiso o dedicarme poemas sin consultar, aunque el mundo no haya de saber nada de las palabras de dolor o de pasión, de remordimiento o indiferencia, que quieras enviarme en respuesta o apelación.
    No me cabe duda de que en esta carta en la que tengo que escribir de tu vida y de la mía, del pasado y del futuro, de cosas dulces que se tornaron amargura y cosas amargas que pueden trocarse en alegría, ha de haber mucho que hiera tu vanidad en lo vivo. Si así fuera, vuelve a leerla una y otra vez hasta que mate tu vanidad. Si algo encuentras en ella de lo que te parezca ser acusado injustamente, recuerda que hay que agradecer que existan faltas de las que se nos pueda acusar injustamente. Si hubiera en ella un solo pasaje que lleve lágrimas a tus ojos, llora como lloramos en la cárcel, donde el día no menos que la noche está hecho para llorar. Eso es lo único que puede salvarte. Si vas con lamentaciones a tu madre, como hiciste a propósito del desprecio de ti que manifesté en mi carta a Robbie, estarás totalmente perdido. Si encuentras una sola excusa falsa para ti, enseguida encontrarás un ciento, y serás lo mismo que fuiste antes. ¿Sigues diciendo, como le dijiste a Robbie en tu contestación, que yo "te atribuyo motivos indignos"? ¡Si tú no tenías motivos en la vida! No tenías más que apetitos. Un motivo es un propósito intelectual. ¿Qué eras "muy joven" cuando empezó nuestra amistad? Tu defecto no era que supieras muy poco de la vida, sino que sabías mucho. El alba de la juventud, con su flor delicada, su luz clara y pura, su alegría inocente y espectante, tú la habías dejado muy atrás. Con pies muy raudos y corredores habías pasado del Romance al Realismo. Las cloacas y las cosas que en ella viven habían empezado a fascinarte. Ese fue el origen del problema en el que buscaste mi ayuda, y yo, según la sabiduría de este mundo, por compasión y simpatía te la di. Tienes que leer esta carta de principio a fin, aunque cada palabra sea para ti el fuego o el escalpelo del cirujano, que hace arder o sangrar la carne delicada. Recuerda que el necio a los ojos de los dioses y el necio a los ojos de los hombres son muy distintos"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    BARTLEBY Y COMPAÑÍA
    Enrique Vila-Matas

    "Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz. Hoy más que nunca porque empiezo -8 de julio de 1999- este diario que va a ser al mismo tiempo un cuaderno de notas a pie de página que comentarán un texto invisible y que espero que demuestren mi solvencia como rastreador de bartlebys.
    Hace veinticinco años, cuando era muy joven, publiqué una novelita sobre la imposibilidad del amor. Desde entonces, a causa de un trauma que ya explicaré, no había vuelto a escribir, pues renuncié radicalmente a hacerlo, me volví bartleby, y de ahí mi interés desde hace tiempo por ellos.
    Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que, durante prolongados lapsos, se queda de pie mirando hacia fuera por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección a un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte, pues vive en la oficina, incluso pasa en ella los domingos; que nunca ha dicho quién es, ni de dónde viene, ni si tiene parientes en este mundo; que, cuando se le pregunta dónde nació o se le encarga un trabajo o se le pide que cuente algo sobre él, responde siempre diciendo:
    -Preferiría no hacerlo.
    Hace tiempo que ya rastreo el amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura, hace tiempo que estudio la enfermedad, el mal endémico de las letras contempóráneas, la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día, literalmente paralizados para siempre.
    La idea de rastrear la literatura del No, la de Bartleby y compañía, nació el pasado martes en la oficina cuando me pareció que la secretaria del jefe le decía a alguien por teléfono:
    -El señor Bartleby está reunido.
    Me reí a solas. Resulta difícil imaginar a Bartleby reunido con alguien, zambullido, por ejemplo, en la cargada atmósfera de un consejo de administración. Pero no resulta tan difícil -es lo que me propongo hacer en este diario o notas a pie de página- reunir a buen puñado de bartlebys, es decir, a un buen puñado de escritores tocados por el Mal, por la pulsión negativa"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LOS DIEZ MANDAMIENTOS DEL SIGLO XXI
    Fernando Savater

    DIÁLOGO DEL FILÓSOFO CON EL SEÑOR

    "Nos mandaste amarte sobre todas las cosas. Me pregunto y te pregunto: ¿tanta necesidad tienes de que te amen? ¿No es un poco exagerado? ¿No delata una especie de zozobra, de inquietud extraña? Sí... sí... ya sé que eres un dios celoso, que no acepta ningún tipo de competencia. Pero quiero que entiendas que no eres muy original. Esto que te sucede le pasa prácticamente a todos los dioses. Estoy viendo que en ese aspecto sois todos bastante parecidos: excluyentes y posesivos. Siempre queréis todo el amor para vosotros. Se os ve un poco inseguros de vosotros mismos y necesitados de que los demás estemos siempre refrendando vuestra superioridad sobre el cosmos y el mundo. Mira... ni siquiera ése es nuestro problema. Nuestra verdadera dificultad son tus representantes, porque normalmente no te diriges a los hombres de forma directa. Aquellos que hablan en tu nombre son un verdadero dolor de cabeza. Siempre nos sugieren y ordenan lo que tenemos que hacer de acuerdo con su nivel de poder.
    Aquí estamos frente al primer mandamiento, algo inmodificable según tus leyes: Amarás a Dios sobre todas las cosas, y no se hable más.
    Pero vivimos en el siglo XXI, discutiendo tus leyes... no pongas mala cara si ahora, mal que te pese, te cuestionamos... son los tiempos que corren.

    DE LOS DIOSES CONCRETOS AL ABSTRACTO

    El primer mandamiento es el más religioso de todos, porque mientras que los demás se relacionan con cuestiones de comportamiento social y de grupo, éste plantea una exigencia que la divinidad le demanda al individuo.
    Así, un profeta anónimo le hace decir a Yahvé: "Yo soy el primero y el último, fuera de mí no existe ningún dios"; "Antes de mí ningún dios había, y ninguno habrá después de mí"; "Yo soy Yahvé y fuera de mí ningún dios existe"; "Todos ellos son nada; nada pueden hacer, porque sólo son ídolos vacios". Frente a estas formas de definirse no podemos negar que, por lo menos, se trata de alguien con una autoestima superlativa y, sin exagerar, digna de un dios.
    Debo admitir que, como no soy creyente, me resultaría muy difícil amarle, y que, incluso aunque creyera, me costaria describir bien la relación que podría tener con un ser infinito, inmortal, invulnerable y eterno. Personalmente entiendo el amor como el deseo casi desesperado de que alguien perdure, a pesar de sus deficiencias y de su vulnerabilidad. Por eso sólo puedo amar a seres mortales. La inmortalidad me merece respeto, agobio, pero no me merece amor. Por otra parte, nunca he sabido muy bien qué se entiende por esa palabra misteriosa que otros manejan con tanta facilidad: Dios.
    Hay un libro de Humberto Eco y el cardenal Cario María Martini en el que discuten sobre estas cuestiones. Su título En qué creen los que no creen. A quienes no creemos nos es muy fácil explicar en qué creemos. Lo que me resulta misterioso es saber en qué creen los que creen y, sinceramente, por más que los he escuchado nunca he entendido a qué se refieren"...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    LÍNEA DE SOMBRA
    Joseph Conrad

    "Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.
    Cierra uno tras sí la puertecita de la infancia, y penetra en un jardín encantado. Hasta sus mismas sombras tienen un resplandor de promesa. Cada recodo del sendero posee su seducción. Y no a causa del atractivo que ofrece un país desconocido, pues de sobra sabe uno que por allí ha pasado la corriente de la humanidad entera. Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos una sensación extraordinaria y personal, la revelación de algo de nuestro yo.
    Llenos de ardor y de alegría, caminamos, reconociendo las lindes de nuestros predecesores, aceptando tales como se presentan la buena suerte y la mala -los puntapiés y las perras chicas, como reza el adagio: "las duras y las maduras"-, el pintoresco destino común que tantas posibilidades guarda para el que las merece, cuando no simplemente para el afortunado. Sí; caminamos; y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar tras de nosotros la región de nuestra primera juventud.
    Este es el período de la vida en que suelen sobrevenir aquellos momentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van ser!: esos momentos de hastío, de cansancio, de descontento; momentos de irreflexión. Es decir, esos momentos en que los aún mozos propenden a cometer actos irreflexivos, tales como el matrimonio improvisado o el abandono de un empleo, sin razón alguna para ello.
    Desde luego, no es esta una historia conyugal. No; el destino no me fue tan adverso. Mi acto, por inconsiderado que fuese, tuvo más bien el carácter de un divorcio, casi de una deserción. Sin la menor razón que poder aducir sensatamente, tiré mi empleo por la borda, abandoné el barco donde venía prestando mis servicios, barco del que lo peor que podía decirse es que era de vapor y, quizás, por lo tanto, sin derecho a esa ciega fidelidad que... Pero, después de todo, ¿a qué tratar de paliar un acto que yo mismo sospeché ya en aquel momento obedecía sólo a un simple capricho?...
  • incainca Gonzalo de Berceo s.XIII
    editado diciembre 2010
    MARÍA ANTONIETA
    Stefan Zweig

    INTRODUCCIÓN

    "Escribir la historia de la reina María Antonieta es volver a abrir un proceso más que secular, en el cual acusadores y defensores se contradicen mutuamente del modo más violento. Del tono apasionado de la discusión son culpables los acusadores. Para herir a la realeza, la Revolución tenía que atacar a la reina, y en la reina a la mujer. Ahora bien, veracidad y política habitan raramente bajo el mismo techo, y allí donde se traza una imagen con fines demagógicos, es de esperar poca rectitud de los siervos complacientes de la opinión pública. No se ahorró ninguna difamación contra María Antonieta, ningún medio para llevarla a la guillotina: todo vicio, toda depravación moral, toda suerte de perversidad fueron atribuidos sin vacilar a la louve austrichienne, a la loba austríaca, en periódicos, folletos y libros: hasta en la propia morada de la justicia. En la sala del juició, comparó el fiscal, patéticamente, a la "Viuda Capeto" con las viciosas más célebres de la historia, con Mesalina, Agripina y Fredegunda. Tanto más completo fue después el cambio, cuando en 1815 ascendió otra vez un Borbón al trono de Francia: para adular a la dinastía. La figura diabólica fue repintada con los colores más suntuosos: no hay representación de María Antonieta procedente de ese tiempo, sin nubes de incienso ni aureola de santidad. Los cánticos de alabanza suceden a los cánticos de alabanza, la intangible virtud de María Antonieta es defendida airadamente: su espíritu de sacrificio, su magnanimidad, su heroísmo inmaculado, son celebrados en verso y en prosa; y un velo de anécdotas, abundantemente impregnadas en llanto, tejido, en general, por aristocráticas manos, envuelve el transfigurado semblante de la "reine martyre", de la reina mártir.
    Aquí, como en la mayoría de los casos, la verdad psicológica viene a encontrarse entre los extremos. María Antonieta no era ni la gran santa del monarquismo, ni la perdida, la grue, de la Revolución, sino un carácter de tipo medio: una mujer, en realidad vulgar; ni demasiado inteligente ni demasiado necia; ni fuego ni hielo; sin especial tendencia hacia el bien y sin la menor inclinación hacia el mal; el carácter medio de una mujer de ayer, de hoy y de mañana; sin afición hacia lo demoníaco ni voluntad de heroísmo, y, por tanto, a primera vista, apenas personaje de tragedia. Pero la Historia, ese gran demiurgo, en modo alguno necesita un carácter heroico como protagonista para edificar un drama emocionante. La tensión trágica no se produce sólo por la desmesurada magnitud de una figura, sino que se da también, en todo tiempo, por la desarmonía entre una criatura humana y su destino. Se presenta dramáticamente cuando un hombre superior, un héroe, un génio, se encuentra en pugna con el mundo que lo rodea, el cual se muestra como demasiado estrecho, demasiado hostil hacia la innata misión a que aquél viene destinado. Napoleón ahogándose en diminuto recinto de Santa Elena, o Beethoven prisionero de su sordera; en términos generales, es el caso de toda gran figura que no encuentra su medida y su cauce. Pero también surge lo trágico cuando a una naturaleza de término medio, o quizá débil, le toca en suerte un inmenso destino, responsabilidades personales que la aplastan y trituran, y esta forma de lo trágico hasta llega quizás a parecerme la más humanamente impresionante"...
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